viernes, 25 de octubre de 2013

CONCIERTO NÚMERO 5- Paulina Movsichoff

CONCIERTO NÚMERO 5

La música la atrapó cuando comenzaba a relajarse. No sabía bien cuánto tiempo transcurrió desde su último momento de soledad.  Se sentía extraña, casi aturdida recostada en el sillón, mirando la casa vacía. Esas paredes que parecían hablarle de otro modo ahora que estaban deshabitadas de  voces, de rostros, de apremios. Pero no se quejaba. Quince años pasaron desde su casamiento y casi todo le fue concedido. Pablo, principalmente. Su amor siempre atento, vigilando que nunca le faltara nada. Recordó las dificultades de los primeros tiempos, cuando él, apenas recibidos, casi no tenía pacientes. Pero éstos fueron llegando de a poco y ahora podía considerarse un médico de prestigio.  Y luego los niños.  Uno tras otro como ambos lo quisieron, planearon en esas primeras noches en que todo era un descubrirse, un ir labrando espacios para un futuro en donde la palabra costumbre no tuviera cabida. Les costó llegar a un entendimiento cabal de sus ritmos, a las profundidades de una recíproca entrega en un territorio hasta entonces vedado. Sí, realmente debía estar contenta con su suerte. Los chicos absorbieron todas sus horas. Eran incontables las que en ellos habían invertido ambos, sobre todo ella, que decidió no trabajar para mejor cumplir con ese compromiso libremente aceptado.
  Muchas veces llegaban a verla sus amigas. En realidad las entendía poco. Casi todas eran solteras y le hablaban de sus búsquedas, de sus fracasos, de sus problemas de la oficina. Ella las escuchaba tratando de ponerse en su lugar pero sabía que algo las separaba. Y ni podía dejar de sentir el privilegio de su posición. Esas inquietudes le fueron evitadas, la mano de Pablo separó cuidadosamente todo cuanto pudiera herirla, sacara de esa placidez en la cual transcurrieran sus quince años de matrimonio. Se miró las manos. Inconscientemente comenzó a jugar con la alianza. El anular mostraba un surco en el lugar que ella ocupaba. Siguió escuchando, La música de Mozart parecía forzarla a entrar en profundidades de las que hasta ahora no tenía la más remota idea. Era como si algo despertara en su interior, algo que ella temía y a la vez deseaba con un ímpetu casi adolescente.
  El teléfono sonó en el cuarto contiguo. No lo atendió. Aún quedaban, esparcidas en el suelo, las revistas con las que Inesita, la más chica, jugara un rato antes. No pensó siquiera en levantarlas. Se acordó del día anterior, cuando desde su auto vio aquella muchacha que leía en un banco de la plaza. Dio dos o tres vueltas. La muchacha anotaba algo en un cuaderno. Tenía unos jeans desteñidos y el pelo desarreglado. Se la notaba abstraída, compenetrada en un algo que ella presintió para siempre ajeno. La música se le volvía ya insoportable. Pensó en Alejandra, en su vida de soledad, en sus dificultades económicas, también en su libertad.
  Lentamente se puso de pie. Eran las seis y media y pronto llegarían Pablo y los chicos. Abrió el placard. Sacó los jeans, definitivamente arrumbados desde aquella vez que los manchó con pintura. Se los puso. Decidida, abrió la puerta. El aire de la calle le llegó como un doloroso renacer.



Extraño de ojos grises. Piedra de toque, México.           


lunes, 14 de octubre de 2013

FELICIDAD CLANDESTINA- Clarice Lispector




  Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
  No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad con que vivíamos con los puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicia" y "Recuerdos".
  Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
  Hasta que llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de naricita, de Monteiro Lobato.
  Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
  Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado al otro.
  Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba  el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
  Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "Día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
  Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la la hiel no se escurriese completamente de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había empezado a sospechar, es algo que sospecho a veces, que me había elegido para que sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra.
  ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde,pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
  Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con una enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
  Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de s hija desconocida, la niña rubia ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: "Y tú ye quedas con el libro todo el tiempo que quieras". ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
  ¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
  Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí siempre la felicidad había sido clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
  A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.
  Ya no era una niña con un libro: era una mujer con su amante.



Felicidad clandestina- Grijalbo  

EL GÉNESIS DE LOS APAPOKUVA- GUARANI- Augusto Roa Bastos



 Versión libre y notas de Augusto Roa Bastos
(Fragmentos)


EL PRIMER HOMBRE (ÑANDERU ARANDU)*

La primera mañana,
como una garza hiriendo con sus alas la piedra,
amaneció volando sobre el mundo
desde la noche antigua hasta los hombros
del Gran Padre.

Ñanderusuvú pasó la mano
sobre el plumaje blanco de la claridad,
y cubriéndose el rostro
con la es espuma naciente de la primera mañana,
llamó a su lado al Hombre,
al primer Hombre,
al abuelo.

Ñanderú Mba’é Kua’á
Ñanderú-Arandú,
Oíma Ñanderúvusú-ndie***  

-        Tú eres el primer hombre;
en ti comienza el tiempo,
y así como eres el principio.
también eres el fin.

-        El último hombre
tendrá tu mismo rostro,
tu misma edad,
tu misma boca llena de preguntas…

La voz de Ñaderusuvú
llenó el mundo de grandes suspiros.

Ñanderú-Arandú
-        el hombre que siente el tiempo, el primer Hombre-
sintió bajo sus dedos deslizarse
las vértebras suaves de su edad,
como una tenue fiera
que le lamía los pies
comiéndoselos casi sin sentirlo,
como la cerrazón come las piedras.
Subido en la rama más alta del árbol más alto
buscaba la faz de Ñanderusuvú
con sus ojos opacos,
pero sólo podía ver el gran sol de su gran pecho
de donde el día manaba a borbotones
resplandecientes.

Porque así como Ñaderusuvú
sólo en la obscuridad aparece,
Ñanderú- Arandú, hijo de la claridad,
sólo en el día muestra su presencia.

Ñanderusuvú, con un silbido,
llamó a los animales y a los pájaros,
que pasaron trotando y volando,
buscando su color, su propio grito, sus manchas,
sus guaridas, sus árboles, sus distintas violencias.

Y en la orilla del mundo,
arropado en vapores azules
el Gran Tigre primitivo
de piel de cielo y fuego,
dormitando los miraba pasar…
Ñanderú-Arandú, sin poderlo evita,
volcó su primera pregunta en las manos
del Gran Padre Brillante:

-        ¿Cómo eres, Ñanderusuvú,
cómo es tu rostro?

Ñanderusuvú hizo entonces el agua,
no dijo nada,
    pero los árboles y las montañas y las nubes
empezaron a mirar su tamaño
desde lo alto a lo bajo en el agua.
Cuando Ñanderú-Arandú
se encontró con su imagen
se puso a temblar, y temblando
miró nacer con la noche,
en el lugar de su rostro en el agua,
la luna de ojos verdes y mansos. 


* Ñanderú- Arandú: El Adán guaraní, el Hombe que siente el tiempo.
** Nuestro Padre que todo lo sabe,
Nuestro Padre que siente el tiempo,  



NACIMIENTO DE KUÑA*

Vestida de agua, con su anillo de agua,
con su pecho de arena pero adornada de agua
la tierra en su soporte
de cuatro vientos estelares
comenzando a girar se fue embutiendo
en su pellejo trémulo
de animal verde recién amanecido.

Todo ya estaba hecho pero aún
el Gran Padre Brillante deformaba y formaba
estambres, plumajes, direcciones, semillas,
con manos impregnadas de cigarras
en el zumbido musical de sus gestos profundos.

Alzando más la voz:

- Ahora debemos a la mujer encontrar…
Yayuhú vaerá kuña**,
La dueña de la  fecundidad.

Ñanderú- Arandú
bajando los ojos hasta el barro,
ignorante de su sabiduría pregunta:

-¿Dónde? La mujer no está aquí.
¿Tal vez está dentro de ti,
o bajo algún inmenso pájaro que la empolla
como un huevo de nácar tostado por la noche?

Y el Gran Padre le dice:

- No: la mujer no está aquí,
sumergida en el agua,
transparente como el agua,
como el agua llorando alevemente,
sin que la sientas tú…

-Esperarás que caiga la obscuridad,
destaparás este cacharro
cuya arcilla mojada
puse a secar bajo la luna,
y en el fondo hallarás a la mujer.

-Mirándola en los ojos,
que aún ven correr sus venas de agua
en lo más hondo de su sueño,
la abrazarás, la enredarás ardiendo
en tus caricias, hasta hacer que despierte
por la hendidura de su vientre roto y florido…

Ñanderú- Arandú, por la noche,
destapó la vasija de arcilla.
Color de tierra y agua, medialuna morena,
se le apoyó en el pecho durmiente temblando,
y él yaciendo como ella
la fecundó como un gran río
que entra cantando en una selva gorjeante,
hasta que poco a poco,
ella quedó despierta y solitaria,
y él inmóvil, al lado, con su inútil carbón
de hombre quemado en su llama olorosa.



* Kuñá: la mujer, dueña de la fecundidad
** Debemos encontrar a la mujer.