sábado, 31 de octubre de 2015

La orilla del mundo. (Novela)- Paulina Movsichoff. Fragmento


       Desde el mismo momento en que pisó Sacrosanto, Luciana comprendió que el mundo estaba dividido en dos mitades y que, si quería continuar en esta vida, debía sepultar una de ellas en los medanales de la memoria. Lo primero que tuvo que aprender fue su nuevo nombre. No aquel nombre de rocío y miel que oyera de labios de Aimé, su madre, y de sus abuelos de “allá”, aquel Millaray que significa “Flor de oro”, sino éste, tan distinto, de Luciana, con el que su padre, el coronel Vargas, la presentó en su nuevo mundo. Se lo había dicho en su lengua cuando salieron. Se lo dijo mientras atravesaban un médano, antes de entrar en lo que escuchó llamar la “travesía”, esos pedregales y arenales que se extendían hasta donde no alcanzaba la mirada. “Desde ahora te llamarás Luciana”. Y ella escuchó ese nombre y lo retuvo en su boca como un fruto cuyo sabor no le gustaba porque no era el dulzón de las vainas del algarrobo sino amargo y áspero y se le atascaba en la garganta como si hubiera tragado un abrojo. Con él la conoció doña Antonina y ya nunca volvería a escuchar aquel otro, el de Millaray. Luciana repetía en secreto el vocablo a punto de ahogarse pues no se parecía a nada de lo que hasta entonces oyera. Y tuvo que apartar de su cabeza el hermoso valle con los piñones matizando el verde, el espejo del lago en donde aprendiera a mirarse y a descubrir sus facciones, el círculo alrededor de las hogueras por las noches para aprender la casa y sus corredores largos y sombreados y sus bargueños y sus vigas y sus alacenas y sus limoneros. La  casa y sus cristaleros y sus aguamaniles de porcelana. Tuvo que aprender el chirrriar de la cadena del aljibe y su cama de nogal con las sábanas olorosas a jabón de  Marsella y la colcha de damasco, la mesa tendida con manteles de ñandutí y candelabros de plata, tuvo que aprender el Alabado que doña Antonina le hacía repetir cada noche antes de dormirse, con las manos juntas y arrodillada junto a la cama. Ese rezo que a ella le resultaba incomprensible  a pesar de los meses de catecismo, porque no entendía, por más explicaciones que le diesen, aquello de que Dios estuviera en el Santísimo Sacramento del Altar ni aquello del sin mancha de pecado original con que la Virgen fuera agraciada como si su condición no consistiera en la de una simple mortal, menos aún lo de aquella mancha que todos traíamos al nacer. Y también le costaba entender el significado de aquel Buenos días su Señoría que jugaba con su amiga Rosario, a quien el coronel le buscó entre sus amistades para que a su niña no se la tragara la travesía de la soledad. Rosario, que era hija de su íntimo amigo Bernabé Aráoz y que tenía la misma edad de Luciana. A veces llegaban otros niños del vecindario y Luciana fue aprendiendo aquel juego cuyos versos guardaba en la memoria para decirlos antes de dormirse:

Hilo de oro, hilo de plata
Que jugando al ajedrez
Me decía una mujer
Lindas hijas tiene usted.
Yo las tenga o no las tenga
Yo las sabré de mantener
Con el pan que Dios me ha dado
Y el jarro de agua también.

    Hasta aquí la cosa le gustaba. Qué era eso de andar pidiendo las hijas de otro. Y la madre qué bien las defendía. Pero el mensajero no tenía ninguna intención de dejar allí a su elegida e insistía, insolente:      
    
Pues me voy muy enojado
Al palacio del rey
A contárselo a la reina
Y al hijo del rey también.

 Ante la amenaza, la madre cesaba en su resistencia:


Vuelva, vuelva pastorcillo
No me sea tan descortés
Que de dos hijas que tengo
La menor yo le daré.

Entonces la entrega se consumaba y la niña se marchaba con el pastorcillo, igual que Luciana aquella mañana de primavera, desobedeciendo la orden de su padre de no mirar hacia atrás, hacia el llanto de las mujeres y la mirada de desamparo dibujada en los ojos del abuelo. Y se preguntaba a qué rey debía ser entregada ella y si ésa sería la causa para haber abandonado aquel mundo en el que se movía con tanta facilidad como los choiques en medio de la llanura.
  Debió aprender también las enaguas almidonadas que le oprimían la cintura y las blusas con cuello de encaje de Malinas y botones de nácar que se pasaba media mañana tratando de hacer coincidir con los ojales. Pero por sobre todo debió darse cuenta de que madre no estaba en ninguno de los recovecos de aquella casa por más que la buscase y caminase por los corredores. Aunque se internase en el huerto y forzase los ojos para atisbar el final del callejón por si la veía venir con su paso de princesa que ha perdido su reino, con sus collares de colores y el tupu con que abrochaba la iquilla. Poco a poco comenzó a saber que no vería tampoco nunca más al abuelo ni se sentaría calladita junto al crisol en donde fundía la plata para fabricar las espuelas, los aros, los estribos, las sortijas y yesqueros ni iría con sus hermanas a buscar huevos de ñandú porque todo pertenecía a allá, a ese mundo que aquí era una realidad sepultada y prohibida y que a su sola mención las mujeres se encogían sacudidas por escalofríos y del cual se la pasaban murmurando cosas que interrumpían apenas ella entraba en la sala, llamada por  doña  Antonina para que saludes a las señoras que ponían en su mejilla un beso frío, un beso que más bien daban al aire, como si ella fuese la portadora de un gualicho, de uno de los wecufú, de ésos que se metían en las casas y en el corazón en forma de flechas invisibles y ocasionaba las desdichas de los cristianos. Y cuando repetía la palabra “cristianos”, no la asociaba con ese señor que veía colgando todo lastimado de dos palos cruzados, ni con la mujer de rostro compasivo que sostenía en sus brazos a un niño de pelo de oro y ojos celestes, sino con lo otro, con ese infierno en llamas de que hablaba el padre Anuncio en los sermones que decía cada domingo en la iglesia y al que, según él, irían todos los que no hubiesen recibido en su cabeza esas gotas que a ella le habían echado no hacía mucho. Y el corazón se le quedaba adentro del pecho como un puño cerrado cuando pensaba que allí irían todos los de “allá”: madre, hermanos, abuelos, porque no conocían ni les interesaba Jesús, sólo amaban a Chachao, el padre de todos. Pero a veces se tranquilizaba pensando que el padre Anuncio bien podía equivocarse y que ese señor todo lastimado tal vez no fuera tan poderoso como para hacer eso con los que ella amaba pues de ser así no colgaría como un pingajo de los palos. Entonces se dormía pensando que su madre estaba allí, al lado de su cama y le cantaba el canto del Uñefe, el lucero de la mañana, el que ampara a los huérfanos y a los que se extraviaron en la noche.    
  Algunas de las cosas de este nuevo mundo le gustaban. Un domingo de verano doña Antonina la llevó de la mano por las calles olorosas a tierra recién regada para que escuchara la retreta. En su corta vida en el acá Luciana se dio cuenta de que éste también se dividía en dos mitades bien marcadas: el adentro y el afuera. El adentro era Petronila que pasaba las horas con un gigantesco cucharón avivando los caldos, el tazón de chocolate con bizcochos que le servía cada mañana, la olla de hierro llena de agua que borboteaba rumorosamente. El adentro era un tiempo penumbroso y suave que pasaba detrás de los visillos de los espaciosos cuartos, los días en que la esperaba la ardua tarea de lavarse las trenzas con ayuda de Petronila. Inclinada sobre la jofaina de loza, Luciana veía sus cabellos desparramdos en el fondo como algas inmóviles y oscuras. Petronila le echaba un chorro de agua en la cabeza para enseguida enjabonarlo por segunda vez con ayuda de una porción de jabón de Marsella. Entonces Luciana sentía que sus cabellos empezaban a rechinar porque ya estaban limpios. Petronila los enrollaba sin piedad alrededor de su mano, retorciéndolos y secán-dolos con la toalla.
  El adentro eran los retratos al pastel de los bisabuelos, de los paternos, porque de los otros no tenía la menor idea de sus facciones, aunque a veces los imaginaba allí, sus retratos colgando de la pared, con su piel cobriza y sus rasgos de piedra, parecidos a los de mamá Aimé. Se los imaginaba cubiertos con el poncho recién salido de los telares y la vincha sosteniendo el pelo de un negro azulado. Se los imaginaba montando un caballo blanco, al igual que el bisabuelo de aquí, salvo que no con aquella chaquetilla de botones y alamares dorados  sino  con  el  torso  desnudo  y  la  lanza  en  la  mano. El adentro era también el abuelo Melitón que acudía todas las mañanas a tomar el desayuno, perfumado y peinado con esmero, ataviado con una levita negra impecable y una corbata de satén blanco, con esa mirada viva y alerta que conservó hasta su muerte. Era muy poco lo que Luciana veía del afuera, de ese vasto mundo que se extendía más allá de los umbrales de su casa y del cual ella fuera extraída. Por eso aquel día en que doña Antonina le ordenó que se pusiera el vestido rosa de organdí con el lazo de seda azul Francia, sintió que algo importante se avecinaba. Los ojos se le agrandaron por el asombro cuando vio los músicos delante de esos palos que llamaban atriles y que terminaban en unas especies de bandejas en las que descansaban unos papeles que Antonina le dijo eran las partituras. Las madres paseaban con sus hijos y las parejas de novios caminaban tratando de disimular los ardo-res del sentir y los soldados también paseaban en busca de alguna moza que les endulzara las horas que faltaban para volver al fortín. Luciana descubrió al director con su uniforme abotonado hasta el cuello y sintió un escalofrío cuando el estruendo de los tambores tapó el sonido de los clarinetes, arreciaron los platillos, se recogieron y extendieron las trompetas en un tañido lacerante y todo enmudeció inesperadamente, como si la voz de la  música llegada al ápice cayese a tierra zumbando.
  Luciana no fue la misma después de aquella experiencia. Luego del paseo circular que recorrió con el alma alborotada por el descubrimiento, preguntó a su abuela si cuando grande ella podría tocar en una banda. Antonina le contestó que aquello eran menesteres de varón y sintió entonces que otra vez debía dividir el mundo en dos mitades casi irreconciliables.                  


           

                   


                     



Ediciones del valle. Buenos Aires, 2006

viernes, 23 de octubre de 2015

MOZART Y MAGDALENA- Paulina Movsichoff

El sol es un machetazo en el sendero
y Magdalena busca la sombra del guayabo
El niño se le prende del pezón
pero ella ni siquiera siente que sus trece años
le viajan furia adentro
pena arriba
como el naufragio de un beso en la inclemencia
De repente una música
se le instala en el pecho como una pajarera
o como un hipocampo enardecido
La ha escuchado temprano por la radio
y nunca oyó hablar de Mozart
Sin embargo ahora ese recuerdo
la baña de frescura como brisa instantánea
y de su seno comienzan a manar mieles recién improvisadas
dulzuras de calesita girando en el otoño
la desnudez de un ángel en la lluvia
Magdalena sube la cuesta de diciembre
con su crío en la espalda
y de pronto se descubre dorada
Una ternura de caléndulas
Le borda un regocijo en la cintura



Confesiones del relámpago

martes, 20 de octubre de 2015

CAMINANDO CON CORTÁZAR- Paulina Movsichoff



 Estábamos allí, en ese bar de Rivadavia, apenas separados por la blanca superficie de la mesa. Decidimos instalarnos en la vereda, justo enfrente del parque y el resplandor inasible del otoño acariciaba los árboles. Todo parecía envuelto en una luz de sueño, leve y brumosa. La idea del encuentro partió de él, de Julio. Yo contemplaba esa mirada atenta y a la vez reconcentrada, esos ojos a los que parecía nada podía escapársele, ni siquiera lo que se agitaba en mi interior, las manos finas de pianista, la sonrisa casi permanente que dejaba al descubierto esos dientes separados que le daban ese aire de palpitante adolescencia.
  Llegó puntual y, luego de charlar un rato en el living de mi casa, le propuse caminar. Accedió encantado. "Hace tanto que no recorro Almagro", me dijo. "Las calles de París no tienen ese qué se yo de las de acá" sonrió, mientras aplastaba el cigarrillo en el cenicero. Tomamos por Quito. El tupido ramaje de los árboles arrojaba una sombra tersa y la brisa parecía conversar con cada una de las hojas, con los viejos troncos que nuestros pasos iban dejando atrás. Las calles estaban solitarias y la luz color miel nos contenía como un agua silenciosa y frágil.
  En el trayecto él se explayó en mis cartas, en ese proyecto de tesis que le comenté en una de ellas sobre la influencia del surrealismo en su obra.
  Fue una amiga, escritora también, quien me proporcionó el teléfono del hotel donde se alojaba. Marqué, no sin nerviosismo. Luego de que le contara el motivo de mi llamado, me propuso que nos viéramos. "La charla es a las ocho. Todavía tenemos unas cuántas horas", dijo con voz tranquilizadora. Y ahora yo allí a su lado, escrutando su larga figura, su andar pausado, me preguntaba si todo no sería sólo un sueño.
  Llegamos al parque y lo atravesamos en silencio. Sin darnos cuenta, pronto estuvimos en el sector de los libros. Se sumergió en ellos con el entusiasmo de un chico. De pronto sus largos dedos extrajeron uno, que no tardó en mostrarme. Eran Los Himnos a la noche, de Novalis. Lo compró de inmediato. "Hace tiempo que lo andaba buscando. La versión alemana se me ha extraviado. Pero igual me gustará releerlo en español". Ya en el café se explayó en hablarme del poeta alemán, del cual yo conocía sólo el nombre. Me instruyó en su concepción de la poesía como la realidad mágica del sueño, en la que éste se convierte en realidad y la realidad en sueño. Me habló de la novela, ese gran proyecto que la muerte le impidió terminar — murió de tuberculosis, como buen romántico — me aclaró. La novela trataba de un poeta medieval que se lanza en busca de la flor azul, símbolo de la belleza, de la felicidad y las ilusiones inalcanzables. Abrió una página al azar y leyó: Amada llegas / la noche ha venido ya / se ha consumido el día. Nos quedamos un rato en silencio y de pronto le propuse, no sin vencer mi timidez, una entrevista más larga, editar un libro con nuestras conversaciones. Accedió, con esa sencillez que me demostró en todo momento, como si él, Julio Cortázar, no fuera uno de los más grandes escritores argentinos sino un autor incipiente, feliz de ser estudiado, reconocido. "Te vienes en el verano, cuando mis tareas en la UNESCO me permiten un respiro". Y concluyó, apretándome levemente el brazo: "Te gustará Saignon". La sensación de irrealidad volvió a asaltarme. A eso de las siete nos despedimos. Él se inclinó y, luego de decirme: "Ha sido un verdadero gusto", me rozó levemente los labios.
  El timbre del teléfono me sobresaltó. Contrariada, salté de la cama. Hubiera deseado quedarme allí, detenerme en la modorra gozosa de regodearme con aquel encuentro con mi amado Cortázar, cuya imagen me miraba constantemente desde el afiche colocado con chinches en la puerta del placard. La sonrisa mansa parecía querer comunicarme algo inaprensible para mí.
  La voz de Marcela: "¿Dormías?" "Sí, Te llamo luego. Disculpame." Y luego correr nuevamente a la cama a cerrar los ojos y tratar de revivir, de rescatar algo de aquella imagen, las hilachas que quedaban en aquel naufragio del despertar. Mi corazón se aceleró cuando, al acercarme, distinguí el pequeño bulto sobre la sábana. Nada había dejado en ella. Pensé con susto en un insecto, alguna de esas mariposas nocturnas aplastada sin duda por el peso de mi cuerpo dormido.
  Y ahora, sentada junto al ventanal por donde la luz de la mañana se cuela como un río dichoso, acaricio con lenta delectación el nocturno aterciopelado de mi flor azul.



martes, 13 de octubre de 2015

LA CASA AZUL- Paulina Movsichoff



    En un principio México me resultó una ciudad hostil. Una honda melancolía se apoderó de mí en aquellos primeros tiempos de nuestra llegada. A la sensación de pérdida se unía la herida en mi identidad. ¿Quién era yo? Todo lo que diera sentido a mi existencia se había evaporado y sólo me sentía un madero golpeado por las aguas del dolor que el exilio dejara en nosotros. Pero Alfonso no parecía tener tiempo para tales elucubraciones. Su trabajo en un periódico prestigioso le absorbía muchas horas de su vida y, al regresar, se zambullía en la máquina de escribir como un poseso. Por aquella época, yo casi no me sentía escritora. Tampoco tenía trabajo. Era difícil conseguir algo pues migraciones sólo concedía la visa si se tenía una oferta concreta de trabajo y, a la vez, para obtenerla, se necesitaba la visa. Era un círculo vicioso en el que me debatía y contra el cual ya ni luchaba, menguada mi energía por la desesperanza.
  Alfonso trataba de sacudirme de ese letargo. "¿Por qué no vas al Museo de Antropología?" me impulsaba. "Aprovechá ahora que tenés tiempo". Pero en verdad mucho tiempo no tenía ya que Violeta, mi hija de tan sólo cuatro años, requería de toda mi atención. Por otra parte, la abulia me impedía afrontar lo que me parecía una epopeya. Tomar el metro apretujada por la multitud, transitar aquellas calles por las que se desplazaba un río de autos y casi ningún peatón. No podía creer cuando me contaban que aquella fuera la región más transparente del aire, una ciudad luminosa cubierta de valles resplandecientes y verdores perpetuos. Pero aquí parecía haberse vuelto verdad esa antigua maldición de que "todo verdor perecerá".
  Aquella mañana de primavera, luego de dejar a Violeta en el kinder, obedecí al impulso de continuar por la Avenida Universidad. De modo  que pasé de largo por aquel condominio de rejas negras y amplio patio de ladrillos donde se ubicaba nuestro departamento y seguí caminando. Una callecita estrecha llamó mi atención y me interné en ella. Apenas penetré en ese lugar mágico donde las ramas formaban una campana verde sobre el empedrado, me enteré de su nombre por el cartel de la esquina: Francisco Sosa. Tuve la sensación de haberme internado en un mundo que nada tenía que ver con aquél del cual yo provenía, con sus casas bajas y elegantes, las veredas (banquetas les decían allí) angostas me llevaban al recuerdo de mi lejana Sacrosanto. Largo rato estuve vagando por aquel laberinto de callejas, atravesé el centro en cuya plaza el sol se derramaba en una fuente con dos coyotes, me senté en un banco del mercado a tomar jugo de horchata. Algo nuevo y desconocido me hormigueaba en las venas y sentía que, por alguna misteriosa razón, yo había ido a parar a aquel lejano país.
  Al llegar a una esquina la casa atrajo mi atención. Estaba ubicada entre las calles Londres y Allende y no se diferenciaba demasiado de otras en aquella colonia ubicada al sudoeste de la ciudad de México. Tal vez lo que me atrajera tan poderosamente fuera el azul intenso de sus muros, avivados por altas ventanas de muchos cristales y postigos. Me quedé parada largo rato en la vereda de enfrente, observándola. De pronto percibí que uno de los postigos se abría y una hermosa mujer de rostro ovalado y ojos de una intensa negrura se fijaban en mí. Llevaba unos aros de plata de estilo colonial y un collar de perlas de jade se entreveía entre los pliegues de un chal parecido al que veía en las indias que se cruzaban a cada rato a mi paso. Me llamó la atención la negrura de sus cejas, que se juntaba por encima de la nariz. su boca frutal. Era fresca y hermosa y mostraba una gran seguridad en sí misma. La visión no duró mucho tiempo pero pude sin embargo notar en su rostro una tristeza que no parecía de este mundo. Antes de desaparecer de mi vista me di cuenta de que la única espectadora era yo. La calle estaba desierta de peatones, seguramente porque  era ya más de mediodía.
  Esa noche llamé por teléfono a mi amiga Corina y le conté lo sucedido. No tardó un minuto en decirme que la casa de mis desvelos era la de Frida Kahlo, una pintora. Me contó también que fue la mujer de Diego Rivera, el muralista. Por esa época sólo los expertos la conocían, aun cuando ya la casa hubiera sido convertida en un museo. Cuando le conté lo que había visto en una de las ventanas, Corina lanzó una carcajada: "Estás loca", me dijo. "Frida murió hace muchos años".
                


miércoles, 7 de octubre de 2015

EL BISABUELO- Paulina Movsichoff




  Evangelina nació escuchando de labios de su madre la historia de aquel bisabuelo que estuvo exiliado en Chile durante doce años. Muchas de aquellas noches de invierno, mientras el Chorrillero, ese viento implacable que lijaba puertas y postigos como pidiendo entrar sacudía la casa, Irene se sentaba junto a la cama de ella y la de Florencia y les narraba aquellas historias. No eran relatos maravillosos sino que casi todos versaban sobre sus antepasados, pero a Angelina le parecían tan sorprendentes como las de los cuentos.
  La que más le gustaba era la de aquel bisabuelo que Sarmiento había enviado a la cárcel por rivalidades políticas. Allí, decía la Sherezade que era mi madre, los ojos brillándole de entusiasmo, sublevó a la  tropa policial y la revolución corrió como reguero de pólvora por las provincias vecinas. Desde el norte llegó Felipe Varela. De la sala de música colgaba aquel retrato en donde se los veía abrazados, al bisabuelo y al caudillo riojano. Evangelina se demoraba contemplando la espesa barba y los ojos claros de su antepasado, que vestía frac y sombrero de copa. Pensaba que, si alguna vez llegaba al matrimonio, le gustaría tener por marido a un hombre de aquellos ojos abarcadores, las manos de artista y esa sonrisa festiva que parecía dirigirle desde el cuadro.  Felipe, en cambio, llevaba un sombrero claro y de grandes alas que sombreaba su rostro de mejillas consumidas y grandes y erguidos bigotes canosos.
  El retrato fue también testigo de la vez que Ernesto se le declaró. Esa noche de marzo la casa se alborotó con la fiesta que su madre decidió organizar con motivo de sus quince. Fue invitada lo más granado de la juventud de aquel entonces.
  Irene encargó el vestido a la mejor modista de la capital. Cuando Evangelina contempló en el espejo aquella figura frágil de una donosura de gacela enfundada en el vestido de organza blanco, cuyo único adorno era el moño rosa en el canesú, pensó en Ernesto y tuvo el presentimiento de que él se fijaría en ella.
  Casi no habían hablado desde que lo divisara en la plaza al comienzo de la temporada, su metro ochenta y seis sobresaliendo de la escuadra de amigos que daban vueltas en sentido contrario al de ella y sus amigas. Su memoria quedó imantada por el mechón negro cayéndole sobre la frente, los ojos verdes que bajaron hacia ella contemplándola con una mezcla de admiración y negligencia. Fue Lucila, su mejor amiga, quien la puso al tanto. Su nombre era Octavio. Estudiante de arquitectura, llegó a Sacrosanto a principios del verano para pasar las vacaciones. Desde ese día las dos figuras, la de él y su bisabuelo, escoltaban su entrada en el sueño. A veces le parecía que una y otra eran la misma persona.
  Irene, que disponía de todo en la casa bajo la mirada benevolente de Edgardo, su marido, destinó el primer patio de baldosas para la pista de baile y en el segundo, de tierra, distribuyó las mesitas con sus sillas y colocó luces entre las ramas de la higuera. De ella colgaban todavía las hamacas, que su padre colocó para ella y Florencia a los seis años, Evangelina se columpiaba durante las eternas siestas luego de llegar de la escuela mientras cantaba La vie en rose o Les feuilles mortes y soñaba con ser Grace Kelly y Audrey Hepburn. También el terreno debajo del parral fue aprovechado para que los mozos contratados especialmente sirvieran refrescos, helados, sandwiches y macitas.  Irene se pasó dos tardes enteras acarreando la granza que daría al suelo ese color rojizo que lo convertiría en un lugar nuevo y exótico.
  Cuando Evangelina y Ernesto entraron en la salita, el patio era un hervidero de hombres y mujeres, apenas salidos del sueño de la adolescencia, que bailaban al compás del Trío Los Panchos o  de ese nuevo invento, el Rock and Roll. Se veían acalorados y felices saltando al ritmo de aquel one, two, three, and five o clock.
  En cuanto estuvieron  solos se miraron, como descubriéndose. Ernesto le dio un beso en los labios y le dijo que desde que la vio pensaba en ella. Le preguntó entonces si le pasaba lo mismo. Totalmente ignorante de los tejes y manejes del amor, Evangelina pensó que la sinceridad no era lo más apropiado para estos casos. Tenía muy presentes las instrucciones de su madre, de que una niña que se precie no debe tener el sí fácil. Así es que le dijo que le contestaría el sábado en la plaza. Volvieron al patio y estuvieron juntos y separados, mezcladamente.
  Se preparó para el sábado toda la semana. Esa mañana comprobó que el destino le jugaba una mala pasada pues amaneció frío y ventoso. Gruesos nubarrones cubrían el cielo y Evangelina los contemplaba gemebunda, comprobando el derrumbe de su sueño. Ya no podría ufanarse el lunes  contándoles a sus amigas que estaba de novia. Ninguna de ellas estuvo dispuesta a acompañarla, así que decidió ir sola. Irene, totalmente ajena al asunto, no opuso ninguna objeción cuando ella le dijo que se iba a lo de Lucía. Fue ésta quien hizo cundir la alarma cuando llegó en busca de Evangelina poniéndola al descubierto involuntariamente, pues nada sabía de lo dicho por su amiga. Irene puso el grito en el cielo y Lucía se acordó del llamado de esa mañana de su amiga pidiéndole que la acompañara. Si bien Evangelina guardó una absoluta reserva sobre el motivo de la urgencia en asistir aquella tarde a la plaza, el corazón intuitivo de Irene dio un vuelco. Conocía a su hija y se dio cuenta de sus mejillas arreboladas cada vez que el nombre de Ernesto aparecía en las conversaciones. Se echó con premura un chal sobre los hombros y salió seguida de Edgardo, que no entendía bien lo sucedido, pero quiso ser útil si la ocasión lo requiriese.

  Eran ya las nueve de la noche y la plaza se veía desierta. Nadie se atrevió aquel día a desafiar las iras del Chorrillero. Escoltados por Lucía dieron una vuelta entera por ella. Hasta los pitojuanes parecían haberse decidido por el recogimiento, aun cuando fuese todavía verano. Fue Lucila quien descubrió el diario sobre uno de los bancos, cuyas hojas el viento ya comenzaba a dispersar. Edgardo lo tomó y vio la fotografía, la misma que colgaba de la sala de música. Decía La Gaceta y la fecha era de marzo de 1863. En grandes letras de molde podía leerse: "Felipe Varela apoya el movimiento insurgente de las provincias". Entre lágrimas, Irene miró la figura amada del bisabuelo. De Evangelina no volvieron a tener noticias.