jueves, 25 de junio de 2015

ABSORTA PERMANENCIA - Paulina Movsichoff


Para que el porvenir no nos tomara por asalto
nuestras manos arrojaban los días
en el légamo fiel de la memoria
tal como los guijarros que relucen
señalando el camino del regreso
a los que se extraviaron en las espesuras de la orfandad
Quizá ya comprendíamos
la quebradiza consistencia del sueño
y que tan sólo podríamos salvarlo
en aquella absorta permanencia
bajo la quieta ramazón del transcurrir
Desde allí vislumbrábamos el palpitar ardiente de la vida
y no había un antes ni un después
Únicamente el ahora
con su carga obsequiosa de racimos
sin duda temeroso de que el alma no pudiera ser bautizada
con todo lo que en ella pugnaba por ser nombre
La eternidad respiraba en nosotros
mientras nos iba vistiendo de hermosura
Nos arrullaba con una leve cantinela
con esa cadencia delicada
que adopta la ternura cuando trata de que las sombras
no la distraigan del amor
Hablo de aquellas horas
Después traspasaríamos el umbral del exilio


Confesiones del relámpago


EL TAPIZ DE LAS HORAS de Paulina Movsichoff- Rubén Derlis


Paulina Movsichoff no habla sólo de la pareja como la unión más perfecta en la alquimia del amor entre hombre y mujer (Te envuelvo en mi cintura/ como una ola que se niega a decretar naufragios/ […] Amasas la harina de mis besos/ y con sus panes te pones a nutrir el infinito),sino que también rinde emocionado homenaje a poetas que la conmovieron como Emily Dickinson (La soledad y la poesía/ eran dos llamas/ alumbrando esos extensos territorios/ que lamentabas no haber visto), u Olga Orozco (Antes de partir plegaste la paciencia/ y te adentraste en esas zonas/ en donde Dios te había dejado impresa sus señales) o Sylvia Plath (Te veo pasar con tu cabellera de delirios/ con tu equipaje de furias y naufragios/ en donde chilla el ave de la muerte) tres voces femeninas, entre otras que guarda este poemario, junto a otros temas no menos válidos, construidos con la intensidad de la palabra de nuestra poeta, que tanto sabe filigranar un verso como dotarlo de agudas aristas, y en ambos casos, siempre con el aletear rítmico de su estro personal. En la página 64 nos sale al cruce un poema cuyo título es el que también da nombre al libro, y que se me ocurre su ars poetica, aunque ella no lo haya pensado como tal: Entre la nada y el comienzo/ soy una piedra pulida por las horas./ soy llama pero también ceniza./ Soy el silencio pero también el grito.// La poesía atraviesa mis días/ como una flecha lanzada/ desde las espesura de la sed. (R.D.)
Comentario de Rubén Derlis de mi libro "El Tapiz de las horas" (ayeshaliteratura Ediciones, Bs. As., 2015)  aparecido en el Periódico "Desde Boedo" Nro.155- Junio 2015. Bs,AS.

miércoles, 17 de junio de 2015

OTRO DESTINO- Paulina Movsichoff


  Al llegar a Córdoba la pobreza los golpeó. Fue Isaac, su padre, quien decidió darle otro destino a su hijo. Un destino diferente al suyo, que siempre terminaba con las manos vacías. Había ensayado mil oficios: sastre, retocador de fotografías, vendedor de chucherías. Pero David tendría una vida distinta, afirmaba. Ese año terminó la secundaria en la Escuela Normal de Paraná. Ahora podrían marcharse a Córdoba para que él estudiara. Y sería un doctor. Isaac abrió un almacén de Ramos Generales. Sara, la madre, murió dos años después. Nunca se había adaptado a esta nueva tierra. La melancolía era su sombra. Hasta que se la llevó un cáncer de páncreas en poquísimas semanas. David decidió seguir el consejo de su padre que le repetía al verlo llegar de esas interminables colas para ver si lo tomaban en alguna parte. Pero todo era en vano. Isaac, viendo su desesperanza, lo aconsejaba:
   No te conchabés.
  Decidió que vendería periódicos. Esto le permitiría estar en la calle, codearse con gente, mirar a los transeúntes. El invierno era duro y las manos se le congelaban, Pero aquellos diarios le llenaron el alma con el ardor de saber, de conocer. Se anotó en la Facultad de Medicina. Le parecía que desde esa trinchera podría ofrecer un alivio a los demás. Se dio cuenta de que la salud estaba íntimamente relacionada con la economía de la población, en una relación estrecha con la vivienda, la educación, el empleo. Cada mañana leía el diario y devoraba página tras página, acrecentando así su sed de aprender, de empaparse de las nuevas doctrinas que la mayoría de las veces eran estigmatizadas. Un amigo lo llevó una tarde a una Biblioteca. Allí leyó a Marx, a Lenin. Gozaba en esos ratos en que podía hundirse en los pensamientos inmensos de los genios soñadores. Contagiado de esos sueños, se anotó en el Partido Socialista. Ya en Paraná había observado la injusticia que sufrían los colonos, favorecidos por espléndidas cosechas, pero que no conseguían tener un centavo porque los grandes acaparadores los habían explotado en forma nunca vista por medios que la ley no impedía ni castigaba. Miraba las quintas en los alrededores de la ciudad: la verdura se perdía porque no valía la pena conducirla a los mercados donde media docena de individuos le ponían un precio ridículo que no pagaba ni siquiera los gastos de explotación. Si embargo el pueblo estaba sometido a precios exorbitantes.
  Por las noches no podía dormir entusiasmado con otro mundo. Y se veía a sí mismo hablándoles a los obreros, explicándoles que merecían un destino mejor, denunciando, oponiéndose a  todo lo que los indujera a la miseria. Visitó fábricas y vio a niños cumpliendo jornadas agotadoras, inhumanas.

  Aquella tarde, en la esquina de Achával Rodríguez, la gente hormigueaba. Algunos chicos curioseaban, parados en la vereda. El acto había sido organizado por el Partido Socialista y el orador era David. Los días anteriores los pasó encerrado en su pieza de la pensión. Decidió a irse de la casa porque su padre no estaba de acuerdo con que se metiera en política. Tuvieron muchas discusiones.
—Te atrasarás en los estudios — protestaba Isaac. Él le respondía que no bastaban los estudios de medicina sino que era necesaria una sensibilidad ante el dolor colectivo. No podrían ser médicos quienes no tuvieran preocupación constante y viva por el trabajo, la educación, la economía. Quienes sólo se preocuparan por los padecimientos físicos de los enfermos sin que les quitara el sueño el que no tuvieran vivienda aceptable, el que la leche fuera cara y mala, el que no tuvieran agua potable.                      
  David repetía su discurso una y otra vez. Temía olvidarse de algo. Era la primera vez que hablaba al público. Y, aunque ya tuviera veintitrés años, la timidez lo invadía, así como un nerviosismo incontenible. El mismo que lo embargaba cuando en los exámenes el profesor lo llamaba por su nombre y entonces él corría al baño a vomitar. Pero esta vez no le pasaría esto. Al repetir las palabras que preparara sentía que por sus venas corría un nuevo fuego. Rosita le trajo un yerbeado. Era la hija de Esther, oriunda de Varsovia, que cosía para afuera. Siempre la veía con una mano en la cintura. Es que de tanto estar sentada ante  la máquina los dolores de su cintura eran atroces. Rosita la ayudaba con los dobladillos y algunas tareas menores. Tenía toda la frescura de los quince años. Eran amigos, ella y David. A veces conversaban en el patio y él miraba su pelo rubio ondulado, los ojos celestes, casi transparentes. Le hubiera gustado acariciar esa piel tersa, probar la dulzura de esos labios que parecían dos damascos. Pero luego se reprimía. No debí sucumbir a esas mieles. Se sentía llamado a un camino arduo y fascinante y debería recorrerlo solo, sin distracciones. Agradeció el yerbeado y la miró salir. Luego se enfrascó en sus papeles.

  Un pequeño cajón se alzaba en la vereda. Allí se subió David. ¿Cómo comenzaría su discurso? Iba a comenzar pero vio llegar al Diputado Guevara. Manejaba él mismo su Ford T que estacionó en la vereda de enfrente. Los chicos lo miraban, se subían al capot. Saludó al compañero quien se ubicó a su lado. Guevara había sido ya amenazado varias veces y hasta trataron de incendiar su casa. Sus verdades molestaban a muchos, especialmente al jefe de policía, que era militar. De pie sobre el cajón que hacía las veces de tarima,  vio llegar a la Legión Cívica. En su frente se dibujó una arruga de preocupación ¿Por qué estaban allí? Los había visto desfilando por las calles vestidos de cachiporras, insultando y provocando a la gente. En su sede siempre había un vigilante en la puerta. Trató de hablar que su voz delatara ansiedad. Comenzó diciendo: “mis queridos compatriotas”, pero se oyó una voz que gritaba: “Yo no, porque no soy ruso”. Sin importarle, continuó. No había pronunciado diez frases cuando vio unos fogonazos y escuchó un estampido. En un primer momento creyó que se trataba de petardos. La gente le gritaba:
   ¡Bájese, bájese!
  Lo que David creyó eran petardos en realidad eran disparos de armas de fuego cuyo destinatario era él. bajó de la tribuna y se escondió detrás de un auto. Se dio cuenta de que había una persona caída en el suelo. Era Guevara. Estaba muerto. Había recibido un balazo en la nuca que le salió por la frente.
  Los “cosacos” como llamaban los estudiantes a la policía, tomaron a David por los brazos y lo llevaron a la Cárcel de Encausados, que quedaba cerca.
 Lo golpearon con las culatas de su máuseres en la cabeza y lo tiraron en una celda, sangrando. Lo dejaron allí toda la noche.  Al día siguiente lo llevaron ante el juez y éste lo dejó en libertad.
   Tal vez esto te sirva de escarmiento — le dijo con una cara donde se
notaba una desaprobación exasperada.
  El sepelio de Guevara conmocionó al país. Una multitud enorme, algo pocas veces visto, acompañó sus restos y concurrieron los cuarenta y cuatro Legisladores Nacionales del Partido Socialista.
  Debió cambiarse de pensión, pues al enterarse de que era socialista, la dueña se negó a recibirlo.

   Ahora en el tren, rumbo a Buenos Aires, rememoraba todo aquello. En los disparos que no tocaron su cuerpo, en su compañero asesinado por ideales que quienes los defendían eran vistos como “agentes” soviéticos. Iba allí, Diputado a los veinticinco, y su corazón daba brincos de entusiasmo, como un caballo que galopara por la llanura que el tren atravesaba.      




viernes, 12 de junio de 2015

UN VIAJE EN TREN- Paulina Movsichoff





  Fui a estudiar a Buenos Aires. Tenía siete años. Mi  madre me dijo una noche:   
 —Vas a estudiar declamación. La tía Domi me asegura en la última carta que no hay problema en que parés en su casa. Yo no te puedo acompañar, así que irás solita en el tren y allá te recibe. La tía Domi era hermana de mamá. A veces venía a San Luis a visitarnos. Aquéllos eran momentos de alegría. Mi hermana Florencia y yo nos sentábamos en el umbral de la puerta de calle, recién bañadas y almidonadas, para ver pasar los coches de plaza. Bajaban lentos con sus caballos cansinos del fondo de la calle y traían a los viajeros del Cuyano. Y entonces, la sorpresa de que uno de ellos se detuviera ante la casa. Era la tía Domi que llegaba a instalarse por un tiempo con mi prima Elvira. Y luego los abrazos. La fiesta de mirarla abrir las valijas y aspirar el aroma inconfundible, ese perfume que emanaba de su ropa doblada y que era como la prolongación de su persona. Las noticias, la charla despeñándose como una catarata y nosotros sorbiendo sus palabras como un agua fresca que mitigara nuestra sed. Al día siguiente, en la escuela, miraba con lástima a mis compañeras que no tenían tías Domis ni primas que llegaran de Buenos Aires. Esas dos palabras mágicas para nosotras, como quien dice Europa. 
  —¿Te animás?  Preguntó mamá para concluir. Dije que sí, que me animaba. La aventura era por partida doble. Convertirme en eso que era mi madre cuando la veía declamar en el patio de casa las noches de los invitados. Entonces me parecía que la vida me abría una puerta desconocida y descubría un camino empedrado con diamantes. Y viajaría en tren.

 Torres nos vino a buscar a eso de las once en el coche de plaza. Se me antojó que los cascos del caballo avanzaban al ritmo de mi propio corazón. La estación estaba llena de gente ya que no faltaba mucho para la hora en que llegaría el Cuyano. Las familias formaban pequeños grupos. Era fácil darse cuenta de quién era el  que viajaba, porque un aura de excitación lo envolvía. El que se iba escuchaba las conversaciones de los suyos con  una expresión de condescendencia, como si ya estuviera en otra parte y no quisiera que nadie se diera cuenta. Mamá me condujo al grupo que formaban el tío Juan, la tía Leonor y Nicolás, el hijo mayor.  A la pregunta de quién viajaba, el tío Juan respondió: “Yo”. Mamá le explicó que yo iba sola y le preguntó si podría sentarme con él. “Por supuesto”, dijo, pasando la mano por mi cabeza. El tren entró, bufoso y humeante. Ni bien me acomodé en la ventanilla que el tío me ofreció gentilmente, lo vi despatarrarse en el asiento y comenzar a roncar. Dormía con la boca abierta, olvidado completamente de mi frágil existencia. De pronto me di cuenta de que quería ir al baño y miré con desaliento las piernas del tío, cerrándome toda posibilidad de paso. Suspiré para darme coraje y le toqué un brazo. Él abrió los ojos y se levantó para dejarme pasar. Se despertó sólo para ir al coche comedor y allí, luego de atravesar ese rubicón que era el cruce de los vagones sin que él tendiera la mano para ayudarme, como hacía mamá, comimos un guiso de lentejas y flan de postre. Cuando volvimos al vagón, el tío se echó a dormir de nuevo. El viaje se me hizo eterno. Todo el tiempo torturada por el miedo de que las ganas de ir al baño se repitieran. El tren entró en Retiro a la medianoche. Me olvidé de todo cuando vi a mi primo Pepe buscándome entre las cabezas que asomaban por la ventanilla. Ni bien me descubrió, me sacó por ella y me abrazó. Cómo me querían esos primos. Y yo a mi vez los quería a ellos de una manera un tanto desaforada. Pepe era mayor. Por esa época andaría por los dieciocho. Cuando llegamos a la casa me recibieron los otros primos con expresiones de alegría. Miguel, Rodolfo, Elvira y también Pepe me acosaban a preguntas por la familia. Me dijeron que la tía Domi llegaría tarde, porque esa noche tenía canasta con las amigas. Me estrujaban a besos y me decían “peine fino”. Esa noche no dormí tratando de descubrir qué querrían decir con eso.

—No la exciten — decía Miguel.  Miguel tenía un halo especial, con su figura grácil, sus labios sonrientes. La otra vez que fui con mamá él no estaba porque era marino y siempre viajaba. Tenía unas manos finas, como las del pianista que tocó una vez en el teatro del pueblo. Ésa sería la última vez que lo vi. Moriría un año después cuando venía en avión desde Usuhaia, el mismo día en que se casaba. El piloto aterrizó mal y no se salvó nadie. Pero aquello no podía saberlo esa noche. Ni yo ni ninguno de ellos.

  La casa era enorme y elegante. Más que la nuestra de San Luis. Me encantaba llegar de la calle y subir la empinada escalera de mármol que conducía a ese hall con sillones. Al comedor se accedía por una puerta de espejos. Lo más lindo de todo era no tener que ir a la escuela. Cuando me levantaba, apenas tomado el desayuno, subíamos a la terraza con Elvira, a jugar a la piola. Allí se alzaba la torre donde el tío Alfonso escribía. Me fascinaba a la vez que sentía curiosidad por cómo sería aquel lugar que parecía sacado de uno de los cuentos del Tesoro de la juventud. Un día la puerta se abrió y Alfonso nos dejó entrar. Entonces miré las estanterías repletas de libros, la mesa atiborrada de papeles. El que yo pudiera ejercer algún día ese mágico oficio no se me pasó por la cabeza. Además la tía Domi vivía protestando por que su marido se la pasaba allí sin hacer nada, “Es un vago”, decía. Y por otra parte lo lógico era que me casara y tuviera muchos hijos, como mis tías, como mi madre. Aunque aún no lo pensaba, en esa abstracción que es la infancia.     

  La profesora de declamación llegó al segundo día. Era baja y un poco gordita, pero la miraba como a una especie de hada, como la poseedora de un oficio sagrado. Su nombre hacía juego con su condición: Enriqueta Adesso de Cortínez La Palma.  Tenía en su brazo muchas pulseras de oro que tintineaban cuando al declamar hacía algún ademán.

  Aprendí muchísimos versos. Pero a mí gustaban más los que le enseñaban a Elvira, ya que ella era tres años mayor. Los míos me parecían pavos. Y escuchaba con envidia cuando Elvira declamaba:


Llamas de la Puna cargadas de sal

Ya vienen bajando, ya van a llegar.


Valientes llamitas se portan muy bien.

Sufren mil fatigas: mal tiempo, hambre y sed.


La profesora le dijo que tenía que decirla con tonada como los indios del Norte. Y se la repetía para que aprendiera:


Llaaamas de la puuuna caargadas de sal.


  A mi regreso me convertí en el número obligado de todas las fiestas escolares. Hasta recité en el teatro y, aunque las luces del escenario no me dejaban ver demasiado, alcancé a distinguir un montón de cabezas que me dejaron absorta. ¿Estaban allí por mí? El miedo me abandonó apenas comencé a recitar. Los aplausos resonaron en la sala pidiendo bis. Entonces me animé a declamar un poema de Elvira que me gustaba especialmente:          

De neglos padles nació este niño,

Como ellos neglo, neglo macizo.

Dice la gente: Lelampaguea.

¡Y es mi neglito que palpadea!


Las eles en lugar de las erres como decía la señorita Enriqueta que hablaban los negros. Me regalaron un dije de plata, pero no quedé muy contenta porque me parecía que no lo había dicho con la perfección de Elvira.


  Esa mañana la señorita Haydée avisó en la escuela que al día siguiente iríamos al asilo de ancianos. Pidió que lleváramos lo que pudiéramos: yerba, cigarrillos, galletas. Mamá compró unos papelitos blancos y el tabaco aparte. Yo protesté y me puse a llorar.

—   Estos no son cigarrillos — le reclamé.

—   Son para armar – me explicó—. Los viejitos tienen muchas horas libres y así se entretendrán más.
  Cuando iba en el ómnibus sentada al lado de mi amiga Teté, la señorita se acercó y me dijo:

—   ¿Te acordás de algún verso?

 Respondí que no estaba segura. Porque mamá me hacía practicar todos los días pero ahora, con el nacimiento de Alejandra, mi hermana menor, parecía haberse olvidado.

   Al llegar al asilo vimos a los viejitos que nos miraban desde el rabillo del ojo con una mirada pícara. Luego nos llevaron al salón de actos en donde se había instalado un numeroso público. Había chicos de otras escuelas. Entre ellos descubrí a mi primo Jorgito. El coro de la escuela terminaba de cantar el Buenas noches, mi bien y me puse nerviosa pensando que la próxima era yo. Subí ni bien el coro dejó el escenario. La gente me miraba expectante y me pareció percibir un dejo de orgullo en los ojos de Jorgito, varios años mayor que yo y cuya cabeza sobresalía de las demás. Yo a mi vez miraba a la gente y traté de empezar alguno de los versos que aprendiera con la señorita Enriqueta. Pero mis esfuerzos resultaron vanos. De mi boca no salía ni una palabra. Pensé en los versos de Elvira, en los míos, ése de las estrellas a las que su mamá luna abandona. Mi mudez se prolongaba y escuché que la señorita Haydée me decía bajito desde un costado: “Bajate, yo no te dije que subieras”.  Entonces Jorgito se abrió paso entre la gente y subió al escenario:

—   Vamos, no es nada — , me tranquilizó, mientras me tomaba de la mano y me empujaba fuera de la tarima. Pasó el brazo por mi espalda y me llevó hasta el patio, donde el sol brillaba, insolente.