miércoles, 26 de mayo de 2010

16. Un nacimiento y otras constelaciones- Paulina Movsichoff




Callar
Escuchando
Cada gota de sangre
Sobrecogida por el silencio

Muriel Rukeyser


Con la llegada de Camila a este mundo mi vida cambió. Yo, que siempre hasta el momento dispusiera de mi cuerpo, me encontraba ahora atada a ese bulto colorado y opaco que se convirtió, de golpe, en el tirano de mis horas. Nunca olvidaría la mañana en que Marcos fue a buscarme a la clínica para llevarme a casa. Los días que siguieron al parto habían sido los más excitantes y felices que recordara en mi vida. La niña permanecía todo el tiempo en la nursery, a pesar de mi insistencia en que me la dejaran. Aquello estaba expresamente prohibido en el reglamento, así que me la llevaban con cierta periodicidad para que le diera el pecho, aun cuando no todavía no tuviera leche sino esa sustancia acuosa de nombre tan poco poético: calostro, que hinchaba mis pechos y me mojaba el camisón. Una plenitud desconocida hasta entonces me embargó cuando acerqué a mi pezón la boca de Camila. Me parecía algo a la vez maravilloso y extraño tener entre mis manos a un ser formado en mi interior. Jamás había contemplado algo tan límpido y hermoso. Sus mejillas parecían capullos rosados. Esto es mío, mío, me repetía. No lo abandonaré. Pasaba las noches en vela, ansiando que amaneciera para que volvieran a traérmela. Y cuando la ponía sobre mi pecho la sentía brillante y extraña, como recién caída de una estrella. Tal vez tuviera razón aquella leyenda que los adultos contaban a los niños de que era la cigüeña la portadora de semejante maravilla. En verdad mi hija parecía fabricada con el material del rocío de países más allá del tiempo.
Con el regreso a casa la situación cambió. Allá, en el sanatorio, estaba contenida por todo un aparato de enfermeras, médicos, amistades. Cuando luego de abrir la puerta del departamento Marcos me dijo: “Me voy a trabajar” y poniéndome un distraído beso en la mejilla hizo mutis por el foro, sentí que la tierra se abría bajos mis pies. Acosté a Camila en la cuna y caminé hasta la cocina para prepararle la mamadera. Experimentaba una vaga culpa por no poder alimentarla con mi leche, de acuerdo a mi propósito inicial desde el momento en que supe que estaba embarazada. Pero la pediatra fue tajante. Se queda con hambre, habrá que completarle con S26. El tarro estaba allí, esperando. Abrí el cajón de los cubiertos en busca del abrelatas y en ese instante tomé conciencia de mi desgracia: no tenía. Jamás en mi casa hubo un artefacto de esa especie. Y ya no era posible bajar a comprar uno. A esas horas todo estaba cerrado y, por otra parte, no me animaba a dejar sola a Camila. Tomé un cuchillo e intenté hundirlo en la lata que cubría aquella sustancia más deseada que la que servía a los alquimistas para obtener el oro. Pero por más que me ayudara golpeando el mango con la moledora de carne, la lata no cedía. De pronto el cuchillo levantó una pequeña saliente y traté de ayudar con la mano. Entonces me corté un dedo y comencé a sangrar. En el cuarto, mi hija se despeñaba en un llanto desesperado. Sus chillidos eran larguísimas uñas que me arañaban la piel. Chiquita querida, ya voy, le hablaba. Rogaba a Dios que me entendiera, que alguna de mis palabras significara algo para el ser que ahora pataleaba y movía los brazos convertidos en furiosas aspas, como si estuviera atravesando una experiencia solitaria y aterradora. Todo en vano. Mis razones se estrellaban contra un muro infranqueable. La palabra, con la cual trabajaba, esa herramienta en la cual yo confiaba para decirme, expresarme, de nada servía aquí. Me di cuenta de que todo estaba por empezar de nuevo. El ser humano solo en el universo. El corazón se me estrujó por la piedad. Habría que buscar el camino para llegar a ella. Por ahora, lo urgente era el alimento. Salí corriendo y, dejando la puerta abierta, corrí hacia lo de una vecina y me pegué al timbre con desesperación. Hacía muy poco que se mudara al departamento contiguo al nuestro, de modo que era para mí alguien totalmente desconocido.
— Un abrelatas — pedí, con voz de náufrago.
La mujer me miró con intriga y, sin decir agua va, desapareció en el interior. Poco después me alcanzaba la imprescindible herramienta. Pero ni la leche que mi hija tragó, famélica, ni los mimos, ni el balanceo de la cuna ni las canciones que entresaqué de las telarañas de mis recuerdos, pudieron convencerla. Continuaba empecinada en un llanto salvaje, como si con él quisiera desquitarse de todos los sufrimientos futuros, de haber acabado de desembarcar en este planeta y de no tener nada que ver con esa mujer que no sabía cómo tratarla. Tanta tristeza e impotencia terminó por contagiarme y mal dormida y peor comida, resbalé hasta el suelo y allí, acurrucada al lado de la cuna, me desaté en sollozos.

Camila lloró catorce días con sus noches. En todo ese lapso no pegué los ojos. En algún momento me miré en el espejo. Cuando vi mi cara estragada por el insomnio, las cejas cubiertas por aquellos horripilantes canutos, el pelo cayéndome pajizo y sin vida sobre la frente, tuve un acceso de conmiseración. Por las noches llegaba Marcos y, entre los dos, tratábamos de calmarla. Una tarde en que él vino más temprano que de costumbre, dejé a la niña a su cuidado y corrí a un teléfono público. La promesa de los dueños de ponernos la línea ni bien nos mudáramos no se había cumplido. Así que desde que Camila estaba conmigo no había escuchado la voz de ningún otro ser humano que no fuera la de Marcos. Y esa voz, por qué no decirlo, no descollaba por su ternura. Siempre con algún reproche listo: no dejés los algodones tirados, tapá el alcohol. Estábamos en enero y los míos habían partido en busca de las anheladas vacaciones. Marqué el número del analista. La voz de Antonio me pareció llegada de otra dimensión del tiempo.
—Quiero tirarme por la ventana — dije, la voz quebrada por el llanto —. Camila no cesa de llorar.
Él preguntó: se alimentaba bien, la cambiaba con regularidad, todo, todo estaba hecho. Tome Valium, dijo. Protesté. El médico lo ha prohibido a causa de la leche. Tome Valium, insistió. Y si tienen otra habitación sáquela del lado de ustedes. Hasta el momento la cuna estaba junto a la cama matrimonial. La pieza del lado oficiaba provisoriamente de estudio. Allí Marcos escribía, olvidado de los berridos de su hija, del cansancio y del pánico de su mujer, tal vez de su propio pánico. Acaté la sugerencia de mi analista. Llevé allí la cuna y desde ese día Camila durmió sola. En adelante ya no tuvo problemas con el sueño.

Aquella tarde Marcos abrió la puerta y anunció:
— Me voy a Mar del Plata. Necesito descanso.
Lo inesperado de la noticia me hizo trastabillar.
—No sólo vos lo necesitás. De todos modos no me parece el momento.
—Está bien. Pero yo he tenido una operación. Necesito tomar sol.
Y sí. Se había operado. Tiempo atrás acudió al médico. Tenía muchas dificultades para respirar a causa de las vegetaciones, sobre todo en esa época de primavera, cuando las calles de Buenos Aires se exacerbaban de polen y aromas. Éste recomendó intervenir cuanto antes. Resolvimos que lo haría la semana siguiente. Faltaban aún veinte días para el parto, según los cálculos del médico, y Marcos estaría repuesto en dos o tres.
Aquella mañana fuimos juntos a la clínica. Yo me movía con dificultad debido a mi gran panza. En los últimos tiempos mi narcisismo había sufrido un rudo golpe al constatar, en el espejo, la deformidad de mi figura. Pero cuando, recostada en la cama, el libro apoyado en la abultadísima colina en que mi vientre se convirtiera, éste comenzaba a moverse de izquierda a derecha como una ballena enorme y retozona, llamaba a Marcos y juntos nos extasiábamos ante el prodigio.
La intervención duró alrededor de dos horas. Un Marcos desconocido apareció ante mis ojos.
— Me serrucharon por todas partes — me informó con la voz enronquecida. La anestesia lo iba abandonando y los dolores eran cada vez más insoportables. Para desahogarse daba golpes de puño contra la pared.
—Debo abandonarte por un rato. Tengo hora con el médico — le anuncié, traspasada por la compasión.
El obstetra era un hombre bien entrado en la madurez con apariencia de padre y una voz tranquilizadora que apartaba los miedos.
— Ya hay dilatación — dijo, luego de revisarme. Ah, esas horribles y degradantes revisaciones —. Mañana a las siete la quiero en el sanatorio. Empezaremos el trabajo de parto.
Corrí como si tuviera alas. Quería compartir con Marcos esa noticia, la experiencia más significativa de mi vida. Por desgracia, su aspecto no era nada tranquilizador. Tenía los ojos cerrados y de los labios le salía un leve gemido. Contemplé un buen rato aquel rostro amado, ahora contraído por el dolor y lo acaricié. Esperé a verlo más calmo para anunciarle:
— El médico dice que mañana nacerá nuestro hijo.
Él me miró como si acabara de llegar de la luna.
— Acompañame al baño — fue su único comentario. Caminamos por el pasillo, Marcos apoyado en mi brazo. Escuché el grito no bien la puerta se hubo cerrado. Al abrirla, lo encontré tendido sobre las baldosas. El color de sus labios era más blanco que el papel.
— Se muere mi marido — chillé, al borde de la histeria.
Una enfermera acudió en nuestro socorro.
— Señora, usted no puede seguir aquí en ese estado —. La enfermera se acababa de enterar por mi boca de mi inminente alumbramiento. Tampoco era algo que pudiera ocultarse así como así —. Debe internarse cuanto antes —. Y en su mirada se dibujó el terror de ver convertido como por arte de birli birloque en clínica de partos aquel lugar para pacientes otorrinolaringólogos y ellos tuvieran que actuar de improvisados parteros.
Lo de Marcos no fue más que un simple desmayo causado por la debilidad y el shock emocional de la noticia.
—Marcos, será mejor que me vaya a la clínica. Mañana en todo caso vas vos — dije. El alma se me partía al tener que abandonarlo en ese trance, pero no veía otra solución. Poco a poco mi propia situación comenzó a preocuparme. Pensé que en ese estado era una inconsciencia pasar la noche sola en el departamento. Y aquella habitación contaba sólo con una estrechísima cama en donde Marcos aún gemía. Asomada a la ventana, vi que empezaba a caer una lluvia espesa. Amaba la lluvia, pero ahora me parecía por demás inoportuna. Me acordé de la cruz de ceniza que Juliana, la nana de mi infancia, dibujaba en el patio, del cuchillo clavado en el centro. Ahora no había ninguna Juliana que me socorriera. Y yo me sentía una semilla a punto de reventar. Traté de asomarse a la calle, pero la furia del viento y las ráfagas de agua me asustaron. Imposible conseguir nada en ese trance.
— Llamá a César —. Acababa de contarle lo que pasaba y me lo pidió con la voz en un hilo.
Jamás había visto al tal César, aunque sabía que era amigo de mi marido. Agenda de Marcos en mano, me dirigí a la cabina del teléfono. César no se lo hizo repetir dos veces.
— Voy enseguida — anunció, solícito
Marcos me señaló el pequeñísimo espacio que quedaba junto a él.
—Acostate aquí — dijo. Me tiré a su lado y suspiré. Estaba tranquila. Con la calma que antecede a lo terrible.
César y Nora no tardaron en llegar. Mientras los esperábamos, Marcos me informó que él era un conocido director de teatro. Nora, su mujer, actriz. Trabajó en varias películas que yo no había visto pero que en su momento resultaron muy taquilleras. Nos encontraron echados en la estrecha cama, “cual Tristán e Isolda”, diría más tarde César con una sonrisa, al evocar las peripecias de aquella tarde. Nora era una mujer alta y rubia, de voz modulada y un impecable vestido de hilo beige. Se ofreció para llevarme al sanatorio mientras su marido se quedaba al cuidado de Marcos. A diferencia de Nora, César era un hombre menudo y moreno, con un brillo inteligente en la mirada. Supe que podía confiar en ellos.
Tendida en la camilla, contemplé la cara rubicunda de la enfermera que me ponía una inyección tranquilizante. Al día siguiente comenzarían el trabajo de parto. Nora estaba a mi lado y se despedía ya, cuando la puerta se abrió. Era Marcos, acompañado de su amigo. Marcos le había rogado que lo llevara a verme.
— Todo irá bien, ya lo verás. Mañana a primera hora estoy aquí — mientras hablaba me tomó la mano, me acarició la frente.
Tuve un sueño sin sobresaltos. Yo también tenía la certeza de que todo saldría bien. Para eso estuve preparándome durante aquellos largos nueve meses. Asistí a todas las sesiones de parto sin dolor, realicé en casa los ejercicios con infaltable puntualidad, leí toda la bibliografía a mi alcance. Más tarde recordaría aquellas siestas en la soledad del departamento cuando, tirada en la cama, me concentraba en relajarme con el disco que me prestara Antonio como un tiempo de esperanzado advenimiento. No había, pues, por qué temer. Confiaba en mí misma y en la vida.
A la mañana siguiente la enfermera de cara rubicunda entró a prepararme. La piel del pubis enrojecida por los desinfectantes, desamparada de su pelusa frutal, me encontraba presta al sacrificio. Me parecía que no era a mí a quien todo eso le sucedía. El médico se aprestaba a comenzar cuando Marcos entró. No pude sustraerme a la dolorosa impresión que me causaron sus labios hinchados, desfigurando de una manera casi monstruosa la armonía de aquellos rasgos amados. El médico también se inquietó. Nunca lo había visto, pero el aspecto de esa cara era a todas luces inusitado.
—Póngale hielo — ordenó a la enfermera, mientras acercaba el suero a mi cama.
Al ver que la enfermera abandonaba el puesto a mi lado para atenderlo, algo en mi interior se rebeló. Una vez más, aun sin quererlo, él se convertía en protagonista. La sensación de ser alguien de segunda me venía desde los primeros tiempos de la convivencia, sobre todo en aquellas ocasiones en que los amigos de él caían de visita al departamento. Así como suena. Los amigos de él. Los míos no interesaban a Marcos y yo no me atrevía a invitarlos por temor de que no se sintieran cómodos. A veces organizaba tés de amigas, pero no era lo mismo. Marcos no demostraba demasiado interés por mis conocidos. Los encontraba burgueses o sin ninguna pátina especial. Quizás tuviera razón. Siempre fui una tímida que no se atrevía a llamar a las puertas de las personas que por una u otra razón hubieran resultado “importantes”. A nuestra casa llegaban, pues, los elegidos de mi marido: pintores, publicistas, cineastas, alguno que otro escritor. También llegaban sus mujeres. En aquella época las mujeres solas casi no existían, así es que el ámbito se llenaba de parejas más o menos bien avenidas que poblaban el pequeño living con sus voces y sus risas. Marcos era el centro. Según su costumbre, desplegaba su discurso desde el comienzo. Y todos lo escuchaban, ávidos, le preguntaban por su escritura, expresaban por él una admiración rayana en la veneración. También yo lo admiraba. Leía con orgullo sus novelas, hablaba a mis conocidos de sus méritos, pero me hubiera gustado, alguna vez, ser escuchada. Mis palabras caían en el vacío y me quedaba casi siempre con una dolorosa sensación de inexistencia. Cuando nos quedábamos solos, le reprochaba:
—Otra vez no me dejaste hablar.
—Yo no hice nada — se defendía él —. Si querías decir algo, ¿por qué no hablaste?
Era cierto. No sabía defender mi palabra. Nada de lo que hubiera podido decir me parecía interesante, a pesar de que no hiciera mucho tiempo que terminara mi carrera de Letras y de que en ese tiempo trabajaba como investigadora en la Universidad. Pero no estaba acostumbrada al discurso pedante. O más bien al discurso a secas. Quizá por que me habían educado con aquello de que una mujer debe disimular lo que sabe para no caer antipática. Por el contrario, Marcos lo demostraba todo el tiempo. “Mujer Que sabe latín, no encuentra marido ni tiene buen fin”. Y yo acataba la terrible sentencia. Para parecerme a él, habría tenido que nacer de nuevo. Casi al final de la noche, Marcos me pedía que tocara la guitarra. Sin hacerme rogar demasiado, cantaba tonadas y zambas. Mi voz no estudiada, aunque cálida, llegaba a la concurrencia que me escuchaba con verdadera atención. Sentía entonces que recuperaba algo de ese perdido espacio.
Ahora aquí, en mi acontecimiento, era nuevamente desplazada. Como si oscuramente Marcos sintiese la necesidad de competir conmigo en cualquier circunstancia.
—Le veo la cabecita. Un esfuerzo más — me alentó el médico.
Tendida en la camilla, las piernas apoyadas en los soportes, me concentraba en pujar. A mi lado, de delantal y barbijo, Marcos me acompañaba. Me pareció una eternidad el tiempo que permanecí allí, las piernas abiertas y desgarrándome las entrañas para dar paso a ese ser que parecía no tener apuro en llegar a este mundo. Me incorporaba, respiraba hondo y luego empujaba con todas mis fuerzas para volver a caer, exhausta, en la camilla. ¿Moriría? Tal vez esto era el preludio de un silencio en donde ya no más las horas, no más ese dolor que me torturaba ante la indiferencia de las enfermeras, ante la mirada escrutadora de Marcos, que tal vez contemplaba aquella ordalía como un fenómeno que luego utilizaría en sus novelas. Pero mi tenacidad pudo más que las ganas de abandonarme. El aviso del médico me dio nuevas fuerzas. Me incorporé otra vez y pujé con la última energía que me quedaba. Las órbitas de los ojos me dolían y tuve la escalofriante sensación de que no les faltaba mucho para estallar.
El doctor me mostró el bulto sanguinolento y morado al extremo de una larguísima cinta roja. Era gruesa y sólida.
—¿Qué es eso? — pregunté.
— El cordón — me dijeron.
Así que ése era el famoso cordón que se necesitaba con urgencia cortar para poder vivir. ¿Habría cortado yo el mío? ¿Me habría separado de mi madre todo lo necesario para ser yo misma? No podría asegurarlo. Tal vez por ello llevaba años analizándome. Je est un autre, había dicho Rimbaud.
—Es una nena — anunció el médico y puso a Camila sobre mi pecho luego de lavarla y vestirla, mientras me iba cosiendo por abajo como si fuera una tela. Allí estábamos las dos. Habría que ver cómo se las arreglaba mi hija para cortar en la vida el cordón que la unía a mí. Por el momento me pertenecía. Sentí que la amaba. Y una calidez, mezcla de alivio y gozo me fue invadiendo mientras la reconocía, miraba sus ojitos cerrados, acariciaba el suave plumón de su pelo castaño.

Escuché el girar de la llave en la puerta. Es Marcos, me dije, mientras daba un hondo suspiro de alivio. No pude evitar que los cascabeles de mi corazón comenzaran a sonar. Esos cinco días me parecieron cinco siglos. Nos abrazamos. Alguien pasó una esponja que lavó las lágrimas, el abandono.
—Te traje esta blusa —. Y sacó del bolso una preciosa blusa de color celeste bordada en hilo de oro.
—Es linda, gracias — dije, exultante.
—¿Y la Pipi?
Nos acercamos juntos a la cuna y la miramos. Dormía, indiferente a todo. Marcos me atrajo hacia su cuerpo y me besó. “Te quiero”, me dijo. “Yo también”, musité.



Costa salvaje-Novela (fragmento)

jueves, 13 de mayo de 2010

Costa salvaje- Paulina Movsichoff (Fragmento)




29. Costa salvaje


arrojado a esta costa salvaje, lejos, muy lejos del hogar
Walt Whitman

Todo se derrumbó cual castillo de naipes aquella vez que sonó el teléfono en el preciso momento en que me disponía a dormir la siesta. Reconocí al instante la voz de Nelson.
—Tu marido está preso.
Tardé en comprender lo que escuchaba. Luego me desaté en un mar de preguntas: cuándo, cómo, dónde, por qué, igual que en las enciclopedias. Nelson apenas pudo contenerme.
—Lo llevaron en Cuenca. Nada más sé.
Marcos había partido a la selva en donde los Shuar, más comúnmente conocidos como Jíbaros, convocaban a un Congreso en Cuenca para dar a conocer al gobierno sus reclamos a derechos largamente conculcados. Habían convocado a observadores de todo el mundo. Al igual que Argentina, Ecuador era en ese tiempo gobernado por militares. Una semana antes el Congreso fue prohibido por las autoridades. Los Shuars, en pie de guerra e ignorando la prohibición, se atrincheraron en la selva. Le pedí insistentemente a Marcos que no fuera.
— Tengo un mal presentimiento.
Mis razones se estrellaron contra su implacable empecinamiento.
— No insistas. Iré, pase lo que pase.
— Justo ahora que nos íbamos a México. Tengo miedo, Marcos.
—No pasará nada — decía él, con una calma impertérrita—. No hablemos más del tema.
Lo de México era una ilusión largamente acariciada y a punto de convertirse en realidad. Poco tiempo atrás, Marcos me anunció:
—Me escribió David Ahmed, del Instituto Nacional Indigenista de México. Me ofrece trabajar allí como investigador. ¿Qué te parece la idea?
No dudé.
— Aceptá.
Estaba cansada de la falta de perspectivas. Sentía ya que esa ciudad me asfixiaba, que allí no había horizonte posible a pesar de sus volcanes, de su aire transparente. Ese sentimiento amenguó un poco cuando comencé a salir con Sergio, pero nunca desapareció del todo. Sólo esperábamos, para liquidar todo y partir, el cable donde David nos comunicara la fecha de la incorporación de Marcos al Instituto.
Sentada en el piso al lado del teléfono, los sollozos me sacudían.
—Yo se lo decía, señora Sofiíta. El Niño Dios es castigador. El señor no debería haberse ido en Navidad.
Quien así hablaba, refunfuñaba mejor dicho, el índice levantado hacia arriba como señalando a un cielo vengador era Lida, la niñera que reemplazó a Elba en el cuidado de Camila cuando aquélla tuvo que volver a su pueblo. Y sí, Marcos se fue un veinticinco de diciembre, fecha en que normalmente la familia se encuentra reunida. Pero la nuestra no era una familia normal.
Todo pareció empequeñecerse ante la magnitud del presente infortunio. De pronto supe que, si le pasaba algo a Marcos, me iba a ser imposible continuar.
Esa tarde, acompañada por Adelina, mi amiga escritora, recorrimos los retenes. Los guardias miraban la interminable lista de nombres y luego movían la cabeza en señal negativa, dejándome desolada y contrita. Aquella semana el país se encontraba también convulsionado por el secuestro y posterior crimen de un conocido industrial. Carlos Müller había desaparecido de su casa días atrás y, a pesar de la suculenta suma ofrecida a sus captores, la familia no pudo dar con su paradero. Esa mañana un niño encontró la cabeza en avanzado estado de descomposición cuando cruzaba un descampado rumbo al colegio. Tenía el pene en la boca. Las noticias se sucedían en un torbellino escalofriante. Una joven madre descubrió uno de sus brazos al doblar una esquina. El último y macabro encuentro lo tuvo el sacerdote de una iglesia quien, mientras rezaba el Breviario en el atrio, tropezó con un paquete atado con sogas. Lo abrió con intriga y se topó nada menos que con dos manos de hombre, cortadas a machetazos a la altura de las muñecas.
El Gobierno decidió que ningún ecuatoriano podía tener tan bajos instintos y ordenó una redada entre los numerosos argentinos, chilenos y peruanos que por esos años afluyeran al país. Así que los retenes estaban colmados de ellos.
Regresé a casa sumida en una honda tristeza y me abracé a Camila. Tanta lucha para sobrevivir y la locura y el terror nos alcanzaban también en ese pequeño y casi bucólico país. La chicharra del teléfono interrumpió mis divagaciones. Había estado mudo todo ese tiempo, a pesar de que me tomara el trabajo de comunicar la penosa circunstancia a cada uno de nuestros amigos. Pero ellos parecían no querer tomar parte en el asunto. Recordaba ahora cuántas veces los recibiéramos en nuestra casa luego del taller, cuántas madrugadas nos sorprendieran tocando la guitarra, bebiendo y riendo. De golpe comprendí toda la dimensión de mi desamparo.
—Habla David Ahmed, desde México ¿Podría hablar con Marcos Echagüe?
Enmudecí. ¿Qué decir? Me decidí por la verdad.
—Está preso.
—¿Qué pasó? — La voz sonó paternal y no pude evitar sentirme conmovida. Hubiese querido prolongar la conversación hasta la eternidad. Más adelante, cuando al fin tuve ocasión de conocerlo, no podía creer que fuera David ese hombre de ojos intensos y aire descuidadamente juvenil. En aquellos confusos y malhadados días lo había imaginado un anciano de larga barba blanca, igual que Papá Noel.
—Asistió a un congreso de los Shuar, prohibido por el gobierno. Después de tres días de búsqueda aún no he podido ubicarlo — expliqué.
Pausa del otro lado. David parecía pensar rápidamente.
—Le enviaré un cable diciéndole que el Gobierno de México requiere sus servicios —. Colgó no sin antes prometerme que tenía previsto alertar a los Organismos Internacionales.
Esa misma noche llegó Nahuel. Lo abracé con lágrimas de alivio. Su presencia era como un poncho que entibiaba las horas de ese gélido mundo.
—Por favor, quedate conmigo. Tengo miedo.
—Tranquila, flaquita, lo buscaremos.
Descendiente de una antigua familia mapuche, Nahuel Ñancupán viajaba en calidad de invitado de los Shuar. Nos habíamos conocido en Buenos Aires, unos años atrás. Instalado en el asiento del bus, esperaba partir a la selva. Los pasajeros eran casi todos observadores franceses, italianos y suecos, que llevaban el mismo destino. De pronto vio a Marcos caminando por el pasillo, seguido de Sylvie. Al llegar a su asiento, el hombre que lo ocupaba se incorporó, mostrándole una credencial.
—¿Marcos Terán? Soy de Interpol. Le ruego acompañarme.
Marcos había ya divisado a Nahuel y, antes de seguir al esbirro, le entregó su portafolios rogándole que no me dijera nada.
Anestesiada, me negué a registrar el dato de Marcos con esa mujer. En esos trágicos momentos sólo pensé en salvar a mi amado de las garras de la policía y tal vez de la muerte. ¿Podría mi frágil espalda sobrellevar tan tremenda carga?


De los amigos ecuatorianos, sólo uno parecía seguirme fiel. Se trataba de Luis Alberto Mera, el pintor. Atendió mis llamados y escuchó mis razones con una reconfortante empatía. Terminaba el cuarto día de búsqueda infructuosa, cuando él me llamó.
—El Ministro de Gobierno es mi amigo y le he hablado de Marcos. Prometió ocuparse del caso.
Esa misma tarde, Lida anunció:
— La busca el señor Sergio.
Entró en la sala sin que yo lo notara, abstraída en mis pensamientos. Cuando lo vi parado frente a mi mecedora supe que nada me unía ya a él. Luego de los primeros días de pasión la relación fue decayendo, sin que atinara a encontrar la causa. Pero la cosa no me preocupó demasiado, concentrada en los problemas de mi marido. De pronto había comenzado a sentirme oprimida. Luego de hacer el amor, él sacaba sus cuentos y se pasaba horas leyéndomelos. Cuando intenté leerle alguno de los míos, no ya en la cama sino sentados frente a frente en un café, él se escabulló con cualquier pretexto. Si bien en ciertos aspectos estábamos próximos, eso no sucedía en otros, en el fluir, en el desarrollo. Poco tiempo después alguien me contó haberlo visto con otra mujer.
Hablamos de Marcos. Yo lloraba sin importarme que él viera mi dolor. Sergio me miraba con ojos de desencanto. Luego señaló un hilo que se escapaba del bordado de mi blusa paraguaya.
—Me siento como ese hilo —. Y, ante mi mirada interrogadora , agregó—: Fuera —. Luego salió.


Fin de año. Escucho los cohetes, las bocinas atronando en la calle. Contemplo desde mi ventana la ciudad iluminada y vestida para ese viejo rito. Pienso en los míos allá, tan lejos, en aquella orilla ensangrentada. Pienso en Martín muerto. En los muchos que en mi patria querrán dormir y no despertar para no enterarse de que una mano tenebrosa les ha arrebatado a sus seres queridos. Por primera vez en muchos años, rezo. Sé que no tengo derecho a ser escuchada. Que es un privilegio que no puedo reclamar para mí. ¿Cuántas plegarias se habrán elevado en los últimos tiempos? Pero Dios permanecía inconmovible. Igual rezo. Una voz interior me sugiere llamar a la Embajada. Hasta el presente me había resistido, temerosa de alertar al gobierno de mi país en contra de Marcos. Termino un cigarrillo y enciendo otro, presa de una insoportable ansiedad. Nahuel lee el diario tumbado en un sillón. De vez en cuando me dirige una mirada inquieta.
— Nahuel — le digo —. Voy a llamar. Perdido por perdido.
— Me parece bien, flaquita.
Meses antes mi madre me ha enviado para Camila una carta y una medallita de la Virgen Niña. Quien la trae es Juan Vogliano, un suboficial del ejército amigo de Ignacio, mi primo militar que cumple funciones en la Embajada. Fui a verlo, incómoda por la falta de criterio de mi madre, que la llevó a recurrir a alguien que seguramente pertenecía al Servicio de Inteligencia. No quería tener nada que ver con milicos. Ahora marco su número y no puedo evitar que las manos me tiemblen. Pido con él. Luego de contarle, le ruego por su honor que no diga nada a nadie.
—No te muevas de allí — dice él —. Te llamo en un rato.
Una hora después, la voz de Juan me consuela detrás del teléfono.
—Lo tienen en los altos de una escuela. Andá a verlo y decí que vas de mi parte —. Me pareció que quien me hablaba era el mismísimo Jesucristo —. Llevale algo de comer — agregó, paternal.
Flanqueada de Nilo atravieso la ciudad enfebrecida. Llevo un pollo y una muda de ropa. Cuando, a la luz incierta de la habitación distingo a Marcos, un estremecimiento me recorre. Tiene la barba crecida y sus ropas se ven ajadas y sucias. Un olor rancio se despide del ambiente, una amplia estancia de ventanas rigurosamente cerradas al exterior y pobremente iluminada por una única bombita que, al extremo de un cable, cuelga del altísimo techo. El alma se me descompagina ante tan triste espectáculo. Nos abrazamos. Lloramos. Ni un reproche. Sé que es con ese hombre con quien deseo seguir la vida. Oscuramente he captado la ternura de ese corazón, aún cuando esté envuelto en una naturaleza sombría y a veces violenta. Ahora lo tengo allí, ante mí. Y lucharé como una fiera para que no me lo arrebaten.

Aquella mañana, en el teléfono, la voz de Luis Alberto sonó despreocupada, y jovial.
—El Ministro ha dado la orden de libertad. Ahora podés buscar a tu Marcos y llevarlo a casa.
Al vestirme, los nervios me traban las manos. Camila se aproxima para preguntarme: “¿Y papito?”. La tomo en mis brazos y la beso: “Pronto estará con nosotros”. Subo la escalera del sórdido edificio con el corazón en un hilo. Unos minutos más y Marcos volverá a mi lado para continuar la vida. El guardia, un hombre joven de rostro lampiño y ojos impasibles me impide la entrada.
—Vengo a buscar a mi marido — le informo—. Me dicen que el Ministro ha dado la orden de libertad.
—Está equivocada, señora. A su marido lo deportamos a la Argentina en veinticuatro horas. Vaya a su casa y prepare la maleta.
No podía creer lo que escuchaba.
—¿Quién ha dado la orden? — quise saber.
—El Ministro de Gobierno.
El sol de la calle me pareció un insulto. Estiré la mano para detener un taxi. Al volante, un hombre cincuentón me miró, divertido:
—Yo no soy taxi pero la llevo igual — dijo. En ese momento caí en la cuenta de que, en mi aturdimiento, había hecho señas a un auto particular.
—¿Adónde va? — quiso saber él. Posé sobre él una mirada escudriñadora. Todo en su aspecto delataba un hombre de buena posición. El saco de corte impecable, las manos de uñas cuidadas tocando apenas el volante.
—A Migraciones. Deportan a mi marido — y, otra vez, los sollozos me sacudieron. El hombre se retrajo en un silencio hosco. Me di cuenta de que una atmósfera de hielo me separaba ahora de aquel desconocido, tan galante al comienzo. Podía haber tocado su miedo con mis manos.
Marcos llegó custodiado por dos cachacos. Tenía una expresión de arrogancia que me preocupó. Pedí hablar con el jefe. Instantes después estaba frente a un hombre calvo y de barriga prominente, que sentado frente a una mesa atiborrada de papeles, se atrincheraba en una implacable negativa. Imposible hacer nada. La orden del Ministro era terminante. ¿El motivo? Soliviantar a los indígenas contra el gobierno. Mientras esperaban el traslado lo llevarían a la cárcel de delincuentes comunes. Entendí que allí había gato encerrado. Marcos nada había hecho para merecer eso.
Comencé con pérdidas. Días antes había acudido al ginecólogo para que me colocara un diu. En esos agitados tiempos no me parecía adecuado traer un hijo al mundo. Ahora mi sangre corría, corría, como si todo mi ser se fuera por abajo. Por suerte lo tenía a Nahuel. Y a Elisa. Se trataba de una prima segunda por parte de madre, bastante mayor que yo. Nos reencontramos meses atrás, aquella melancólica tarde en que mi madre partió de regreso a Buenos Aires luego de una visita de un mes. Sentada al escritorio trataba de escribir un poema, pero lo único que me salía eran lágrimas. Unos golpes en la puerta me sacaron de esas nostálgicas divagaciones. Al abrirla, ante mí a aquella mujer de unos cincuenta años que me sonreía detrás de los grandes anteojos de sol. Sus facciones me resultaron vagamente familiares.
—¿Sofía?
—¿Quién sos? — pregunté. Al reconocer el acento de mi provincia mi corazón comenzó a expandirse.
Abrazos. Besos. Una prima en el exilio no era moco de pavo. Desde entonces nos encontramos muchas veces para hablar de allá. De aquel paraíso ahora tan lejano en el espacio como en el tiempo.
Desde que se enteró del problema, Elisa no dejó ninguna tarde sin acudir a visitarme. Por todos los medios trataba de infundirme esperanzas, de sacarme de ese pozo negro en el que me iba hundiendo inexorablemente.
— Todo se arreglará, ya vas a ver.
Abrazada a Camila, yo miraba el mundo como si de pronto me hubiesen arrojado a un destierro más cruel que el que ahora venía sufriendo.




30. Lo real maravilloso

He dicho adiós
a las torres de piedra melancólica.

Alejandro Nicotra

Sentada en el piso, contemplo el gris melancólico del crepúsculo adueñándose del pequeño ámbito de mi departamento porteño en ese sábado invernal ¿infernal? en que mi matrimonio se ha deshecho definitivamente. No sé si lo que experimento es pena o nostalgia. O tal vez alivio. A lo mejor ninguna de las tres cosas. Sólo estoy allí, casi sin pensamientos, mirando las marcas de la pared en donde hasta hace pocas horas estuvieron los cuadros que Marcos se ha llevado. Yo me quedo en el departamento, con Camila. Por la mañana trajeron los canastos. Siete. Los recuerdo muy bien. Marcos, que desde hace un mes no vive con nosotras, llegó temprano, dispuesto a arremangarse y comenzar el operativo. Hemos mirado juntos los libros de la biblioteca, sin olvidarnos de ninguno. A la sombra de las muchachas en flor. Éste tiene mi firma, verificaba, implacable, Marcos, luego de tomarlo de la biblioteca y revisarlo. El canasto era una enorme boca dispuesta a tragarse lo que hasta ese momento yo considerara mis tesoros. Por el camino de Swan. Tiene la mía, decía yo. Cuánto tiempo nos había costado adquirir aquellos seis tomos. A veces llegaba, feliz, mostrándole mi nueva adquisición. Otras era él quien me anunciaba: “Compré La fugitiva”. Ahora nosotros también nos internábamos en la añoranza de un tiempo perdido. ¿Lo recuperaríamos alguna vez? Tal vez, como Proust, a través de la escritura, tal vez por los vericuteos de aquella autobiografía que continuaba escribiendo y en donde corría siempre el riesgo de perderme. Porque en el laberinto de mi vida, las cosas tendían a repetirse, como si una y otra vez se me condenase a pasar por los mismos lugares, vivir similares experiencias. Esa tarde me trasladaba a otra tarde invernal de aquella ciudad enclaustrada entre montañas y a mí sentada también en el piso contemplando las estanterías saqueadas, las paredes huérfanas de cuadros. Sólo que aquella vez teníamos un futuro juntos. México nos esperaba.
Marcos había partido quince días antes. Cuando vi que el avión carreteaba por la pista y luego se perdía entre las nubes, suspiré con alivio. Mi marido era libre. Y esa libertad era a mí a quien la debía.

A pesar de la certeza de que Marcos sería deportado, me negué a dar rienda suelta a la desesperación. Aparté de mi mente cualquier pensamiento que no fuera la indeclinable decisión de continuar peleando hasta el final. Todo lo realizado hasta el momento parecía insuficiente. De Sylvie ni noticias. Me extrañó que no tratara de comunicarse conmigo para saber algo. Si bien no éramos amigas, alguna vez tuvimos ocasión de charlar en el taller de los sábados, al que ella también concurría. Era una mujer unos años menor que yo, de gesto adusto y envuelta en un aura misteriosa que ella trataba tal vez de fomentar con una empecinada mudez. Creo que nunca, a lo largo de aquellos fugaces encuentros, la vi sonreír, como si su fuente de alegría se hubiese agotado. Los amigos se habían borrado, así que descarté todo impulso de acudir nuevamente a ellos. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea. No quise esperar para comunicársela a Nahuel.
— ¿Y si veo al Presidente?
Contra mis temores, Nahuel no me llamó loca ni insensata. Se limitó a decirme con voz neutra.
—Si vos querés, yo te acompaño.
Llamé a Vogliano y éste aprobó la idea. Me dijo donde vivía.
—Acostumbra a almorzar en su casa — me informó también.
Mi corazón era un potro desbocado aquella mañana luminosa en que nos encaminamos a la residencia presidencial. Me había vestido cuidadosamente, tratando de desprenderme de mi aspecto unisex, ese que siempre se nos atribuye a las mujeres cuando llevamos ropa cómoda. Ahora las botas de taco altísimo y la pollera ajustada trababan mis movimientos.
—Daré al presidente lo que me pida — dijo Santa Olalla mártir. Por toda respuesta, Nahuel largó una carcajada.
Atravesamos en silencio aquel barrio residencial, cuyo lujo el sol parecía empeñarse en resaltar. No tuvimos dificultades en reconocer la casa del presidente, rigurosamente vigilada por dos policías. Me preguntaba ahora si aquel único libro que me llevara al exilio, El castillo de Kafka, no había sido un presagio. Ahora yo también esperaba ver al señor del castillo. O por lo menos del Palacio, como le llamaban allí a la sede del Gobierno.
—¿Tiene usted audiencia? — preguntó uno de los hombrecitos al anunciarle mi propósito.
Contesté que no, que no la tenía, pero que me urgía verlo.
—Sin audiencia no la va a recibir. Diríjase al palacio. Además, él ahora no está.
—¿Podría avisarme cuando llegue? — pregunté, sabiendo que me arriesgaba a que, ante tanta insistencia el guarda se impacientara y nos echara sin más trámite.
—No será necesario. Usted se dará cuenta — y se quedó tieso en su sitio sin pronunciar palabra, la mirada en un punto indefinido del espacio, como si, por virtud de algún filtro mágico, nos hubiéramos desvanecido en el aire.
Decididos a no movernos de allí hasta no conseguir una entrevista permanecimos en aquella vigilia cada vez más ardiente. De cuando en cuando, Nahuel me apretaba el brazo en un gesto tranquilizador. Desde allí asistimos al cambio de guardia. De pronto, la puerta de la mansión se abrió para dar paso a un hombre de civil, de corbata chillona y traje de un negro arratonado.
—¿De parte de quién viene, señora?
— Del doctor Singer— dije, casi sin dudar.
El tal doctor era un médico argentino, especializado en quiropraxia. Me había atendido meses antes, cuando buscaba con desesperación ser salvada de la operación del coxis, que me luxara al caer sentada en la escalera. En alguna de mis visitas el médico nos contó, a Marcos y a mí, que también atendía al presidente, el cual le estaba muy agradecido porque, gracias a sus servicios, pudo escapar a una complicada operación de hernia de disco. Aquellas fatídicas y humillantes sesiones en que el médico trató de colocarme el coxis en su sitio resultaron infructuosas. Debí resignarme entonces a que aquella sentencia bíblica de: “Parirás con dolor” hubiese mutado para mí en la mucho más prosaica y permanente de: “Te sentarás con dolor”. Había parido una sola hija y ese dolor estaba ya en el pasado. Ahora a mis libros debía escribirlos sentada. Parir, sí, libros. Y con dolor.

El hombre se metió en la casa. Cuando, después de unos minutos que me parecieron una eternidad, lo que supuse otro servidor asomó su cara en donde se dibujaba una amplia sonrisa y nos invitó a pasar, me sentí como el camello atravesando el ojo de la aguja. Debí aferrarme al brazo de Nahuel para no trastabillar. Contrariamente al agrimensor, había logrado penetrar en el castillo. Tal vez ese mundo no estuviera, como el de Kafka, tan contaminado de burocracia. El realismo mágico en todo su vigor.
El mullido sillón presidencial fue un agradable contraste con la abrasadora intemperie. Me arrellené junto a Nahuel. El mucamo ofreció whisky o coca cola y nos decidimos por lo último. La puerta no tardó en abrirse y el presidente apareció con su figura tan mullida como el sillón, de casaca verde y charreteras doradas. Mientras el mucamo lo ponía al tanto, me invadió el temor de que quisieran comprobar la veracidad de mi aserto llamando al médico en ese preciso instante. No estaba segura de que él recordase mi existencia y, además, podía desmentirme dejándome al descubierto. Pero, por suerte, el presidente era confiado. Esbozó una amplia sonrisa y se sentó frente a nosotros invitándome a hablar. Traté de ser lo más clara y concisa posible. Mi marido era un intelectual, un antropólogo interesado en los indígenas. Había asistido al congreso en calidad de observador, al igual que tantos otros. Ahora yo sólo le rogaba que lo dejaran salir a México, de donde lo reclamaban para trabajar en una institución oficial. De ningún modo podía volver deportado a la Argentina, pues, aunque él no fuera “comunista” – ah, esa palabra cuco - aquí el presidente había asentido comprensivamente – usted sabe, señor presidente que allá hay ahora mucha confusión. Nadie podía salvarse de que lo tomaran por tal. Sobre todo con la acusación que invalidó su pasaporte. Al terminar le alargué el cable que me enviara David Ahmed. Mientras el presidente sacaba los anteojos de su bolsillo y se los calzaba para leer, me pareció que la ansiedad me devoraba.
— Venga esta tarde al Palacio. Veremos qué se puede hacer.
Era ya noche cerrada cuando con Nahuel tomamos el taxi que nos llevó a la cárcel con la orden de libertad. Marcos debía partir indefectiblemente al día siguiente. Pero yo lo había previsto todo con una minuciosidad de relojero. Días antes llamé por teléfono a mis padres y, entre sollozos, les conté lo sucedido. También a los de Marcos. Prometieron enviarme un giro con lo que necesitara. Un amigo me adelantó la suma y así pude comprar el boleto. Esa noche Marcos salió libre. Los esbirros de Migraciones irían a buscarlo a primera hora del día siguiente. Me despedí de Nahuel, que regresaba a la patria horas más tarde, con un prolongado abrazo.
—No olvidaré nunca lo que hiciste por mí. Contales todo a mis padres.
Cuando por fin nos encontramos con Marcos bajo el mismo techo me convertí en una niña feliz y agradecida.
—¡Papito! — gritó Camila abalanzándose a sus brazos. Debí confesarme que me hubiera gustado estar en el pellejo de mi niña y ponerme a gritar exactamente lo mismo.




Costa salvaje- Novela inédita