domingo, 29 de noviembre de 2015

MUJER QUE MIRA EL MAR- Paulina Movsichoff



  El hombre miró el cielo. Se había nublado y un viento frío enmarañaba las aguas. Pequeñas olas sin espuma lamían los costados de la lancha. “Habrá tormenta”, pensó; por suerte ya estaba cerca de la costa. Venía contento. Era la primera vez en muchos días que la red venía repleta. Miraba las aletas filosas de los tiburones, su boca abierta, como para pelear la vida a dentelladas. Tuvo conciencia de la dureza de sus días; la lucha cuerpo a cuerpo con el mar, ese guardián iracundo. Vio las casas lejanas, la franja rojiza de la playa a la caída del sol. Ninguna mujer lo esperaba. Se acordó de la suya, muerta al dar a luz. Sus pechos tibios al amanecer. Después, nuca más. Sólo alguno que otro cuerpo los fines de semana, resaca del amor.
  La playa estaba desierta, como siempre en esa época. Algo, sin embargo, llamó su atención por el lado de las rocas. Miró con mayor detenimiento: una mujer, las manos cruzadas sobre las rodillas, se veía absorta en la contemplación del mar. Todo indicaba que no era de aquel pueblo: las facciones finas, la piel casi transparente. Un chal blanco envolvía su garganta, confiriéndole un dejo de irrealidad. El viento despeinaba su pelo rubio sin que ella se inmutara. Matías se quedó mirándola largo rato. Las gaviotas volaban bajo, buscando comida. El sol ya se ponía y gruesas gotas comenzaron a mojar su ropa. La mujer seguía allí, abstraída en su rito solitario.
  Esa noche, en la cantina, con un vaso de ginebra en la mano, no pudo dejar de recordar la visión. Por un momento pensó en relatar lo sucedido a uno de los pescadores que allí se divertían entre el humo y las voces enronquecidas de algunos marineros. Pero luego calló. Se acordó de la forma en que sus compañeros se burlaban de su sensibilidad; “el romántico”, le decían. Decidió guardar el secreto. Divulgarlo le pareció una especie de profanación. Sólo le intrigó que nadie hablara de la extraña aparición. Se preguntó si no la habría soñado.
  El día siguiente pasó más lento que de costumbre. Se sorprendía muchas veces distraído, la red en la lancha sin que él hiera el esfuerzo por arrojarla. Al atardecer enderezó la proa hacia la orilla. Como la tarde anterior, la mujer estaba allí, con su chal blanco y los cabellos sueltos. Parecía la sacerdotisa de alguna olvidada religión. No hizo ningún movimiento que le hiciera entrever que lo había advertido. Matías se quedó admirándola, fijándose en los detalles del rostro, en esa armonía que trasuntaba toda su persona. Esa noche, en la cama, pensaba en los motivos que tendría una mujer así para estar en un pueblito de pescadores. Se preguntaba dónde viviría, recordaba con nitidez sus ojos, sombreados por un sentimiento que era a la vez indiferencia y desamparo. 
     El invierno golpeó con fuerza. Un viento helado arañaba las casas, la arena era un latigazo por las casas. Pocos pescadores se aventuraban en el mar que, por esos días, se había tragado dos lanchas. Matías no cejaba. Seguía internándose mar adentro. El espacio, invadido por el frío y el silencio, concordaba con su estado de ánimo. Seguía viendo por las tardes a la mujer de las rocas. Ésta se le había convertido en una obsesión. No se animaba a hablarla, ni siquiera sabía si ella lo había visto. Pero su recuerdo era un tibio rescoldo para pasar las noches. La vida no le parecía ya tan vacía.         
  Aquella madrugada, al levantarse, sintió el hálito templado de la primavera. El mar era un esmalte plateado bajo la suave fosforescencia del cielo, en donde el sol aún no había salido. Caminó por el laberinto de callejuelas angostas mirando las casas, todavía envueltas en la bruma del sueño. Toda la mañana navegó por un sol caliente. Recuperó el gozo de mirar el mar; sus gavillas azules, verdes, rosadas. Alguna que otra bandada de pájaros formaba círculos alborotados por encima de su cabeza.se acordó de sus primeras experiencias como pescador, cuando cada jornada de mar era una tregua de felicidad. Lo atraía ese silencio, cargado de perfumes salvajes, de peligros latentes. Hacia el fin de la tarde emprendió el regreso. Pensó en la mujer de las rocas, en su enigmática tristeza. Se decidió a hablarle. Quizá ella no lo rechazara.
 Al subir por el muelle el corazón le latía con fuerza. Mientras se acercaba a las rocas, una aguda opresión se le hincó en el pecho. Subió, casi corriendo, la pendiente del acantilado. Pero no encontró a nadie. Sólo el chal blanco, que el viento comenzaba a arrastrar.    



De Extraño de ojos grises- México, 1982     

viernes, 27 de noviembre de 2015

LOS ÚLTIMOS JAZMINES- Paulina Movsichoff



Al ser empujada la puerta emitió un chirrido. Era una antigua verja de hierro, pintada de gris. Irene reprimió un estremecimiento. El reencuentro con su pueblo no la había impresionado tanto como la casa, destartalada y solitaria en ese atardecer de abril. Miró detenidamente el pequeño jardín, invadido ahora por la maleza. No pudo dejar de pensar en su padre, sentado en el césped, podadora en mano. Pero de eso hacía mucho tiempo. Advirtió que las heladas estaban acabando con la enredadera de jazmines que trepaban hacia la ventana del comedor. Formó un pequeño ramos con los últimos que quedaban. Sacó luego las llaves del bolso y buscó la que correspondía  a la  puerta de entrada. Un olor a humedad le llegó desde las paredes del zaguán. Tuvo la sensación de penetrar en un mundo acabado del cual ella era la última sobreviviente.
Por los postigos cerrados de la sala se filtraba una débil claridad. Las paredes, altas y desnudas, aumentaban la impresión de desamparo. Una gruesa capa de polvo cubría los muebles. Al sacudir los almohadones del sillón volaron, asustadas, las polillas. Allí estaba, intacto y majestuoso, el piano de cola en el que Amelita, su hermana, solía pasar largas horas ensayando. Sólo ella se había quedado luego de la muerte de sus padres, tratando de resguardar el pasado de los embates del tiempo. Volvió a su memoria la alegría que le produjo, allá en Buenos Aires, la noticia de  su casamiento y posterior embarazo. Tratando de desechar el recuerdo del accidente, siguió recorriendo la habitación. Sus ojos tropezaron con la consola. Sobre ella, un jarrón con calas secas era el único vestigio de la tarde en que Amelita e Ignacio, su marido, fueron velados. Esto había ocurrido poco antes de la fecha en que el niño debía nacer.
Un grillo ponía su nota monocorde en el silencio del patio. Las gallinas escapadas del fondo vecino pisoteaban la tierra. Se sentó en la vieja mecedora de su madre y se hamacó un buen rato, abstraída y distante. En la fuente de lajas, el león pintado parecía esbozar una sonrisa sarcástica. No había querido recorrer los otros cuartos. Estaba bien así, en esa nostalgia silenciosa.

Algo parecido a un quejido la sobresaltó. Volvió la cabeza. A su alrededor no había nada que pudiera indicarle su procedencia. Pronto el quejido se fue haciendo más continuo, hasta acabar en lo que no podía ser otra cosa que un llanto de niño. Decidida, caminó hacia uno de los dormitorios. Todo estaba como antes. El llanto procedía del cuarto vecino. Encendió la luz. El espejo de la cómoda reflejaba un bulto sobre la cama. Allí, en un canasto de mimbre, envuelto en sábanas bordadas con la inicial de  Montero, el niño se adormecía.



Extraño de ojos grises- Mèxico, 1982

martes, 24 de noviembre de 2015

Por la Amazonas- Paulina Movsichoff



La despertó el alboroto de los pájaros en la palmera. Abrió lentamente los ojos y, a través de la cortina, pudo comprobar un cielo insistentemente azul. Le gustaba quedarse así, en esa duermevela donde los pensamientos se deslizan fugaces como sombras y podía creerse allá, en aquellas otras mañanas, ya perdidas. Ese día no tenía ganas de salir a trabajar. Quién lo hubiera dicho: Vendedora. Ella, que en la vida hizo otra cosa que leer y escribir. Recordó su cuarto de investigadora, en la Facultad. Era muy pequeño pero resultaba cálido con las plantas que fue acumulando mes tras mes, los afiches de Rousseau. ¿Quién lo ocuparía ahora? Quizás estuviera vacío, esperándola. La investigación sobre Carpentier quedó trunca y aquí no había tenido fuerzas ni tiempo para retomarla. Debían ganarse un lugar, sobrevivir  como fuera en es país en donde recalaran, náufragos en la gran isla del exilio. Sintió en su cuerpo la mano, aún adormilada, de Carlos y la rechazó con suavidad. No le gustaba ser interrumpida en esos momentos, los únicos que se permitía, de nostalgia. De la penumbra del inconsciente surgió la cara de Juan, con quien soñara toda la noche. Lo encontró en la calle, poco tiempo antes de la partida. Tomaron juntos un  café. Ahora volvía a ver esos ojos, ensombrecidos por la rabia, las manos que destrozaban la servilleta mientras ellos hablaban de cualquier cosa para no nombrar lo que estaba allí, vivo, como una fiera al acecho. “Cuidate”, le dijo ella al despedirse. No podía dejar de sentir por él una tierna preocupación. Sin embargo, conociéndolo tan bien (la relación había sido breve pero intensa), se alejó segura de que si súplica caería en saco roto. La mano insistía y el deseo comenzó a ganarla, como una marea inevitable. Eso es. Hacer el amor, anudarse hasta espantar los miedos, hasta que la tristeza retroceda. La tristeza. De un tiempo a esta parte siempre estaba allí, agazapada, lista para saltar en cualquier momento de despido.
   Mientras se vestía miraba el Pichincha, a lo lejos, las casas que comenzaban a llenarse de apuros y de ruidos. Pensó que volvería por la Amazonas. Era la única calle que reunía las oficinas más importantes de la ciudad; esa vez no podía darse el lujo de perder el tiempo. Nada de sentarse en un banco de la Alameda, entre una venta y otra, con un libro en la mano. Carlos no recibía un peso desde hacía varias semanas, y debían el arriendo, las provisiones comenzaban a escasear. Subió por la Humboldt. Contempló los jardines simétricos, el césped aún mojado de rocío, todo envuelto en esa atmósfera de seguridad y sosiego que parece emanar de los barrios adinerados.
  En la parada del Chaguarquincho, la  misma india de todos los días le tendió la mano. Ella sacó un sucre del bolso y se lo dio. Dos otavaleñas corrían ya hacia el bus que avanzaba desde la esquina con su panza de un azul desteñido. Un olor a fruta podrida, a sudor, la golpeó mientras trataba de acomodar las piernas en el breve espacio del asiento. A su lado, el niño atado a las espaldas de la mujer estiraba la mano, tratando de tocarla. Miró sus ojos negros y alertas, los cachetes de una aceitunada placidez y le sonrió. Mientras el bus bajaba por la 6 de Diciembre trató de concentrarse en la limpidez del aire, en la exaltada transparencia de esa mañana andina. Al llegar a la Alameda decidió bajar y recorrer a pie las dos cuadras que faltaban. Se detuvo en un edificio moderno, de vidrios color sepia. A la entrada se leía, con letras doradas: Edificio Proinco Calixto. Al catorce, pidió al ascensorista, luego de cerciorarse en el  tablero de que era el último piso. Antes de comenzar, se detuvo en el hall y, por la ventana, miró fugazmente la ciudad, allá abajo, los toldos de las confiterías, los tapices y ponchos que los indios desparramaban en la vereda, preparándose para la llegada de los turistas. ¿Qué ofrecería primero? ¿El Quijote ilustrado por Dalí? Quizá fuera conveniente comenzar por la Enciclopedia infantil, con sus cuatro tomos: todos los porqués, los dónde, los cuándo, los cómo. Por su mente pasó, fugaz, el recuerdo de su abuela, con El Tesoro de la juventud en la falda. Siempre dejaban de lado el Libro del los Porqué para zambullirse en el de Narraciones Interesantes. Ahora se acercaba Navidad. No estaría mal trabajarles a los ricachos por el lado del amor paternal. Cerró los ojos y la imagen de la abuela se le dibujó con tal fuerza que debió contenerse para no llorar allí mismo. O bien Los grandes políticos. Hitler y Marx. Qué ensalada. Kennedy y Ataturk. Golpeó tímidamente la puerta donde se leía: “Inversora V & U”. la secretaria, una yanqui oxigenada, le preguntó: “¿Qué deseas querrida?”, arrastrando la erre. “hablar con el gerente”, dijo ella, con una voz que trataba de parecer segura. Las secretarias eran huesos difíciles de roer. “¿Por qué asunto, querida?”, insistió la rubia. “Personal”, contestó, instalándose en un sillón de cuero mullido. La contempló alejarse moviendo las caderas. “Está ocupado”. Vuelve mañana.” Esta vez fue Promepar SA, en el piso de abajo. Sentado ante el escritorio, un muchacho de cara lampiña leía una revista con aire indolente. La introdujo sin preámbulos en un despacho profusamente decorado. Caminó por la alfombra de largos pelos, apoyando voluptuosamente los pies. El gerente era un hombre moreno y afable, con una sonrisa de aviso publicitario. Desplegó los folletos sobre la mesa donde descansaban, enrollados, algunos planos. La sed comenzaba a torturarla cuando dejó de hablar, no muy segura de haber estado convincente. “¿De dónde es usted?”, y el hombre la miraba, entre complacido y curioso. “De Argentina”, contestó ella. “Bueno, pero sucede que estoy muy gastado. Hábleme más de lo que tiene.” Y  luego, como si se arrepintiera, agregó: “¿Qué le parece si tomamos un trago por la noche?”, a la vez que paseaba los ojos por su cuerpo, calzado en un enterito celeste. Salió de allí diciéndose que aquél no era su día, que habría que decirle al dueño del departamento que siguiera esperando, que. Se animó frente a la puerta de Mc Kann Erikson. La respuesta fue la misma: “El gerente está ocupado”, vuelva otro día.
  Sentada en un escalón, entre dos pisos, permanecía ahora quieta, indiferente hacia la mañana que avanzaba, cautelosa, hacia el mediodía. Una profunda lasitud comenzó a invadirla. Se encontró de ponto pensando en Luisa. Qué diría al ver su ardua lucha por vender aquellas enciclopedias. Pero Luisa no estaba allí para verla. Ni allí ni en ninguna parte, seguramente. Aún llevaba, en su bolso, la carta donde le avisaban su desaparición. Apenas se dio cuenta del hombre de espesos bigotes y espalda fornida que subía por las escaleras y pasaba ahora a su lado. “¿Se siente mal?”, oyó que le preguntaba, con una voz no exenta de preocupación. Y luego, al ver el portafolios: “¿Vende algo?”. Sacando fuerzas de flaquezas ella contestó que sí, que vendía libros, enciclopedias para ser más exactos. ¿El señor querría ver? “Estaremos más cómodos en mi despacho”, invitó él. Ella se fijó en su traje de corte impecable, en el gesto de hombre de mundo con que le cedió el paso. Nuevamente el despliegue de folletos sobre la mesa. Me llevo el Marketing, dijo él ante su mirada de asombro, cinco tomos, una de las más jugosas comisiones. También El Quijote y los clásicos de la literatura universal, y la Enciclopedia Infantil. Sus pensamientos se atropellaban. Alcanzará para el arriendo. Incluso sobrará. Podremos comer por lo menos un mes. Tal vez pueda comprar el tocadiscos.
  El portafolios, al caer, la sobresaltó. Se dio cuenta de que tenía una pierna adormecida. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que se sentara en aquel escalón? No se molestó en averiguarlo. Decididamente, no volveré más por la Amazonas, pensó mientras bajaba, arrastrando levemente la pierna por la escalera.



Una mujer silenciosa. Torres Agüero Editor                                    

jueves, 19 de noviembre de 2015

EXTRAÑO DE OJOS GRISES (cuento) Paulina Movsichoff


          Nada más que un indefenso corazón enamorado.
                               Olga Orozco


Margarita miró los pimientos, lavados por la lluvia. La plaza se había quedado desierta después de esa tormenta de verano. Algunos pájaros se bañaban en los charcos.  Un olor a tierra húmeda le impregnó los sentidos. Pese a todo se sentía acongojada. Demoraba el paso, quería llegar a su casa lo más tarde posible. Hoy le resultaba demasiado penoso enfrentarse nuevamente, como todas las tardes desde hacía quince años, con la monotonía de su soledad.  Pensó en sentarse en algún banco, pero no. Lo mismo daba antes o después. Por la vereda de enfrente pasó doña Genoveva con su hija. Mucho tiempo había pasado desde que la viera la última vez. Casi después de la muerte de su madre. No pudo evitar el recuerdo de ese tiempo. Doña Genoveva era quien las ayudaba, a su madre y a ella, en la confección del ajuar para su próximo casamiento. No le costaba nada imaginarse en el corredor de los geranios, bordando en la largas siestas del verano, acompañada del ronroneo de la máquina de coser. Y luego aquello. Carmencita, la menor, fugándose con Roberto, con quien ella debía casarse al mes siguiente. La madre murió poco después. Desde entonces ella vivía sola, trabajando de vendedora en la perfumería. Al llegar junto a la puerta de su casa le pareció que algo fuera de lo habitual iba a ocurrir. Se encogió de hombros y entró. Un desacostumbrado olor a tabaco la envolvió ya desde el zaguán. En el patio, un hombre de ojos grises le apuntaba con el cañón de su revólver. Tragó saliva y esperó. “Necesito un lugar para esconderme, me andan buscando así que tendrá que resignarse”. “Proceda como si estuviera sola”, agregó. Margarita se dirigió a la cocina y allí se afanó en la cocina. Al tender la mesa debajo del parral, como lo hacía en las noches de calor, sus manos temblaban imperceptiblemente. En sus ojos había una sombra de miedo y sus pasos no eran tan firmes como de costumbre. Puso dos cubiertos. Comieron en silencio. Los ojos del hombre recorrían la casa, los árboles de la quinta, las paredes de resplandeciente blancura. “Le pondré un catre en el comedor”, dijo Margarita. “Yo salgo temprano a trabajar. Si se piensa quedar aquí trate de no mostrarse. Todos saben que vivo sola, de modo que si los vecinos lo ven, van a sospechar”.
  Transcurrió un mes sin sobresaltos. Margarita ya se había acostumbrado a la presencia de ese hombre de ojos  grises que liaba él mismo sus cigarrillos. A su parquedad. No le preguntó qué hizo ni de dónde venía. Él tampoco se lo dijo. Pero se iba creando en ellos una complicidad que trascendía las palabras. Ya la soledad no la oprimía como antes. Era agradable sentir la respiración acompasada del extraño en el cuarto de al lado, antes de dormirse.
  Aquella noche se desveló más que de costumbre. Un desasosiego inusual la llevaba a moverse en la cama, sin encontrar postura. “Todavía no sé cómo te llamas”, dijo la voz cálida a su lado. “Margarita”, respondió ella y sus brazos lo recibieron. Así, a los treinta y cinco años, conoció por primera vez la fuerza y la ternura del hombre. El vértigo del amor y su saciedad. A veces se acongojaba al pensar en la incertidumbre del futuro. Pero nunca se lamentaba. Recostada a su lado, pensativa y absorta, las manos de él jugaban con su cuerpo.
  Aquella tarde, en la perfumería, sintió una imperiosa necesidad de salir antes de hora. Quería estar con él desde temprano, hablarle del hijo que esperaban. Deseaba sentir sus brazos ciñéndola, acariciando el vientre donde una vida había fundido las suyas para siempre. El aire traía la inminencia del otoño. Una llovizna leve mojaba las calles y los árboles. Lo llamó al abrir la puerta. Se extrañó de que, como lo hacía habitualmente, no saliera a recibirla. En el comedor el catre estaba como siempre, no así la ropa de la silla. Esa ropa que ella había cosido y planchado tantas veces. Fue hasta el patio. Ni señales. Un fuerte viento acompañaba a la lluvia que ya comenzaba a arreciar. Caminó por la casa definitivamente silenciosa, buscando una huella, una señal. Pero no encontró nada.
  Se sentó en la cama. Con las manos cruzadas sobre el vientre, comenzó a llorar.   



Extraño de ojos grises  SEP, México, 1982              

miércoles, 18 de noviembre de 2015

TERRITORIO INNOMBRADO (cuento)- Paulina Movsichoff



Fue aquel verano de la invasión de langostas. El cielo se oscureció de golpe cuando aparecieron, convirtiendo el patio en un enorme colchón de alas y patas puntiagudas. Recuerdo mi repugnancia. La manera en que mis hermanos me perseguían amenazándome con tirarme alguna. Mamá nos había dado ollas viejas con las que improvisábamos tambores para ahuyentarlas.
  La ciudad era un infierno entre el polvillo fino que la sequía depositaba en el aire y esa masa ondulante y marrón que no nos daba tregua. “Iremos al campo”, dijo mi madre. Y yo sentí una incomunicable alegría. Como si me hubieran dado un baño de luz. Olvidé las langostas y mi asco inquebrantable. Olvidé también los juegos en que tratábamos de parecernos a los mayores en su reposada seriedad. Todo quedó desplazado y opaco ante los brillos de lo que se acercaba: los baños en el río, el serpentear del agua entre los sauces. Los escondites en el maizal, las siestas intensas con e entrechocarse de las piedras de la payana en el oscuro frescor de la galería. Y mis primos. Sólo nos veíamos los veranos pues ellos vivían en Buenos Aires. Encontrarnos era siempre una renovada algarabía. Un contarse y volverse a contar las hazañas del año, tratando de adornarlas con visos de inverosimilitud.
  Pero aquel año era distinto. Un dolor fuerte me turbaba al tocarme los senos, que ya empezaban a asomar. Apenas unas palabras aclaratorias de mi madre: “Para que más adelante puedas ser mamá”.
  El auto dobló la última curva y allí estaba, en la loma, la casa de los Guevara, abandonada hacía años a telarañas y murciélagos. El aire nos trajo ese olor a tierra húmeda, a árboles aún agobiados de rocío. Callejones sombríos de álamos, desperezo de sauces en el río.
  Era el despertar de olvidadas sensaciones. La impaciencia por cruzar el pueblo y llegar, por fin, a la casa.
  Fue a Eduardo, el mayor de mis primos, el que vimos primero. Llevaba bombachas y botas de montar. También él había crecido. Una barba incipiente sombreaba sus tostadas mejillas. Al besarlo medí la sensación del júbilo.
  Todo sucedió según mi ansiedad lo previera: los demás saliendo de la casa a empujones para ver quién llegaba antes. El correr a ponernos los trajes de baño para zambullirnos en el agua cristalina y verde. Eduardo dejaba a veces de leer su abstrusa novela y me agarraba las piernas mientras nadaba. No sabía por qué me enorgullecía tanto el que se dedicara a molestarme sólo a mí, aun cuando sus bromas fueran pesadas. Un hilo delgado pero firme nos mantenía invisiblemente ligados.

  “Corramos que ya los perdimos de vista”, y las hojas del maizal me pegaban en la cara, el sudor me empapaba la ropa. Los  tobillos se me doblaban. Habíamos salido a robar choclos en la chacra de don Sosa y disparábamos espantados por los ladridos que creíamos haber oído a nuestras espaldas. Ahora los ladridos se habían calmado, aunque los demás nos llevaban una considerable ventaja. Sólo Eduardo y yo y la claridad cegadora de mediodía. Esa hora en que comienza la siesta y hasta los insectos parecen adormecerse para acompañar su sopor. Me dolía el pie que me había doblado en la corrida. Tuve que sentarme en el suelo, en medio de los matorrales que nos cubrían por entero. Y ahora es tu mano la que suavemente sube por mi garganta y se detiene en mi mejilla que quema más que el sol. Y siento tus labios que arden también y se acercan a los míos. Y nuevamente es tu mano que inicia un recorrido por mi cuerpo, descubriendo su temeroso aletear, su latido virgen y hondo. Y ya no sé si es el sol o es mi cuerpo el que quema y una vergüenza que es a la vez rechazo y ofrenda. Y la certeza de que ese verano quedará para siempre en nosotros. En nuestra piel confundida y secreta. En  nuestro beso, que nos llevó a un territorio que en adelante deberemos recorrer solos, con toda su carga de soledad y fuerza. De alegría, de infinita e indomable tristeza.    


De EXTRAÑO DE OJOS GRISES. México, 1982