martes, 21 de marzo de 2017

EXILIO- Paulina Movsichoff





Conocí a quien luego sería mi marido,  Adolfo Colombres, el 9 de septiembre de 1972. Por esa época yo hacía comentarios de libros para el programa Biblioteca de Radio Nacional y debí comentar una novela de este joven autor desconocido hasta el momento para mí. Ese día nos encontramos con el fin de que él me regalara su libro, ya que antes llamó a la Radio para preguntar si los comentaristas nos quedábamos con las obras. Ante la respuesta negativa me dejó su teléfono y acordamos el encuentro. Me contó su conturbación por el suceso que por esos días conmovió a la opinión pública pero que a él lo había afectado particularmente: Clarisa Leaplace, una muchacha con la que sostuvo una prolongada relación, había sido fusilada en Trelew. La ya conocida masacre de Trelew consistió en el asesinato de dieciséis miembros de  distintas organizaciones armadas peronista y de izquierda, preso en el penal de Rawson, capturados tras un intento de fuga y ametrallados posteriormente. Me contó también que un tiempo antes su estudio de abogado había sido allanado y que él fue llevado detenido junto a su hermano que se encontraba visitándolo, así como unas amigas de este último. El  motivo parecía ser que había defendido a Luis Leaplace, hermano de Clarice y militante del ERP, cuando éste fue traído detenido a Buenos Aires. Adolfo estuvo unos días preso y luego fue puesto en libertad, pero sus antecedentes quedaron en los archivo de los Servicio de Inteligencia del Ejército. En el momento de conocernos estábamos bajo un gobierno militar, el General Lanusse a cargo de la presidencia, y el cambio que se aproximaba ya podía sentirse en el aire. Esa primavera fuimos a Gaspar Campos, a celebrar la llegada al país del General Perón.
  Nos casamos el 18 de abril de 1973. Al regreso de nuestra luna de miel tuvimos la experiencia inolvidable de abrirnos paso en una Plaza de Mayo atestada de un pueblo alborozado y triunfante, que había acudido a acompañar a Cámpora, flamante Presidente de la Nación. Los tiempos habían, parecía, cambiado y mi embarazo era como un corolario para tanto alborozo. Vida nueva, proyectos nuevos, uno de los cuales fue el de crear una editorial, Ediciones del Sol, como si un nuevo sol alumbrase nuestros días. No tardamos en sentir el primer sacudón que nos llevó a pensar en la fragilidad de nuestras ilusiones. En Chile, Salvador Allende había sido salvajemente desplazado y asesinado para dar paso a un gobierno militar que comenzó a desplegar su política de represión a sangre y fuego. Nuestra hija, María del Sol, nacía el 10 de enero de 1074. Los cambios se fueron gestando vertiginosamente y son conocidos de todos. Nosotros mirábamos desde nuestra nueva vida cómo los sueños se nos iban desgarrando uno a uno. En nuestra Editorial se publicó Revolución y contrarrevolución en Chile, ensayo sobre los sucesos de Chile y Adolfo Colombres publicó una nueva novela: El oficio de militante, en la cual narraba las experiencias de un militante, que eran en parte autobiográficas, ya que había incursionado brevemente en el ERP. Yo comencé a concurrir a reuniones con compañeros de lo que se llamó La Tendencia, pero complicaciones en el embarazo me impidieron continuar. Luego llegaron la muerte de Perón, el gobierno de Isabelita, López Rega y las fatídicas tres A. Comenzamos a sentir pánico por los antecedentes de Adolfo, mi marido. La novela fue sacada de la venta y teníamos noticia de que Ediciones del Sol, uno de cuyos socios estaba también comprometido, estaba en la mira de las tres A. Luego vino el golpe del 24 de marzo. Si bien mi marido me tranquilizaba, yo estaba muy asustada. Por mucho menos las personas eran sacadas de sus casas para ir a formar parte del país de irán y no volverás. Los cadáveres aparecían en los zanjones. Mi hija de un año y medio se paraba aterrorizada en la cuna cuando sentía por las noches el ulular de las sirenas. Yo había publicado un libro de poemas en donde uno de ellos era un homenaje a Cuba y Fidel Castro. Pero sobre todo eran los antecedentes de quien entonces era mi marido lo que me volvía loca de terror. En mi trabajo de Radio Nacional yo estaba contratada y tenía el propósito de gestionar mi ingreso a planta permanente. Mi marido, presintiendo que las cosas podían empeorar, gastó nuestros ahorros en un viaje a América Latina, esperanzado en la posibilidad de encontrar nuevos mercados para Ediciones del Sol. Esto sucedió en el verano de 1976. Fue en Venezuela que conoció a Wilson Hallo, conocido marchand de arte en Ecuador, su país, quien se entusiasmó en que fuéramos allí a crear Ediciones del Sol. Aterrorizada por todo lo que sucedía y nada convencida de que pudiéramos resultar indemnes, impulsé con fuerza nuestra salida del país. Nuestro departamento era alquilado y el dueño nos lo reclamaba por lo que teníamos que entregárselo a corto plazo. El 18 de julio de 1976 partimos rumbo a Quito, Ecuador, donde nos esperaba Wilson Hallo. De pronto nos encontramos en una casa y un país extraño y nuestro corazón se acongojaba al pensar en todo lo que dejáramos atrás sin saber si volveríamos alguna vez. Las condiciones de vida fueron muy duras pues la Editorial tardaba en concretarse y mi marido no tenía trabajo. Yo soy Profesora de Letras egresada de la UBA pero, a pesar de mis intentos, no pude ingresar como profesora. El cuidado de mi hija de dos años demandaba todo mi tiempo, principalmente porque allí no conocía a nadie y no teníamos medios para dejarla al cuidado de alguien. Esto motivó que aceptara vender libros en la calle para Central de Publicaciones, una empresa de venta de enciclopedias cuyo dueño era Claudio Mena, uno de los eventuales socios de la Editorial.  Así, salí un día sin haber vendido nunca ni el más mísero alfiler a recorrer oficinas por unas calles absolutamente extrañas para mí. De todos modos nos costaba mucho mantenernos. Y puedo decir que hubo días en que no teníamos qué comer, a pesar de mis esfuerzos en la venta. A esto vino a sumarse que mi marido, que había dejado su profesión de abogado, se dedicó al estudio de las culturas de los que ahora se  llaman “pueblos originarios” pero en aquella época llevaban el conocido nombre de indígenas. Ya en Buenos Aires había terminado su ensayo La colonización cultural de la América Indígena, que fue la primera publicación de Ediciones del Sol de Quito. Su pasión por esas causas lo llevaba a frecuentar las tribus del país y a visitar con frecuencia la selva, en donde se encontraban varias comunidades aborígenes. También a concurrir al Instituto Indigenista de Ecuador, cuyo Director comenzó a tomarle inquina al ver la consideración que los indígenas sentían por él. Poco después caía arrestado por ser extranjero e inmiscuirse, decían, en la política con los pueblos originarios. Esta vez fueron sólo unos días y las cosas volvieron a su normalidad. El ensayo tuvo éxito y Salomón Nahmad, Director del Instituto Indigenista de México (INI), le propuso en una carta que fuera a trabajar allí. Yo lo animé a que aceptara, pues nuestra situación en Ecuador era muy dura. En esos dos años que estuvimos allí mi padre me regaló dos pasajes para que mi hija y yo pudiéramos venir a Argentina. Ellos se habían separado y mi madre estaba muy venida a menos con una enfermedad de los ojos que la estaba llevando a la ceguera y se desesperaba de no volver a ver a su nieta adorada. Quiero agregar aquí que para fin de año del 76 llegó a mi casa un cable anunciando que a mi primo, Miguel Zavala Rodríguez, lo habían matado en la calle, habiendo desparecido su mujer y sus dos hijitas, de dos y tres años. Él era militante montonero. Esta noticia constituyó para mí un duro golpe. Pero era también una fuente de preocupación pues cuando llegué a Buenos Aires sentí mucho temor, sobre todo al llenar el formulario para el pasaporte donde constaba el apellido de mi madre, Felisa María Zavala Rodríguez. En esa oportunidad se demoraron más de la cuenta en entregármelo y debí acudir a un amigo que era miembro de la Policía. El regreso a Ecuador fue muy desgarrante pues por ningún motivo mi ex marido podía volver y, si bien yo entraba al país, no podía establecerme aquí como hubiera sido mi deseo y también el suyo.
  En Ecuador las cosas se complicaron cuando los Shuar, una tribu de allí, organizó un Congreso en Cuenca. Llegaban observadores de todo el mundo y Adolfo decidió concurrir, a pesar de mis ruegos por el peligro que presentía para él. El Congreso fue prohibido por el gobierno, que, al igual que en Argentina, estaba regido por una Junta militar. El presidente era el almirante Poveda. Los Shuar se refugiaron en la selva en pie de guerra y desde Cuenca partían los ómnibus con los asistentes a dicho congreso. Pocos días después me avisaron que a mi marido lo habían llevado preso en Cuenca y que nada se sabía de él. Acompañada de una amiga recorrí los retenes (cárceles), abarrotadas de argentinos y chilenos pues por esos días habían secuestrado y asesinado a un industrial y se decía que sólo los argentinos, chilenos o peruanos, éramos capaces de cometer tan nefando crimen. Mi búsqueda fue infructuosa. Pasaron otros tres o cuatro días sin noticias no pude dejar de recordar las desapariciones de mi país y me pareció estar viviendo una situación similar. No me atrevía a llamar a la Embajada Argentina pues con los antecedentes de mi marido podría ser contraproducente. Pero conocía a un funcionario de allí, amigo de un primo mío, y,  luego de que me asegurara de que guardaría el secreto, me prometió averiguar por él. A las pocas hora me llamó para decirme dónde podía ubicarlo. Estaba preso en los altos de una escuela. Me aconsejó que fuera de su parte y que le llevara comida. Al mismo tiempo llamé a un escritor muy conocido que tenía amistad con el Ministro para que intercediera por mi marido. La empleada de mi casa, al comprobar mi preocupación y entrever lo que sucedía,  quiso irse y tuve que valerme de toda mi capacidad de persuasión para que no nos abandonara en esas circunstancias. El escritor me llamó una de esas mañanas diciéndome que ya podía ir a buscarlo, que el ministro le había asegurado que lo liberarían pero, cuando llegué, el oficial a cargo de esa improvisada cárcel me dijo: “No, señora. Prepárele la valija pues será deportado en veinticuatro horas.” Comprendí de golpe lo que eso significaba en nuestra Argentina de 1977. Se le anuló la visa con el cargo de “Soliviantar a los indígenas contra el gobierno” lo que era, por supuesto, totalmente falso. Llamé infructuosamente a todos mis conocidos. Los mismos que antes compartieran con nosotros noches de amistad y vino, se retiraban con temor y se negaban a atenderme. Aterrada de que mi marido pudiera ser deportado me decidí a ver al Presidente. Averigüé su dirección, y en compañía de un amigo, me aposté en la puerta de su residencia.  El guarda me dijo que no estaba pero que era imposible que me recibiera sin audiencia. Decidí que esperaría su llegada. Lo abordaría pasara lo que pasase. Una persona de la casa que entró en ese momento sintió intriga por mi obstinada presencia y me preguntó de parte de quién iba. Le respondí casi sin pensar: “Del Dr. Kusrrow”. Se trataba de un médico quiropráctico argentino radicado en Quito que me trató por una fractura de coxis, ocasión en la que me contó que el Presidente le estaba muy agradecido porque lo había salvado de una operación de hernia de disco. El hombre entró en la casa y al momento se abrieron las puertas de la residencia invitándome a entrar. El Presidente llegaría en breve, me dijeron. Yo llevaba conmigo un cable que me enviara Salomón Mahmad, el Director del INI, quien había llamado a mi marido para preguntar si se concretaría la oferta de trabajar en el INI.  Al informarle que  estaba preso, me tranquilizó diciéndome que le enviaría un cable en donde constara que el Instituto Nacional Indigenista de México requería sus servicios. Cuando el Presidente llegó y fue informado de parte de quién iba se sentó y con amabilidad escuchó lo que me sucedía. Se conmovió ante mi llanto y miedo de que enviaran a mi marido a la Argentina. Me dijo que esa tarde fuera al Palacio de Gobierno para ver cómo podíamos solucionar el problema. Así lo hice y ese mismo día habilitaron el pasaporte, cuyas páginas habían sido cruzadas por una línea negra que decía “Visa anulada por deportación”. para que mi marido pudiera salir a México a la mañana siguiente, de acuerdo a la palabra que di al Presidente.Yo lo había alertado por teléfono a mi familia y la suya quienes estuvieron de acuerdo en girarme para el pasaje. Lo compré esa misma tarde con el préstamo de un amigo en vista de lo urgente del caso. Esa noche salió en libertad para arreglar su valija y a la mañana siguiente llegaron a buscarlo de Migraciones para que tomara el avión a México. Quiero agregar aquí que tantos problemas, carencias y falta de oportunidades habían ya resquebrajado nuestra relación. Nuestros desacuerdos eran grandes y constantes y, aunque yo luché por su libertad y seguridad, tenía conciencia de que entre nosotros las cosas ya no eran como antes y que las últimas ilusiones se estaban despedazando. Por otra parte, con la situación en Argentina me era imposible pensar en volver.
  Me quedé entonces en Quito mientras mi marido partía a México. En ese momento mi hija cumplía ya cuatro años. Era enero de 1978. Debí levantar sola la casa, vender los muebles con que poco a poco la fuimos amueblando, embalar los libros y otros enseres y enviarlos a México, adonde yo lo seguiría ni bien terminara con esos menesteres. Creo que de todo esto podrá surgir una impresión clara del sostenido esfuerzo que recayó sobre mí el preocuparme por salvar a mi marido, el cuidado de mi pequeña y de mi propio trabajo que no abandoné ni aún en esas circunstancias. Tal vez el sólo hecho de lo que podría pasar de volver al país me dio esa fuerza.
  Viaje a México veinte días después a reunirme con mi marido. Si bien él ya había firmado su contrato, debíamos buscar vivienda, encontrar trabajo para mí pues su sueldo no alcanzaba, encontrar también un colegio para mi hija. La nostalgia de Argentina era una constante en nuestras vidas. Pero eso por aquella época era una utopía. En México se estabilizó un poco nuestra situación. Por ese entonces recibí carta de mi madre en la que me informaba la desaparición de mi prima Julia Elena Zavala Rodríguez hermana de Miguel muerto, como dije, dos años antes. La sacaron de su casa seis hombres con armas largas y nunca más supimos de ella. Eso también significó un golpe para mí. Mi madre venía también a visitarnos y cuando regresaba se apoderaba de nosotros una opresiva sensación de orfandad. Mi hija me acuciaba a preguntas de por qué no podía vivir en su patria con su abuela, tíos y primos y yo trataba de explicarle que su padre no podía volver. A principios de 1982, un poco antes de la guerra de Malvinas, se hablaba de que ya los militares habían aflojado la mano y mi marido decidió correr el riesgo para ver qué pasaba. Vinimos los tres en enero del 82. Pero fue una acción temeraria de su parte que pudo haberle costado cara pues no le entregaban el pasaporte que llevó para revalidarlo. Cada vez que iba a buscarlo me pedía que lo acompañara y me quedara en la puerta de la jefatura de la Policía por si no salía. Me había dado instrucciones para que, si eso sucedía, avisara a su padre que era un conocido abogado de Tucumán para que moviera alguna de los importantes contactos que él tenía acá. Llegó el momento en que teníamos que volver y a mí a mi hija nos entregáramos el pasaporte. A él no. Como debía reintegrarse a su trabajo en Culturas Populares en México, me pidió que regresara con nuestra hija y pusiera sobre aviso a su jefe. Con muchísima preocupación y pena debí hacerlo. Pasó un mes antes de que se le diera autorización para salir del país. Todo ese tiempo viví en la zozobra de si volveríamos a vernos y de que pudiera ser detenido a último momento. Por suerte pudo llegar nuevamente a México y continuar nuestra vida normal.
  Regresé con mi hija a fines del 82. Ese año vivimos desde México la Guerra de Malvinas con el corazón traspasado. Pero ya la democracia era una esperanza cierta. Mi marido vino un mes después. Esta vez fue él quien se quedó levantando la casa y dando cumplimiento a sus última obligaciones laborales. En adelante seríamos nuevamente exiliados pues nos habíamos encariñado con el país que nos acogió. Yo tenía ya cuarenta años y me resultaba muy difícil insertarme en el mercado laboral, con mayor razón si se piensa que regresábamos más temprano que otros exiliados, empujados por la congoja de mi marido que no aguantaba más la distancia y la ausencia. Todavía no llegaba la democracia. Regresábamos a un país devastado que no nos abrió sus puertas. Vivimos todo ese año de la ayuda de nuestros padres. Sólo con el advenimiento de la democracia yo conseguiría algún trabajo, pero ese quiebre no podría superarse pues yo ya no tenía la edad adecuada.  Fui nombrada en la Biblioteca del Concejo Deliberante de la que fui cesanteada a pesar de cumplir normalmente mis tareas  y desde entonces sufrí el desempleo y el subempleo. Estuve más de cinco años sin entrada alguna y viviendo de la ayuda de mi familia. A pesar de haber publicado libros y de haber obtenido en México el Premio “Juan Rulfo” en 1981 para Primera Novela, pues también soy escritora, de ganar aquí el Premio Círculo de Lectores y el Segundo Premio Municipal de Novela, me resultó muy difícil conseguir aquí un empleo digno hasta más allá de los 60 años. Mi hija ha sufrido el desarraigo y esto le ha ocasionado algunos problemas, entre otros el no haber tenido, como yo y mi marido, una infancia en lugares a los que pueda regresar y reconocer. En fin, tal vez no hubiéramos sufrido el divorcio, aunque ello sea hoy algo corriente.
  Ésta es, a grandes rasgos, la historia de nuestro exilio, que si bien pareciera atípico, fue al fin y al cabo un desarraigo doloroso cuyo precio no dejamos de pagar, para bien y para mal.