Conocí a quien luego sería mi marido, Adolfo Colombres, el 9 de septiembre de 1972.
Por esa época yo hacía comentarios de libros para el programa Biblioteca de
Radio Nacional y debí comentar una novela de este joven autor desconocido hasta
el momento para mí. Ese día nos encontramos con el fin de que él me regalara su
libro, ya que antes llamó a la Radio para preguntar si los comentaristas nos
quedábamos con las obras. Ante la respuesta negativa me dejó su teléfono y
acordamos el encuentro. Me contó su conturbación por el suceso que por esos
días conmovió a la opinión pública pero que a él lo había afectado
particularmente: Clarisa Leaplace, una muchacha con la que sostuvo una
prolongada relación, había sido fusilada en Trelew. La ya conocida masacre de
Trelew consistió en el asesinato de dieciséis miembros de distintas organizaciones armadas peronista y
de izquierda, preso en el penal de Rawson, capturados tras un intento de fuga y
ametrallados posteriormente. Me contó también que un tiempo antes su estudio de
abogado había sido allanado y que él fue llevado detenido junto a su hermano
que se encontraba visitándolo, así como unas amigas de este último. El motivo parecía ser que había defendido a Luis
Leaplace, hermano de Clarice y militante del ERP, cuando éste fue traído
detenido a Buenos Aires. Adolfo estuvo unos días preso y luego fue puesto en
libertad, pero sus antecedentes quedaron en los archivo de los Servicio de
Inteligencia del Ejército. En el momento de conocernos estábamos bajo un
gobierno militar, el General Lanusse a cargo de la presidencia, y el cambio
que se aproximaba ya podía sentirse en el aire. Esa primavera fuimos a Gaspar
Campos, a celebrar la llegada al país del General Perón.
Nos
casamos el 18 de abril de 1973. Al regreso de nuestra luna de miel tuvimos la
experiencia inolvidable de abrirnos paso en una Plaza de Mayo atestada de un
pueblo alborozado y triunfante, que había acudido a acompañar a Cámpora,
flamante Presidente de la Nación. Los tiempos habían, parecía, cambiado y mi embarazo
era como un corolario para tanto alborozo. Vida nueva, proyectos nuevos, uno de
los cuales fue el de crear una editorial, Ediciones del Sol, como si un nuevo
sol alumbrase nuestros días. No tardamos en sentir el primer sacudón que nos
llevó a pensar en la fragilidad de nuestras ilusiones. En Chile, Salvador
Allende había sido salvajemente desplazado y asesinado para dar paso a un
gobierno militar que comenzó a desplegar su política de represión a sangre y
fuego. Nuestra hija, María del Sol, nacía el 10 de enero de 1074. Los cambios
se fueron gestando vertiginosamente y son conocidos de todos. Nosotros
mirábamos desde nuestra nueva vida cómo los sueños se nos iban desgarrando uno
a uno. En nuestra Editorial se publicó Revolución
y contrarrevolución en Chile, ensayo sobre los sucesos de Chile y Adolfo
Colombres publicó una nueva novela: El
oficio de militante, en la cual narraba las experiencias de un militante,
que eran en parte autobiográficas, ya que había incursionado brevemente en el
ERP. Yo comencé a concurrir a reuniones con compañeros de lo que se llamó La
Tendencia, pero complicaciones en el embarazo me impidieron continuar. Luego
llegaron la muerte de Perón, el gobierno de Isabelita, López Rega y las
fatídicas tres A. Comenzamos a sentir pánico por los antecedentes de Adolfo, mi
marido. La novela fue sacada de la venta y teníamos noticia de que Ediciones
del Sol, uno de cuyos socios estaba también comprometido, estaba en la mira de
las tres A. Luego vino el golpe del 24 de marzo. Si bien mi marido me
tranquilizaba, yo estaba muy asustada. Por mucho menos las personas eran
sacadas de sus casas para ir a formar parte del país de irán y no volverás. Los
cadáveres aparecían en los zanjones. Mi hija de un año y medio se paraba
aterrorizada en la cuna cuando sentía por las noches el ulular de las sirenas.
Yo había publicado un libro de poemas en donde uno de ellos era un homenaje a
Cuba y Fidel Castro. Pero sobre todo eran los antecedentes de quien entonces
era mi marido lo que me volvía loca de terror. En mi trabajo de Radio Nacional
yo estaba contratada y tenía el propósito de gestionar mi ingreso a planta
permanente. Mi marido, presintiendo que las cosas podían empeorar, gastó
nuestros ahorros en un viaje a América Latina, esperanzado en la posibilidad de
encontrar nuevos mercados para Ediciones del Sol. Esto sucedió en el verano de
1976. Fue en Venezuela que conoció a Wilson Hallo, conocido marchand de arte en
Ecuador, su país, quien se entusiasmó en que fuéramos allí a crear Ediciones
del Sol. Aterrorizada por todo lo que sucedía y nada convencida de que
pudiéramos resultar indemnes, impulsé con fuerza nuestra salida del país.
Nuestro departamento era alquilado y el dueño nos lo reclamaba por lo que
teníamos que entregárselo a corto plazo. El 18 de julio de 1976 partimos rumbo
a Quito, Ecuador, donde nos esperaba Wilson Hallo. De pronto nos encontramos en
una casa y un país extraño y nuestro corazón se acongojaba al pensar en todo lo
que dejáramos atrás sin saber si volveríamos alguna vez. Las condiciones de
vida fueron muy duras pues la Editorial tardaba en concretarse y mi marido no
tenía trabajo. Yo soy Profesora de Letras egresada de la UBA pero, a pesar de
mis intentos, no pude ingresar como profesora. El cuidado de mi hija de dos
años demandaba todo mi tiempo, principalmente porque allí no conocía a nadie y no
teníamos medios para dejarla al cuidado de alguien. Esto motivó que aceptara
vender libros en la calle para Central de Publicaciones, una empresa de venta
de enciclopedias cuyo dueño era Claudio Mena, uno de los eventuales socios de
la Editorial. Así, salí un día
sin haber vendido nunca ni el más mísero alfiler a recorrer oficinas por unas
calles absolutamente extrañas para mí. De todos modos nos costaba mucho
mantenernos. Y puedo decir que hubo días en que no teníamos qué comer, a pesar
de mis esfuerzos en la venta. A esto vino a sumarse que mi marido, que había
dejado su profesión de abogado, se dedicó al estudio de las culturas de los que
ahora se llaman “pueblos originarios”
pero en aquella época llevaban el conocido nombre de indígenas. Ya en Buenos
Aires había terminado su ensayo La
colonización cultural de la América Indígena, que fue la primera
publicación de Ediciones del Sol de Quito. Su pasión por esas causas lo llevaba
a frecuentar las tribus del país y a visitar con frecuencia la selva, en donde
se encontraban varias comunidades aborígenes. También a concurrir al Instituto
Indigenista de Ecuador, cuyo Director comenzó a tomarle inquina al ver la
consideración que los indígenas sentían por él. Poco después caía arrestado por
ser extranjero e inmiscuirse, decían, en la política con los pueblos
originarios. Esta vez fueron sólo unos días y las cosas volvieron a su
normalidad. El ensayo tuvo éxito y Salomón Nahmad, Director del Instituto
Indigenista de México (INI), le propuso en una carta que fuera a trabajar allí.
Yo lo animé a que aceptara, pues nuestra situación en Ecuador era muy dura. En
esos dos años que estuvimos allí mi padre me regaló dos pasajes para que mi
hija y yo pudiéramos venir a Argentina. Ellos se habían separado y mi madre
estaba muy venida a menos con una enfermedad de los ojos que la estaba llevando
a la ceguera y se desesperaba de no volver a ver a su nieta adorada. Quiero
agregar aquí que para fin de año del 76 llegó a mi casa un cable anunciando que a mi
primo, Miguel Zavala Rodríguez, lo habían matado en la calle, habiendo
desparecido su mujer y sus dos hijitas, de dos y tres años. Él era militante
montonero. Esta noticia constituyó para mí un duro golpe. Pero era también una
fuente de preocupación pues cuando llegué a Buenos Aires sentí mucho temor,
sobre todo al llenar el formulario para el pasaporte donde constaba el apellido
de mi madre, Felisa María Zavala Rodríguez. En esa oportunidad se demoraron más
de la cuenta en entregármelo y debí acudir a un amigo que era miembro de la
Policía. El regreso a Ecuador fue muy desgarrante pues por ningún motivo mi ex
marido podía volver y, si bien yo entraba al país, no podía establecerme aquí
como hubiera sido mi deseo y también el suyo.
En
Ecuador las cosas se complicaron cuando los Shuar, una tribu de allí, organizó
un Congreso en Cuenca. Llegaban observadores de todo el mundo y Adolfo decidió
concurrir, a pesar de mis ruegos por el peligro que presentía para él. El Congreso
fue prohibido por el gobierno, que, al igual que en Argentina, estaba regido
por una Junta militar. El presidente era el almirante Poveda. Los Shuar se
refugiaron en la selva en pie de guerra y desde Cuenca partían los ómnibus con
los asistentes a dicho congreso. Pocos días después me avisaron que a mi marido
lo habían llevado preso en Cuenca y que nada se sabía de él. Acompañada de una
amiga recorrí los retenes (cárceles), abarrotadas de argentinos y chilenos pues
por esos días habían secuestrado y asesinado a un industrial y se decía que sólo
los argentinos, chilenos o peruanos, éramos capaces de cometer tan nefando
crimen. Mi búsqueda fue infructuosa. Pasaron otros tres o cuatro días sin
noticias no pude dejar de recordar las desapariciones de mi país y me pareció
estar viviendo una situación similar. No me atrevía a llamar a la Embajada
Argentina pues con los antecedentes de mi marido podría ser contraproducente.
Pero conocía a un funcionario de allí, amigo de un primo mío, y, luego de que me asegurara de que guardaría el
secreto, me prometió averiguar por él. A las pocas hora me llamó para decirme
dónde podía ubicarlo. Estaba preso en los altos de una escuela. Me aconsejó que fuera de su parte y que le llevara comida. Al mismo tiempo llamé a un escritor
muy conocido que tenía amistad con el Ministro para que intercediera por mi
marido. La empleada de mi casa, al comprobar mi preocupación y entrever lo que
sucedía, quiso irse y tuve que valerme
de toda mi capacidad de persuasión para que no nos abandonara en esas
circunstancias. El escritor me llamó una de esas mañanas diciéndome que ya
podía ir a buscarlo, que el ministro le había asegurado que lo liberarían pero, cuando
llegué, el oficial a cargo de esa improvisada cárcel me dijo: “No, señora.
Prepárele la valija pues será deportado en veinticuatro horas.” Comprendí de
golpe lo que eso significaba en nuestra Argentina de 1977. Se le anuló la visa
con el cargo de “Soliviantar a los indígenas contra el gobierno” lo que era,
por supuesto, totalmente falso. Llamé infructuosamente a todos mis conocidos.
Los mismos que antes compartieran con nosotros noches de amistad y vino, se
retiraban con temor y se negaban a atenderme. Aterrada de que mi marido pudiera
ser deportado me decidí a ver al Presidente. Averigüé su dirección, y en
compañía de un amigo, me aposté en la puerta de su residencia. El guarda me dijo que no estaba pero que era
imposible que me recibiera sin audiencia. Decidí que esperaría su llegada. Lo
abordaría pasara lo que pasase. Una persona de la casa que entró en ese momento
sintió intriga por mi obstinada presencia y me preguntó de parte de quién iba.
Le respondí casi sin pensar: “Del Dr. Kusrrow”. Se trataba de un médico
quiropráctico argentino radicado en Quito que me trató por una fractura de
coxis, ocasión en la que me contó que el Presidente le estaba muy agradecido
porque lo había salvado de una operación de hernia de disco. El hombre entró en
la casa y al momento se abrieron las puertas de la residencia invitándome a
entrar. El Presidente llegaría en breve, me dijeron. Yo llevaba conmigo un
cable que me enviara Salomón Mahmad, el Director del INI, quien había llamado a
mi marido para preguntar si se concretaría la oferta de trabajar en el INI. Al informarle que estaba preso, me tranquilizó diciéndome que
le enviaría un cable en donde constara que el Instituto Nacional Indigenista de
México requería sus servicios. Cuando el Presidente llegó y fue informado de
parte de quién iba se sentó y con amabilidad escuchó lo que me sucedía. Se
conmovió ante mi llanto y miedo de que enviaran a mi marido a la Argentina. Me
dijo que esa tarde fuera al Palacio de Gobierno para ver cómo podíamos
solucionar el problema. Así lo hice y ese mismo día habilitaron el pasaporte, cuyas
páginas habían sido cruzadas por una línea negra que decía “Visa anulada por
deportación”. para que mi marido pudiera salir a México a la mañana siguiente, de acuerdo a la palabra que di al Presidente.Yo lo había alertado por teléfono a mi
familia y la suya quienes estuvieron de acuerdo en girarme para el pasaje. Lo
compré esa misma tarde con el préstamo de un amigo en vista de lo urgente del
caso. Esa noche salió en libertad para arreglar su valija y a la mañana
siguiente llegaron a buscarlo de Migraciones para que tomara el avión a México.
Quiero agregar aquí que tantos problemas, carencias y falta de oportunidades
habían ya resquebrajado nuestra relación. Nuestros desacuerdos eran grandes y
constantes y, aunque yo luché por su libertad y seguridad, tenía conciencia de
que entre nosotros las cosas ya no eran como antes y que las últimas ilusiones
se estaban despedazando. Por otra parte, con la situación en Argentina me era imposible
pensar en volver.
Me
quedé entonces en Quito mientras mi marido partía a México. En ese momento mi
hija cumplía ya cuatro años. Era enero de 1978. Debí levantar sola la casa,
vender los muebles con que poco a poco la fuimos amueblando, embalar los libros
y otros enseres y enviarlos a México, adonde yo lo seguiría ni bien terminara
con esos menesteres. Creo que de todo esto podrá surgir una impresión clara del
sostenido esfuerzo que recayó sobre mí el preocuparme por salvar a mi marido, el
cuidado de mi pequeña y de mi propio trabajo que no abandoné ni aún en esas
circunstancias. Tal vez el sólo hecho de lo que podría pasar de volver al país
me dio esa fuerza.
Viaje
a México veinte días después a reunirme con mi marido. Si bien él ya había
firmado su contrato, debíamos buscar vivienda, encontrar trabajo para mí pues
su sueldo no alcanzaba, encontrar también un colegio para mi hija. La nostalgia
de Argentina era una constante en nuestras vidas. Pero eso por aquella época
era una utopía. En México se estabilizó un poco nuestra situación. Por ese
entonces recibí carta de mi madre en la que me informaba la desaparición de mi
prima Julia Elena Zavala Rodríguez hermana de Miguel muerto, como dije, dos
años antes. La sacaron de su casa seis hombres con armas largas y nunca más
supimos de ella. Eso también significó un golpe para mí. Mi madre venía también
a visitarnos y cuando regresaba se apoderaba de nosotros una opresiva sensación
de orfandad. Mi hija me acuciaba a preguntas de por qué no podía vivir en su
patria con su abuela, tíos y primos y yo trataba de explicarle que su padre no
podía volver. A principios de 1982, un poco antes de la guerra de Malvinas, se
hablaba de que ya los militares habían aflojado la mano y mi marido decidió
correr el riesgo para ver qué pasaba. Vinimos los tres en enero del 82. Pero
fue una acción temeraria de su parte que pudo haberle costado cara pues no le
entregaban el pasaporte que llevó para revalidarlo. Cada vez que iba a buscarlo
me pedía que lo acompañara y me quedara en la puerta de la jefatura de la
Policía por si no salía. Me había dado instrucciones para que, si eso sucedía,
avisara a su padre que era un conocido abogado de Tucumán para que moviera
alguna de los importantes contactos que él tenía acá. Llegó el momento en que
teníamos que volver y a mí a mi hija nos entregáramos el pasaporte. A él no.
Como debía reintegrarse a su trabajo en Culturas Populares en México, me pidió
que regresara con nuestra hija y pusiera sobre aviso a su jefe. Con muchísima
preocupación y pena debí hacerlo. Pasó un mes antes de que se le diera
autorización para salir del país. Todo ese tiempo viví en la zozobra de si
volveríamos a vernos y de que pudiera ser detenido a último momento. Por suerte
pudo llegar nuevamente a México y continuar nuestra vida normal.
Regresé con mi hija a fines del 82. Ese año vivimos desde México la
Guerra de Malvinas con el corazón traspasado. Pero ya la democracia era una
esperanza cierta. Mi marido vino un mes después. Esta vez fue él quien se quedó
levantando la casa y dando cumplimiento a sus última obligaciones laborales. En
adelante seríamos nuevamente exiliados pues nos habíamos encariñado con el país
que nos acogió. Yo tenía ya cuarenta años y me resultaba muy difícil insertarme
en el mercado laboral, con mayor razón si se piensa que regresábamos más
temprano que otros exiliados, empujados por la congoja de mi marido que no
aguantaba más la distancia y la ausencia. Todavía no llegaba la democracia.
Regresábamos a un país devastado que no nos abrió sus puertas. Vivimos todo ese
año de la ayuda de nuestros padres. Sólo con el advenimiento de la democracia
yo conseguiría algún trabajo, pero ese quiebre no podría superarse pues yo ya
no tenía la edad adecuada. Fui nombrada
en la Biblioteca del Concejo Deliberante de la que fui cesanteada a pesar de
cumplir normalmente mis tareas y desde
entonces sufrí el desempleo y el subempleo. Estuve más de cinco años sin
entrada alguna y viviendo de la ayuda de mi familia. A pesar de haber publicado
libros y de haber obtenido en México el Premio “Juan Rulfo” en 1981 para
Primera Novela, pues también soy escritora, de ganar aquí el Premio Círculo de
Lectores y el Segundo Premio Municipal de Novela, me resultó muy difícil
conseguir aquí un empleo digno hasta más allá de los 60 años. Mi hija ha
sufrido el desarraigo y esto le ha ocasionado algunos problemas, entre otros el
no haber tenido, como yo y mi marido, una infancia en lugares a los que pueda
regresar y reconocer. En fin, tal vez no hubiéramos sufrido el divorcio, aunque
ello sea hoy algo corriente.
Ésta
es, a grandes rasgos, la historia de nuestro exilio, que si bien pareciera
atípico, fue al fin y al cabo un desarraigo doloroso cuyo precio no dejamos de
pagar, para bien y para mal.