El hombre miró el cielo. Se había nublado y
un viento frío enmarañaba las aguas. Pequeñas olas sin espuma lamían los
costados de la lancha. “Habrá tormenta”, pensó; por suerte ya estaba cerca de
la costa. Venía contento. Era la primera vez en muchos días que la red venía
repleta. Miraba las aletas filosas de los tiburones, su boca abierta, como para
pelear la vida a dentelladas. Tuvo conciencia de la dureza de sus días; la
lucha cuerpo a cuerpo con el mar, ese guardián iracundo. Vio las casas lejanas,
la franja rojiza de la playa a la caída del sol. Ninguna mujer lo esperaba. Se
acordó de la suya, muerta al dar a luz. Sus pechos tibios al amanecer. Después,
nuca más. Sólo alguno que otro cuerpo los fines de semana, resaca del amor.
La playa estaba desierta, como siempre en esa
época. Algo, sin embargo, llamó su atención por el lado de las rocas. Miró con
mayor detenimiento: una mujer, las manos cruzadas sobre las rodillas, se veía
absorta en la contemplación del mar. Todo indicaba que no era de aquel pueblo:
las facciones finas, la piel casi transparente. Un chal blanco envolvía su
garganta, confiriéndole un dejo de irrealidad. El viento despeinaba su pelo
rubio sin que ella se inmutara. Matías se quedó mirándola largo rato. Las gaviotas
volaban bajo, buscando comida. El sol ya se ponía y gruesas gotas comenzaron a
mojar su ropa. La mujer seguía allí, abstraída en su rito solitario.
Esa noche, en la cantina, con un vaso de
ginebra en la mano, no pudo dejar de recordar la visión. Por un momento pensó
en relatar lo sucedido a uno de los pescadores que allí se divertían entre el
humo y las voces enronquecidas de algunos marineros. Pero luego calló. Se
acordó de la forma en que sus compañeros se burlaban de su sensibilidad; “el
romántico”, le decían. Decidió guardar el secreto. Divulgarlo le pareció una
especie de profanación. Sólo le intrigó que nadie hablara de la extraña
aparición. Se preguntó si no la habría soñado.
El día siguiente pasó más lento que de
costumbre. Se sorprendía muchas veces distraído, la red en la lancha sin que él
hiera el esfuerzo por arrojarla. Al atardecer enderezó la proa hacia la orilla.
Como la tarde anterior, la mujer estaba allí, con su chal blanco y los cabellos
sueltos. Parecía la sacerdotisa de alguna olvidada religión. No hizo ningún
movimiento que le hiciera entrever que lo había advertido. Matías se quedó
admirándola, fijándose en los detalles del rostro, en esa armonía que
trasuntaba toda su persona. Esa noche, en la cama, pensaba en los motivos que
tendría una mujer así para estar en un pueblito de pescadores. Se preguntaba
dónde viviría, recordaba con nitidez sus ojos, sombreados por un sentimiento
que era a la vez indiferencia y desamparo.
El
invierno golpeó con fuerza. Un viento helado arañaba las casas, la arena era un
latigazo por las casas. Pocos pescadores se aventuraban en el mar que, por esos
días, se había tragado dos lanchas. Matías no cejaba. Seguía internándose mar
adentro. El espacio, invadido por el frío y el silencio, concordaba con su
estado de ánimo. Seguía viendo por las tardes a la mujer de las rocas. Ésta se
le había convertido en una obsesión. No se animaba a hablarla, ni siquiera
sabía si ella lo había visto. Pero su recuerdo era un tibio rescoldo para pasar
las noches. La vida no le parecía ya tan vacía.
Aquella madrugada, al levantarse, sintió el
hálito templado de la primavera. El mar era un esmalte plateado bajo la suave
fosforescencia del cielo, en donde el sol aún no había salido. Caminó por el
laberinto de callejuelas angostas mirando las casas, todavía envueltas en la
bruma del sueño. Toda la mañana navegó por un sol caliente. Recuperó el gozo de
mirar el mar; sus gavillas azules, verdes, rosadas. Alguna que otra bandada de
pájaros formaba círculos alborotados por encima de su cabeza.se acordó de sus
primeras experiencias como pescador, cuando cada jornada de mar era una tregua de
felicidad. Lo atraía ese silencio, cargado de perfumes salvajes, de peligros
latentes. Hacia el fin de la tarde emprendió el regreso. Pensó en la mujer de
las rocas, en su enigmática tristeza. Se decidió a hablarle. Quizá ella no lo
rechazara.
Al subir por el muelle el corazón le latía
con fuerza. Mientras se acercaba a las rocas, una aguda opresión se le hincó en
el pecho. Subió, casi corriendo, la pendiente del acantilado. Pero no encontró
a nadie. Sólo el chal blanco, que el viento comenzaba a arrastrar. De Extraño de ojos grises- México, 1982