lunes, 31 de agosto de 2009

Destierro- Paulina Movsichoff




Cuando llegaba la lluvia
yo conversaba con el árbol
mientras Mozart desataba la tarde
desengañaba lirios placenteros de sombra
La soledad iba y venía
con su aire de cigarra encadenada
me miraba a los ojos
como un amante que ha olvidado las preguntas
El tiempo jugaba al ajedrez con la tristeza
y el mar se sentaba en mis rodillas
se enroscaba en mis senos para encontrar sus peces
La ciudad fatigaba sus señales
caminaba a la noche con pálidos fantasmas
que perseguían niñas a orillas del deseo
Entonces respiraba adentro de mis nombres
desenredaba pájaros en mitad de la ausencia
Cuando llegaba la lluvia
yo me acercaba a tus fronteras
Pero tú edificabas los muros del destierro



Onírisis- Torres Agüero Editor

viernes, 28 de agosto de 2009

La Torre- Paulina Movsichoff

Apenas nos despertábamos subíamos a la terraza para ver la torre. Yo pasaba la noche en vela, en parte por la excitación del encuentro, en parte por el deseo febril de contemplarla una vez más. Eso sucedía en los años en que mi madre se largaba a Buenos Aires con nosotros tres: Carolina, Manuel y yo. La semana anterior a la partida vivía horas de encantamiento mientras la veía afanarse en preparar las valijas, cantando con su voz ronca de sirena la infaltable cantinela : "las valijas están listas,/ nuestros rostros optimistas van diciendo: Uuuh. / Pronto ya nos vamos/, para Buenos Aires / uuuh, uuuh, uuuh." Mientras ella se aplicaba en mil quehaceres yo iba eligiendo cuidadosamente los libros que llevaría para entretenerme en el trayecto. Aunque por lo general nunca los abría pues me era casi imposible despegar los ojos de la ventanilla, embebida en las variaciones del paisaje. Al principio eran algarrobos, chañares y espinillos que de tan familiares no me decían ya nada. Luego la inmensa llanura, el puzzle con los diferentes retazos de verde, las vacas pastando. Todo ello era una permanente fuente de deleite. De modo que los Patoruzú, El Pato Donald o Los tres mosqueteros esperaban en vano que mis otrora ansiosas manos infantiles los abrieran, quietas ahora en mi regazo en ese abandono provocado por la contemplación. Al llegar, la tía Agustina, los primos. Elvira era mi compañera de juegos, ya que entre nosotras había sólo dos años de diferencia. Mientras saltábamos a la cuerda, yo miraba de reojo ese misterioso lugar, esa torre con su cúpula de pizarra y paredes pintadas de blanco que, me dijeron era el lugar de trabajo del tío Gustavo. Tenía una sola ventana que daba a la terraza, cuidadosamente velada por una cortina de lienzo. Un día pregunté a mi madre en qué consistía aquel solitario trabajo en el que una persona debía permanecer como un monje con la puerta cerrada a cal y canto. "Es escritor", me dijo sin extenderse en mayores comentarios. Alguna vez el tío Gustavo abrió la puerta y nos dejó pasar. Era robusto y de sonrisa bonachona, lo cual no parecía condecir con la imagen que mi mente infantil se forjara sobre un escritor. Ese día pude observar la enorme mesa de quebracho atiborrada de papeles, la estantería con libros, las libretas de hule negro amontonadas a un costado de la máquina de escribir.
La estadía en Buenos Aires duraba exactamente un mes. Los días se me pasaban volando entre las visitas a los tíos, el encuentro con los numerosos primos cuya presencia dejara en mí ese halo de nostalgia con que regresaba a mi pueblo. Nostalgia que se prolongaría hasta el verano, fecha en que nos reuníamos todos en Los Nogales.
Aquel invierno mi madre no pudo viajar y me mandó sola. A fin de año yo cumpliría los quince y la Bertoid, una modista francesa afincada en Buenos Aires desde pocos años atrás pero que ya tenía una numerosa clientela, sería la encargada de confeccionarme el vestido. La tía Agustina me acompañaba a aquellas pruebas. Yo contemplaba asombrada en el espejo esa transformación de oruga a mariposa cuando, enfundada en el vestido de organza blanco con un lazo de seda rosa que terminaba en un enorme moño debajo del corpiño, entreví a la mujer que nada tenía que ver con la chiquilla que hasta entonces fuera.
A la última prueba fui sola. La tía Agustina tenía turno en el dentista y le fue imposible posponerlo pues por esos días un dolor de muelas la tuvo en un grito y sin moverse de la cama. "El trole te deja en la esquina de casa. Ya conocés el camino". Pocas veces andaba sin compañía en Buenos Aires, así que el moverme por mis propios medios era toda una aventura. El trole se acercó traqueteante y pesado y subí con decisión. Reconocí mi parada sin dificultad y caminé hasta la casa de madame Bertoid por una calle arbolada donde los primeros brotes anunciaban una incipiente primavera. El vestido estaba casi listo y no pude dejar de recrearme una vez más con mi nueva imagen. "Parecés un junco", me dijo Madame Bertoid, girando alrededor mío y observándome complacida. "Au revoir beauté", me dijo al despedirse, lo que me dejó en una desconocida sensación de complacencia. A la vuelta otra vez el trole y caminar ansiosa a lo de tía Agustina. Me mordía la impaciencia por compartir con ella mi satisfacción. Elvira seguramente no estaría pues esa tarde tenía clase en la Alianza Francesa.
Bajé en la esquina de la Confitería San Martín, allí donde mi primo Pepe estudiaba a menudo con sus amigos, los mellizos Román. Con frecuencia me llevaban con ellos y me convidaban una Crush que yo tomaba mientras ojeaba esos libracos donde se veían esqueletos y órganos del cuerpo humano. Ya por esa época caí en la cuenta de que la medicina no era lo mío, a pesar de tener un padre también médico.
Esta vez no estaban Pepe ni sus amigos y me alivió no tener que demorarme. A la mitad de la cuadra me crucé con una mujer enfundada en un abrigo de cuero. Era ya grande, unos cincuenta, le calculé. Tenía el pelo de un rubio platinado como el del Marilyn Monroe, sólo que largo y lacio, a la altura de los hombros. Iba sola pero discutía acaloradamente con alguien, como si estuviera loca. Observé su brazo doblado, y ese pequeño aparato que sostenía junto al oído. Seguí mi camino y grande fue mi extrañeza al ver que, en el lugar del kiosko donde compraba mis infaltables caramelos Cremalín, se veía una oficina con grandes ventanales. En el interior unos hombres en mangas de camisa parecían escribir a máquina pero, en lugar del papel, las palabras se veían en unas pantallas iluminadas. Sin embargo, no me había equivocado de calle. El letrero decía bien claro: Julián Álvarez. Al llegar a lo de tía Agustina no vi la puerta de entrada, ni la escalera de mármol, ni los balcones que daban al pasaje San Mateo. Miré hacia arriba con la esperanza de ver la torre y su ausencia fue como una pedrada en pleno pecho. Únicamente otra oficina y otros hombres en mangas de camisa ante los mismos aparatos. A la entrada, sólo el cartel con letras luminosas donde se leía: "Inmobiliaria"




De Marrakech y otros cuentos









domingo, 23 de agosto de 2009

El niño Eusebio- Paulina Movsichoff

No voy a llorar por vos, niño Eusebio, aunque me encuentre ahora en
este lugar en donde ya todo me da lo mismo, aunque haya abandonado para
siempre aquel cuartito que daba a los fondos, aquel cuartito que adorné con
tanto cariño, las fotos y estampas con que decoré las paredes que pinté yo
misma cuando la señora Otilia me llevó a la casa, aquí estarás bien, Isidora, ya
no serás una salvaje que anda descalza y comiendo las porquerías que tu
abuela encuentra por las noches en las bolsas de basura, tan buena y
suavecita la señora Otilia, me parece estar viéndola cuando bajo del auto con
su sombrilla de tafetán y su cuello de cola de zorros plateados, vengo a llevarla
a la ciudad, allí podrá estudiar en la escuela después de los quehaceres de la
casa, aprenderá a leer y escribir y quién sabe, tal vez más adelante pueda
trabajar en la fábrica, la señora Otilia abrazando a mi abuela y diciéndole
vendrá a verla seguido, se lo prometo, los chicos agarrándose de su pollera
con los mocos colgando y las uñas negras de tierra, vámonos Isidora, dale un
beso a tu abuela, la casa después con sus patios de mármoles y su palomar, la
casa que yo debía dejar reluciente, hincada en cuatro patas para pasar en las
alfombras la bayeta embebida en agua y amoníaco, estirarme hasta donde no
daban mis brazos para limpiar el espejo de cristal de roca y orillas biseladas
con papeles de diario mojados en alcohol, sacar fuerzas de flaquezas para
lustrar la platería hasta contemplar en ella mi cara cenicienta, destornillar uno a
uno los caireles de la lámpara del centro de la sala y frotarlos con una badana
húmeda para devolverles su brillo diamantino, sacudir los almohadones de raso
carmesí, baldear el patio, ayudar a la vieja Bonifacia en la cocina a preparar los
flanes, las yemas dobles, los capuchinos, mazapanes y buñuelos para los
invitados de la señora Otilia, lavar las sábanas de Holanda y los manteles de
hilo bordados con las iniciales de la familia, planchar las camisas y los cuellos
almidonados del niño Eusebio, del señorito Eusebio, el único hijo de la señora
Otilia, viuda desde poco después de que naciera el niño, el tesoro más
preciado de su madre, el niño Eusebio con su pelo del color del trigo maduro y
sus ojos dormidos que a veces, cuando yo servía la mesa se me quedaban
mirándome y yo me ponía turulata, fijate en lo que hacés, Isidora, cuando
tendrás compostura, cuando aprenderás a servir en una casa decente, la siesta
después allá en el cuarto del fondo con su catre de madera, cerrar los ojos y
dejarse ir por encima del cansancio del cuerpo, olvidarse de todo y ver la cara
del niño Eusebio, contemplar clarito su sonrisa, sus modales de señorito,
entrando del brazo de su novia la tarde aquella en que recibió su diploma de
abogado, Isidora, sacá las tazas de porcelana para el té, no andes así vestida,
para algo te dimos el uniforme, si señora Otilia, corro a ponérmelo, su novia de
cintura de avispa y labios rojos como me quedaban a mí después de
frotármelos con las flores de papel que hacía mi mamá cuando estaba viva, se
van a casar muy pronto y vendrán a vivir conmigo, dice la señora Otilia, yo me
siento muy sola y aquí hay espacio de sobra para andar sin encimarnos, cerrar
los ojos hasta que el sueño va llevándose los pensamientos a otra parte, a
aquel río en donde yo me metía con mis hermanos con vestido y todo y estar
así semiadormecida con los recuerdos que se le amontonan a una en la
cabeza cuando las manos están quietas sin tantos afanes y entonces pareciera
que mamá está con nosotros, que todavía puedo disfrutar esa sonrisa que se le
iba poniendo cada vez más triste, la mirada que nos dirigía cuando levantaba la
vista de la mesa en donde fabricaba sus flores, una mirada en donde
agonizaban ternuras, resignaciones y cansancios y una siesta de ésas sentir
que lentamente se abre la puerta, al principio pensás que es la vieja Bonifacia
que viene a preguntarte alguna cosa, pero no, no es la Bonifacia sino el niño
Eusebio que se acerca en puntas de pie mientras yo allí temblando como un
pajarito asustado, estás dormida, Isidora, y se sienta en el borde y me mira con
las dos lagunas en reposo de sus ojos y yo voy sintiendo cómo mi cara se
acalora, no te asustés, me gustás mucho Isidora, hablándome al oído muy
bajito como nunca nadie, levantando poco a poco las sábanas y estirando la
mano hasta tocar mi hombro, corriendo el bretel hasta dejar mi pecho al
descubierto, su mano que comienza temblorosa a acariciarlo, a bajar por mi
vientre hasta llegar allí, a ese triangulo negro en donde, sus besos todo el
tiempo y mi cuerpo que poco a poco se endurece y le hace un lugar para que él
se tienda a mi lado y me vuelva a pasar la mano por tus senos que son como
dos conejitos y no quiero que se me escapen, tus pezones de virgen esquiva,
tu concha de rechupete, Isidora y mis muslos abriéndose lentamente para dar
paso a sus gemidos, te quiero, Isidora, mientras yo paso mis manos de fregona
por su cuerpo fino, la garganta seca y los ojos húmedos, sí niño Eusebio, yo
también te quiero, aquí estaré esperando que vuelvas, todas las siestas
dejándote que hagás conmigo lo que mejor te plazca, las caricias que no podés
hacerle a la otra porque ella tiene una cachucha de seda que no debe
rasgarse, porque dónde se ha visto que una niña bien, él sólo puede trajinar
aquí en mi cuerpo, objeto no prohibido de su deseo, chupando mis pezones,
mordiéndomelos hasta arrancarme un grito pero igual quiero más niño Eusebio
y te compraré un chal Isidora y unos zapatos blancos y una cartera, tendido a
mi lado con la risa suelta jugando con una de mis trenzas, ya verás Isidora qué
envidia te van a tener tus amigas cuando salgas a pasear el domingo, y yo esta
vez cerrando los ojos para imaginarla a ella entrando en la iglesia con su
apariencia de nube, de gota de agua, su pelo recogido en la corona de
azahares, si niño Eusebio, como usted quiera, niño Eusebio, imaginándomela
como a un ángel vaporoso que avanza a los sones del órgano mientras vos
Eusebio la esperás envarado en tu traje de etiqueta sin pensar en los pezones
de Isidora, en la vulva de rechupete de Isidora, olvidado por un tiempo de este
cuerpo anhelante en donde trajinaste tu gozo, de mis ojeras, porque ahora ella
ha tomado las riendas de la casa y nunca está contenta, los almohadones no
están bien sacudidos, Isidora, hay una tela de araña en la moldura del yeso,
Isidora, y yo hurgando en los mercados para encontrar la bergamota de flores
lilas que deberé echarle en la bañera con los manojos de albahaca, el agua de
melisa que deberé prepararle después del almuerzo para la buena digestión,
hincándome para arreglar los pliegues de su vestido de noche bordado con
azabaches, volveremos tarde, Isidora, podés irte a dormir y yo no me voy nada,
cierro la puerta y me pongo a sacar de los cajones de la cómoda las medias
color carne, las hebillas de strass, los collares perlados, me pruebo alguno
encima de la tela descolorida del uniforme pero me distraigo de mi imagen en
el espejo para contemplar el retrato en donde se la ve con su nueva melena y
el ala del sombrero agachada sobre los ojos, esos ojos color verdemar que
contemplan el mundo desde sus alturas ociosas de mujer rica, mientras yo
deslomándome para que reciba a sus amigas por las tardes y hablé con ellas
de partos y malpartos, niños, maridos, noviazgos, fechorías de mucamas,
aunque igual estoy contenta porque después de dos meses él ha vuelto al
cuartito del fondo, seguramente surtió efecto el hechizo de la Nela, tenés que
poner vino con romero, una rama de ruda y una rosa de Alejandría al sereno y
yo lo hice tal como me lo ordenó la Nela aquella vez que me adivinó en la cara
el mal de amores, la Nela ducha en ardides para enamorados, y él diciéndome
de nuevo no hay como tus tetas Isidora, como tus ancas de yegua, dejamé que
pruebe tu pastel, dejamé que me empache en tu merengue, abrime tus puertas
para jugar como antes, Isidora.
No, no voy a llorar por vos, niño Eusebio, no voy a recordar tus
promesas ni las siestas en que hacíamos nuestros juegos hasta quedar
exhaustos, mejor prefiero pensar que algún día nos encontraremos en al algún
rinconcito del cielo y vos me preguntés por qué Isidora y yo te diré que no
quería, niño Eusebio, que ya no quiero saberte de la otra, teniendo con ella
señoritos que heredaran tu nombre y tus riquezas mientras yo aquí con mi
vientre hinchándose para echar al mundo un guacho, para que mi hijo crezca a
escondidas de los otros, de los niños decentes que sin duda tendrás con esa
yegua paridora, de los niños envueltos en mantillas de espuma que yo tendré
que cuidar mientras el mío berrea en el cuarto del fondo porque qué es eso de
andar mezclando ganado, mejor que ya no, que tus manos no puedan acariciar
a nadie, que no puedan abrir ya más sus muslos para hacerle un hijo como me
lo hiciste a mí, niño Eusebio, por eso es que aquella noche me levanto cuando
todos duermen, cuando la señora Otilia sueña sobre sus almohadas con olor a
lavanda, mientras vos Eusebio descansas tu cuerpo adorado junto a la otra en
esa cama que yo tiendo cada día como si estuviera asomándome al paraíso,
en esas colchas en que aspiro su perfume de jazmines y almizcle, buscando
las huellas de tus besos en los desórdenes de las sábanas, siguiendo tus
urgencias de marido en las manchas del semen, recogiendo los rizos de tu
bello para metérmelos entre los senos, no niño Eusebio, no serás de ella, por
eso aquella noche voy rociando con nafta las orillas de la casa, nadie me ve, la
noche está oscura como boca de lobo, como mi desconsuelo de ahora en
adelante, voy regando mi desdicha con esta lata de nafta y después le acerco
un fósforo, sí, niño Eusebio, ahora estoy aquí, en esta casa del Buen Pastor
que le llaman, sin importarme nada, esperando el momento en que pueda verte
en alguna esquinita del otro mundo, Isidora por qué hiciste eso y yo te abrace y
te diga que ahora serás mío para siempre, mío para toda la eternidad.
Una mujer silenciosa- Torres Agüero Editor

El discurso amoroso en "El niño Eusebio"

[…] Pero ya sino también escribirlo a máquina,
no sólo concebir al niño
sino también darlo a luz,
no sólo dar a luz al niño
sino también bañarlo,
no sólo bañar al niño
sino también alimentarlo,
no sólo alimentar al niño
sino también llevarlo
a todas partes, a todas partes…
mientras que los hombres escriben poemas
sobre los misterios de la maternidad […]

Erica Jong


Leo algunos poemas de Erika Jong y creo que hay algo seguro en ellos, aunque muchas cosas se me escapan. Hay un umbral tan bello como infranqueable en todos ellos que me deja del otro lado, y puedo así entender su tono contestatario, su fuerza y su denuncia, mientras algo se mantiene extraño, lejano. En 1989, Paulina Movsichoff publica un libro de cuentos llamado Una mujer silenciosa, y mientras leo un cuento incluido en ese libro, “El niño Eusebio”, de nuevo entiendo lo que se va diciendo y de nuevo veo aparecer el umbral. Si unifico, hallo una razón de ser: los dos son casos de literatura escrita por mujeres. Sin embargo, al practicar este ejercicio tan sencillo, también estoy poniendo en marcha otro que devela sentidos insospechados a la vez que triviales, la oposición: precisamente puedo unificar porque puedo oponer una literatura a otra, una literatura que hacen las mujeres y otra que hacen los hombres. Si hay oposición, hay diferencias; quizás el umbral se explique en estas diferencias, quizás esas diferencias expliquen mi competencia como lector y no como lectora, quizás expliquen más sobre “El niño Eusebio” de lo que se pueda sospechar.


Isidora incendia la casa de sus amos mientras ellos duermen dentro. Todos mueren, aunque el único que muere es Eusebio. Para Isidora la única muerte es la de Eusebio, por eso esta no es una historia de asesinato, es una historia de amor, contada por ella a través de un monólogo desinhibido y bello. No llama tanto mi atención que Isidora sea la sirvienta cortejada por el niño de la casa, ni el detalle de las labores domésticas, ni los pormenores del crimen como el hecho de que ella misma sea la reportera de su historia. Isidora cuenta su historia a Eusebio, él es el escucha, hacia él va dirigido todo el discurso. La historia no dice nada si se piensa a Isidora como una loca asesina que, recluida en una cárcel o casa de rehabilitación, repite una y otra vez un pasado que la ha marcado para siempre. Pensar así es hacer prejuicios. Si no pienso a Isidora como la demente despechada, entonces se hacen apremiantes las explicaciones que definan su papel narrador. Narradora que construye a través del recuerdo la historia de Isidora, Isidora hace uso, para lograrlo, de un discurso desprovisto de solemnidad y la mayor parte de las veces de un discurso al que Barthes denomina discurso amoroso (Barthes, 2004). Al parecer aquí surge una contradicción, pues se podrían pensar como términos afines lo amoroso y lo solemne, sin embargo ¿esta afinidad es una constante en toda literatura de corte amoroso o existe otra que escapa a tal correspondencia?


En su libro Fragmentos de un discurso amoroso Roland Barthes expone ejemplos múltiples de lo que llama el discurso amoroso. Lo hace a través de figuras, que son más bien una suerte de criterio organizador. Toma el sentido de la palabra figura directamente del griego, donde éste es gimnástico, coreográfico, y así se aparta del sentido retórico y las figuras representan mejor al enamorado que articula, como el orador. Las figuras entonces son reconocidas como el núcleo temático de un fragmento de discurso amoroso, de donde, evidentemente, forman parte. Así, las figuras clasifican el discurso amoroso que Barthes va encontrando en conversaciones con amigos pero sobre todo en la literatura (Barthes, 2004). El libro entonces está compuesto por ochenta figuras, cada una de las cuales se presenta por su nombre, su argumento y su discurso. Para ejemplificarlo tomo la figura “Abismarse”. El libro presenta esta figura, y este procedimiento se sigue con todas las demás, a través de la interpretación, y luego la reelaboración en primera persona (la mayoría de las veces), de Barthes sobre un fragmento de discurso amoroso literario o simplemente amoroso. Así, Barthes interpreta y reescribe en primera persona un fragmento de Werther de Goethe, por ejemplo. Werther siente que se abisma, que sucumbe bajo magníficas visiones, Barthes escribe: “1. Herida o felicidad, me dan a veces ganas de abismarme. Esta mañana (en el campo), el día es gris y benigno. Sufro (no sé qué incidente) […]” (Barthes, 2004: 21). Éste es el procedimiento seguido en todo el libro y me sirve aquí para explicar cómo procedí yo en el análisis de “El niño Eusebio”.


Barthes procede, como ya se vio, a través de figuras clasificatorias. Copio su procedimiento y trato de encontrar figuras propias, para luego compararlas con las barthianas. Sin embargo, lo primero que se hace necesario es separar dos discursos que, a pesar de fluir en uno mismo, están opuestos, me refiero a que la narradora adopta la voz de Eusebio y bifurca su discurso: si uno es de Isidora y el otro de Eusebio, tienen que ser analizados separadamente. Los siguientes cuadros muestran las figuras que están presentes en los dos discursos amorosos (el de Isidora y Eusebio) y su ejemplo tomado directamente del cuento :



Isidora, figuras Ejemplo
Negación “No voy a llorar por vos, niño Eusebio […]”(Movsichoff, 1989: 63, 68).
Lasitud “[…] ya todo me da lo mismo […]” (Movsichoff, 1989: 63).

Entrega “[…] yo también te quiero, aquí estaré esperando que vuelvas, todas las siestas dejándote que hagas conmigo lo que mejor te plazca […]” (Movsichoff, 1989: 66).
Celos “[…] las caricias que no podés hacerle a la otra porque ella tiene una cachucha de ceda que no debe rasgarse […]
[…] y yo esta vez cerrando los ojos para imaginarla a ella entrando en la iglesia con su apariencia de nube, de gota de agua, su pelo recogido en la corona de azhares, sí niño Eusebio, como usted quiera, niño Eusebio, imaginándomela como un ángel vaporoso que avanza a los sones del órgano […]” (Movsichoff, 1989: 66).
“[…] que no quería, niño Eusebio, que ya no quiero saberte de la otra, teniendo con ella señoritos que heredarán tu nombre y tu riqueza […]” (Movsichoff, 1989: 68).
“[…] dónde se ha visto que una niña bien, él sólo puede trajinar en mi cuerpo […]” (Movsichoff, 1989: 66).
“[…] esos ojos color verde mar que contemplan el mundo desde sus alturas ociosas de mujer rica, mientras yo deslomándome […]” (Movsichoff, 1989: 67).
Anhelo “[…] prefiero pensar en que algún día nos encontraremos en algún rinconcito del cielo […]” (Movsichoff, 1989: 68).
“[…] esperando el momento en que pueda verte en alguna esquinita del otro mundo, Isidora, por qué hiciste eso y yo te abrace y te diga que ahora serás mío para siempre, mío para toda la eternidad […]” (Movsichoff, 1989: 69).

Cuadro 1



Eusebio, figuras Ejemplos
Declaración “[…] el niño Eusebio que se acerca en puntas de pie mientras yo allí temblando como un pajarito asustado, estás dormida, Isidora, y se sienta en el borde y me mira con las dos lagunas en reposo de sus ojos y yo voy sintiendo como mi cara se acalora no te asustes , me gustás mucho Isidora, hablándome al oído muy bajito como nunca nadie […]” (Movsichoff, 1989: 65)
Promesa “[…] y te compraré un chal, Isidora, y unos zapatos blancos y una cartera, tendido a mi lado con la risa suelta jugando con una de mis trenzas, ya verás, Isidora, qué envidia te van a tener tus amigas cuando salgas a pasear el domingo […]” (Movsichoff, 1989: 66)

Cuadro 2

Una vez que identifico y establezco las figuras que componen el discurso amoroso del cuento, puedo comparar. Siguiendo el orden de los cuadros, comparo entonces las figuras clasificatorias que yo formulé con las figuras de Barthes. Isidora empieza su narración negando sus lágrimas y, por extensión, negando un sentimiento de compasión hacia Eusebio. Para mí, la figura que se traza en este fragmento del discurso de Isidora no está motivada por el hecho mismo de llorar, sino por el de negar (figura Negación); sin embargo, en Barthes no hay ninguna figura que se corresponda con esto, sino, más bien al contrario, con la primera que yo desdeñé. La figura “Llorar” en Barthes es definida, entre otras cosas, como el acto a través del cual se quiere impresionar al otro, se lo quiere mover a la conmiseración, y por otro lado es una prueba de que el dolor que siente quien llora no es una ilusión (Barthes, 2004). Isidora no puede pretender que Eusebio se compadezca de ella, él está muerto, tampoco quiere reafirmar su dolor, ella más bien está en un paso intermedio, no ha llorado todavía y sin embargo siente deseos de hacerlo, pero se contiene, sacrifica el acto de las lágrimas por uno de justicia. Isidora ama a su Eusebio muerto, pero la promesa del cielo que se lo devolverá por un acto de justicia suprime, aunque sea por una vez, su duelo. Esta negación del duelo, repito, es posible gracias al cielo prometido pero fundamentalmente a que reclama justicia y absolución por el acto cometido. En todo el libro de Barthes, ninguna de sus figuras se identifica exactamente con esta negación e, incluso en un sentido, la figura “Llorar” se le opone.

En la figura Lasitud, que yo propongo, el discurso significa una actitud especial ante la vida. Al ser el asesinato la única vía a través de la cual Isidora reobtiene el objeto deseado, y justificado esto en su propio imaginario religioso, donde la justicia desvanece las consecuencias del acto criminal, la vida aparece, entonces, como una carga pasajera que habrá que soportar para alcanzar lo que se desea. Isidora languidece ante la vida, su actitud es de desánimo, de indiferencia; Eusebio la espera en el cielo, habrá que irse pronto del mundo para alcanzarlo. En la figura “Abismarse” de Barthes, el desvanecimiento como escape y el abismo como aniquilamiento oportuno coinciden con la lasitud de Isidora, pero la dulzura y el no-refugio de la muerte se le oponen (Barthes, 2004). Sólo en parte la figura que yo propongo coincide con la figura de Barthes.

En la figura “Celos”, Barthes interpreta el discurso de Werther como el de un hombre que piensa a la gente que está cerca de Carlota como adversarios, competidores. Por otro lado interpreta al celoso como un ser que sufre cuatro veces: por ser celoso, por reprochárselo, por temor de que los celos hieran al otro y por su sometimiento a una nadería (Barthes, 2004). La figura que yo propongo con el mismo nombre sólo coincide con la interpretación de Werther, pues Isidora afirma a la novia de Eusebio como adversaria, por eso se compara con ella, sin embargo, ninguno de los cuatro sufrimientos del celoso barthiano son padecidos por Isidora.

Hasta aquí, puedo ver que las figuras que asigné a Isidora apenas comparten unos cuantos rasgos con las figuras de Barthes. Para agravar esto, incluso hay una figura en el discurso de Isidora que no comparte nada: la figura que yo llamo Entrega.

Muy diferente es el caso del discurso de Eusebio. Las dos figuras que le asigné, Declaración y Promesa, coinciden de manera singular con la figura “Declaración” de Barthes. Las palabras de amor y las promesas que Eusebio hace a Isidora son llamadas por Barthes, en su figura, roces:

La emoción proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado único que es “yo te deseo”, y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso a cerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación (Barthes, 2004: 82).


¿Por qué el discurso amoroso de Eusebio (que apenas está perfilado y se encuentra totalmente subordinado al de Isidora) halla una mejor correspondencia con las figuras que Barthes propone en su libro que el discurso amoroso de Isidora? Quizás, una posible respuesta a esta pregunta se encuentre en la figura Entrega del discurso de Isidora, que no analicé antes. Si por entrega entiendo el acto por medio del cual alguien pone en manos de otro algo, entiendo también que la actitud de Isidora, al ponerse a disposición total de Eusebio, es una actitud de renuncia hacia su individualidad para pasar a formar parte de algo que está fuera de ella. Esto es un acto por demás amoroso, es la búsqueda de la integración con el otro que forma el uno. Esta integración también la plantea Barthes en su figura “Unión”, pero no deriva de la entrega de un ser hacia otro. Además, el sentido de unión de la interpretación barthiana se diferencia radicalmente en un punto con la entrega de Isidora: el cuerpo. Barthes jamás sugiere en la interpretación de esta figura el cuerpo por el simple hecho de que no presupone como un paso anterior la entrega (entrega, en este sentido, no sólo de los sentimientos, sino también corporal). Cuando Isidora dice a Eusebio que lo esperará para que haga con ella lo que quiera, se está refiriendo a su cuerpo, aunque, por una sinécdoque, esté también abarcando la parte sentimental.

El cuerpo no está más que sugerido y siempre subordinado a lo sentimental en todas las figuras barthianas; ésta es quizás una respuesta a la pregunta arriba planteada y todo el discurso de Isidora sirva quizás también para sostenerla. A cada una de las figuras que propuse las extraje de un solo fluir discursivo donde lo corporal es ubicuo y siempre tiene connotaciones sexuales. El cuerpo y el sexo es denunciado sin la menor solemnidad por Isidora, y fragmentos de su discurso como: “[…] él sólo puede trajinar aquí en mi cuerpo, objeto no prohibido de su deseo, chupando mis pezones, mordiéndomelos hasta arrancarme un grito pero igual quiero más niño Eusebio […]” (Movsichoff, 1989: 66), o mas aún: “[…] buscando las huellas de tus besos en los desórdenes de las sábanas, siguiendo tus urgencias de marido en las manchas de semen, recogiendo los rizos de tu vello para metérmelos entre los senos […]”(Movsichoff, 1989: 68) no tienen cabida en ninguna de las figuras expuestas por Barthes. A pesar de esto, el discurso de Isidora no deja de ser amoroso, no deja de contener la misma realidad amorosa que el de Werther, por ejemplo. ¿Cuál es la razón, entonces, de que Barthes no contemple este especto “corporal” en sus fragmentos de discurso amoroso que por el contrario es tan indispensable en la formación del discurso amoroso de Isidora? ¿Existe alguna relación entre esto y el hecho de que los discursos amorosos que Barthes interpreta en su libro sean casi todos discursos procedentes de literatura escrita por hombres?

Sólo en dos casos en el libro de Barthes el cuerpo no está subordinado a lo sentimental. El primero se presenta en la figura “Obsceno”, donde Barthes cita directamente un fragmento de L’œil pinéal de Bataille. El segundo (una de las contadas alusiones a literatura escrita por mujeres) aparece en la figura “Languidez” en una cita de Safo. Esto evidentemente no contesta las preguntas anteriores, pero por lo menos puede abrir un panorama donde surjan más preguntas en relación a la literatura escrita por mujeres y la literatura escrita por hombres y donde, sobre todo, surjan respuestas nuevas.




Bibliografía consultada





MOVSICHOFF, P. (1989), Una mujer silenciosa, Buenos Aires, Torres Agüero Editor.

BARTHES, R. (2004), Fragmentos de un discurso amoroso, México D.F., Siglo Veintiuno Editores.




Benemérita Universidad Autónoma de Puebla- Facultad de Filosofía y Letras
Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica
ESCRITORAS CONTEMPORÁNEAS
Directora de la cátedra- Dra. Raquel Gutierrez Estupiñán

viernes, 21 de agosto de 2009

Una ciudad en donde el viento- Paulina Movsichoff




Oh, Paraíso
de llagas implacables


Pablo Neruda


Una ciudad en donde el viento
lamió la muerte de las piedras
El aire transitaba su caracol dormido
se refugiaba en el jade de las máscaras
volvía a llamar a los guerreros
para encontrar la clave de la lluvia
No era sólo la sangre
Era la frágil llama
el ancestral dulzor de la mazorca
la flor que convocaba el secreto del canto
Yo caminé los rumbos de la milpa
el fuego verde del maguey
las veredas ardientes custodiadas por Chac
No era sólo la muerte
Eran el mar y sus racimos
flechas de agua que encendían mi cuerpo
y lo dejaban fresco
como una lámpara
Lugar de golondrinas
de la gracia huidiza del venado
Centro Ceremonial en donde las palabras
despertaban callados señoríos
y eran nuevas
y antiguas
Allí pude acunar los nombres dolorosos
y de nuevo fue mía la mañana
Allí toqué la llaga
y sin embargo
pude volver a la sonrisa de unos pies diminutos
trajinando el verano
subiendo por las altas veredas de los sueños
aleteando la infancia como una cascada milagrosa

Adónde se marchó tu estación vagabunda
Qué silencios me toca descirar con tu ausencia



Onírisis- Torres Agüero Editor

lunes, 17 de agosto de 2009

La Foto- Paulina Movsichoff

Si quieres que al pasado te reintegre
tendrás que hacer conmigo un largo viaje.
El cielo que has mirado está en mis ojos,
la frescura del agua está en mis túnicas,
y la brisa en tu frente está en mis alas.

Silvina Ocampo





Mireya Andrade andaba a los tumbos por la vejez cuando su hija Josefina trajo la foto. Había pasado toda la tarde, esa somnolienta, blanda y ociosa tarde de verano sentada en la mecedora y mirando por el balcón las copas celestes de los jacarandás que parecían invitarla a otras remotísimas tardes de otro lugar también remoto y del cual su gastada memoria guardaba aún el recuerdo. Como el de una gota de luz en tanta oscuridad. Porque ¿qué otra cosa era sino sombra, negrura ese tiempo por el que ahora transitaba, no sólo a causa de su progresiva ceguera sino también por esa inmovilidad a que la sometían sus doloridas piernas - ah, la osteoporosis, esa maldición de las mujeres que dejaban de ser aparatos reproductores - que se negaban casi a obedecerle? A pesar de todo, su vista de algo le servía. Para distinguir, por ejemplo, entrecerrando los ojos, el letrero de enfrente. Se desplegaba arriba de una puerta angosta y ventana con reja, como la de allá. Mejor ya ni pensar en aquello, CAMA SOLAR, decía el letrero con letras azules sobre fondo blanco, qué cosas más raras se inventan ahora, y a pesar de que alguien le explicara vagamente su utilidad, Mireya se la imaginaba ancha y soleada, con zumbido de abejas y olor a peperina, se la imaginaba junto a una ventana abierta por donde se vería el campo con molinos de viento, trigales ondulando en la luz de la siesta y la figura de aquel muñeco de saco raído y sombrero de fieltro que extendía sus brazos en un gesto acogedor, como queriendo abarcar vaya a saber qué cosas. “Es un espantapájaros”, le contestó la tía Ercilia con naturalidad, sin reparar en el tono extrañado de la pregunta. Y, ante la insistencia de Mireya, le explicó que servía para que los pájaros no dañaran los sembrados. Era una de las primeras veces que iba a San José, la estancia que Ercilia y Roque, su marido, tenían a pocos kilómetros de la ciudad. A ella le pareció algo totalmente insólito que aquella figura de la que ya se sentía amiga, tuviera ese uso tan antipático. En realidad era más bien para invitarlos a posarse en sus hombros que parecía estar allí, para que las viuditas y los reyes del bosque y los boyeritos vinieran a guarecerse en su gastada vestimenta, a abrigarse en esos enormes bolsillos a cuadros que contrastaban con el negro desvaído del saco. El recuerdo de los grandes patios de la estancia le vino entero, así como el del aroma a menta que inundaba la galería después de la lluvia.
Se levantó con dificultad de la mecedora, culpando a los dueños de tan insólita invención de haberse dejado llevar por la nostalgia de aquel paraíso perdido. Prometió no mirar más hacia la casa de enfrente aunque pensó fugazmente que no le vendría mal una cama solar, fuera como fuese aquel estrafalario mecanismo, ahora que su sangre era fría como la de un viejo lagarto. El sol. Los antiguos lo usaban para medir el tiempo. Hasta habían ideado relojes. El sol ardía continuamente y quemaba los años y a ella de algún modo. La memoria es una enfermedad para la que el único remedio es la muerte, o la locura, suspiró. Después encendió la televisión, acercó la silla a la pantalla y subió el volumen al tiempo que se acordaba de su cuñada, de esa dulce inconsciencia en que vivía, sin saber siquiera que había dado a luz siete veces.
Cuando llegaban a verla, muy de tarde en tarde, los hijos de Mireya protestaban al encontrarla tan cerca de la pantalla y por el nivel ensordecedor del volumen, que los obligaba a taparse los oídos. Pero, ¿qué otra le quedaba? Ya los ojos no le servían y la sordera avanzaba veloz e irreversiblemente. A veces pensaba en la muerte. Se imaginaba ese trance como quien da un salto a oscuras, sin saber adónde irá a caer. Estaban ya dando las noticias y pensó vagamente que la tarde terminaba y que ese día tampoco ninguno de sus hijos se había dado una vuelta.
Josefina entró como tromba y le espetó, obviando el saludo: “tengo una sorpresa para vos”, al tiempo que asentaba con delicadeza sobre una de las sillas el enorme paquete cuadrado envuelto en papel madera. Luego de soltarle un rápido beso y bajar el volumen de la televisión, comenzó la tarea de desgarrar el papel.
Al principio Mireya miró sin entender la fotografía aprisionada en el marco de madera. Era una foto en blanco y negro de dimensiones desmesuradas. Cuatro muchachas jóvenes tomadas del brazo paseaban por la plaza del pueblo. Reprimió un estremecimiento. Pareciera que ese día todo se confabulaba para llevarla de nuevo allá, a esa orilla del tiempo que ella se empecinaba en olvidar. Porque no cabía duda, era la plaza, la plaza de San Cosme lo que estaba mirando, cómo no reconocerla, los grandes eucaliptos, las guardas romboidales de las baldosas, aquel típico banco con listas de madera del “redondo” como le llamaban en el pueblo al sector interior de la plaza por donde acostumbraba a pasear con sus amigas, para diferenciarlo del “cuadrado”, recorrido por los otros, los que no pertenecían a las pocas familias de abolengo, como la de ella. El cuadrado contorneaba al redondo en un abrazo protector, como para salvarlo del bullicio de la calle y de todo lo que no fuera canonizado por las costumbres de la gente decente. Mireya tenía muy presente aquella tarde en que entrevió dos sombras enlazadas debajo de un pimiento y se preguntó tímidamente qué haría ella cuando algún hombre le desacompasara el corazón. Sin duda tendría que conformarse con una tímida caricia bajo la vigilancia de su madre.
Pero por la época de la foto ninguna sombra cruzaba aquellos rostros sonrientes que ahora la miraban como tratando de transmitirle alguna olvidada consigna. Pudo reconocer en la esquina las rejas del Colegio Nacional. A juzgar por la filigrana que los árboles dibujaban en el piso, la foto había sido tomada cerca del mediodía. Dos hombres se apoyaban en un árbol. Miraban hacia la calle, como azorados por aquel packard destechado y con una rueda empotrada al estribo que aparecía en la esquina opuesta. Mireya recordó el alboroto que causara en el pueblo la llegada del primer auto. Su afortunado poseedor era León Amat, el catalán dueño de la caballeriza que daba a los fondos de su casa. Alguna vez él las invitó a dar una vuelta a ella y a sus amigas y, al revivir aquel momento, no podía dejar de experimentar de nuevo aquella fascinante sensación de miedo y libertad.
Josefina interrumpió aquella catarata de recuerdos :
- Es uno de los cuadros de la Exposición de Arquímedes Imazio. Conseguí que me lo regalaran - y al decir esto sus labios dibujaron una sonrisa de triunfo- total ellos tienen el negativo.
Arquímedes Imazio había sido el primer fotógrafo de la villa y la Exposición, organizada por la Dirección de Cultura de la Provincia en una galería de la ciudad, acababa de cerrar. Mireya no terminó de atender la febril explicación de su hija. De repente había descubierto que aquella muchacha sonriente con cara de bibelot y enfundada en un elegante traje de lanilla gris y estola de zorro al cuello no era otra que ella misma. A medida que sus ojos se acostumbraban a las imágenes, el asombro cedía paso a un sentimiento a la vez desconsolado y nostálgico. Sí, aquellos que la sonrisa amplia mostraba - ella era la única que reía, como si el ser detenidas por Arquímedes para sacarles una foto con esa explosión que hacía temblar el aire mañanero la divirtiera especialmente - aquéllos eran sus dientes. Le parecía mentira haber tenido dientes alguna vez. Una sensación de malestar la invadió al recordar su próxima cita con el dentista .La dentadura le estaba lastimando las encías y le resultaba ya muy penoso masticar. Volvió a acordarse de sus carcajadas. “Una señorita no debe reírse de esa manera. No es femenino”, protestaba su madre. Ahora ese recuerdo le daba vértigo, como si el reír hubiese sido caminar por una finísima cornisa. ¿Cuánto tiempo pasó desde que no lo hacía? Mejor ni acordarse, ahora que su sordera la dejara en un aislamiento que la alejó de las pocas amigas que le quedaban. No podía apartar la mirada de los hoyuelos de sus mejillas, de la melena a la usanza de la época, con el jopo bien pegado a la frente. A diferencia de las otras tres no llevaba sombrero, ni guantes. Tampoco libro de misa. Volvió a mirar y comprobó que también le faltaba el rosario. Caminaba alegremente como si la única finalidad de su paseo hubiera sido la de encontrarse con sus amigas y no ir a misa de once, como ellas. Seguramente se había levantado temprano para acompañar a su madre a la de ocho. De los cinco hermanos, era la única capaz de tal sacrificio con tal de ver la expresión satisfecha de Ernestina Orizaba de Andrade, viuda desde poco antes de que Mireya cumpliera los dos años. A Josefina no le pasó desapercibida la elegancia de los zapatos. Se lo comentó a Mireya, que no pudo ocultar una expresión de complacencia. Sí, los tenía bien presentes. Eran zapatos de gamuza que terminaban en punta, con la capellada finamente labrada. Los había encargado a Buenos Aires con su primer sueldo de maestra.
Colgó el cuadro en el dormitorio, junto a los otros. Sus hijos se reían del aspecto de museo que había ido adquiriendo la pieza, abarrotada de los retratos de la familia, los abuelos que no llegaron a conocer, el primo hermano con uniforme de marino, muerto en un accidente de avión cuando viajaba a casarse desde su destino en Usuhaia. Lo puso arriba de la cómoda, al lado del de la Primera Comunión de Josefina. Algunas tardes ella pasaba a ver a su madre luego de un ajetreado día de trabajo y se recostaba en la cama gemela, esa que nadie ocupaba desde la partida de su padre. Mireya aprovechaba entonces el relax de su hija y, erguida en la cama, le hablaba por milésima vez de los abuelos, hilvanando con una voz en donde temblaba el entusiasmo, aquellos inagotables relatos que escuchara desde la infancia y de cuyo encanto Josefina no podía dejar de sustraerse ni siquiera ahora, en que el frágil bergantín de su vida se adentraba en las difíciles aguas de la madurez. Siempre pensó que fueron aquellos relatos los que la llevaron a escribir. Luego de que Mireya colocara la foto, se distraía a veces de la charla para preguntarse cómo sería la mañana en que Arquímedes Imazio inmovilizara a su madre junto a Alicia Arancibia, Ester Jofré y Charo Barbosa, dejándolas en lo que ahora se le antojaba una especie de hechizo, algo así como aquellos encantamientos de las historias infantiles de los que alguien o algo vendría a rescatarlas. A lo mejor, pensaba, la abuela, esperaba con la mesa servida, o su madre afilaba de ojito con aquel pretendiente que siempre la salía al paso tocándose levemente el ala del sombrero. A lo mejor la plaza todavía respiraba un aire de zarzuelas.
Fue una de esas tardes cuando, absorta en aquellos pensamientos, descubrió en el rostro habitualmente serio de su madre una sonrisa retozona. Pero Mireya se negó a satisfacer su curiosidad. Nada nuevo tenía que contarle, dijo.
El pequeño bulto llamó su atención de Josefina cuando recogió del suelo la moneda . Era nada menos que un “trompito”, como les llamaban a los frutos de los eucaliptos que tapizaban la plaza y con los que tantas veces ella y sus hermanos llenaran la cartera de su madre. Seguro se le cayó a Francisco, razonó, recordando que el sobrino acababa de regresar de sus vacaciones. Su hermana Irene era una fanática de San Cosme y no pasaba verano sin darse una vuelta por allí, aunque fuese por pocos días. Retuvo el pequeño fruto largo rato como quien acabara de encontrar un corazón compasivo.
“¿Saliste? “ Preguntó aquella tarde a su madre. Le extrañó encontrarla con el pelo revuelto, como si la hubiese sorprendido uno de aquellos vientos que la hacían temblar desde niña. Cuando el Chorrilero se desataba, Mireya cerraba puertas y postigos pero Josefina escuchaba el fragor con que sacudía la casa sin poder conciliar el sueño. Aquel desarreglo del peinado resultaba aún más extraño si se pensaba en la coquetería de Irene, que nunca dejaba de ponerse los ruleros con ayuda de Teodosia, la mucama, y que durante el día alisaba constantemente con el peine su pelo sedoso y entrecano. La respuesta de Mireya no dejó lugar a dudas: “Yo ya no puedo salir a ningún lado. Es más. Estoy pensando que deberían comprarme una silla de ruedas”. Josefina se negó a seguir escuchando y salió sin despedirse. La entristecía que su madre se hubiera entregado así a la vejez, que no luchara por superar el abatimiento en que cayera luego de que su padre se fuera con otra, veinte años atrás. ¿Qué remedio había para ello? Esa pregunta, tantas veces planteada, la dejaba aún perpleja. No pudo contener una mirada nostálgica a la foto en donde aquella sonrisa festiva parecía ignorar que la nada era mucho más pesada que los años y se preguntó si, como Alicia, su madre debería hacerse muy pequeña para entrar de nuevo al jardín de sus veinte años.
Aquella noche se disponía a acostarse cuando sonó el teléfono. Largo rato estuvo sentada en su rincón favorito, escuchando música. Había sido un sábado de enero algo solitario, la ciudad aún adormilada por el calor y las vacaciones. No obstante, ella se resistió a la idea de visitar a su madre. Le hacía mal verla hundida en su soledad como en una campana de cristal de la que nadie podía ya rescatarla. Se había negado a aceptar las invitaciones de sus hijos para pasar ese mes de vacaciones. Todos salieron de la ciudad huyendo del calor agobiante. Pero Mireya, a pesar de las reiteradas súplicas de los cuatro, decidió quedarse. Josefina partió a Los Nogales, a lo del tío Arturo, aquella casona en donde veraneara toda su infancia. Sin embargo, una extraña inquietud la impulsó a regresar antes de tiempo. Cuando el jueves pasó a almorzar con su madre, se sorprendió al ver que Teodosia la ayudaba a ponerse el vestido azul con lunares blancos. Se lo habían regalado ella y sus hermanos para el día de la madre y nunca lo usó, obstinada en esa reclusión que a Josefina le parecía aún más atroz que la vejez. Mireya le anunció que se preparaba para ir a la peluquería. Esa mañana le contó por teléfono que la osteoporosis la molestaba como nunca y que casi no podía moverse. Volvió a insistir en la silla de ruedas. Josefina trató en vano de que desistiera de semejante sacrificio. Era plena siesta y el calor brotaba del asfalto con un vaho agobiante. Pero cuando a su madre se le ponía algo en la cabeza, nada ni nadie podía convencerla de desistir de su empeño. Ahora, escuchando el Requiem de Mozart, se sentía vagamente culpable de haberla pasado tan bien allá, en lo de su prima. A la muerte de Arturo, Eugenia había comprado la casa a sus hermanos y veraneaba allí todos los años con los hijos, yernos, nueras y nietos. Volver a ese lugar era una manera de anular el tiempo. Ese tiempo que también a Josefina había comenzado a pesarle. Las guitarras al anochecer, las zambas cantadas junto al río tan nuevas y radiantes como a los quince. Recordó el aroma seco del pasto, sus caminatas al monte por las mañanas. Le gustaba quedarse escuchando los animales lejanos, mirando los panaderos que naufragaban en el viento, observar el movimiento minúsculo de los insectos. Sentía entonces nostalgia de la niña que hacía tanto tiempo, en el pasado, conocía el lenguaje de las nubes y amaba correr en los crepúsculos con los tuco pan en el hueco de la mano.
Caminó a acostarse con los acordes del Kyrie resonándole aún en los oídos. Se prometió ir al día siguiente a lo de su madre. “Le llevaré la guitarra. Tal vez la alegre si le toco mis zambas”, pensaba. En sus horas muertas Josefina se entretenía en componer zambas. Aquella que escribió para Los Nogales tuvo bastante aceptación entre los primos.

El teléfono sonó cuando se disponía a desvestirse. Era Teodosia. Los nervios le trababan el habla. Josefina percibió de inmediato el tono agitado de su voz. “Señora, no sé qué le pasa a su mamá. Me dijo que se iba a dormir, que tenía mucho sueño, que me quedara no más viendo la televisión, cualquier cosita ella me llamaba con su campanilla. Me fui a acostar hace un ratito y cuando pasé por su cuarto no la vi en la cama. Pensé que estaba en el baño, pero no. La he buscado por todas partes. No sé por dónde pudo haber salido.”
Cuando Josefina salió a la calle las piernas le temblaban de tal manera que tuvo que tomar un taxi a pesar de las pocas cuadras que la separaban de la casa de su madre. Era totalmente absurdo que hubiera salido a esas horas. Sin duda Teodosia le ocultaba algo. Vio la ambulancia en la puerta. El corazón le dio un tumbo. Al entrar se encontró con la vecina de abajo: “Tranquila”, le dijo, “no pasa nada” “¿Encontraron a mi mamá?” preguntó. En ese instante no supo si una respuesta afirmativa le hubiera brindado algún alivio. La mujer pareció querer decir algo pero luego se calló.
Todos los esfuerzos por dar con Mireya fueron vanos. No dejaron rincón por revisar. Miraron debajo de las camas, detrás de los cortinados de la sala, encendieron las luces de todos los cuartos para cerciorarse de que habían buscado hasta lo imposible. Josefina pensó por un momento en avisar a la policía, pero la cosa le pareció por demás absurda. Se acordó de tiempos pasados, cuando era precisamente ella la que causaba la desaparición de las personas. Esos tiempos no estaban muy lejanos, las cicatrices de tantos seres tragados por aquella boca oscura a veces solían sangrar. Pero lo de Mireya era diferente.
Exhausta y desesperada, se derrumbó en la silla. Mientras pensaba a cuál de sus hermanos llamaría primero, miró como al descuido la cabecera de la cama. Le pareció que algo faltaba pero no pudo detectar la causa de su extrañeza. Luego comprendió. El rosario. Se trataba de un pequeño rosario de nácar que ella y sus hermanas usaran el día de la Primera Comunión y que perteneciera a su abuela Ernestina. Mireya lo guardaba con una fidelidad que hablaba a las claras de la devoción que sintiera por su madre. Alguna tarde Josefina la sorprendió en su mecedora recorriendo en silencio las apretadas cuentas con sus manos desfiguradas por la artrosis, como quien recorre una y otra vez un mandala enigmático. Lo buscó también en la otra cama, miró sobre la mesa de luz, revolvió el cálido desorden del cajón. No estaba en ninguno de esos lados. Se llevó la mano a la frente en un gesto de desamparo. Era demasiado. Permaneció sentada en la cama, sin pensamientos. Hubiera deseado que alguno de sus hermanos estuviera con ella. De repente sus ojos se detuvieron en la foto. Allí Mireya sonreía, como siempre, pero esta vez se había desprendido del brazo de las compañeras y sus manos sostenían el rosario mientras contemplaba a Josefina con aire de triunfo.




De Marrakech y otros cuentos

Paisajes prohibidos- Paulina Movsichoff

Miro caer la lluvia la calle a esta hora parece habitada por fantasmas un indio pasa con un bulto a la espalda creo que fue peor salir me hubiera quedado en casa aun cuando allí también molesten los recuerdos aun cuando la reciente ausencia de Carlos me resulte casi imposible de soportar Carlos en París lo nuestro ha llegado a un punto muerto me dijo yo me quedé aquí en esta ciudad de balcones y montañas en este sitio que a veces resulta triste si se es un exiliado y la mitad de una ha quedado en otra parte en verdad ha sido peor salir esta tarde lluviosa de fin de año me ha llevado de nuevo a tantas cosas y yo no quería ponerme nostálgica no quería acordarme de vos Marcelo amigo de la infancia amigo de siempre qué será de tu vida allá en Buenos Aires amenazado escondido sin que nadie sepa de vos ni siquiera Marieta ni siquiera los chicos por qué hoy Marcelo te añoro tanto y Buenos Aires debatiéndose en el horror cara de cadáveres eso parecíamos todos temblando noche a noche que vinieran a buscarnos ellos los encapuchados podía verlos casi sacándonos por la fuerza arrastrándonos hasta su auto con los ojos vendados el ruido de armas rozando nuestro cuerpo estremeciéndonos con la certeza de la próxima muerte la gente comenzó a quemar libros y revistas a deshacerse de discos libretas de direcciones nosotros seguíamos escuchando a Violeta Parra a Soledad Bravo continuábamos con nuestras estanterías repletas de libros pero también sabíamos que era un precario equilibrio una tregua robada a la muerte al fracaso nosotros nos fuimos otros vos Marcelo prefirieron quedarse te reías cuando te instábamos a abandonar el país querías llegar hasta el fin en la lucha y hoy aquí llegando a casa acercándome a mi soledad acordándome de Marcelo no sé por qué de Marcelo ya tan definitivamente lejos esa silueta que espera en la puerta seguramente se ha equivocado quién puede querer verme a estas horas pero si sos Marcelo casi no lo creo te abrazo sonreís y me abrazás pasá por Dios qué hacés aquí no sé qué decir y me callo y te miro nos miramos te escucho el vaso de ginebra en tu mano es una isla tranquilizadora no estoy soñando estás aquí contándome de tu misión en México que mañana temprano seguirás viaje y te miro te digo de nosotros de Carlos en París de mí me contás de Cecilia y los chicos en un lugar seguro no nos cansamos de hablar de hacer conjeturas sobre el futuro sobre ese gran cambio que ya parece haberse diluido en los recovecos de tanta memoria desangrada de tanta muerte sin sentido pero vos aún tenés fe y me la vas contagiando y verte es de nuevo vivir la euforia de mil banderas y bombos y pueblo enardecido ahora todo está embrollado hasta la última y más remota de las esperanzas te pongo un colchón en el living seguramente ya dormís tu sueño cansado yo no puedo otro año se va esta noche estas batallas mías sin sentido mi vida jugada a qué Carolina carne mía reclamando sus derechos pero este exilio me ha dejado los ojos tristes ya casi es la hora de despertarte te vas como llegaste con otra sonrisa con otro abrazo te miro alejarte la casa de nuevo vacía yo y mis fantasmas no quisiste que te acompañara al aeropuerto mejor así nada de sentimentalismos cada cual a lo suyo hay que levantar a Carolina prepararla para ir al colegio no pensar más no añorar paisajes prohibidos tierras inaccesibles el diario sobre la mesa buscar ávida noticias de allá aunque vengan con una semana de atraso y vos ya me hayas dicho todo lo que necesitaba saber pero igual despliego la edición internacional de La Nación a la que mi padre me suscribió sin decirme nada para que estés informada me dijo como si con ese diario se pudiera saber algo y a la primera cosa que veo me bailan las letras vuelvo a leer y es tu nombre lo que se destaca más allá de las lágrimas que ya empiezan a asomar vos sí Marcelo muerto hace diez días abatido como dice el diario en un tiroteo en plena calle allá en Buenos Aires

Extraño de ojos grises, Secretaría de Educación Pública. Colección Piedra de Toque, México, 1982

viernes, 14 de agosto de 2009

Marrakech- Paulina Movsichoff




Son lentas las horas aquí, detrás de la reja. Menos mal que se me permite mirar por la ventana, total son contadas las personas que pasan por esta calle. Y, por otra parte, quién puede tomar en cuenta a una pobre loca. Eso, lo que llaman mi mal, señalándose la cabeza, lo decidieron ellos cuando me negué a seguir hablando y caí en una mudez de la que nada ni nadie me pudo sacar, ni siquiera el nacimiento de Hassan, el hijo primogénito que le di al que ahora es mi marido, Mohamed El-Haddar. Estaba muy orgulloso de mí. Amo a mi hijo, pero algo en mí se rompió cuando lo escuché llorar por vez primera. Desde entonces guardé este obstinado silencio. Mohamed lo puso al cuidado de su madre, Amina. Sólo lo veo muy de vez en cuando. Amina lo trae para que me dé un beso y luego se lo lleva, sin responder a la curiosidad del niño, que me mira y luego, dirigiéndose a ella, le pregunta quién es esa señora. Ni siquiera le han dicho que yo soy su madre. Es que, si bien manejo perfectamente el francés y algo sé de árabe, producto de las enseñanzas de mi abuela Zoraida, la libanesa, las palabras para mí murieron desde aquel malhadado día en que Alfredo, mi verdadero marido, mi hija Violeta y yo, decidimos venir a Marrakech. Me costaba distinguir entre el sueño y la vigilia mientras paseábamos por las callejuelas sinuosas de la Medinah, los tres siempre juntos pues teníamos miedo de perdernos, o cuando recorríamos esos zuks aromáticos y frescos y llenos de colorido, ese ocre que nos golpeaba la mirada con su hipnótico encantamiento. Allí se expone cuanto se vende y una tienda se encuentra al lado de la otra sin solución de continuidad. Se nos iban las horas entrando en aquellos ámbitos penumbrosos y húmedos, regateando con sus dueños lo que nos interesaba llevar: desde una billetera hasta unos aros de plata, desde una alfombra que pensábamos colocar en nuestro lejano living mexicano, hasta aquella pulsera con incrustaciones de nácar que aún llevo puesta, como testimonio de que ese otro tiempo existió y yo no era esta mujer que ahora llaman Zohra. No esperaba sentirme tan intrigada por la Medinah, por la tortuosidad de sus calles y la discreción de sus casas. Advertía aspectos de la gente que me interesaban especialmente: la separación de la vida de hombres y mujeres, el lento ritmo de las relaciones personales: tomar una taza de té podía llevar horas. Tenía la sensación de estar ante un umbral que algún día atravesaría. Una tarde salí sola. La ciudad era un lugar misterioso. Mujeres con velo y túnicas blancas y hombres con capuchas y mantos recorrían en silencio las calles oscuras. En todas partes los pájaros producían en los árboles un alboroto inusitado. En mi recorrido encontré grandes cajones de embalaje, en cuyo interior parpadeaban las luces. No pude contenerme y me detuve a mirar. Vi allí personas que comían y dormían. Era extraño y a la vez curiosamente familiar, como si lo hubiera soñado mucho tiempo atrás.
Creo que fue un error de mi parte insistir en que fuéramos a almorzar de nuevo a aquel restaurante, que llamaban El Belvedere de Marrakech. A Violeta y a mí nos gustó el Cuzcuz que nos preparó especialmente la dueña. Nos hicimos amigos casi de inmediato y esa misma tarde nos invitó a su casa. Antes, en la habitación del hotel, dormimos una corta siesta luego de observar la ciudad desde la terraza almenada. Sus casas chatas, los minaretes desde uno de los cuales esa misma mañana me despertó la cantilena de un hombre en la que sólo pude entender la palabra Alá dicha incontables veces y siempre con una tonalidad diferente.
La casa se componía de varios edificios, todos con una entrada común, que daba a un gran patio embaldosado. Luego de ceremoniosos saludos, nos hicieron pasar a una habitación con una reja que daba a la calle. Allí estábamos, pues, los tres, frente a la mujer, cuya figura adquiría ya la robustez que confiere la edad. Se encontraba también su marido Nur y un hermano. El nombre de éste era Mohamed y pronto, nos dijo la mujer, contraería matrimonio. Mohamed entró a una de las habitaciones y salió acompañado de Zohra, la joven prometida, cuyo parecido conmigo no pasó desapercibido para nosotros. La muchacha entendía el castellano pero hablaba muy poco. La visita fue corta. Los ojos de Zohra no dejaron de estar fijos en mí en todo ese tiempo. Pero ni el más leve estremecimiento de su rostro delataba lo que pensaba al respecto. Mohamed se ofreció como guía al día siguiente. Nos dijo que nos acompañaría al Melah, el barrio judío. No nos resultó tan atractivo como la Medinah y, antes de caer la tarde, estábamos regreso. Nos rogó que volviésemos a su casa, alegó que quería mostrarnos algunas de sus pinturas porque, nos lo confesó el día anterior, pintar era su entretención favorita. Mientras Alfredo y Mohamed se desbarrancaban en una conversación en francés, pedí ir al baño. Solícita, Zohra me guió por un largo corredor al que daban los aposentos. Me pareció extraño encontrarla allí al salir, como si tuviese miedo de que no pudiese realizar sola el camino de vuelta. Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. Zohra se abalanzó sobre mí y, asiéndome del brazo, dijo: J'aime beaucoup ton bracelet y, con suavidad, trató de sacármelo. Mientras me resistía, sentí su perfume dulzón, algo así como pachulí o cassis o incienso o una mezcla de los tres, algo que penetró en mí y me provocó una especie de vahído. Luego no supe más nada. Cuando me desperté, Alfredo, Violeta y ella, Zohra, se habían ido. Y aquí me quedé yo. Mohamed llegó, alertado sin duda por las visitas de mi desvanecimiento. Fue en vano que llamara a Alfredo y a Violeta, que dijera una y otra vez que yo no soy ella, Zohra, sino Marcela Ferré, argentina y exiliada en México, escritora para más dato. Pero no me creyeron. Cuando me miré en el espejo, yo misma entré en duda. Los ojos que desde allí me observaban tenían el mismo anhelo de los de Zohra, el mismo color de humo de los de la prometida de Mohamed. Pero no pudo sacarme la pulsera. Esta que aún tengo puesta mientras miro por la ventana detrás de la reja, dejando que las horas pasen interminablemente pues sé que algún día, que cualquiera de estos días ellos, Alfredo y Violeta se darán cuenta de que esa mujer con la que viven no es su esposa ni su madre, Marcela, sino la otra, la usurpadora, esa que se negó a seguir el destino que su nacimiento le impuso y me robó el mío, me convirtió en esta mujer que ahora soy, la esposa de Mohamed, esta mujer con las manos atadas y sin velo que mira obstinadamente la calle por si ellos vuelven a pasar por aquí y me reconocen.

De Marrakech y otros cuentos

miércoles, 12 de agosto de 2009

Sed que de ti me acosa- Paulina Movsichoff




Pájaros que inventaste en mi alma
sólo para verlos morir
Señora taciturna
dame la sombra de tus vientos
enrédame en el cometa de tu luz
Señora sangrante en mi costado
ayudando a vivir a los tigres de la memoria
a los dinosaurios de la sol edad
Estrella fugaz en los rincones del deseo
Un día llegaste hasta mi puerta
me miraste con tus ojos en donde
la felicidad era una abeja fabricando sus ocultos panales
me sonreíste con tu boca
en donde bailaban los desiertos
Poesía Señora
no me dejes
Contémplame desde las alturas en que moras
paséame por tus galaxias
llévame con tu nave cantando en los espacios
dame un lugar en el capullo
en que enciendes tus sedas


Onírisis-Torres Agüero Editor

martes, 11 de agosto de 2009

El amor era el bosque más frondoso Paulina Movsichoff



El amor era el bosque más frondoso
y en sus lianas estallaban los cuerpos
como en aquella despedida que nunca terminaron de inventar
Por allí se colaban los insomnios
saciados de extraviarse en los desiertos
el deseo extendía en la espesura su cabellera de imposibles
Pero quién era esa muchacha que llegaba
de la entraña de loto de un relámpago
la que estiraba el canto por las tardes
para que abarcara la brevedad de un nombre
la que aprisionaba en su sangre aquel coro de orquídeas desbocadas
y sabía encender sus brillos en la penumbra más recóndita
La que volvía del revés los anhelos para encontrar el dibujo de la urgencia
y se atareaba en los minutos postergando para más tarde el desconcierto
La que no se acurrucaba junto a la pregunta
Sino que salía a cabalgar con a ella por las planicies de la paciencia
o bien la pastoreaba como a una dócil furia
en praderas donde la luz adquiriría la exacta consistencia de su lucidez
Quién
Pero quién era
Esa muchacha agua
Esa muchacha fuego
Esa muchacha viento
La que llevaba en su herida la errabundia de todas las pisadas
Sabrás decir quién era
Por entonces
el amor era el bosque más frondoso



De Confesiones del relámpago

lunes, 10 de agosto de 2009

Mozart y Magdalena- Paulina Movsichoff

Mozart y Magdalena


El sol es un machetazo rojo en el sendero
y Magdalena busca la sombra del guayabo
El niño se le prende del pezón
pero ella ni siquiera siente que sus trece años
le viajan furia adentro
pena arriba
como el naufragio de un beso en la inclemencia
De repente una música
se le instala en el pecho como una pajarera
o como un hipocampo enardecido
La ha escuchado temprano por la radio
y nunca oyó hablar de Mozart
Sin embargo ahora ese recuerdo
la baña de frescura como brisa instantánea
y de su seno comienzan a manar mieles recién improvisadas
dulzuras de calesita girando en el otoño
la desnudez de un ángel en la lluvia
Magdalena sube la cuesta de diciembre
con su crío en la espalda
y de pronto se descubre dorada
Una ternura de caléndulas
Le borda un regocijo en la cintura


Confesiones del relámpago

domingo, 9 de agosto de 2009

Yaraví de la última mañana- Paulina Movsichoff

Desde que te fuiste no sé sino ir enhebrando sombras, desandando claridades. Al principio fue sólo una sensación en lo hondo del pecho, como si de golpe me hubieran entregado el derecho a la tristeza. Al principio, digo, cuando vinieron a avisarme que te sacaron de la clínica y tu madre se quedó sola, con esa mirada perdida que asustaba a todos los que sabían que sin vos no tendría posibilidades ni ganas de curarse. Y yo. Fue todo tan extraño, tan de pronto ver abrirse un resquicio a cosas de las que nunca había querido dame cuenta, de lo que vos no querías y a la vez te sentías seguramente culpable de que yo no supiera. Pero todo esto lo vengo pensando ahora, después de acallar mi alarido en su zona más secreta y haber pensado en lo que tenía que hacer, sólo en lo que tenía que hacer. Y después llevar corriendo a los chicos al colegio, volver para cambiar a Leandro, darle el pecho, a decirle no llore pichoncito, hoy su mamá no tiene tiempo de mimarlo, de peinarle esos rulos que recién empìezan a crecerle en su cabeza pelada y Leticia, cierto, los remedios de Leticia, el bife que hay que dejarle para que al mediodía se lo prepare Rosario, las recomendaciones de que no se levante, que no lea demasiado, que quizás venga el médico hoy para ver cómo marcha esta hepatitis que vos, Mariano, tomaste tan a pecho, sacando a relucir las habilidades de enfermero que te quedaron de cuando la conscripción. Y, ahora sí, averiguar por vos, recorrer comisarías preguntando sin que nadie se digne a responder, está aquí Mariano Soler, me dicen que la policía se lo llevó. Aunque todo sea inútil. Aunque sepa hoy, mientras voy a toda velocidad por la General Paz, que esta mañana tomamos el último mate, te pedí por casualidad que antes de irte tocaras en la quena ese yaraví que compusiste, sin saber que esta vez sería la última y que no habrá más yaravíes, ni mates, ni tus manos de enfermero inquietándose en la cama de Leticia, hablándole despacio y persuasivo para que te deje ponerle la inyección. Sabiendo también que donde te encuentres estarás luchando por vivir, por darle un pedacito más de cuerda a la esperanza aunque te estén haciendo lo que no quiero pensar, aunque sienta en mi carne mil cuchillos y te imagine valiente, muriendo sin hablar. No dijiste nunca nada, lo diste todo por sobreentendido para no implicarme, pero cuando llegabas por las noches agitado, nervioso, cuando ya en la cama fumabas un pucho tras otro, los dos sabíamos que había algo más allá de las palabras y por eso mismo nos besábamos con más fuerza y nuestro deseo era tan salvaje como la primera vez y acurrucada en tu pecho comenzabas a redescubrirme, a decirme flaquita, putita, me gustás.
Y ahora por la General Paz, sacando fuerza de los recuerdos para ir, suplicar, joder, mover cielo y tierra hasta que te sepa vivo o muerto, aunque desde ya me agobie la inutilidad de todo y tenga la casi certeza de que nunca más sabré de vos y estoy pensando que quisiera seguirte, tomar tu lugar en la lucha pero están los chicos y voy tragando mi llanto silencioso, aprovechando este momento en que puedo cederle un terreno al desfallecimiento, a las ganas de estrellar el auto allí, contra ese eucalipto que sobresale en la vereda.
Este oficio de tinieblas, este yaraví triste que en adelante será mi vida sin vos, Mariano, con tu desnudez lejana, deshabitada ya para siempre.




Extraño de ojos grises. SEP. México, 1982

viernes, 7 de agosto de 2009

Carta a Ana María- Paulina Movsichoff

A Ana María Zavala Rodríguez y Julia Elena Zavala Rodríguez de Reynal O'Connor, in memoriam

"Murió mi eternidad y estoy velándola", decía César Vallejo, y eso es lo que vengo sintiendo ahora que has partido, Ana María. Porque en efecto,qué otra cosa sino eternidad son aquellos momentos que compartimos, aunque al igual que todo tuvieran un comienzo y un final.El azul glorioso de nuestros veranos, la calma aterciopelada de las sierras, el duende de la infancia. No sé si te elegí como hermana. Sólo sé que desde muy lejos, desde el fondo del tiempo, allá por las correrías en nuestro viejo patio, ya estaban tus ojos color de esmeralda parpadeando a la claridad diurna, como encandilados ante eso para nosotras tan nuevo y bello que llamaban vida y que fluía natural y cantarina como los arroyos de nuestra tierra. Eras algo mayor que yo, en esa época en que unos pocos años de diferencia nos enseñan la dimensión de lo inalcanzable. Así es que me armé de paciencia y me limité a esperar que algún día me fuera dado tocar la Shirley Temple tuya y de Julita, esa que mágicamente tengo en mi falda y cuya esplendorosa cabellera acaricio en la foto que me sacaron al cumplir el año. O bien eras vos quien, con el derecho que te daba la edad, te llevabas mi Marilú o mi Mariquita Pérez sin decir esta boca es mía. Los fuegos de la asolescencia llegaron también para vos un poco antes, por lo que yo te miraba desde la insulsez de mi figura que por más que lo deseara con todas sus fuerzas- ya sabemos que lo que natura non da el tiempo no presta- no podía apresurar las horas para ver si, al igual que vos, podía yo también dejar a mi paso esa estela de simpatía y admiración, esa incandescencia del ser que se llama ingenio, con el que fuiste abudantemente dotada. Y así fuimos transitando los caminos de la vida, a veces cómplices y divertidas y ansiosas,otras responsables y serias y doloridas por tanta cosa que se abatió sobre nosotras en aquellos oscuros años de la patria y que, ente otras tristezas, levantaron entre las dos el muro de la distancia. Pero por suerte ésta fue nada más que geográfica,pues a pesar de ella no dejó jamás de fluir nuestra risa y el mutuo interés por lo que nos sucedía, aunque a veces una diferente lectura de la realidad nos envolviera en nubarrones de desentendimeinto. Pero vos eras como esos chamanes que varían a voluntad los fenómenos climáticos, ésos que hacen salir el sol a fuerza de encantamiento. Entonces nuestra amistad resurgía fresca y recién lavada como los yuyitos del rocío mañanero. No me es posible extenderme aquí en el inapreciable don que siginficó para mí estar entre los que elegí y/o me eligieon para tansitar los dias de dulces nombres. Sólo sé que tu ausencia es ahora como una rajadura en el cristal por el que miamos pasar los días. Ahora en que todo lo que toco tiene la textura de la nostalgia y mi nombre que ya no pronuncias pesa como si le faltaran tus alas para seguir revoloteando por esos territorios de la alegría a los que tanto nos llevabas a incursionar. Languidece como si no pudiera alcanzar el jarro de agua que sumergía en la tinaja de tu risa y que necesita para no perecer de sed en este desiterro en que se ha convertido el mundo luego de tu partida, Ana María.

De El diario de la República- Marzo de 2005

jueves, 6 de agosto de 2009

Para siempre- Paulina Movsichoff

Yo te quiero pero no puede ser ya no estoy sola como antes voy por las calles conversando bajito con vos te digo que soy feliz que mi cuerpo está colmado ardiendo en regiones desconocidas en donde cantan los pájaros y no hay otoño como ahora y los árboles siempre son verde luminoso vivo de nuevo con esta dulzura que es tu presencia la quieta insinuación de tu vida en mi vida de tus latidos adentro de los míos aunque pero nada de eso quiero pensar en esta tarde que se me ofrece para disfrutarte como un regalo como una alegría a la cual aún nadie le ha puesto trabas ni límites que por nadie ha sido conocida de modo que en este momento sólo contamos vos y yo yo caminando por las calles como una autómata transitada enteramente por esto que no me permitirán que sea futuro pero mejor dejarlo para después porque mientras tanto.
Y ahora que llegué a la oficina y te veo miro la expresión de tu rostro tus ojos asustados tu boca apretada me pregunto si sos el mismo que me ha regalado estrellas errantes cruceros hacia islas lejanas llaves para encontrar el oculto tesoro que siempre andaba buscando en mis días sonámbulos en mis noches desgarradas de insomnios y constelacionesy jugás con el llavero y te miro y nada nos decimos porque yo ya lo sabía y vos sabés que yo lo sé pero también intuís que no me resigno y siempre habrá una grieta que me lo recuerde un cráter oculto un campanario doblando a difuntos y a pesar de todo busco el pan abierto de tu risa pero no lo encuentro porque estás escribiendo un número en un papelito y yo sé lo que eso significa pero de nuevo nos vamos olvidándolo todo y vos me decís tendido aquí a mi lado que habrá un tiempo nuevo en que quepamos vos y yo y me pongo a imaginarlo sobre tu pecho desnudo aunque sepa que no es cierto la lluvia cuchichea detrás de la ventana y miro este cuarto donde tantas veces nos amamos sólo que ahora me parecen pocas donde yo solía escribirte poemas mientras vos dormías y luego el despertarte y volvernos a encontrar en esas cavernas húmedas en un éxtasis de pinos en travesías hacia lo más hondo de mis vísceras y de tus desalientos pero de pronto te acordás del papelito y me decís nuevamente que tenemos que irnos y yo me dejo llevar y ahí está él con su guardapolvo blanco diciendo que me tienda en la camilla él que decide la vida o la muerte de un plumazo y luego los dos hablándome tratando de convencerme y yo los miro con odio sintiendo piedad por mí por lo que quieren arrebatarme y también casi dispuesta a admitir que tienen razón y que cómo podré sobrellevarlo sola mis padres no querrán escuchar nada si hasta es probable que me echen de casa adónde ir cómo mantener esto que para todos será una locura y entonces lo pienso mejor y digo sí bueno a qué hora y a la salida me invitás con un whisky y no me importa que me vean llorar en el boliche y ya en casa me abrazo fuerte a mi oso Curutí y me duermo frágil y desarmada.
Y esta mañana hace un frío de los mil demonios y me levanto pensando que ya estarás con el Peugeot en la esquina y de nuevo el ascensor que nos conducirá a ese delantal blanco y a esa camilla.
Ahora estoy aquí sin saber cómo ni por qué pero aquí con vos hijo mío para siempre te salvaste por un pelo y te canto bajito y te estoy haciendo barcos de papel caballos azules inventándote ríos y montañas para cuando nazcas para cuando te pueda decir hijo y nada más porque todo lo otro ya quedó olvidado ante la certeza de tu presencia estoy segura de que lo demás lo iremos arreglando.

miércoles, 5 de agosto de 2009

En el hotel de enfrente- Paulina Movsichoff

He vuelto a esta playa de infinita luna acariciando el agua y pareciera que todo se repite, que todo vuelve incansablemente a invadirme y a dejarme transida, en mi inagotable tristeza. Eras la ilusión pequeña que dejé en la otra orilla y en la que no quería pensar salvo los momentos de escribir tu nombre en la arena como los enamorados de alguna canción romántica o aquellos en que me asaltaba alguna música que habíamos bailado muy juntos en aquellas cuatro noches, ¿te acordás todavía? en que nos sentíamos borrachos de libertad, de encuentro limitado pero infinitamente para nosotros dos. El teléfono me trajo cercana tu voz y no podía creerlo: estabas allí, a dos pasos, y corrí como loca y te abracé por la espalda mientras entregabas la llave del cuarto de hotel que habías elegido justo enfrente del residencial en el que yo pasaba mis pocos días de vacaciones. Lo que siguió después ya lo sabés, su encantamiento de cuento de hadas, toda la noche y el mar para nosotros solos, mi felicidad contagiosa de adolescente que saltaba las rocas, que te abrazaba, que te despeinaba, aquella manera de caminar pegados por la calle sin gente, marchando como soldados con el mismo pie. Y las mañanas en que yo llegaba a despertarte ya con traje de baño y a tomar el desayuno con vos para irnos juntos después a la playa a calcinarnos los besos al sol porque no teníamos sombrilla y el regreso luego para vestirnos y salir sin pérdida de tiempo a bailar y después a querernos en la noche con estrellas y con ruido de olas que se rompen. Me gustaba entonces el calor de tu bremer envolviendo mi cuerpo hecho un ovillo para que no quedara ninguna de sus partes sin abrigo y tus besos con sabor a arena y nada más que tus besos porque no queríamos que nada más pasara. Los minutos paladeados como un vino que ya se termina y que se sabe es único en el mundo. Tus dos remeras en la percha, cigarrillos Kent y aquellos otros de marquilla marrón, "Querida" y las chozas del boliche donde inventamos nuestra pimera pelea. Y hoy este cielo y esta misma luz de luna plateando la Mansa desde mi ventana del octavo piso y todo lo que inventamos en la loca historia de amor que vivimos en los once meses que siguieron de adioses, de llamados, de adiós y a otra cosa porque vos tenías tu estructura y yo no la mía y hay que empezar a construirla desde el vamos aunque ya no sea lo mismo y te haya olvidado y vos también me hayas olvidado pero las cicatrices quedan y en cualquier momento se pueden abrir. La Mansa que ya no es mi piel tostada ni tus pecas en la espalda ni tu sueño de gato en mis rodillas. La Mansa que ya no es ni siquiera tu recuerdo porque es absurdo acordarse de lo que nunca podrá volver a ser y de lo que no es para el otro sino un momento para olvidar la rutina. Y vos que todavía estás acodada en la ventana y todavía pensás que puede sonar el teléfono y su voz que te diga estoy aquí, en el hotel de enfrente


Extraño de ojos grises-SEP- Coleción Piedra de Toque, México 1982

martes, 4 de agosto de 2009

Variaciones para una espera- Paulina Movsichoff



El tiempo estrenaba ojos de perro para esperar tu nombre
o se enfundaba un traje de astronauta
como si se aprestara a descubrir la respiración de Bach en el huidizo esplendor
[de algún planeta
A veces llegaba con sus bolsillos de geranio
a encender con preguntas los rincones
que luego ensuciaría la ceniza
Su acento delataba infatigables travesías por puertos
donde el adiós entreteje el mimbre de su historia
Pero el tiempo se esmeraba en enseñarme a escribir tu nombre
con la tinta que a veces utilizan los perdones cuando tratan de distraernos del
[silencio
Yo lo esperaba con mi santo y seña
derramaba mi sombra como una hoguera en pleno campo
para que allí tendiera a descansar sus intemperies