Virginia Woolf,
hablando de la mujer del siglo dieciséis
dice: “Aquella mujer del siglo dieciséis, entonces, que nació con talento para
la poesía, fue una mujer infeliz, una mujer en lucha consigo misma”. Y recuerdo
entonces mi primer encuentro con Irene Gruss. Fue una tarde de verano a principios
de los 90. Ambas esperábamos, sentadas en un banco de la parroquia de San
Carlos, que llegase gente, mujeres, más precisamente, a una reunión que tendría
lugar instantes después sobre las mujeres que aman demasiado, como el libro
homónimo que era un boom para las mujeres que estábamos cansadas de amar y no
ser correspondidas, de luchar solas con la crianza de hijos y un matrimonio
deshecho en tiempos donde aquello no era para nada común. Nos dijimos nuestros
nombres. Me quedé sorprendida cuando le pregunté a qué se dedicaba y me informó
que era escritora. “Yo también lo soy”, le dije. Luego comenzó el taller o lo
que fuese y nos concentramos en hablar de nuestras peripecias sentimentales que
nos habían llevado a buscar ese desesperado recurso. Muchas tardes se
sucedieron en las que poco a poco íbamos tratando de ayudarnos una a otra a desenredar
el ovillo de nuestros dolores. Yo no sabía su apellido y de todos modos jamás
había leído algo suyo. Me di cuenta de que ella era poeta porque una vez contó
que había recibido a un colega en su casa que venía de San Luis, mi tierra, y
lo nombró. Se trataba de Patricio Torne. “Yo lo conozco”, le dije y ella hizo
una mueca de fastidio. “Esto es anónimo”, me reconvino. Muchas veces no pudimos
ponernos de acuerdo en algo referente a nuestras respectivas vidas y no
recuerdo bien qué era. Pero allí llevábamos nuestro muñón sangrante,
descansábamos de las piedras de nuestra pesada mochila y podíamos, por un rato
bromear, llorar, sentirnos libres y hermanas entre nosotras. Recuerdo que
alguna vez contó que se iba a Necochea sola. Creo que de aquel encuentro con el
mar y su soledad, que no le resultó fácil, surge su poema “Una mujer sola
frente al mar”. Luego me fui de allí y no volví a verla. Tampoco en ese entonces
leía sus poemas. Ni ella los míos. Pero
de todos modos no unió un afecto que no llegó creo a romperse, porque como diez
años más tarde, yo esperaba a que me dieran un turno en el Ameghino con un
psiquiatra pues mis molestias emocionales no había cesado y, como la espera
para obtenerlo era prolongada (más de cinco horas) me decidí en serio a
acometer “Adán Buenos Aires” de Marechal. Pasó ella y luego de saludarme se
sentó a mi lado. Miró lo que leía y esbozó una mueca como para decir “qué
paciencia”. Cuando le conté que mi problema con aquel amor no había cesado me
contestó riendo: “No cambiás más vos”. Tenía razón. Luego la escuché en alguna
lectura de poemas, aquel “yo lavaba ropa” que tanta proyección le dio como
poeta. Yo también lo había contado pero en una novela sobre el exilio.Y
entonces pienso que si a la mujer del siglo dieciséis no se le ocurría
escribir, las mujeres del 20 podíamos ya hacerlo, pero sin haber curado
nuestras heridas, sin haber sido atendidas debidamente en nuestras llagas psíquicas.
¿Qué pasó con Irene después? Nunca lo supe. Pero me digo que tal vez no obtuvo
la suficiente ayuda, que algo la enfermó gravemente. Por eso mi respeto hacia
ella es mayor por todo lo que tuvo que sortear y, a pesar de ello, escribió. Su
gran talento la llevó a abrirse paso entre sus pares, mujeres y hombres y
convertirse en la gran poeta que fue.
jueves, 27 de diciembre de 2018
sábado, 3 de noviembre de 2018
PALABRA-
Abrir la palabra como el
arca
que guarda los enigmas
como ese animal que nos
expresa con sus ojos
en las tardes en que la
lluvia nos distrae
Porque hemos aprendido a no
saber
a no mirar la frente donde
aletea ese fulgor nocturno
a vestirnos tan sólo con las
plegarias de la vigilia
Sin embargo también
pertenecemos a aquello
que sin nombrarnos nos
describe
a esa orilla llameante en
donde todos los gestos
tienen el resplandor rojizo
de un olvidado poderío
Allí se ha cumplido todo
Allí recibimos el beso de la
revelación
el zumbido incansable de una
ley más fugaz que el relámpago
Paulina Movichoff- Coral en la tiniebla
viernes, 2 de noviembre de 2018
UN PASEO
UN
PASEO
Evangelina Allende decidió que era hora de ir
a dar una vuelta aquella tarde nublada de principios de septiembre, cuando la
soledad se le volvió irrespirable entre las cuatro paredes de su departamento.
Vivía como una reclusa luego de dicidir que la vida no valía la pena sin su
marido. Justamente un día de septiembre, veinte años atrás, él se había ido con
la otra. En realidad fue ella quien tomó la decisión de no seguir compartiendo
el techo con un traidor, mostrándose inflexible a ruegos y promesas por parte
de Emilio, quien le aseguraba que aquello no era más que una aventura pasajera.
Evangelina se negó a escucharlo. “Vamos a ver si además de ponerse perfume
francés para la cama se atreve a pasar el resto de sus días ocupándose de tus camisas
y calzoncillos”, le dijo, tratando de que él no notara sus lágrimas.
Emilio no había sido un marido perfecto,
pero los cinco hijos en común y el haber
envejecido juntos podría haberse tomado como un augurio de que así continuarían
hasta el final. Sin embargo, a los sesenta cumplidos, él se había buscado una
de treinta. Cuando se enteró, Evangelina
pasó toda una noche hamacándose en la mecedora de floripondios color borra
vino. Al amanecer decidió que no compartiría un día más de su vida con él. A pesar
del agudo dolor, de su orgullo mancillado, la vida siguió por los carriles
normales, o casi. Aún le quedaban dos hijas sin casar. Los tres varones lo
habían hecho tiempo atrás y una pléyade de nietos alborotaba la quietud de sus
horas. Silvia y Laura, las dos menores,
estudiaban y trabajaban. El esperarlas cada tarde, velar por sus necesidades,
la ayudaba a sentir que estaba aún al resguardo de la intemperie. Sin embargo,
el frágil hilo de sus fervores se cortó de pronto cuando ellas se casaron con un
año de diferencia. Entonces se quedó sola con sus fantasmas en el enorme piso
que con tanto esmero decorara al instalarse en Buenos Aires luego de pasar la
mitad de la vida en Nueva Medina. A veces, cuando sentada en la mecedora
contemplaba las sombras que comenzaban a lamer de a poco paredes y muebles,
creía escuchar el sonido de la llave y ver a Emilio avanzando hacia ella para
poner en su mejilla el beso con que la saludaba cada tarde durante sus años de
vida en común. Su solitario corazón renacía los domingos, día en que los hijos
iban a visitarla. Por breves pero felices momentos podía sentirse como una
gallina cobijando a sus polluelos, igual que en el pasado. Algunas amigas la
llamaban a veces para invitarla a interminables tés de los que salía prometiéndose
no volver. La cansaban aquellas reuniones en donde sólo se hablaba de
quehaceres domésticos, modas y chismes televisivos. Pero por la noche, en las
largas noches de insomnio, pensaba que algo estaba descompuesto en ella, como
si la máquina que llevara adelante sus fervores hubiera empezado a oxidarse.
La última sensación de que “la vida estaba
viva”, como solía decir, la invadió en aquellos viajes a México que Emilio,
quien nunca se desentendió del todo de su suerte le regalara, preocupado y sintiéndose
tal vez culpable de aquella progresiva melancolía. No fueron precisamente
excursiones de turismo. Iba a visitar a Silvia, su hija mayor, exiliada con el
marido y los chicos en la noche oscura del Proceso. Al buscar las fotos en
donde se la veía con el fondo de las pirámides del Sol o de la Luna o paseando por
Xochimilco mientras escuchaba a los mariachis que aún a los setenta parecían
desacompasarle el corazón, no podia evitar que la nostalgia la anegara como una
marea inevitable. Por esa época comprobó la exactitud de aquella frase que
durante tantos años viera colgada de una de las paredes del escritorio de
Emilio : “¡Ay de los ilusos, que suponene el mundo quieto porque no tienen
ganas de andar !” Porque México era un bullicio de colores, una fiesta
para los oídos y el gusto. En esos paseos que Silvia organizaba en su viejo
volkswagen pudo entrever que le resultaba fácil apartar a sus demonios y que el
olvido era más accesible de lo que pensara. Pero, como todo en su vida, aquello
también acabó. Silvia regresó con la democracia y a Evangelina los días se le
fueron amontonando en el cuerpo como el polvo en los muebles. No importaba si
el mundo seguía moviéndose. Ella no tenía ya la más mínima gana de andar. Para
colmo, una incipiente sordera la llevaba a aislarse cada vez más de la gente.
Se negó rotundamente a seguir asistiendo a los tés de sus amigas pues le
resultaba muy difícil seguir el hilo de aquellas conversaciones de las que
renegara ¡ay ! anteriormente.
Esa tarde se vistió con parsimonia. Descolgó
el vestido azul con una rosa blanca en el cuello que sus hijos le regalaran el
día de la madre y que nunca usó, se maquilló con cuidado, cepilló varias veces
el pelo entrecano y lo acomodó como pudo, rematando el areglo con un baño de
spray, eligió del enorme canasto en donde guardaba la bijouterie el collar de
perlas cultivadas y se puso el tapado de zorro que hacía años bostezaba en el
placard. Cuando echó una última mirada al espejo se preguntó si aquella mujer
de figura espesa y gesto fatigado era ella misma. Sin embargo, al cerrar la puerta tras de sí, una inefable
sensación de aventura le aceleró el corazón,
Laura la encontró en la esquina, cuando
empezaban a caer las primeras gotas. Fue inútil tratar de convencerla de que no
siguiera adelante. “No salgo nunca y ahora que me decidí quieren que me vuelva.
No se hagan ilusiones”. Y siguió caminando a pasos cortos e inseguros por la
vereda empapada. Su objetivo era “Las Violetas”, la confitería que quedaba a
dos cuadras de allí. Cuando Laura llegó a su casa, comprendió que aquella no
era una tormenta común. La radio daba cuenta de apagones en varios puntos de la
ciudad, de que una mujer se había ahogado al cruzar el barrio de Flores, del
transporte parado. Dijeron también que,
por el lado de La Boca ,
comenzaban a evacuar. Se puso de inmediato en contacto con el resto de la
familia. Pero los teléfonos de la policía y de los otros servicios de
emergencia daban continuamente ocupado, las líneas seguramente atestadas de
pedidos de auxilio. Resolvió armarse de paciencia y esperar.
Evangelina llegó a “Las Violetas” empapada y
sin aliento pero no le importó. Se sacó el tapado de piel que pesaba como plomo
a causa del agua que se había filtrado hasta el forro y aguardó la llegada del
mozo. La espera no duró demasiado pues la gente se escabulló cuando la lluvia
comenzaba a arreciar, por lo que pudo disfrutar de una esmerada atención. Pidió un Gancia y lo paladeó con morosidad,
comoquien recupera un placer largamente sepultado en los recovecos de la memoria.
Luego un café y un merengue relleno con crema. También le rogó al mozo que le
consiguiera un cigarrillo. Él le informó que no fumaba mientras miraba a su
alrededor como buscando el socorro de algún improbable cliente. Evangelina lo
acompañó con la mirada y se percató entonces de la presencia, en la mesa
cercana a los vitraux, de un hombre
mayor de aspecto distinguido. Llevaba un traje oscuro y miraba fijamente a la
mesa donde ellos estaban. Se levantó con celeridad y caminó hacia la mesa,
alargándole el paquete de Marlboro. Ella tomó el cigarrillo y él le ofreció la
llama de un viejo encendedor a kerosene.
-¿Por causalidad no es usted Evangelina
Allende ? - preguntó con una cortesía no exenta de timidez.
-La misma que viste y calza - contestó Evangelina,
que oía mucho mejor cuando el interlocutor era uno solo, ya que tantos años de
sordera le habían enseñado a leer en los labios -. Todavía - añadió en un tono
festivo que acababa de resucitar.
-Yo soy Enrique Vasserman. Tal vez no me
recuerde,
Evangelina sintió que su corazón daba un
tumbo. Claro que recordaba. Aquellos ojos azules que todavía brillaban bajo las
cejas blancas y espesas, las manos finas. El mismo, a pesar de los años, que la
festejara allá en Nueva Medina, antes de conocer a Emilio y al que su familia
se opuso con furor vaya a saber por qué anacrónicos prejuicios. Lo invitó a
sentarse con ella.
El mozo se acercó a informarles que los
teléfonos estaban descompuestos y que por ende les resultaba imposible avisar a
las respectivas familias. Les anunció también que, por su parte, ellos, los dos
mozos y el gerente, pasarían la noche allí. Pero estaban preocupados por los
señores, ojalá la ayuda llegue antes de la madrugada.
-Para dormir, la eternidad -. Evangelina
repitió la frase favorita de su madre como si la hubiera conservado en la
memoria para usarla en la ocasión.
Pasaron toda la noche en una charla voraz,
contándose sus vidas, felices de que aqueul accidente los hubiese reunido.
Evangelina agradecía al cielo no necesitar
aquella noche de sus diez rosarios para vencer el insomnio, ni tener
que repetir en voz baja los cien versos que su memoria retenía aún de
sus épocas juveniles, cuando dejaba en vilo a su auditorio al recitar Los motivos del lobo, La tristeza del Inca
y tantos otros en todas las fiestas a las que asistía. Las horas se le iban sin
sentir enfrascada en la charla con su antiguo conocido. Porque si bien él le
estaba diciendo que siempre la había amado y ella, coqueta, bajaba los ojos al
mantel, también Evangelina lo había amado. Era como si el tiempo se empeñase en
demostrarle que no era tan tarde y su apariencia de decrepitud no pudiese
ahogar al olvidado corazón de niña que ahora agitaba de nuevo sus cascabeles.
Sólo a la tarde del día siguiente pudieron rescatarla. La lluvia había cesado a
las tres y el helicóptero de la prefectura se asentó en el techo como una
inmensa mariposa plateada, Cuando se lo dijeron, Evangelina sacó una polvera y
se miró en el pequeño espejo mientras se empolvaba las mejillas. Luego se
levantó con gesto cansino y dejó que Enrique la ayudara a ponerse el mojado
abrigo. Le ofreció galantemente el brazo y subieron juntos la empinada escalera
con la misma parsimonia con que escalarían la escalinata de un castillo. A sus
espaldas, los mozos y el gerente formaban
un extraño séquito.
Mientras se elevaba en el aire, Evangelina
agitaba la mano a modo de saludo con una sonrisa satisfecha que no se borró de
sus labios durante muchos meses.
Canción de cuna
CANCIÓN
DE CUNA
A la mamá
Cuando
pasó por su casa ya vacía y a punto de ser demolida, empujó la puerta semi abierta
y entró. Vio el primer patio, los muros descascarados, la fuente de lajas con
el león despintado. Se sentó en el borde y comenzó a cantar la canción de cuna
con que su madre le combatía los
insomnios en la niñez. Era una musiquita simple en la que enumeraba los sucesos
de la familia, ese río perdido de nacimientos y muertes, de amores y
despedidas. Mientras la entonaba las enredaderas crecían sobre los muros
desnudos, el jazmín del cabo se desperezó en la maceta y no tardó en envolver con
su perfume aquella tarde de verano. Caminó al segundo patio y asistió al
crecimiento del parral y los racimos invadiéndolo como esperando su boca
anhelante. Se columpió en la hamaca que su padre le hiciera colgar bajo la
higuera nuevamente henchida de higos. Cuando terminó de cantar empezaba a
anochecer. Pensó en tomar un taxi pero en la calle sólo vio acercarse un coche
de plaza. Entonces supo que resultaría muy lento para devolverla a sus setenta
y seis años.
martes, 10 de octubre de 2017
ROBINSONA- Paulina Movsichoff
ROBINSONA
I
Entonces no sabías
que esa hora inconmovible refugiada
en tu pecho
era tan frágil
como el tañido de campanas llamando
a cerrar puertas y postigos
para que las presencias de la noche no acallaran tus plegarias
Tampoco imaginabas tu condición viajera
Robinsona que ha de ser despojada de su reino
De ese jardín resplandeciente
donde no era preciso arrodillarse
para obtener el alivio del zafiro
Tan sólo conocías los pasos de la madre
Sus palabras que regaban las noches
desde ese manantial que era su ternura derramada
desde ese ojo de misterio que traía a tus oídos
el secreto del mundo
Ellas fueron las nodrizas de tu alma
Y allí dejaban esas candentes profecías
que en secreto guardarías en el puño cerrado de tu sueño para que luego el despojo no pudiera vencerte
El heraldo aún dormía en su lecho de futuro
Tan sólo el dichoso paladear los racimos
Los cantos como leves cabelleras que peinaban la siesta
de esa niña que buscaba en los espejos
la tierra donde acostar su corazón
II
No fue un rayo que cayó de repente
partiendo en dos el árbol de la vida
Nunca viste el lugar donde fraguó su escondite
la sierpe tentadora
Ni supiste si era ese candor de manzana repartido en tu tiempo
tal como una llave para abrir los terciopelos del corazón
No tuviste como aquel Ulises
que atarte al palo mayor de tu navío
Pero hubo un murmullo
como un trueno de abejas que brotara desde el tiempo Una una estrella que esperaba el momento
para darte a entender sus señas en medio de tu cielo
Nadie
sólo vos lo escuchaste
No tuviste el consejo de la madre
Ni las graves palabras del padre maniatando tus pasos
Y cerraste los rasos del amor
Doblaste en tus estantes los algodones del verano
Tan sólo te esperaba el camino
Follaje con el que cubrirías la desnudez de tu deseo
III
Sólo llevarías tu corazón por brújula
Ese canto que se enroscó en tu oído para siempre
La indómita sed cuyo nombre no sabías pronunciar
De repente la soledad como un tifón indómito
arrasando tus arboladuras
anegando las playas donde anidaba la costumbre
Caminarías descalza por sus brasas
mientras te abrías a la noche
En ella agitarías tu linterna de nómade
Penélope al revés para avistar los puertos
Donde arde la pregunta que aún no ha sido formulada
IV
Caminarás con tu perfil de agua
Y sabrás de esa noche donde vigilan
pálidos habitantes de la ciudad insomne
Habrá túneles donde el amor es un pétalo olvidado
Una máscara trágica que atraviesa cansados adoquines
Y aprenderás nuevas palabras
Habrá sombras grotescas detrás de rejas
donde la fe suspira una orfandad de harapos
No estará esa pálida vecina/ que ya nunca salió a mirar el tren
Ni el organito será el lamento que llega con el aire a ataviar tu
sosiego
Tan sólo el bandoneón desplegará en tu
sueño un paisaje
que sólo con el tiempo aprenderás a amar
Tus manos se aferran a los barandales
Para subir a aquellos ámbitos que aún palpitan en ti sus cordajes recónditos
De "El tapiz de las horas"
martes, 21 de marzo de 2017
EXILIO- Paulina Movsichoff
Conocí a quien luego sería mi marido, Adolfo Colombres, el 9 de septiembre de 1972.
Por esa época yo hacía comentarios de libros para el programa Biblioteca de
Radio Nacional y debí comentar una novela de este joven autor desconocido hasta
el momento para mí. Ese día nos encontramos con el fin de que él me regalara su
libro, ya que antes llamó a la Radio para preguntar si los comentaristas nos
quedábamos con las obras. Ante la respuesta negativa me dejó su teléfono y
acordamos el encuentro. Me contó su conturbación por el suceso que por esos
días conmovió a la opinión pública pero que a él lo había afectado
particularmente: Clarisa Leaplace, una muchacha con la que sostuvo una
prolongada relación, había sido fusilada en Trelew. La ya conocida masacre de
Trelew consistió en el asesinato de dieciséis miembros de distintas organizaciones armadas peronista y
de izquierda, preso en el penal de Rawson, capturados tras un intento de fuga y
ametrallados posteriormente. Me contó también que un tiempo antes su estudio de
abogado había sido allanado y que él fue llevado detenido junto a su hermano
que se encontraba visitándolo, así como unas amigas de este último. El motivo parecía ser que había defendido a Luis
Leaplace, hermano de Clarice y militante del ERP, cuando éste fue traído
detenido a Buenos Aires. Adolfo estuvo unos días preso y luego fue puesto en
libertad, pero sus antecedentes quedaron en los archivo de los Servicio de
Inteligencia del Ejército. En el momento de conocernos estábamos bajo un
gobierno militar, el General Lanusse a cargo de la presidencia, y el cambio
que se aproximaba ya podía sentirse en el aire. Esa primavera fuimos a Gaspar
Campos, a celebrar la llegada al país del General Perón.
Nos
casamos el 18 de abril de 1973. Al regreso de nuestra luna de miel tuvimos la
experiencia inolvidable de abrirnos paso en una Plaza de Mayo atestada de un
pueblo alborozado y triunfante, que había acudido a acompañar a Cámpora,
flamante Presidente de la Nación. Los tiempos habían, parecía, cambiado y mi embarazo
era como un corolario para tanto alborozo. Vida nueva, proyectos nuevos, uno de
los cuales fue el de crear una editorial, Ediciones del Sol, como si un nuevo
sol alumbrase nuestros días. No tardamos en sentir el primer sacudón que nos
llevó a pensar en la fragilidad de nuestras ilusiones. En Chile, Salvador
Allende había sido salvajemente desplazado y asesinado para dar paso a un
gobierno militar que comenzó a desplegar su política de represión a sangre y
fuego. Nuestra hija, María del Sol, nacía el 10 de enero de 1074. Los cambios
se fueron gestando vertiginosamente y son conocidos de todos. Nosotros
mirábamos desde nuestra nueva vida cómo los sueños se nos iban desgarrando uno
a uno. En nuestra Editorial se publicó Revolución
y contrarrevolución en Chile, ensayo sobre los sucesos de Chile y Adolfo
Colombres publicó una nueva novela: El
oficio de militante, en la cual narraba las experiencias de un militante,
que eran en parte autobiográficas, ya que había incursionado brevemente en el
ERP. Yo comencé a concurrir a reuniones con compañeros de lo que se llamó La
Tendencia, pero complicaciones en el embarazo me impidieron continuar. Luego
llegaron la muerte de Perón, el gobierno de Isabelita, López Rega y las
fatídicas tres A. Comenzamos a sentir pánico por los antecedentes de Adolfo, mi
marido. La novela fue sacada de la venta y teníamos noticia de que Ediciones
del Sol, uno de cuyos socios estaba también comprometido, estaba en la mira de
las tres A. Luego vino el golpe del 24 de marzo. Si bien mi marido me
tranquilizaba, yo estaba muy asustada. Por mucho menos las personas eran
sacadas de sus casas para ir a formar parte del país de irán y no volverás. Los
cadáveres aparecían en los zanjones. Mi hija de un año y medio se paraba
aterrorizada en la cuna cuando sentía por las noches el ulular de las sirenas.
Yo había publicado un libro de poemas en donde uno de ellos era un homenaje a
Cuba y Fidel Castro. Pero sobre todo eran los antecedentes de quien entonces
era mi marido lo que me volvía loca de terror. En mi trabajo de Radio Nacional
yo estaba contratada y tenía el propósito de gestionar mi ingreso a planta
permanente. Mi marido, presintiendo que las cosas podían empeorar, gastó
nuestros ahorros en un viaje a América Latina, esperanzado en la posibilidad de
encontrar nuevos mercados para Ediciones del Sol. Esto sucedió en el verano de
1976. Fue en Venezuela que conoció a Wilson Hallo, conocido marchand de arte en
Ecuador, su país, quien se entusiasmó en que fuéramos allí a crear Ediciones
del Sol. Aterrorizada por todo lo que sucedía y nada convencida de que
pudiéramos resultar indemnes, impulsé con fuerza nuestra salida del país.
Nuestro departamento era alquilado y el dueño nos lo reclamaba por lo que
teníamos que entregárselo a corto plazo. El 18 de julio de 1976 partimos rumbo
a Quito, Ecuador, donde nos esperaba Wilson Hallo. De pronto nos encontramos en
una casa y un país extraño y nuestro corazón se acongojaba al pensar en todo lo
que dejáramos atrás sin saber si volveríamos alguna vez. Las condiciones de
vida fueron muy duras pues la Editorial tardaba en concretarse y mi marido no
tenía trabajo. Yo soy Profesora de Letras egresada de la UBA pero, a pesar de
mis intentos, no pude ingresar como profesora. El cuidado de mi hija de dos
años demandaba todo mi tiempo, principalmente porque allí no conocía a nadie y no
teníamos medios para dejarla al cuidado de alguien. Esto motivó que aceptara
vender libros en la calle para Central de Publicaciones, una empresa de venta
de enciclopedias cuyo dueño era Claudio Mena, uno de los eventuales socios de
la Editorial. Así, salí un día
sin haber vendido nunca ni el más mísero alfiler a recorrer oficinas por unas
calles absolutamente extrañas para mí. De todos modos nos costaba mucho
mantenernos. Y puedo decir que hubo días en que no teníamos qué comer, a pesar
de mis esfuerzos en la venta. A esto vino a sumarse que mi marido, que había
dejado su profesión de abogado, se dedicó al estudio de las culturas de los que
ahora se llaman “pueblos originarios”
pero en aquella época llevaban el conocido nombre de indígenas. Ya en Buenos
Aires había terminado su ensayo La
colonización cultural de la América Indígena, que fue la primera
publicación de Ediciones del Sol de Quito. Su pasión por esas causas lo llevaba
a frecuentar las tribus del país y a visitar con frecuencia la selva, en donde
se encontraban varias comunidades aborígenes. También a concurrir al Instituto
Indigenista de Ecuador, cuyo Director comenzó a tomarle inquina al ver la
consideración que los indígenas sentían por él. Poco después caía arrestado por
ser extranjero e inmiscuirse, decían, en la política con los pueblos
originarios. Esta vez fueron sólo unos días y las cosas volvieron a su
normalidad. El ensayo tuvo éxito y Salomón Nahmad, Director del Instituto
Indigenista de México (INI), le propuso en una carta que fuera a trabajar allí.
Yo lo animé a que aceptara, pues nuestra situación en Ecuador era muy dura. En
esos dos años que estuvimos allí mi padre me regaló dos pasajes para que mi
hija y yo pudiéramos venir a Argentina. Ellos se habían separado y mi madre
estaba muy venida a menos con una enfermedad de los ojos que la estaba llevando
a la ceguera y se desesperaba de no volver a ver a su nieta adorada. Quiero
agregar aquí que para fin de año del 76 llegó a mi casa un cable anunciando que a mi
primo, Miguel Zavala Rodríguez, lo habían matado en la calle, habiendo
desparecido su mujer y sus dos hijitas, de dos y tres años. Él era militante
montonero. Esta noticia constituyó para mí un duro golpe. Pero era también una
fuente de preocupación pues cuando llegué a Buenos Aires sentí mucho temor,
sobre todo al llenar el formulario para el pasaporte donde constaba el apellido
de mi madre, Felisa María Zavala Rodríguez. En esa oportunidad se demoraron más
de la cuenta en entregármelo y debí acudir a un amigo que era miembro de la
Policía. El regreso a Ecuador fue muy desgarrante pues por ningún motivo mi ex
marido podía volver y, si bien yo entraba al país, no podía establecerme aquí
como hubiera sido mi deseo y también el suyo.
En
Ecuador las cosas se complicaron cuando los Shuar, una tribu de allí, organizó
un Congreso en Cuenca. Llegaban observadores de todo el mundo y Adolfo decidió
concurrir, a pesar de mis ruegos por el peligro que presentía para él. El Congreso
fue prohibido por el gobierno, que, al igual que en Argentina, estaba regido
por una Junta militar. El presidente era el almirante Poveda. Los Shuar se
refugiaron en la selva en pie de guerra y desde Cuenca partían los ómnibus con
los asistentes a dicho congreso. Pocos días después me avisaron que a mi marido
lo habían llevado preso en Cuenca y que nada se sabía de él. Acompañada de una
amiga recorrí los retenes (cárceles), abarrotadas de argentinos y chilenos pues
por esos días habían secuestrado y asesinado a un industrial y se decía que sólo
los argentinos, chilenos o peruanos, éramos capaces de cometer tan nefando
crimen. Mi búsqueda fue infructuosa. Pasaron otros tres o cuatro días sin
noticias no pude dejar de recordar las desapariciones de mi país y me pareció
estar viviendo una situación similar. No me atrevía a llamar a la Embajada
Argentina pues con los antecedentes de mi marido podría ser contraproducente.
Pero conocía a un funcionario de allí, amigo de un primo mío, y, luego de que me asegurara de que guardaría el
secreto, me prometió averiguar por él. A las pocas hora me llamó para decirme
dónde podía ubicarlo. Estaba preso en los altos de una escuela. Me aconsejó que fuera de su parte y que le llevara comida. Al mismo tiempo llamé a un escritor
muy conocido que tenía amistad con el Ministro para que intercediera por mi
marido. La empleada de mi casa, al comprobar mi preocupación y entrever lo que
sucedía, quiso irse y tuve que valerme
de toda mi capacidad de persuasión para que no nos abandonara en esas
circunstancias. El escritor me llamó una de esas mañanas diciéndome que ya
podía ir a buscarlo, que el ministro le había asegurado que lo liberarían pero, cuando
llegué, el oficial a cargo de esa improvisada cárcel me dijo: “No, señora.
Prepárele la valija pues será deportado en veinticuatro horas.” Comprendí de
golpe lo que eso significaba en nuestra Argentina de 1977. Se le anuló la visa
con el cargo de “Soliviantar a los indígenas contra el gobierno” lo que era,
por supuesto, totalmente falso. Llamé infructuosamente a todos mis conocidos.
Los mismos que antes compartieran con nosotros noches de amistad y vino, se
retiraban con temor y se negaban a atenderme. Aterrada de que mi marido pudiera
ser deportado me decidí a ver al Presidente. Averigüé su dirección, y en
compañía de un amigo, me aposté en la puerta de su residencia. El guarda me dijo que no estaba pero que era
imposible que me recibiera sin audiencia. Decidí que esperaría su llegada. Lo
abordaría pasara lo que pasase. Una persona de la casa que entró en ese momento
sintió intriga por mi obstinada presencia y me preguntó de parte de quién iba.
Le respondí casi sin pensar: “Del Dr. Kusrrow”. Se trataba de un médico
quiropráctico argentino radicado en Quito que me trató por una fractura de
coxis, ocasión en la que me contó que el Presidente le estaba muy agradecido
porque lo había salvado de una operación de hernia de disco. El hombre entró en
la casa y al momento se abrieron las puertas de la residencia invitándome a
entrar. El Presidente llegaría en breve, me dijeron. Yo llevaba conmigo un
cable que me enviara Salomón Mahmad, el Director del INI, quien había llamado a
mi marido para preguntar si se concretaría la oferta de trabajar en el INI. Al informarle que estaba preso, me tranquilizó diciéndome que
le enviaría un cable en donde constara que el Instituto Nacional Indigenista de
México requería sus servicios. Cuando el Presidente llegó y fue informado de
parte de quién iba se sentó y con amabilidad escuchó lo que me sucedía. Se
conmovió ante mi llanto y miedo de que enviaran a mi marido a la Argentina. Me
dijo que esa tarde fuera al Palacio de Gobierno para ver cómo podíamos
solucionar el problema. Así lo hice y ese mismo día habilitaron el pasaporte, cuyas
páginas habían sido cruzadas por una línea negra que decía “Visa anulada por
deportación”. para que mi marido pudiera salir a México a la mañana siguiente, de acuerdo a la palabra que di al Presidente.Yo lo había alertado por teléfono a mi
familia y la suya quienes estuvieron de acuerdo en girarme para el pasaje. Lo
compré esa misma tarde con el préstamo de un amigo en vista de lo urgente del
caso. Esa noche salió en libertad para arreglar su valija y a la mañana
siguiente llegaron a buscarlo de Migraciones para que tomara el avión a México.
Quiero agregar aquí que tantos problemas, carencias y falta de oportunidades
habían ya resquebrajado nuestra relación. Nuestros desacuerdos eran grandes y
constantes y, aunque yo luché por su libertad y seguridad, tenía conciencia de
que entre nosotros las cosas ya no eran como antes y que las últimas ilusiones
se estaban despedazando. Por otra parte, con la situación en Argentina me era imposible
pensar en volver.
Me
quedé entonces en Quito mientras mi marido partía a México. En ese momento mi
hija cumplía ya cuatro años. Era enero de 1978. Debí levantar sola la casa,
vender los muebles con que poco a poco la fuimos amueblando, embalar los libros
y otros enseres y enviarlos a México, adonde yo lo seguiría ni bien terminara
con esos menesteres. Creo que de todo esto podrá surgir una impresión clara del
sostenido esfuerzo que recayó sobre mí el preocuparme por salvar a mi marido, el
cuidado de mi pequeña y de mi propio trabajo que no abandoné ni aún en esas
circunstancias. Tal vez el sólo hecho de lo que podría pasar de volver al país
me dio esa fuerza.
Viaje
a México veinte días después a reunirme con mi marido. Si bien él ya había
firmado su contrato, debíamos buscar vivienda, encontrar trabajo para mí pues
su sueldo no alcanzaba, encontrar también un colegio para mi hija. La nostalgia
de Argentina era una constante en nuestras vidas. Pero eso por aquella época
era una utopía. En México se estabilizó un poco nuestra situación. Por ese
entonces recibí carta de mi madre en la que me informaba la desaparición de mi
prima Julia Elena Zavala Rodríguez hermana de Miguel muerto, como dije, dos
años antes. La sacaron de su casa seis hombres con armas largas y nunca más
supimos de ella. Eso también significó un golpe para mí. Mi madre venía también
a visitarnos y cuando regresaba se apoderaba de nosotros una opresiva sensación
de orfandad. Mi hija me acuciaba a preguntas de por qué no podía vivir en su
patria con su abuela, tíos y primos y yo trataba de explicarle que su padre no
podía volver. A principios de 1982, un poco antes de la guerra de Malvinas, se
hablaba de que ya los militares habían aflojado la mano y mi marido decidió
correr el riesgo para ver qué pasaba. Vinimos los tres en enero del 82. Pero
fue una acción temeraria de su parte que pudo haberle costado cara pues no le
entregaban el pasaporte que llevó para revalidarlo. Cada vez que iba a buscarlo
me pedía que lo acompañara y me quedara en la puerta de la jefatura de la
Policía por si no salía. Me había dado instrucciones para que, si eso sucedía,
avisara a su padre que era un conocido abogado de Tucumán para que moviera
alguna de los importantes contactos que él tenía acá. Llegó el momento en que
teníamos que volver y a mí a mi hija nos entregáramos el pasaporte. A él no.
Como debía reintegrarse a su trabajo en Culturas Populares en México, me pidió
que regresara con nuestra hija y pusiera sobre aviso a su jefe. Con muchísima
preocupación y pena debí hacerlo. Pasó un mes antes de que se le diera
autorización para salir del país. Todo ese tiempo viví en la zozobra de si
volveríamos a vernos y de que pudiera ser detenido a último momento. Por suerte
pudo llegar nuevamente a México y continuar nuestra vida normal.
Regresé con mi hija a fines del 82. Ese año vivimos desde México la
Guerra de Malvinas con el corazón traspasado. Pero ya la democracia era una
esperanza cierta. Mi marido vino un mes después. Esta vez fue él quien se quedó
levantando la casa y dando cumplimiento a sus última obligaciones laborales. En
adelante seríamos nuevamente exiliados pues nos habíamos encariñado con el país
que nos acogió. Yo tenía ya cuarenta años y me resultaba muy difícil insertarme
en el mercado laboral, con mayor razón si se piensa que regresábamos más
temprano que otros exiliados, empujados por la congoja de mi marido que no
aguantaba más la distancia y la ausencia. Todavía no llegaba la democracia.
Regresábamos a un país devastado que no nos abrió sus puertas. Vivimos todo ese
año de la ayuda de nuestros padres. Sólo con el advenimiento de la democracia
yo conseguiría algún trabajo, pero ese quiebre no podría superarse pues yo ya
no tenía la edad adecuada. Fui nombrada
en la Biblioteca del Concejo Deliberante de la que fui cesanteada a pesar de
cumplir normalmente mis tareas y desde
entonces sufrí el desempleo y el subempleo. Estuve más de cinco años sin
entrada alguna y viviendo de la ayuda de mi familia. A pesar de haber publicado
libros y de haber obtenido en México el Premio “Juan Rulfo” en 1981 para
Primera Novela, pues también soy escritora, de ganar aquí el Premio Círculo de
Lectores y el Segundo Premio Municipal de Novela, me resultó muy difícil
conseguir aquí un empleo digno hasta más allá de los 60 años. Mi hija ha
sufrido el desarraigo y esto le ha ocasionado algunos problemas, entre otros el
no haber tenido, como yo y mi marido, una infancia en lugares a los que pueda
regresar y reconocer. En fin, tal vez no hubiéramos sufrido el divorcio, aunque
ello sea hoy algo corriente.
Ésta
es, a grandes rasgos, la historia de nuestro exilio, que si bien pareciera
atípico, fue al fin y al cabo un desarraigo doloroso cuyo precio no dejamos de
pagar, para bien y para mal.
domingo, 29 de noviembre de 2015
MUJER QUE MIRA EL MAR- Paulina Movsichoff
El hombre miró el cielo. Se había nublado y
un viento frío enmarañaba las aguas. Pequeñas olas sin espuma lamían los
costados de la lancha. “Habrá tormenta”, pensó; por suerte ya estaba cerca de
la costa. Venía contento. Era la primera vez en muchos días que la red venía
repleta. Miraba las aletas filosas de los tiburones, su boca abierta, como para
pelear la vida a dentelladas. Tuvo conciencia de la dureza de sus días; la
lucha cuerpo a cuerpo con el mar, ese guardián iracundo. Vio las casas lejanas,
la franja rojiza de la playa a la caída del sol. Ninguna mujer lo esperaba. Se
acordó de la suya, muerta al dar a luz. Sus pechos tibios al amanecer. Después,
nuca más. Sólo alguno que otro cuerpo los fines de semana, resaca del amor.
La playa estaba desierta, como siempre en esa
época. Algo, sin embargo, llamó su atención por el lado de las rocas. Miró con
mayor detenimiento: una mujer, las manos cruzadas sobre las rodillas, se veía
absorta en la contemplación del mar. Todo indicaba que no era de aquel pueblo:
las facciones finas, la piel casi transparente. Un chal blanco envolvía su
garganta, confiriéndole un dejo de irrealidad. El viento despeinaba su pelo
rubio sin que ella se inmutara. Matías se quedó mirándola largo rato. Las gaviotas
volaban bajo, buscando comida. El sol ya se ponía y gruesas gotas comenzaron a
mojar su ropa. La mujer seguía allí, abstraída en su rito solitario.
Esa noche, en la cantina, con un vaso de
ginebra en la mano, no pudo dejar de recordar la visión. Por un momento pensó
en relatar lo sucedido a uno de los pescadores que allí se divertían entre el
humo y las voces enronquecidas de algunos marineros. Pero luego calló. Se
acordó de la forma en que sus compañeros se burlaban de su sensibilidad; “el
romántico”, le decían. Decidió guardar el secreto. Divulgarlo le pareció una
especie de profanación. Sólo le intrigó que nadie hablara de la extraña
aparición. Se preguntó si no la habría soñado.
El día siguiente pasó más lento que de
costumbre. Se sorprendía muchas veces distraído, la red en la lancha sin que él
hiera el esfuerzo por arrojarla. Al atardecer enderezó la proa hacia la orilla.
Como la tarde anterior, la mujer estaba allí, con su chal blanco y los cabellos
sueltos. Parecía la sacerdotisa de alguna olvidada religión. No hizo ningún
movimiento que le hiciera entrever que lo había advertido. Matías se quedó
admirándola, fijándose en los detalles del rostro, en esa armonía que
trasuntaba toda su persona. Esa noche, en la cama, pensaba en los motivos que
tendría una mujer así para estar en un pueblito de pescadores. Se preguntaba
dónde viviría, recordaba con nitidez sus ojos, sombreados por un sentimiento
que era a la vez indiferencia y desamparo.
El
invierno golpeó con fuerza. Un viento helado arañaba las casas, la arena era un
latigazo por las casas. Pocos pescadores se aventuraban en el mar que, por esos
días, se había tragado dos lanchas. Matías no cejaba. Seguía internándose mar
adentro. El espacio, invadido por el frío y el silencio, concordaba con su
estado de ánimo. Seguía viendo por las tardes a la mujer de las rocas. Ésta se
le había convertido en una obsesión. No se animaba a hablarla, ni siquiera
sabía si ella lo había visto. Pero su recuerdo era un tibio rescoldo para pasar
las noches. La vida no le parecía ya tan vacía.
Aquella madrugada, al levantarse, sintió el
hálito templado de la primavera. El mar era un esmalte plateado bajo la suave
fosforescencia del cielo, en donde el sol aún no había salido. Caminó por el
laberinto de callejuelas angostas mirando las casas, todavía envueltas en la
bruma del sueño. Toda la mañana navegó por un sol caliente. Recuperó el gozo de
mirar el mar; sus gavillas azules, verdes, rosadas. Alguna que otra bandada de
pájaros formaba círculos alborotados por encima de su cabeza.se acordó de sus
primeras experiencias como pescador, cuando cada jornada de mar era una tregua de
felicidad. Lo atraía ese silencio, cargado de perfumes salvajes, de peligros
latentes. Hacia el fin de la tarde emprendió el regreso. Pensó en la mujer de
las rocas, en su enigmática tristeza. Se decidió a hablarle. Quizá ella no lo
rechazara.
Al subir por el muelle el corazón le latía
con fuerza. Mientras se acercaba a las rocas, una aguda opresión se le hincó en
el pecho. Subió, casi corriendo, la pendiente del acantilado. Pero no encontró
a nadie. Sólo el chal blanco, que el viento comenzaba a arrastrar. De Extraño de ojos grises- México, 1982
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