lunes, 27 de enero de 2014

UN PASEO (Cuento)- Paulina Movsichoff




  Evangelina Allende decidió que era hora de ir a dar una vuelta aquella tarde nublada de principios de septiembre, cuando la soledad se le volvió irrespirable entre las cuatro paredes de su departamento. Vivía como una reclusa luego de decidir que la vida no valía la pena sin su marido. Justamente un día de septiembre, veinte años atrás, él se había ido con la otra. En realidad fue ella, Evangelina, quien tomó la decisión de no seguir compartiendo el techo ni el lecho  con un traidor, mostrándose inflexible a ruegos y promesas por parte de Emilio, quien le aseguraba que aquello no era más que una aventura pasajera. Evangelina se negó a escucharlos. "Vamos a ver si además de ponerse perfume francés para la cama se atreve a pasar el resto de sus días ocupándose de tus camisas y calzoncillos",  le dijo, tratando de que él no notara sus lágrimas.
  Emilio no había sido un marido perfecto, pero los hijos en común y el haber envejecido juntos podría haberse tomado como un augurio de que así continuarían hasta el final. Sin embargo, a los sesenta cumplidos, él se había buscado una de treinta. Cuando se enteró. Evangelina  pasó toda una noche hamacándose en la mecedora de floripondios color borravino. Al amanecer decidió que no compartiría un día más de su vida con él. A pesar del agudo dolor, de su orgullo mancillado, la vida siguió por los carriles normales, o casi. Aún le quedaban dos hijas sin casar. Silvina y  los dos varones lo habían hecho tiempo atrás y una pléyade de nietos alborotaba la quietud de sus horas. Alejandra Y Laura, las dos menores, estudiaban y trabajaban. El esperarlas cada tarde, velar por sus necesidades, la ayudaba a sentir que estaba aún al resguardo de la intemperie. Sin embargo, el frágil hilo de sus fervores se cortó de pronto cuando ellas se casaron con un año de diferencia. Entonces se quedó sola con sus fantasmas en el enorme piso que con tanto esmero decorara al instalarse en Buenos Aires luego de pasar la mitad de la vida en Nueva Medina. A veces, cuando sentada en la mecedora contemplaba las sombras que comenzaban a lamer de a poco paredes y muebles, creía escuchar el sonido de la llave y ver a Emilio avanzando hacia ella para poner en su mejilla el beso con que la saludaba cada tarde durante sus años de vida. en común. Su solitario corazón renacía los domingos, día en que los hijos iban a visitarla. Por breves pero felices momentos podía sentirse como una gallina cobijando a sus polluelos, igual que en el pasado. Algunas amigas la llamaban a veces para invitarla a interminables tés de los que salía prometiéndose no volver. La cansaban aquellas reuniones en donde sólo se hablaba de quehaceres domésticos, modas y chismes televisivos. Pero por la noche, en las largas horas de insomnio, pensaba que algo estaba descompuesto en ella, como si la máquina que llevara adelante sus fervores hubiera comenzado a oxidarse.
  La última sensación de que "la vida estaba viva", como solía decir, la invadió en aquellos viajes a México que Emilio, que nunca se desentendió del todo de su suerte le regalara, preocupado y sintiéndose tal vez culpable de aquella progresiva melancolía. No fueron precisamente excursiones de turismo. Iba a visitar a Silvina, su hija mayor, exiliada con el marido y los chicos en la noche oscura del Proceso. Al buscar las fotos en donde se la veía con el fondo de las pirámides del Sol o de la Luna o paseando por Xochimilco mientras escuchaba a los mariachis que aún a los setenta podían desacompasarle el corazón, no podía evitar que la nostalgia la anegara como una marea inevitable. Por esa época comprobó la exactitud de aquella frase que durante tantos años viera colgada de las paredes del escritorio de Emilio: "¡Ay de los ilusos que suponen el mundo quieto cuando no tienen ganas de andar!" Porque México era un bullicio de colores, una fiesta para los oídos y el gusto. En esos paseos que Silvina organizaba en su viejo Volkswagen pudo entrever que le resultaba fácil apartar a sus demonios y que el olvido era más accesible de lo que pensara. Pero, como todo en su vida, aquello también acabó. Silvina regresó con la democracia y a Evangelina los días se le fueron amontonando en el cuerpo como el polvo en los muebles. No importaba si el mundo seguía moviéndose. Ella no tenía ya la más mínima gana de andar. Para colmo, una incipiente sordera la llevaba a aislarse cada vez más de la gente. Se negó rotundamente a seguir asistiendo a los tés de sus amigas pues le resultaba muy difícil seguir el hilo de sus conversaciones de las que renegara ¡Ay! anteriormente.
  Esa tarde se vistió con parsimonia. Descolgó el vestido azul con una rosa blanca en el cuello que sus hijos le regalaron el día de la madre y que nunca usó, se maquilló con esmero, cepilló varias veces el pelo entrecano y lo acomodó como pudo, rematando el arreglo con un baño de spray, eligió del enorme canasto donde guardaba la bijouterie el collar de perlas cultivadas y se puso el tapado de zorro que bostezaba en el placard. Cuando echó una última mirada al espejo, se preguntó si aquella mujer de figura espesa y gesto fatigado era ella misma. Sin embargo, al cerrar la puerta tras de sí, una inefable sensación de aventura le aceleró el corazón.
  Laura la encontró en la esquina, cuando empezaban a caer las primeras gotas. Fue inútil tratar de convencerla de que no siguiera adelante. "No salgo nunca y ahora que me decidí quieren que desista. No se hagan ilusiones". Y siguió caminando a pasos cortos e inseguros por la vereda empapada. Su objetivo era "Las Violetas", la confitería que quedaba a dos cuadras de allí. Cuando Laura llegó  a su casa, comprendió que aquella no era una tormenta común. La radio daba cuenta de apagones en varios puntos de la ciudad, informaba también que una mujer se había ahogado al cruzar el barrio de Flores, del transporte parado. Dijeron también que, por el lado de la Boca, comenzaban a evacuar. Se puso de inmediato en contacto con el resto de la familia. Pero los teléfonos de la policía y de los otros servicios de emergencia daban continuamente ocupado, las líneas seguramente atestadas de pedidos de auxilio. No tuvo más remedio que armarse de paciencia y esperar.

  Evangelina llegó a "Las Violetas" empapada y sin aliento pero no le importó. Se sacó el tapado de piel que pesaba como plomo por causa del agua que se había filtrado hasta el forro y aguardó la llegada del mozo. La espera no duró demasiado pues la gente se escabulló cuando la lluvia comenzaba a arreciar, por lo que pudo disfrutar de una esmerada atención. Pidió un Gancia y lo paladeó con morosidad, como quien recupera un placer largamente sepultado. Luego un café y un merengue relleno con crema. También le rogó al mozo que le consiguiera un cigarrillo. Él le informó que no fumaba mientras miraba a su alrededor como buscando el socorro de algún improbable cliente. Evangelina lo acompañó con la mirada y se percató entonces de la presencia, en la mesa cercana a los vitraux, de un hombre mayor de aspecto distinguido. Llevaba un traje oscuro y miraba fijamente hacia donde ellos estaban. Se levantó con celeridad y se acercó, alargándole el paquete de Marlboro. Ella tomó el cigarrillo y él le ofreció la llama de un viejo encendedor a kerosene.
  — ¿Por casualidad es usted Evangelina Allende? — preguntó con una cortesía no exenta de timidez.
  — La misma que viste y calza — contestó Evangelina, que oía mucho mejor cuando el interlocutor era uno solo, ya que tantos años de sordera le habían enseñado a leer en los labios—. Todavía— añadió en un tono festivo que acababa de resucitar.
  — Yo soy Enrique Vasserman. Tal vez ya no me recuerde.
  Evangelina sintió que una brisa le acariciaba el corazón. Claro que recordaba. Aquellos ojos azules que todavía brillaban bajo las cejas blancas y espesas, las manos finas. El mismo, a pesar de los años, que la pretendiera allá en Nueva Medina, antes de conocer a Emilio  y al que su familia se opuso con furor vaya a saber por qué anacrónicos prejuicios. Lo invitó a sentarse a su mesa.
  El mozo se acercó a informarles que los teléfonos estaban descompuestos y que por ende les resultaba imposible avisar a las respectivas familias. Les anunció también que, por su parte, ellos, los dos mozos y el gerente, pasarían allí la noche. Pero estaba preocupado por los señores, ojalá la ayuda llegara antes de la madrugada.                      
 — Para dormir, la eternidad —. Evangelina repitió la frase favorita de su madre como si la hubiera conservado en la memoria para usarla en la ocasión.
  Pasaron toda la noche en una charla voraz, contándose sus vidas, felices de que aquel accidente los hubiese reunido.
  Evangelina agradecía al cielo no necesitar aquella noche de sus diez rosarios para vencer el insomnio, ni tener que  repetir en voz baja los cien versos que su memoria retenía aún de sus época juveniles, cuando dejaba en vilo a su auditorio al  recitar Los motivos del lobo, La tristeza del inca y tantos otros en todas las fiestas a las que asistía. Las horas se le iban sin sentir enfrascada en la charla con su antiguo conocido. Porque si bien él le estaba diciendo que siempre la había amado y ella, coqueta, bajaba los ojos al mantel, también Evangelina lo amó. Era como si el tiempo se empeñase en demostrarle que no era tan tarde y que su apariencia de decrepitud no pudiese ahogar al olvidado corazón de niña que ahora agitaba de nuevo sus cascabeles. Sólo a la tarde del día siguiente pudieron rescatarla. La lluvia cesó a las tres y el helicóptero de la prefectura se asentó en el techo como una inmensa mariposa plateada. Cuando se lo dijeron, Evangelina sacó una polvera y se miró en el pequeño espejo mientras se empolvaba e las mejillas  Luego se levantó con gesto cansino y dejó que Enrique la ayudara a ponerse el mojado abrigo. Le ofreció galantemente el brazo y subieron juntos la empinada escalera con la misma parsimonia que si se tratase de la escalinata de un castillo. A sus espaldas, los mozos y le gerente formaban un extraño séquito.
  Mientras se elevaba en el aire, Evangelina agitaba la mano de saludo con una sonrisa satisfecha que no se borró de sus labios durante muchos meses.


 De Marrakech



DE PROFUNDIS- Paulina Movsichoff

A la memoria de Julia Elena Zavala Rodríguez, detenida por el gobierno militar en 1978 y desaparecida desde entonces

I
Tomaste entre tus manos el silencio
y lo plegaste 
para guardarlo en los estantes del corazón
Te azoraba aquella manera tan nueva
de empollar lo invisible
hasta romper la cáscara del tiempo
Ese virar hacia lo oscuro
Como si ya nada del verano

pudiera retenerte

II

Hacías bijouterie
para dejar tu nombre
en la confidencia de los engarces
Pero siempre se te soltaba
y luego corrías por la noche tratando de atraparlo
en los aleteos de la esperanza

III

Te dieron de comer la muerte
Secaron tus lágrimas
voltio a voltio
Mientras tanto
hacías las paces con tu nacimiento

IV

A tu hija le dejaste
una ramita de lavanda
y esa costumbre de llevarte la mano a la frente
para arreglarte el pelo
Una lectura inacabada
La suavidad de su blusa
que tus manos acababan de planchar

V
No era fácil
Sin embargo
mientras te hundías
te llegaba el olor de aquel jazmín

VI
En el invierno
tu risa arde como una brasa
que no terminan de apagar


jueves, 16 de enero de 2014

JUAN GELMAN - Paulina Movsichoff


Qué hacer con el exilio
si vos no lo habitabas
con esa luna que aullaba como loba
preguntándote por las otras cuestiones del violín
Cómo podríamos haber pasado los días sin tus versos
que el viento escribía
en calles donde la libertad era una pobre sombra ametrallada
Por fortuna allí estaban tus palabras
rojas de llamaradas 
su marea arropando la esperanza
“llena de símbolos y de árboles”
Y Dios abría el cielo
se disfrazaba de humano para encontrarte
acodado al mostrador de algún boliche
de esta ciudad que aún no se ponía los pantalones largos
tratando de entender ese gotán que le explicaba
cómo esa mujer podía parecerse a la palabra nunca
ya que él era un pobre eterno que habitaba los siempres
Aquí la Cruz del Sur está asustada
porque no podrá ponerse de almohada  tu poema
Pero andarás en tu candor de huesos
alumbrando guitarras con tu canto
Porque “¿quién dijo hasta aquí el hombre, hasta aquí no?”
Vos encendiste el amor para que dure
Igual que el de aquel Cholo que quería “besar al cariño en sus dos rostros” 

lunes, 6 de enero de 2014

LAS PURAS EXISTENCIAS. CONVERSACIONES CON TERESA PARODI- Paulina Movsichoff



PRÓLOGO

  Apenas de vuelta en Argentina, por aquellos jubilosos días de nuestra recién inaugurada democracia, me topé  con el disco de una cantante desconocida hasta entonces para mí: Teresa Parodi.  Una mujer joven, de pelo castaño y ojos claros, sonreía desde la tapa de aquellos entrañables y desaparecidos longplaying, saludándonos con un: “Cómo están mis amigos”. Y este saludo se repetía en guaraní. Obedecí a la voz secreta que me incitaba a comprarlo, a esos silenciosos argumentos que suelen ser más fuertes que los de la sensatez. Esa tarde, al lado de mi viejo tocadiscos, escuché una y otra vez aquellas canciones que removían en mi interior cortezas de tiempo y me llevaban de nuevo a la frescura de mis orígenes. De esos orígenes que muchos imagináramos definitivamente perdidos en la obligada diáspora de aquellos años. Sí, allí estaban los patios viejos, los naranjos, las calientes siestas provincianas, esos olores y sabores del monte que ya forman parte de la historia de nuestra alma, pero también de aquellas “puras existencias”, al decir de Miguel Hernández, aquellos hombres y mujeres de nuestro interior, con sus desdichas, su tozuda esperanza, su fuerza siempre invicta. Ellos hablaban, amaban y decían sus dolores a través de la voz, la poesía, el canto, en fin, de Teresa. No he dejado de escucharla a través de los años como a una Ariadna que nos provee el hilo con el cual podremos recorrer el laberinto de nuestra identidad.
  “La poesía suministra a la historia una imagen de lo que es eterno en cada pueblo”, dice Luis Santullano en el prólogo a los Romances de España y América y esto es lo que logra Teresa con su canto, atravesado por ese ritmo envolvente y voluptuoso y travieso que caracteriza a la música de su tierra. Para decirlo con con sus propias palabras, nos da “a beber el agua pura de indecibles nostalgias y el frescor transparente de los cántaros. “
  Por eso estas conversaciones, en que la escuché desenredar recuerdos y fuimos acercándonos a uno de los elementos más importantes y siempre presente en su trabajo: la oralidad; esa irradiación de la cultura del pueblo que, en este caso sería Corrientes, pero que puede aplicarse a todo nuestro interior. Un manto de silencio se cierne hoy sobre toda esa realidad que, sin embargo, conserva intacta su bullente vitalidad, su honda y universal sabiduría. Teresa la recoge y, en una feliz alquimia, la transforma y recrea. Lo folklórico y literario se funden en una síntesis que para nada necesita de rótulos o etiquetas. Como los antiguos juglares, ella da testimonio de los suyos, de los que son permanentemente ignorados por los poderes de turno y cuya voz se intenta siempre tapar con un estridentismo vacío  de contenidos.
  Si la poesía es liberación por la palabra, Teresa abre también, con la suya, las puertas a la más marginal de las marginalidades: la de la mujer humilde. Y se instala entre nosotros para que sea ella quien nos cuente sus esfuerzos, sus tareas ingratas, animándola a su vez a sacar los sueños de las honduras de sus dolores.: “Acostumbrate a tocar el cielo, como si fuera tuyo, Margarita”. Entonces una recuerda a esa princesita del poema de Darío, a aquella otra Margarita que se fue” bajo el cielo y sobre el mar/ a cortar la blanca estrella que la hacía suspirar”. Porque la Margarita es una mujer de “origen despiadado”, pero ello no la priva de nuestro derecho más humano: el de imaginar.
  Teresa arremete, asimismo, contra los tópicos de represión y timidez, nos incita a hablar, a decir en un auténtica rebeldía que la convierte, a su vez, en una mujer auténtica.
  Sus canciones, atravesadas por el ritmo y por el baile pero en donde no se puede soslayar el elemento visual, despiertan en nosotros esa “fuerza gozosa” de que hablaban los orientales. De Teresa  podría afirmarse lo que se dijo alguna vez de Guillermo Enrique Hudson: “Poseyó la felicidad de mirar, pero también de contar lo  que había contemplado.” Por todos sus sentidos percibe el encanto de las cosas y nos lo transmite con minuciosa fidelidad.
  Su canto es de revelación, lo que al conduce a una inocultable rebelión. “Rebelión y revelación, lenguaje y pasión son manifestaciones de una realidad única”, afirma Octavio Paz. Por eso hay en ella una raigal continuidad entre vida y creación.
  El empeño en adoptar el género popular como material poético ha sido en Teresa un acto de libertad.  Una “Insurrección del canto”, para parafrasear a nuestro poeta Luis Franco. Porque, como dice Foucault. “El lenguaje no está ya ligado al conocimiento de las cosas sino a la libertad de los hombres”. Libertad que Teresa persigue con fervor alucinado y que no encuentra sino en el canto, ese que queda revoloteando entre nosotros con sus dos alas radiantes de maravilla.


Buenos Aires, marzo de 1998