viernes, 30 de octubre de 2009
Juan Crisóstomo Lafinur. La sensualidad de la filosofía
Seré todos o nadie, seré el otro que sin saberlo soy.
Jorge Luis Borges
O soleil, c’est le temps de la Raison ardente
Apollinaire
...pues tu triunfo fue siempre el de osar y no el de cobrar suceso. La que llaman victoria los mercaderes era indigna de ti.
Miguel de Unamuno
Cuando Misael fue a despertarlo, lo sorprendió con los ojos fijos en los cuadros enmarcados de ébano que adornaban la estancia y la tez de ceniza de quienes esperan ser ajusticiados. El insomnio se le notaba en los círculos lilas de alrededor de los ojos y en la voz de ciénaga con que le preguntó la hora. Antes de que pudiera contestarle, lo disuadió con un gesto: “No importa”, le dijo, “el tiempo se ha roto”. Sin otro comentario se incorporó en la cama y se encaminó con pasos débiles hacia la jofaina llena con el agua traída del aljibe. En la calle, el silencio fue interrumpido por los rebuznos de un burro apaleado y ésta fue tal vez la señal de que, a pesar de todo, el mundo seguía su curso y de que el suceso que hoy lo afligía en aquella amplia estancia de paredes encaladas, le concernía sólo a él. Bebió sin ganas el café negro que humeaba en el tazón de peltre y dejó intactos en la bandeja los bizcochos de anís que todas las mañanas le dejaban las franciscas, aquellas inquietas y movedizas religiosas que residían en los fondos y el quesillo mezclado con miel que Petronila le traía especialmente. Luego se asomó al patio y contempló los tiestos con geranios desperezándose a la luz aguachenta del amanecer, las enormes tinajas que contenían, cerradas bajo llave, el agua del río asentada y fresca, escuchó el canto del benteveo posado en la Santa Rita y supo que se aprestaba a emprender un viaje sin retorno.
El aire canturreaba entre los árboles aquella mañana de otoño en que, sentado en la mecedora de bejuco, vio correr hacia él a la negra Sacramento que lo anotició, los ojos desorbitados por la sorpresa:
— El Gobernador Sobremonte en persona pregunta por el señor.
Con gesto apresurado tomó una hoja de naranjo que el viento había depositado a sus pies y la puso como señal entre las páginas de los Soliloquios de Marco Aurelio, encaminándose luego hacia la sala. El visitante estaba sentado junto a la ventana y pudo contemplar aquella cara rubicunda habitualmente seria, cruzada ahora por una ráfaga de animación. No traía la chaqueta con alamares sino una simple camisa blanca de seda y pantalones de lanilla azul. Luis se sentó en la silla frailera junto a la biblioteca de ébano mirando sin ver el globo terráqueo que la presidía y guardó un silencio inhibido:
—La fortuna está de nuestro lado. Traigo una gran noticia—. Y, sin esperar la respuesta, añadió —: Acaba de llegar Arias Renjel de La Punta. Tiene a la ciudad alborotada con cuentos de que se ha encontrado oro en Las Invernadas. Parece que el portugués Jerónimo fue quien levantó la perdiz, y esto no es sólo una licencia poética, porque precisamente el descubrimiento se debió a causa de que una de sus perdices no podía volar. La abrieron y vieron que tenía el buche lleno de oro. Arias Renjel me ha mostrado sólo a mí el hallazgo, ocho onzas que ya he ordenado fundir antes de enviarlo al rey.
— ¿Otra Villa Rica? ¿Será posible? Me deja usted estupefacto. Y justo en el momento en que aquélla ha comenzado a declinar... — Sobremonte no lo dejó terminar:
— Y aquí, tan cerca. Debemos apresurarnos. Ya los Pinedo se trasladaron allá a probar suerte. Me dicen que están llegando de todas las provincias. Lo he elegido a usted como mi compañero en esta aventura. Si no tiene objeciones, mañana mismo nos largamos para allá. Ya ordené preparar los caballos y mi equipaje.
— Usted sabe, Sobremonte, que siempre estoy a su disposición—. La concisa respuesta no dio ningún indicio de lo que bullía en su interior. Su destino viajero lo llamaba otra vez, cuando ya él creía que lo había abandonado en esa ciudad de clérigos y beatas. Esa ciudad donde la rutina se le volvía a veces asfixiante, como si una cobra se le enroscara en la garganta. Pensó en los días lacios de los últimos años, en las interminables partidas de dominó por las noches, con Mariano Espíndola, de vez en cuando la tibia carne de una hembra, pobre remedo del amor para consolar su apetito de solterón empedernido. La cuarentena se le había venido de golpe, y ahora ya le parecía demasiado tarde para formar una familia. Su vida aventurera lo empujó siempre, sin darle respiro. Sin embargo, más de diez años transcurrieron desde que llegara a Córdoba. No la pasaba mal con su ventaja de cuatro pesos mensuales, que el rey le concediera en virtud de su desempeño en la pacificación del Perú y de las heridas que allí recibió. Pero ahora no quería pensar en aquello. La noticia le alborotaba la sangre. Iría a la ciudad de los Césares, ese lugar perdido que parecía haber surgido de las brumas de algún sortilegio para convertirse en una realidad al alcance del deseo. ¿El Dorado lo tragaría a él como a tantos? Llamó a Sacramento para que le preparase el baúl con la ropa y se dirigió a la biblioteca para elegir los libros que llevaría en su petaca de mano.
Aquel Jueves Santo, la tranquila Calle de las Ánimas presentaba un inusitado espectáculo. Todo eran carreras, gritos, caballos en pelo, sueltos los unos, conducidos por las riendas los otros, maletas y sacos de viaje llevados en hombros por las aceras, sillas de montar, sirvientes que iban y venían. Presidían la comitiva el Teniente Gobernador Sobremonte y el alférez de dragones Luis Lafinur. A su lado el capitán Iñíguez, convidado para contener la codicia de los aventureros y probadores de fortuna que seguramente ya estarían invadiendo el lugar, atraídos como gallinazos a la carroña. Prefirieron salir así, Luis en su lunanco y Sobremonte en el alazán de gran alzada. Al capellán le dieron el manchado, tan manso que podía montarlo hasta un niño. La diligencia los auxiliaría en la larga travesía. Se encaminaban a las misteriosas tierras del cacique Yungulo, a la ciudad pródiga en placeres terrenales. Echó una última mirada a la ciudad, envuelta en el hálito otoñal de aquel amanecer dorado. Las montañas al fondo, aquellas familiares presencias que parecían darles seguridad en su inconmovible quietud. Supo entonces que la suerte estaba echada y picó las espuelas.
La banda se desató en un estrépito de tambores y timbales en el preciso momento en que la diligencia entraba por la calle principal, bamboleándose y envuelta en una nube de polvo. Semejaba una aparición fantasmagórica en ese atardecer de febrero. Petacas, baúles y colchones se amontonaban en la cubierta, debidamente amarradas con cuerdas y cadenas. El coche se detuvo en la plaza. Carmen Flores y Eufrasio Gutiérrez, los soldados de mayor confianza del Alcalde, se colocaron junto a la portezuela y ayudaron a salir al maltrecho virrey y a su digna esposa. El cansancio avejentaba aún más los rostros de por sí ya marchitos del marqués de Avilés y de la virreina. La mujer se llevaba la mano a la cintura, en un mal disimulado gesto de dolor que denunciaba cuánto la habían afectado los zangoloteos del camino.
Luis Lafinur se veía radiante en su atuendo de calzón corto, pechera almidonada y zapatos con hebillas, que contrastaba con las polvorientas y ajadas vestiduras de sus ilustres visitantes.
Los pobladores se agolpaban a ambos lados de la calle y contemplaban con beneplácito el largo abrazo en que el Juez de minas y el nuevo visitante se confundían.
— De ninguna manera permitiré que os quedéis en el Hospicio — anunció Lafinur —.He preparado una habitación en mi casa—. Aludía sin duda al alojamiento que le fue ofrecido en La Punta, a falta de una vivienda más adecuada. Su voz adquirió un tono de velada complicidad cuando dijo —: De más está decir la alegría que me produjo vuestro nombramiento.
— Cuánto hace ya desde que nos vimos la última vez, Luis — Avilés lo recorrió con la mirada — Pero el tiempo parece no haber hecho mella en ti. Luces tan bien como en aquellos días.
— Estoy ansioso porque conozcáis a mi familia — se escabulló él. Lo invadió la misma crispación de siempre al abordar aquel tema —. Mañana visitaremos la mina. Y dirigiéndose a la virreina—: Podréis quedaros en cama hasta el mediodía.
El marqués se quitaba los guantes ambarinos cuando la banda comenzó a atronar nuevamente. Bartolomé, el ayuda de cámara, se acercó a su amo. Escuchó las palabras que él le dijo al oído con una inclinación respetuosa. Luego corrió al coche y regresó con el Stradivarius.
La casa de Lafinur era espaciosa y cómoda. El virrey se apoltrónó en el sillón de jacarandá de la sala y comenzó algunos floreos en el violín, mientras la virreina se dirigía al dormitorio escoltada por su doncella. No quería presentarse en la cena hecha una ruina. Pero no había atravesado aún la puerta cuando por ésta apareció Viviana. Era una muchacha de cerca de veinte años, de gesto vivaz y mirada intensa. Llevaba un sencillo vestido color borravino con cuello de encaje. Una cadena de oro rematada en una medalla de la virgen niña le circundaba la garganta. De la mano traía a un niño de dos años. Tenía los ojos vivaces de la madre y el gesto voluntarioso de su padre.
— Mi mujer, Viviana —dijo Luis—. Éste es nuestro hijo, Juan Crisóstomo —. Tocó la mano del niño mientras lo animaba:
—Saluda a los señores. Ellos son nuestros nuevos soberanos.
El virrey dejó a un lado el violín y extendió las manos, tratando de atraerlo hacia sí, pero Juan Crisóstomo soltó un llanto desesperado y se aferró con fuerza a las faldas de su madre. Sólo consiguieron tranquilizarlo las palabras que Sacramento le dijo al oído. Luego ella lo levantó en sus brazos y lo llevó a la cocina, con los demás criados.
El marqués se revolvía esa noche en la cama, sin poder dormir. Se dijo que era a causa de la excitación del viaje y de las nuevas responsabilidades. Contempló a la virreina, dormida ni bien puso la cabeza en la almohada. Parecía descansar profundamente en la frescura de las sábanas. Han cumplido esta vez el débito, por más que ella se resistió débilmente, aludiendo su problema de ciática. Pese a sus largos sesenta años, el virrey era inflexible en esto. Aún la encontraba deseable, con su cintura que el tiempo se empeñaba en respetar, sus pechos todavía firmes. “Quiero homenajear tu cuerpo”, le decía, mientras desabrochaba los menudos botones que resguardaban su escote. Por supuesto, el rito era realizado luego de rezar las oraciones, por si acaso la muerte los encontrase en estos menesteres carnales. Pero ahora no podía dormir. La nostalgia lo llenaba de suspiros al recordar su infancia allá en España, el chocolate caliente que le daba la hermana Lucía, en sus visitas al convento de la Presentación. De pronto se incorporó, los ojos agrandados por el terror. No dudó al reconocer a la figura que ahora lo miraba, sentada al borde de la cama. Nuevamente él. Sólo que ahora no soñaba, como sucedía en otros encuentros. Estaba allí, palpitante y al alcance de su mano. Sí, José Gabriel Cordoncanqui, Tupac Amaru, lo mira por detrás de sus cejas ralas, el pelo lacio cayéndole sobre los hombros. No viste su chaqueta de terciopelo negro ni su sombrero de tres vientos. Lleva en la cabeza el casco de plumas y triple corona y la borla colgante. Sobre el pecho el sol de oro y en el puño el cetro erizado de plumas, tal como lo había pintado Antonio Oblitas, el mismo que había ahorcado al visitador Arriaga, mandón de indios.
— Firmasteis mi sentencia. Vos y los tuyos robaron la miel de nuestros panales— dice —Pero no falta mucho para que vuestro tiempo se acabe. Vientos de justicia se aproximan.
El marqués vio desvanecerse la figura con la misma rapidez con que apareció. Tratando de no despertar a su esposa desciende por la escalerilla de la cama y se arrodilla en el reclinatorio de junto a la ventana. Le parece que la cara de Cristo tiene idénticos ojos y la misma expresión que él, el último inca, el mismo al que condenara a muerte dieciocho años atrás.
Yo, Juan Crisóstomo Lafinur y Pinedo, nací en la villa de La Carolina en tierras de La Punta, en lo que, por aquel entonces, era el virreinato del Río de la Plata. Mi padre, Luis Lafinur era “de calidad noble”, como consta claramente en su foja de servicios y había nacido en Pamplona. Desde muy joven se consagró al servicio del rey y así fue como lo vemos actuar de soldado en el regimiento de dragones de Lusitania. No voy a detenerme en su brillante trayectoria. Cosas más urgentes me ocupan aquí. Sólo agregaré que llegó a estas tierras con la expedición del Virrey Cevallos.
Quiero que hagas constar todo esto, Eulogia, ahora que me encuentro en este país trasandino a punto de continuar mi peregrinaje, pues sé que no me queda mucho para partir a ese lugar del que ya no se vuelve. Pero no me mires con esos ojos tristes, esos ojos que son la luz de esta vida que ahora trata de abrir las sombras recordando. Porque recordar es un modo de sobrevivir. No sabes cuánto te agradezco el que te prestes a ser mi escribiente. En estos días ha de volver Morante de su gira y haré que te releve de la ardua tarea de relatar mi vida. Esa vida que tú sabes de a retazos, porque es poco el tiempo que hemos tenido para conocernos. Como poco es también el tiempo que los hados me concedieron. Sin embargo, puedo decir con Horacio: Lucisti satis, edisti satis atque bibiste; tempus abire tibi est: “jugaste bastante, comiste bastante y bebiste, es tiempo de irte”. Sí, porque a mis veintisiete años me siento ya un anciano. Es que mucho viví en esta breve vida. Vi cómo el mundo entraba en un orden nuevo. Los tiempos cambian y con ellos las exigencias, como cambian las estaciones en el curso del año. A menudo me asalta la duda de si fuimos los hombres adecuados para llevar a cabo este cambio. Escribe, querida mía, mientras la luz va delineando los objetos de este aposento que con tanto amor preparamos para nuestro tálamo nupcial y que ahora se ha convertido en mi túmulo. No, no extiendas la mano para taparme los labios. No temo a la muerte. Más allá de nuestro fin corporal queda nuestra memoria. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y lo azaroso. Pero tanta digresión me quita las energías para seguir el eslabón de esa cadena que me condujo hasta aquí. Decía que mi padre llegó al Río de la Plata mucho antes de que yo naciera. Se distinguió en la llamada “Pacificación del Perú”, que fue nada menos que la feroz represión cuando la rebelión de José Gabriel Condorcanqui, conocido por otro nombre como el último Inca. Sobre esto te contaré más adelante, aunque seguramente tú también habrás oído hablar de él. Lo que quería decir es que, según solía relatar él mismo en charlas de sobremesa, el entonces gobernador de Córdoba, marqués de Sobremonte, lo invitó a ir a Las Invernadas con motivo del descubrimiento que el fraile Jerónimo hiciera en esas serranías. Había tanto oro como para desplazar a la muy afamada Villa Rica, por otro nombre llamada Potosí. Todo comenzó, según parece, cuando su cocinera mató la gallina para hervir el caldo y encontró en el buche una pepita de oro del tamaño de un canto rodado, de esos que a ti te gusta recoger en el arroyo cuando vamos al fundo. Partió mi padre pues, para allá, en compañía de Sobremonte. Yo, que viví allí hasta los seis años guardo un nítido recuerdo de aquel cresterío de sierras entre los cuales se alzaba el pueblo. Esas sierras que, al igual que el buche de la gallina, se abrían para mostrar en sus entrañas el codiciado metal.
Parece que la villa, que Sobremonte no tardó en bautizar La Carolina en homenaje a su soberano Carlos IV, se convirtió bien pronto en una babilonia de aventureros y mujeres de vida fácil, a pesar de sus casas de adobes muchas veces mal pisados y no siempre levantados a plomo. Pero es que cuando el hombre va en busca de El Dorado se le nublan las entendederas y ni se fija en tales minucias. Sobremonte dejó a mi padre como Juez de minas mientras él regresaba a sus funciones de gobernador de Córdoba. La Carolina mudó su condición de mísera aldea para pasar a ser, pues, la villa cosmopolita a donde llegaban de todos los rumbos, empujados por esa sed que da al traste, como ya dije, con la razón del hombre. Contaba mi madre que, apenas dicha la fórmula del saludo, la primer pregunta iba dirigida al estado de la mina y sólo luego el interés recaía en la familia. Era aquello una inmensa bocamina, lugar de ansiedad y de esperanzas.
Allí fue que mi padre y Viviana, mi madre, se conocieron. Ella era hija de Manuel Simplicio Pinedo, por ese entonces propietario ya de varias minas y de un plantel de esclavos. Estaba casado con doña Petrona y Montenegro Bustos, nacida en Córdoba. Alguna vez te contaré de esa abuela mía. Ella fue quien me brindó el primer asombro de mi vida que fue la poesía. Por ahora sólo quiero que pongas que apenas mi padre vio a mi madre quedó prendado de su aire de potranca salvaje y de su finura de gacela. Porque has de saber que él era un cuarentón que su vida aventurera había distraído de los afanes que llevan a otros hombres a sacrificarse a los manes domésticos. Seguramente alguna vez distraería sus ardores con la tibieza pasajera de alguna mujer pero el amor, lo que se dice el amor, no había llamado aún a las puertas de su vida. Lo encontró aquella tarde en que mi abuelo lo invitó a su casa a conversar sobre un problema de linderos y allí estaba ella, con sus ojos zainos y su cintura de jarilla, la cascada renegrida de sus bucles cayéndole sobre la blusa de encaje de Malinas. Mi padre la devoraba con la mirada mientras Viviana le vertía el té en la taza, en la pequeña mesa de la biblioteca. Pero su corazón no pudo despegarse más de mi madre luego de que la escuchó tocar el clavicémbalo. Poco después la pedía en matrimonio. Mi abuelo Simplicio se ausentaba con frecuencia a sus trabajos de minería y, a pesar de tener allí negras que lo atendían a cuerpo de rey, mi abuela determinó acompañarlo. Fue entonces cuando Viviana convenció a su madre de que era a ella a quien correspondía acompañar a su padre para endulzarle aquella vida de destierro. No sirvieron los calificativos de novelera, varonera y no sé cuantos otros. Ella se fue no más a la mina y poco a poco las condiciones de aquel medio rudo e inclemente fueron moldeando su carácter y llenándole de recursos la cabeza. Convirtió aquellos ranchos en donde pululaban las arañas y cucaracahas y reinaba la mugre en algo pulcro e higiénico. Se volvió una experta conocedora del metal y lo detectaba en cualquier mísera mica. Por ese entonces tenía, como todos en la mente, sólo pensamientos de minas y descubrimientos por lo que el matrimonio no entraba para nada en sus planes.
Fue tía Mercedes, que en ese entonces llegó a visitar a su hermana, quien puso el grito en el cielo, diciéndole a Petrona que aquellos menesteres mineralógicos no eran propios de las niñas y aconsejando a sus padres que la casaran cuanto antes. Así fue que, por la época en que mi padre llegó a la villa, ella había entrado ya por el sendero bien apisonado de las niñas casaderas. Sin embargo, la atrajo aquel hombre de anchas espaldas, mirada sombría y carnes prietas, la barbilla coronando una boca jugosa y suave. Cuando su padre la innformó, sólo dijo que necesitaba unos días para pensarlo. Por esa época ya habían comenzado a levantar la iglesia, por lo que pidió esperar, para que la ceremonia se realizase, a que estuviese terminada. No obstante, se casaron una tarde radiante de abril, antes de que llegara la venia real. A la fiesta llegó el Marqués de Sobremonte con su esposa. Mi madre me contaría luego de aquel atardecer de la víspera cuando vieron avanzar, por el callejón de los paraísos, que mi padre mandara a plantar y que apenas eran unos raquíticos arbustos, la carroza bamboleante y polvorienta de la que descendieron los dos maltrechos viajeros. La fiesta duró tres días con sus noches y hubo corrida de toros y carrera de sortijas. El pueblo se agolpaba a ambos lados de la calle alfombrada desde la casa a la iglesia por donde pasarían los novios.
Pero me canso, Eulogia mía. Tal vez mañana podamos continuar. Sólo espero tener el tiempo necesario para dejar bien asentada esta historia. Será el hijo que no tuve, ese que esperaba ver crecer en tu vientre. Sin embargo, como Epicuro, creo que no es peligrosa la muerte. Más peligrosos son los caminos por los que la vida nos empuja, aunque al final de ellos me esperaras tú como el agua que refresca la sed del viajero antes de volver a partir. Por favor, entorna los postigos. Ya ni la luz soporto. Tal vez mañana podamos continuar.
No bien amanece escucho tus pasos, Eulogia, repiqueteando por las baldosas de la galería y ese sonido me transporta a aquel otro, lejano ya en el tiempo pero presente siempre en la morada de mi corazón, ese otro tiempo en que oigo los pasos de mi madre en el corredor, un gallo canta y otro le contesta a la distancia, poco a poco el pueblo comienza a desperezarse, a abandonar el sueño para transitar ese otro sueño que es el día, mi padre se prepara para ir a la mina, Francisca sale de su habitación y toma el balde mientras termina de abrocharse la blusa. El olor a boñiga húmeda se expande en torno mientras el sol comienza a acariciar las cosas, poco a poco emergen de la sombra las presencias familiares, el cortinado de brocato, el armario de caoba donde duerme la ropa blanca, el bargueño taraceado, los cuadros enmarcados con ébano desde donde vigilan los retratos de los bisabuelos, a quienes no he visto nunca puesto que viven en España, esa patria que padre se empeña en enseñarme a querer, pero a mí la palabra me queda grande, yo sólo sé amar esto que veo y palpo, el hilo de leche que corre por la mano de Francisca mientras sostiene la ubres prietas de Lunera, la vaca que yo bauticé y que me alimenta con su leche ahora que Rodrigo Sosa, el curandero, le dijo a madre que Francisca no debe seguir amamantándome, que muy pronto seré un hombre y que debo crecer solo. Porque has de saber, Eulogia, que fui un niño débil y enfermizo por lo que debieron buscarme una nodriza. La llamaron entonces a ella, a Francisca, una mulata con pechos como balcones a la que acudían todas las mujeres de vecindario para que amamantara a sus hijos. Ella ya había criado a seis hijos propios, amén de su cuota de abortos y de los que nacieron muertos. Tanta era su leche que siempre andaba con la blusa mojada y todo el tiempo se llevaba las manos a los senos como si así pudiese aliviarse el dolor que los pezones le causaban. El mundo era entonces para mí una gran teta. Yo chupaba la vida por los pezones violáceos de Francisca, mis manitas rozando la suavidad cobijadora de la piel.
La tazona de leche venía acompañada de los bizcochos que madre hacía traer de casa de las Chávez, las solteronas que se iban secando poco a poco, esperando que algún varón tuviera a bien concederles un lugar en ese trono que, como bien lo sabes, a las mujeres les enseñaron a considerar el lecho conyugal.
A nuestra casa no llegaba el estrépito de las minas. Era como un capullo en donde la vida parecía andar en escarpines para que no perturbara mi crecimiento. Se trataba de una importante construcción con huertas y viña aledaña que mi padre mandó levantar apenas llegado a la villa. Sin embargo, nada puede substraerse al influjo de la codicia y ésta llegó de la mano de la mismísima Francisca, quien contó a mis padres que por las noches veía resplandecer una luz junto al membrillo que daba a su ventana. Mi abuela Petrona puso el grito en el cielo. Dijo que aquello era seguramente indicio de tesoro enterrado y mi padre comenzó enseguida las excavaciones. Para ello contrató a una cuadrilla de indios comandados por el marido de Francisca, el negro Salvatierra, que por cierto no hacía honor a su nombre pues fue él quien nos condenó a vivir entre las montañas de tierra que cada día aparecían en distintos lugares de la casa, al lado del membrillo, en la viña y luego comenzó por la despensa, mientras Francisca se explayaba contándonos que la luz ahora se había transformado en un hombre blanquecino de mejillas consumidas y túnica sin ceñidor que le señalaba el lugar en donde sería necesario excavar. Cuando los trabajos comenzaron a extenderse hacia los cuartos, mi abuela Petrona sacó el fusil naranjero del armario y los corrió a perdigonazos, diciendo que no permitiría que destriparan también aquella casa como lo habían hecho con el pueblo. Por esa época comencé a percibir los desacuerdos entre mis padres, desacuerdos que nunca se expresaron en palabras pero que más tarde pude percibir en los silencios cada vez más prolongados de mi madre y en el ceño siempre hosco de mi padre. Silencios que no se aplicaban en lo que a mí concierne, pues si mi boca supo del mundo a través de la teta de Francisca, mis oídos fueron encantados por las historias que noche a noche mi madre derramaba junto a mi cama y que me dejaban la cabeza hirviente de sucedidos. Por ella supe de aquel acontecimiento tan asombroso e inconcebible como el de que a un rey le cortaran la cabeza. Me quedaba despierto largo rato escuchando cómo el gong de la biblioteca marcaba hora tras hora mientras me imaginaba la muchedumbre invadiendo el palacio de las Tullerías, el rey decapitado poco después. Un temblor frío me recorría el cuerpo cuando trataba de imaginarme ese aparato que parecía el símbolo de los nuevos tiempos, la cuchilla como una presencia amenazante dispuesta a caer sobre la nuca del ajusticiado, esa cuchilla que de golpe separaba la cabeza del cuerpo, como si el pasado hubiese sido un cuerpo que había quedado sin cabeza o como si de ese cuerpo que los verdugos pusieron boca abajo se escurrieran, junto con la sangre, los pecados del mundo. Y era aquel ¡Viva la libertad! que todos gritaban mojando sus espadines con la sangre del rey, lo que me dejaba anhelante y en suspenso, esa palabra que nadie supo explicarme por aquel entonces, porque padre decía que la libertad consistía en servir al rey y madre se disculpaba con evasivas.
Fue Honoré Brissant quien me ayudó develar la incógnita. Lo conocí una mañana lluviosa de agosto, cuando mi padre me subió junto a él en su mula malacara y me llevó a lo de León Iníguez, el barbero. El agua había comenzado a caer dos días atrás luego de tres meses de sequía. Charcos enormes anegaban las calles y por todas partes pululaban los pantanos por los que se atollaban las carretas con sus bueyes. Los hombres y mujeres no tuvieron más remedio que enclaustrarse en sus casas, a excepción de los muchachos que los atravesaban en zancos. Luego de trepar de un salto, mi padre me recibió de manos de Francisca y me acomodó en la parte delantera de la montura.
—Aprovecharé para que le corten esos bucles — avisó a mi madre —. Pronto lo van a confundir con una mujercita.
León era un hombre corpulento y verborrágico que llegó a La Carolina como tantos otros, atraído por la leyenda del oro, pero pronto comprendió que no poseía ni la codicia ni el tezón necesarios para consumir sus días en la persecución de un desvarío y se decidió por el oficio de rapabarbas que ya ejerciera en su aldea de Valladolid. Vivía en el centro mismo de la villa, en una casa de ladrillo con un laurel en la puerta y zaguán adornado con mayólicas que conducía a tres enormes patios. La habitación que daba a la calle era la que oficiaba de barbería. No bien entramos alcanzamos a distinguir, a la luz aguachenta que entraba por la única ventana, la silueta de un hombre sentado ante el espejo. Te diré Eulogia que todo esto constituía para mí una excitante novedad, pues por lo general era León quien llegaba a nuestra casa. Aparecía con su guerrera de dos colores y su sombrero tricornio y gritando a voz en cuello: ¡A poner las barbas en remojo! antes de que Francisca lo hiciera pasar a la habitación donde mi padre lo esperaba, no sin antes haberme zarandeado entre las aspas de sus brazos y de haberme estampado un sonoro beso en la mejilla. A continuación se encerraban por dos eternas horas mientras yo me preguntaba, en la candidez de mis cortos años, en qué consistiría aquella ceremonia de la que mi padre salía oliendo a colonia de lavándula y la piel tersa como la de un niño, tan diferente de esas mejillas que los días anteriores yo rehuía a besar porque los canutos que la invadían como una mala hierba me dejaban la cara ardiendo.
Esta vez podía observar a mis anchas cómo colocaba a su cliente el fino paño en el pecho mientras éste sostenía la bacía encajada al cuello y León probaba en uno de sus dedos el filo de la navaja. No podía dejar de asociar aquella cuchilla con la otra de mis desvelos, y me pareció que en cualquier momento vería rodar la cabeza del pobre hombre por las baldosas del piso. Pero León conocía su oficio y enjuagaba tranquilamente el rostro del desconocido para luego desbrozarle la maleza de su barba sin causar la más mínima magulladura mientras escuchaba atento y calmo el discurso que el hombre chapurreaba en un mal castellano.
—Muchos son los descontentos. Ya no se tolera tanta injusticia y privilegio.
Quien esto decía no aparentaba, deduzco ahora, más de treinta años y sus ojos eran de un brillo vivaz que contrastaba con la suavidad de sus facciones.
León terminó su tarea y él se levantó, encaminándose a la puerta. Al pasar a nuestro lado se inclinó ante mi padre en un gesto respetuoso y luego puso su mano en mi cabeza, revolviéndome los bucles.
—Ellos han de ser los que apresuren los tiempos — dijo, como dirigiéndose a un invisible interlocutor. A las preguntas de mi padre, León lo informó que era uno de los mineralogistas recientemente llegados, los mismos que él había solicitado del gobierno para buscar nuevas bocas al mineral. Días después aparecieron fijados las paredes de nuestra casa los pasquines que decían: “Viva la libertad francesa, muera la tiranía española.” Por ese tiempo yo aún no sabía leer pero escuché cuando mi padre hablaba con el padre Vicente, que todos las tardes pasaba a visitarnos. A la mañana siguiente corrí a la puerta ni bien escuché los dos recios aldabonazos. Mi padre estaba ausente y mi madre me siguió. No le gustaba que fuera yo quien atendiera a los frecuentes visitantes que acudían a la casa. Allí estaba Brissan, cubierto con un sombrero de copa redonda y anchas alas, chaqueta enteramente abierta bajo la cual se veía una camisa de tocuyo no abrochada al cuello. Una ancha faja de lana colorada de la que colgaban unos flecos sujetaba un calzón de cordellate. A la pregunta sobre el motivo de la visita contestó:
— Presentarle mis respetos a don Luis y entregar esto al niño — explicó, sin aceptar el ofrecimiento de esperar a mi padre, que no tardaría en llegar.
Recuerdo vívidamente la caja oval de madera roja de la que fui sacando el contenido en un silencio emocionado. Se trataba de un juego de unos quinientos soldaditos de juguete de formas redondeadas y macizas con los uniformes del ejército revolucionario francés, que formé sobre la mesa entre exclamaciones de alegría. Toda aquella tarde la pasé tirado en el piso de mi habitación en la operación de poner y quitar aquellas figuras que podían desmontarse totalmente del caballo y de las cuales no había una igual a la otra. A mi hermana Carmen le regalé el juego antes de venir. Ella ya está en condiciones de merecer y tal vez le sirva para que jueguen sus hijos. Había soldados de infantería con casaca roja y pantalones blancos, de caballería con bombachas y cinturón de cuero y de artillería con capotes marrones. Tenía hasta un cañoncito, con el que yo me entretenía en disparar porotos de uno a otro extremo de la habitación.
Fue así como la guerra se convirtió para mí en una temprana preocupación. No quedaba satisfecho ante la respuesta de mi padre sobre por qué los hombres se armaban unos contra otros.
Yo era un niño más bien solitario. Mauro era uno de mis pocos amigos. Tenía mi misma edad. Lo había conocido una tarde de sol quieto en que mi padre me llevó a remontar un volantín por el lado del río. Mauro había ido con Eusebio, un compañero de juegos, a voltear catas con la honda, pero se quedó prendado de aquella pandorga de un rojo carmesí que se elevaba ya como queriendo curiosear el mundo más allá de la montaña. Desde aquel día fuimos inseparables. Era hijo de Alejo, el maestro herrero y se distinguía por el pelo color maíz y por aquella tez pecosa que le daba el aspecto de estar siempre en falta. Tenía dos hermanas mujeres que siembre andaban gastándole pullas por lo que él prefería venir a nuestra casa. A ello se sumaba el hecho de que mi madre vivía en el temor de que mi naturaleza un tanto delicada se resintiese a causa de un contagio. No hacía mucho que el campamento de los gitanos había sido asolado por la viruela y no quería que mis correrías pudiesen llevarme por aquellos lugares. Un día mi padre la reconvino:
— Déjalo correr y saltar, mujer. Pronto vendrán para él pesadas obligaciones.
Así es que aquella tarde en que la luz parecía detenerse en el lomo aterciopelado de las montañas, caminé de la mano de mi padre rumbo a la casa de Mauro.
Apenas me dejó, desplegamos los soldaditos sobre el hule que cubría la mesa y así comenzó una batalla que duraba ya largo rato, cuando se abrió la puerta y el maestro entró con otro hombre a quien no tuve dificultad en reconocer como la persona que me llevara días antes tan espléndido regalo. No vaciló en sentarse con nosotros a participar del juego, haciendo cada tanto observaciones sobre la forma en que debían desplazarse las piezas. Mauro levantó entonces la mirada y le preguntó:
— ¿Por qué van los hombres a la guerra, señor Honoré?
— Para defender la igualdad, la libertad, la fraternidad.
Fue entonces que me propuse no descansar hasta conocer el significado de estos tres términos que desde ese momento no me han abandonado jamás.
Pero tienes razón, Eulogia, no te enojes conmigo. Es que me interno en estos laberintos de la memoria y tu presencia es el hilo que necesito para no extraviarme en ellos. Recordar se me ha vuelto casi como un respirar. Pero cuánto nos falta para anudar las cuentas de este collar roto. Pide a Engracia que avive el fuego pues hace frío y suba la llama del quinqué y por favor quédate un rato más a mi lado. La noche se asoma en la ventana pero el saber que me escuchas y escribes estas deshilvanadas memorias me ayuda a sentir que todavía viajo por los caminos del tiempo.
Mi abuelo Simplicio murió dos años antes de que yo viniera a este mundo. Fue mi abuela, que vivía con nosotros luego de enviudar, quien me contó su historia. Porque yo no soy únicamente un hombre de letras. La aventura también me ha llamado y en mi corta vida obedecí siempre a su voz de sirena. No necesito decirte que nunca perseguí otra cosa que su propia recompensa. Mi abuelo, te decía, llegó a estas tierras muy joven, empujado por una sed de errancia que le contagiaron esas embarcaciones que veía desde el puerto de su Cádiz natal. Se pasaba horas sentado en una roca de la playa contemplando con envidia las velas blancas que se le antojaban alas para llevarlo lejos. Muy pronto la palabra América sonó en sus oídos con esas connotaciones mágicas que aún tenía para sus compatriotas. Así es que una tarde de viento fresco se embarcó sin despedirse de sus padres. Acababa de cumplir los diecisiete años y ya se sentía un hombre hecho y derecho. Tras ochenta y cuatro días de navegación fondeó en Montevideo y poco tiempo después siguió a rumbo a Buenos Aires. Llegó a la orilla a espaldas de un hombre moreno y fornido pues era un día de marea baja. Fue allí, en una de sus caminatas por esa ciudad que se le antojó envuelta aún en las brumas del pasado, que le salió al paso el suceso que decidiría su destino. Tomaba un vaso de caña con limonada acodado en el mostrador de la pulpería, cuando se le acercó un hombre menudo cubierto con un poncho de vicuña. Luego de intercambiar unas palabras que enteraron al recién llegado de la condición de forastero de mi abuelo, aquél le ofreció ir como su ayudante para vender unas mulas en una de las ferias del Noroeste. Se trataba de un estanciero que había hecho una fortuna considerable con el negocio de estos animales. Mi abuelo aceptó de inmediato. Poco después era dueño de una tropilla de diez mulas que comenzó a trajinar por los caminos del país. Recorrió enormes distancias aventurándose por desfiladeros escarpados y precipicios como para arredrar al más valiente, suelos desprovistos de toda vegetación y lugares donde la tierra manaba leche y miel. Al poco tiempo era tan baqueano como si jamás hubiese conocido otra cosa ni otro oficio que aquél de transportar mulas. Los azares del negocio lo llevaron a Córdoba. El hecho de que conociera a mi abuela al poco tiempo y se enamorara de ella perdidamente cuando la vio arreglarse un pliegue de la mantilla a la salida de Misa, determinó que fijara su residencia en esa ciudad. Su fortuna se fue acrecentando gradualmente y así pudo, tiempo después, adquirir un campo en San Javier y otro para engorde de ganado en Las Invernadas.
A Petrona la pidió en matrimonio dos días luego de conocerla. Fue rechazado. Corría por ese entonces el rumor de que aquel hombre de quien nadie sabía con certeza el origen no era cristiano viejo, por más que él se mostrara a partir de entonces asiduo concurrente a misas y procesiones cuando sus ocupaciones no lo retenían lejos. Petrona pertenecía a una familia de arraigo aunque de modesta condición. Vivía con sus padres en una casa no demasiado ostentosa, como por otra parte todas las de aquel tiempo, adornada no obstante con cierto lujo, con platería traída de España y de Lima y los muros de la sala cubiertos con tapices de Flandes. Para cortar de raíz el asunto enviaron a Petrona al convento de las Teresas. Mi abuela se había también enamorado de aquel hombre de mirada soñadora y tez blanca aunque curtida por la intemperie que contaba sus aventuras con una voz ronca por donde se colaba la pasión. Tenía manos finas de pianista y frente cabedora. Poco tiempo después del primer encuentro él había logrado ser admitido en la casa por Ambrosio, hermano de mi abuela.
En el convento ella sintió que se moriría si no daba cauce al deseo de su corazón así es que aquella vez que su hermano pasó a visitarla por encargo de su padre, ella le envió una carta escrita con su apretada caligrafía en donde le aseguraba que estaba dispuesta a pasar la vida a su lado.
Escapó con Simplicio una siesta amodorrante de enero. Luego de cerciorarse de que todos dormían se sentó a esperarlo vestida de amazona en el corredor de las glicinas. Él se acercó al galope en su tostado y lo paró a pocos metros de la casa. Petrona trepó a la grupa con la misma decisión que la caracterizara hasta el fin de sus días. Poco después se casaban en San Javier. Vivieron en la casa de ladrillos y tejas que Simplicio levantó con sus propias manos ayudado por una cuadrilla de indios reclutados en sus viajes. Además del negocio de las mulas, adquirió una estancia con molino, corrales y tierras de pan llevar. Por esa época lo nombraron juez pedáneo y alternaba su tiempo entre San Javier y Las Invernadas. Cuando Arias Renjel alborotó toda Córdoba con la noticia del descubrimiento del oro en aquel lugar, se trasladó definitivamente a él.
La casa que construyó Simplicio tenía huertas aledañas y potreros con forraje para mantener vacas lecheras, caballos y ovejas así como también para el engorde de ganado destinado a la venta o para recibir animales de pasto. A ésta, más cómoda y espaciosa que la nuestra, se trasladaron mis padres cuando el abuelo murió, para acompañar a abuela, aunque ésta decía que la soledad, más que una enemiga, era su cómplice.
Aquel nuevo El Dorado era una ilusión que movía a santos y a diablos, por lo que el mísero caserío que hasta ese entonces se conocía con el nombre de Las Invernadas, se fue elevando con el tiempo al rango de villa y comenzó a tener calles y acequias, así como empedrado. Y, por supuesto, iglesia. Se trataba de una sencilla construcción de ladrillo y paredes blanqueadas con cal, levantada en poco tiempo por una cuadrilla de vagos y malentretenidos que merodeaban por la región y a los que la ilusión de ganar unos buenos pesos fuertes los mantuvo en su puesto hasta el final. La campana llegó una semana después de que quedaran finalizados los trabajos. Los pobladores se agolparon para ver el enorme envoltorio atravesado por cuerdas del tamaño de un brazo humano que seis hombres, agotados ya por tantos días de peregrinajes, bajaron con sumo cuidado de la carreta que saliera de Córdoba veinte días atrás. Ellos mismos la subieron al campanario y todos se arrodillaron en un recogimiento solemne cuando el aire fue atravesado por el melancólico tañido que pareció quedar enganchado entre las nubes del poniente. Desde entonces nos acompañaría en óleos, comuniones y matrimonios, como una fiel advertencia de que más allá de esa realidad de la materia hay cosas de las que nada sabemos pero que, si las despreciamos, se vengarán de alguna manera de nosotros. Quien más había insistido en la necesidad de la campana fue fray Abundio, aduciendo que ella serviría para ahuyentar las legiones del demonio que sin duda merodearían por la zona, atraídos por aquella caterva de herejes.
La mina de mi abuelo era una de las más antiguas y fue bautizada con el nombre de Nuestra Señora del Rosario. A ella se agregaron veinte bocas más, entre las que estaba la de mis padres, a la que llamaron Santa Isabel. Poco a poco aquel cresterío de sierras estaría infectado de cuevas en donde se internaban ejércitos de hombres con el fin de extraer el escurridizo metal. Eran como un gran vientre preñado no sólo de oro, sino también de algo muy importante que pronto nacería. Muchos murieron en estas empresas, como para demostrar que el útero y la tumba están entrelazados por un grueso y retorcido cordón carmesí.
Por esa época comenzaron los rumores de que mi abuelo tenía a su servicio un ejército de pigmeos que extraían de noche lo que los mineros dejaban en el día. También se afirmaba que fueron ellos los causantes de la enfermedad que lo llevó a la muerte. Porque cosas extrañas comenzaron a pasar. Recuerdo haber ido de la mano de Francisca a ver el zapato que el diablo dejó a la entrada del socavón. Jacinto, el sereno, aseguraba que la noche anterior se le había presentado un hombre vestido de frac negro, sombrero de copa, bastón de jacarandá y calzado con grandes guantes. A la vista de tan extraño visitante no se le ocurrió otra cosa que gritar Ave María, con lo que el individuo puso pies en polvorosa, perdiendo en su fuga el zapato que ahora contemplábamos todos con un sentimiento de medrosa consternación. También vi a la salida de la villa las siete estatuas de piedra en que se convirtieron los mineros que entraron a robar.
Lo que más me gustaba eran los días de lluvia. Después del aguacero salíamos con Mauro y otros chicos del vecindario provistos de un mate para recoger las pepitas que el agua desenterraba en la arena. Tengo muy presente el broche de oro que mi madre se mandó labrar con una de ellas. Era una rosa que no me cansaba de contemplar cuando la llevaba abrochada en su blusa. El platero la salpicó de pequeños brillantes que parecían gotas del rocío mañanero. Es que todo en aquel tiempo eran correrías y aventuras de cateos.
Lo cierto es que el mayor rendimiento era la constante preocupación y para ellos llegaron, junto a Brissant, otros mineralogistas enviados por Sobremonte para que determinaran la calidad del metal. Ellos decían que no había otro mejor. Por esa época mi padre recibió nombramiento de juez de minas para que determinase los pleitos causas y diferencias que se suscitasen de aquellos trajines. Su poder llegaba hasta castigar con azotes y cualquier otro tormento en que no se cortaran miembros. Es que no sé que se hubieran hecho los amos sin las manos y las piernas de aquellos infelices. Una tarde en que jugaba en el río junto a Mauro, vimos un negrito de más o menos nuestra edad. Estaba sentado en una piedra, mirando sin ver el vuelo de los caranchos que se daban el gran banquete con una res muerta a pocos metros. Casi no llevaba ropas. Iba descalzo y un breve género lo cubría desde la cintura para abajo. Quisimos hablarle, pero se alejó corriendo como un animal del monte. Cuando se lo comentamos, Francisca nos dijo que era hijo de Eladio Valdés, uno de los apures y que se encargaba de llenar con la pala en el zurrón el oro que su padre extraía. Poco después se fue Brissant. Es que intranqulizadores sucesos conmovieron a la villa. Mi padre recibió un propio de Sobremonte en donde lo alertaba sobre las actividades de Brissant. “Ha producido en ese mineral especies muy perjudiciales — decía — a la quietud y subordinación apoyando en ellas los procedimientos de la Asamblea de Francia y esparciendo que el hombre nació libre ; que, como tal, debe obrar; que en todo, debe serlo ; que los franceses han abierto los ojos a las demás naciones a los goces de la libertad.” Por todo ello, Sobremonte ordenaba hacer “una información reservadísima de testigos idóneos” pues “convenía muchísimo tales especies no se viertan y que se escarmiente como corresponde, al que las produce”. Lo veía llegar a lo del maestro Alejo con una espesa barba que le llegaba casi a la cintura, pues había dicho que se negaba a ser juzgado por ese gobierno de zapateros y que exigía que llevasen su causa a los tribunales de Lima o de México. Una de esos días se quedó hasta tarde jugando con Mauro y conmigo. En un momento dado me puso sobre sus rodillas y me estrujó largo rato contra su pecho. Luego se desprendió del reloj que le atravesaba el chaleco y me lo puso en la mano. “Tú verás otras horas”, me dijo. “Acuérdate entonces de este amigo”. No lo volví a ver. El reloj es éste que aún llevo y que ahora descansa sobre la cómoda. Como verás, Brissant tuvo razón. El tiempo acababa de dar una vuelta completa y pronto nada sería igual.
Ya sabes que nos trasladamos a vivir con la abuela apenas ésta quedó viuda. Al principio se opuso tenazmente aduciendo que no eran de las que se arredran ante la perspectiva de pasar en soledad el resto de su vida. Por el contrario, sostenía que las viudas llevan en su corazón la semilla de la felicidad. Siempre había sido una mujer desenvuelta y franca. El hecho de que mi abuelo no le permitiera ir a la mina constituyó para ella un duro golpe. Decía que no era justo que los hombres trabajaran como bestias de carga y que para las mujeres sólo quedara gastarles plata, darles hijos, levantar la familia y alegrar la casa. Porque, en efecto, ella era la alegría de la casa. También te he contado que fue ella, junto con mi madre, la que me introdujo en esos castillos de aire que son la poesía y la música, pero que nos son tan necesarios para cobijarnos como las cosas materiales. Por ellos me interné en ese otro vientre de las palabras. La escuchábamos cantar mientras se movía por los espaciosos cuartos de la casa entonando las canciones que tal vez aprendiera de su madre:
Petenera, petenera
Dame de tu pecho un ramo.
O aquella otra que decía:
¿Qué es esto San Pedro?
¿Qué es esto San Pablo?
Si en amor no medro
me llevará el diablo.
De niña se apasionó por las novelas de caballería que un día halló en la biblioteca de su padre. Cuando él la descubrió, puso el grito en el cielo. “A una niña de tu clase no le conviene saber tanto. Si saben leer, las niñas pueden aprender cosas muy malas en los libros”. No volvió a verlas nunca más. Pero como poseía una memoria prodigiosa, podía recitarlas de cabo a rabo sin errar una sola palabra. Podía quedarme horas escuchándola decir con su voz un tanto ronca los romances de los amores de Blancaflor o aquel otro que tanto me regocijaba en el que la doncella requerida de amores por quien la recogiera en medio del campo le contesta al llegar a la ciudad y luego de esquivarlo durante todo el camino con el pretexto de que era hija de leprosos: “Hija soy del rey de Francia y de la reina María/ al hombre que amí llegase/ muy caro le costaría.”.
Alguna vez estuvo en Buenos Aires en ocasión de la llegada del Virrey Arredondo y los ojos se le traslumbraron como si hubiese estado presenciando las mismas cosas que leía en el mundo fabuloso de sus novelas: los toros, el paso del Estandarte Real, la jura del nuevo monarca. Podía estarse horas describiéndome aquel cuadro de la plaza empavesada: las filas de carros y carretas adornadas con oriflamas, la gente que llegaba a pie o a caballo, los regimientos y sus vistosas banderolas, los repiques y de pronto los trompeteros que anunciaban la llegada del Nuevo Señor. El embriagador estruendo de las bandas de música, las campanas echadas a vuelo. A la luz de su relato, como una linterna mágica, podía yo también ver pasar con lentitud los carruajes llevando señores enfundados en casacas bordadas, calzones cortos y medias de seda, sus corbatas blancas de dos vueltas. A veces se interrumpía y se quedaba largo rato con los ojos fijos en la lejanía, como preguntándose por las vueltas de la fortuna que la habían arrojado en este oscuro rincón del mundo detrás de los embelecos de un hombre o tal vez viendo pasar efectivamente ante sus ojos ese cortejo de sombras tal como mi vida pasa ahora ante los míos. Me gustaba entrar a su cuarto que perfumaban las hierbas del brasero dejándolo cálido y perfumado como un templo. Me quedaba allí horas, entretenido en ver reflejados en el espejo de la cómoda la presencia familiar de las alhajas, de los botes de ungüento, de los peines de asta. Sobre la cómoda, bajo un fanal de vidrio, el niño Jesús sostenía con sus pequeñas manos un mundo diminuto. Tal vez desde esa época tenga la sensación de que el mío también estuviese dividido en dos hemisferios: el de afuera, ése en que se afanaban mi padre y mi abuelo y en el que un niño como yo poco tenía que ver, con su ebria violencia y misterios que aún no podían cautivarme y el de adentro, protegido por esa campana bajo la cual las mujeres desplegaban cada día con sus manos la mullida alfombra por la que mis pies vacilantes se desplazaban. Creo que también comencé por esa época a darme cuenta de que yo pertenecía a aquel mundo más que al otro. Aunque asumirlo me llevó bastante más tiempo. Y la compañía de las mujeres siempre fue para mí algo fascinante y único, como más tarde coincidiriámos con mi amigo Manuel Belgrano. Pero ésa es otra historia que reservo para más adelante. Porque si bien mi vida está hecha de esos desordenados materiales, es a mí a quien toca la tarea de organizarlos, de ir examinándolos para decidir cuál es el que debo poner antes y cuál después.
¿Cuándo comenzaste a sentir, Juan Crisóstomo, que lo tuyo no eran los inciensos y latinajos, a los que quería empujarte Viviana, tu madre, ni el sable, como quería tu padre don Luis? ¿Cuándo comprendiste que no deseabas para vos el destino de fray Abundio, que en víspera de Pascua de Resurrección iba de casa en casa para averiguar cuántos habían cumplido con el precepto? No te olvidas de aquella mañana. Luego de intercambiar dos o tres palabras y de saborear el chocolate y los bizcochos que tu madre le sirviera, tu padre declaró haber perdido el papel. Ese papel en donde decía “confesó y comulgó” y que acreditaba su no pertenencia a la casta de los herejes. Tu madre te tomó de la mano para dejar la amplia estancia por cuyos abiertos postigos se colaba la luz amodorrada de la calle invadida por la niebla, pero antes de salir alcanzaste a ver a tu padre arrodillado mientras fray Abundio inclinaba su cabeza para oír sus pecados. Te preguntabas, con el candor de tus pocos años y te lo preguntas también ahora en esta pieza donde agonizas, invadida por los fantasmas del pasado, qué podía decir, qué pecados podía haber confesado. Seguramente cumplía con el débito conyugal y sus días eran cortos en la administración de justicia para impedir que Luzbel se apoderara de aquellas almas ávidas y codiciosas. Y sin embargo alcanzaste a verlo, volviste la cabeza y lo contemplaste hablar al oído de Fray Abundio quién sabe qué razones que lo colocaban del lado de los que necesitan ser perdonados. Mucho más tarde te preguntarías si por aquel vertedero de palabras no se colaría acaso aquella figura erguida contra la mole de los Andes, la frente altiva y los brazos extendidos para que el verdugo los amarrase a los caballos que se preparaban a despedazarlo. Pero esta pregunta te la harías mucho después. Porque en ese entonces aún eras un niño que mira y escucha y guarda todo en las faltriqueras de su entendimiento.
¿Cuándo, cuándo lo supiste, Juan Crisóstomo? ¿Fue tal vez cuando ya habías llegado a aquella ciudad de clérigos y campanas, cuando comenzaron a vivir en la quinta de dos cuadras en las afueras de Córdoba que tu padre compró a don Nicolás Videla? ¿O luego de leer aquel ejempla descabalado del Lazarillo de Tormes que un día encontraste en el cuarto de los baúles, vaya a saber cómo llegó allí, aquel ejemplar raído y deshilachado que devoraste en una noche y luego por mucho tiempo te acompañaron los juegos de engaños de Lázaro y el ciego?
Porque desde un principio tuviste el presentimiento de que para vos había algo más. Te fatigabas en aquellas tertulias en las que tu madre reinaba y el mate pasaba de boca en boca y en donde, entre habladurías de sirvientes, partos y malpartos se colaban chismorreos:
— Josefa Araujo tiene sangre negra. ¿No se fijaron en sus labios gruesos igualitos a los del zambo Rosario? Dicen que él es su padre.
Te hartabas de escuchar aquellas palabras: cuarterones, quinterones o zumbaigos.
— Dicen que Goyo Antúnez es un converso. Que por las noches se oyen extraños ruidos en su casa y que la otra madrugada alguien vio salir de ella a unos encapuchados.
Quiénes eran buenos o malos cristianos. Quiénes descendían de moros o judíos. Vos querías algo más, Juan, que pasar tus días en aquella ciudad boba, a pesar de que se empeñasen en llamarla “docta”. Aquella ciudad por cuyas calles se veían vuelta a vuelta esas procesiones de mujeres muy serias, todas cerradas de negro y con mantillas también negras. Aquella ciudad casi cuadrada con sus siete iglesias y sus hijosdalgos y sus nobles más ricos de pergaminos que de talegas.
Hasta aquella tarde en que escuchaste la frase que cambiaría el rumbo de tu vida:
— He hablado con el Deán Fúnes. Entrarás al Montserrat.
El corazón te brincó en el pecho. Habías visto ya, los ojos ávidos y el deseo murmurándote en el alma sus seductoras consejas, aquellas procesiones — ésas sí te gustaban —de los días de graduación. Las campanas alborotaban desde temprano y corría a buscar al Colorado para luego escurrirse ambos a los empujones entre el gentío, deseosos contemplar lo más cerca posible cortejo en donde se alineaban los atabales y las chirimías seguidos por los bedeles con sus mazas, el abanderado llevando el estandarte universitario. Te imaginaste ya entre los maestros y doctores tocados con sus capirotes. Allí sí querías estar, de eso sí te gustaría formar parte. Y también de lo otro. De lo que oscuramente percibías cuando los mayores bajaban la voz y de sus labios salían palabras que parecían dejarlos asustados, como si hubiesen visto al mismísimo anticristo. Palabras que apenas pronunciadas volvían a ser silencio, como si el aire no estuviese preparado para incorporarlas junto a las otras: “Revolución”, “Independencia”. Y ya habías jugado a matar godos con el Colorado en la cuadra de las carretas. Con sables de palo peleaste cuerpo a cuerpo con los de la calle de las ánimas, comandados por el Chino, súbitamente convertido en súbdito de Su Majestad que los llamaba herejes y traidores entre escupidas, pedradas y sablazos.
Esa noche tu madre te regañó por tu camisa desgarrada y los cardenales de tus brazos y no tuviste más remedio que contarle. Ella te rogó y suplicó que no volvieras a esos juegos. Que si tu padre se enteraba te pondría en el cepo del fondo, ya sabes que tu padre no se anda con sentimentalismos, te dijo, allí donde no hace mucho viste al negro Encarnación achicharrado por el sol, las moscas paseándose como si nada por las llagas de los latigazos. Prometiste, Juan Crisóstomo, juraste. Pero en tu corazón algo se removía y te avisaba que tu vida no transcurriría así, entre misas y latines, y que la Aventura estaba cerca, cada vez más cerca.
Ahora cerrás los ojos mientras la llama del quinqué titila, incapaz de derrotar las sombras de este invierno inclemente, la oscuridad que mete su lengua en la habitación y va cubriendo con su presencia impalpable la consola Luis XV, los daguerrotipos de tus padres, el armario traído de Arequipa, el arcón incrustado con marfil en donde guardás los cuadernos con tus versos, las cartas de tu hermana Carmen que Eulogia te lee con detenimiento pues sabe el afecto especial que sentís por ella, afecto que no pueden enturbiar la distancia ni este lento agonizar luego de la caída del caballo. A ella le dejaste tu único retrato y no olvidás los ojos humedecidos con que lo besó para luego colgarlo de su cuello en el relicario. Dentro de breves instantes se abrirá la puerta y escucharás a Eulogia entrar en puntas de pie para no interrumpir tu descanso, sentirás su mano tibia acariciando tu frente mientras canturrea la sonata once de Haydn, que sabe tu preferida. Dentro de breves instantes. También te ayudará a incorporarte sobre el almohadón de lino para que bebas la infusión de ramas de quina molidas y pisadas que recomendó el médico, pero ahora te repites con Quevedo: Aquí de los antaños que he vivido y con él sabes también que en fuga irrevocable huye la hora, cerrás los ojos y es otra vez la calle en la que la tarde otoñal pardea. Te arrebujás en la capa mientras te preguntás por dónde andará Juan Cruz. El frío es intenso y sentís agrietarse la piel de la cara, a pesar del preparado con leche y almendras que tu madre te puso en un momento de descuido, burlándose de tu resistencia porque vos no estás, le decís en instantánea rebeldía, para esos menjunjes femeniles. Aquellas noches de vino y rosas, allá en Córdoba, en que sos apenas un mozalbete que quiere arremeter con el mundo. Y entonces ni escuchás las admoniciones de Viviana, tu madre, quien te dice que te quedes, que es tarde ya para salir, que pronto andarán sueltos los diablos y las brujas, pero a vos no te importa, poco a poco la calle se ha ido vaciando de paseantes y carruajes, detrás de los postigones se cuela alguna luz y vos seguís con tus divagaciones, por la calle vas enhebrando el collar de tu pasión, por la calle vas sintiendo el vivificante sabor de la libertad. Un hombre pasa corriendo a la velocidad del rayo perseguido por tres muchachones de siniestro aspecto que ya le han arrebatado capa y camisa y se preparan para alcanzarlo en pocos trancos más para terminar de desnudarlo. Apenas doblás la esquina alcanzás a vislumbrar el zanjón iluminado apenas por la luna y una náusea te anuda el estómago porque has comprendido que eso que se mueve y bulle en un oleaje frenético no son otra cosa que ratas. Y de nuevo te preguntás por dónde andará Juan Cruz. Es con él y sólo con él que deseás hablar ahora, te urge mostrarle el soneto que compusiste esta tarde luego de que el maestro Hilario Antúnez terminara de hablar en clase de los Rhétoriqueurs, ese grupo de poetas franceses que floreció en las cortes de Borgoña y París. Poetas difíciles y oscuros, dijo, para luego dar sus nombres: Alain Chartier, Jean Lemaire de Belges, Molinet, Crétin y Jean Marot y vos lo escribís en la cuartilla sin un error porque ya sabías de ellos y mientras el maestro se los deletrea a los rezagados, llevás con impaciencia febril la pluma al tintero porque te cosquillean los versos en la yema de los dedos, los versos que te fueron subiendo por el pecho como suben los versos por más que se esfuercen en convencerte de lo contrario los fanáticos de la retórica, los versos que fueron formándose solos en las entretelas de tu alma cuando comías quesillo en la alameda y se te paralizó en la boca al descubrir ese par de ojazos azules, aquella cabellera negra y rizada que caía sobre la blusa de encaje de Malinas por donde se insinuaban las redondeces de sus senos. Rosalba, te dijeron que se llamaba su dueña y desde ese instante caíste enamorado perdidamente de ella, comenzaste a sentir esto que tratas de describir en el soneto que titulaste El amor y que ahora vas repitiendo mientras tocás en un rincón del bolsillo el papel ajado ya por tantas lecturas, Es llorar y gozar; rabia y ternura; / Delirio que a prudencia se parece; / Una hoguera encendida que más crece / Mientras más se resiste a la bravura. / Un amante es un enfermo que no cura ( así como ahora, porque en realidad has sido eso siempre, tu amor por la vida no tiene cura y de eso tal vez estás muriendo), /Pero con sus mismas llagas se envanece, / la soledad le agrada y le entristece... pero no seguís en esa morosa delectación de los vocablos porque ves venir hacia vos a un anciano tanteando el adoquinado de la vereda con su bastón de ciego y con pronta solicitud lo tomás del brazo, qué hará un viejo solo a estas horas te preguntás, su aspecto cuidado anuncia a uno de tu clase, seguramente un viudo que escapó de la custodia de la criada y que no se resigna a perder el aroma de la calle, esas calles enternecidas de penumbra y ocaso, alguien a quien la calle también le parece, como a tu amigo el poeta Baldomero una dulce embriaguez y mientras lo acercás al zaguán donde te dice que vive, lo oís mascullar también unos versos, unos versos que hablan de crepúsculos y tardes, Olorosa como mate curado / la noche acerca agrestes lejanías / y despeja las calles que acompañan mi soledad,/ hechas de vago miedo y de largas líneas y vos ya no sabés si sos vos o es él quien lo ha escrito y de pronto se te ocurre la vaga idea de que él sos vos, que ese otro sos sólo vos mismo, Lafinur, mucho más viejo pero vos, o a lo mejor todo no será sino un sueño y por eso ahora que se lo tragaron las sombras del zaguán te arrebujás en tu capa, divisás nítido el lucero sobre la negrura aterciopelada del cielo y continuás tu paseo por la calle ahora desierta preguntándote dónde, pero dónde se habrá metido Juan Cruz.
Ahora miro la mañana que avanza cauta y felina distribuyendo las luces y las sombras como el pincel de un Goya, la miro desde la silla de algarrobo que la hermana Anunciación transportó hasta la galería para no escuchar más esta crujidera de mis huesos, dijo, para que los suavice la caricia de estas brisas primaverales, pobre hermana Anunciación, no se da cuenta de que pronto no será una silla sino mi cuerpo lo que transportará con las demás hermanas tras las rejas de las que no se vuelve, por eso es que me gusta quedarme así, las manos ociosas después de tanto tiempo de trajinar en mil afanes desde que entré a este convento de Las Catalinas pues ya qué pecado pueden cometer estas garras sarmentosas de pajarraco viejo, qué ganas han de tener de pasearse por un cuerpo cuya sombra apenas se dibuja en el suelo y entonces mi imaginación se despabila, ya no hay director espiritual que pueda anonadarme con aquello de que a la loca de la casa hay que tenerla siempre dentro de su camisa de fuerza, no sea que nos encadene a sus delirios, mi memoria sale bailando y va presurosa al encuentro de aquellas mañanas de los orígenes, de aquel illo tempore tan aúreo como el tuyo, Juan Crisóstomo, porque aunque yo no naciera propiamente junto al codiciado metal como ocurrió contigo, fui enriquecida con él al conocerte y beber las palabras de tu boca. Nos encontramos temprano, no llegaríamos creo a los ocho años cuando descubrí tus ojos adormilados y quedé cautiva para siempre de tu sonrisa de lumbre inquieta que se cristalizó en el aire y desbordó luego por mis adentros, de tu figura de gnomo que podía pasar sin transición de la alegría a la pena como por arte de encantamiento, de tu presencia en fin que continuará conmigo como lo estuvo hasta ahora, por más que hace mucho tiempo que te hayas ido ya de este valle de lágrimas. Cómo olvidar aquella tarde, Juan Crisóstomo cuando mi padre, don Bruno Vega y Villamayor, que Dios tenga en su gloria, me llevó con él en el carruaje de vidrios biselados que le prestó el gobernador Sobremonte a la hacienda de Alta Gracia a visitar a su amigo don Victorino Rodríguez, que junto a su esposa Felipa fueran mis padrinos en aquel memorable acontecimiento de mi bautismo, suceso que mi padre quiso festejar con carreras de sortijas y corridas de toros que duraron cuatro días con sus noches. Llegamos pues aquella tarde sin que él hubiera logrado apaciguar el malhumor que me producían los zangoloteos del camino, pues como recordarás — ya sé que eres tú esa brisa que hace mover las hojas del naranjo; es por eso que te hablo como si estuvieras enfrente de mí — como recordarás, decía, yo era huérfana y única hija y por lo tanto la luz de los ojos de ese hombre que nunca recompuso su vida luego de que mi madre, Minerva Campusano, muriera de unas fiebres poco después de mi venida a este mundo. Ya don Luis, tu padre, me había vislumbrado en alguna visita a mi casa cuando yo, de la mano de la negra Salviana llegaba con mis polleras de holanes y mi blusa de pasacintas a cumplir con la reverencia correspondiente a tan digna visita y en una de esas ocasiones pude escuchar claritas aquellas palabras que tu padre vertió en los oídos del mío:
— Tiene la misma edad que Juan Crisóstomo, mi hijo mayor. Deberíamos hacerlos amigos.
Así que desde aquel día bienaventurado de nuestro encuentro, yo contaba los que me separaban del verano, cuando mi padre mandaba enganchar los caballos a la volanta — que no hacía ninguna justicia a su nombre pues no llegaba nunca a donde me esperabas tú — para que la vida se convirtiera en un puro cascabeleo y regocijo.
Y qué podemos decir de las vueltas y revueltas de la fortuna, Juan Crisóstomo, ni tú ni yo imaginamos jamás que aquella niña de cabellera ensortijada y de color maíz, aquella María Ignacia de la Santísima Trinidad Vega y Villamayor y Campusano, que ésos fueron los nombres que recibí al nacer, se convirtiera en esta Sor Timotea del Sagrado Corazón de Jesús, en la monja que se desposó con el Señor y que ahora va repasando sus sepultados sentires en estos recién inaugurados ocios conventuales, ocios que se me conceden porque ya no sirvo para otros menesteres luego de haber ejercido de maestra de novicias, partera, sacristana y hasta priora. Mujer consagrada fui y mis ojos se hartaron, se sobresaturaron del esplendor de los retablos, púlpitos y confesionarios, de escuchar tan sólo voces mujeriles, pues las otras sólo llegaban para sermones o consejos, nunca un tú a tú, nunca con quién compartir todo lo que aprendí en los tumultuosos años de nuestra amistad. Tomé el hábito aquel viernes de la octava de la Resurrección, poco tiempo después de que me anunciaras que marcharías a unirte con el ejército del Norte y comprendí definitivamente que no me estabas destinado. Entonces no quise esposos terrenales y me volqué a éste que todo lo exige para sí pero no nos importuna con caricias y besos indeseados. Todo es una pura sugestión, un voluntario humillarse a alguien que de tan invisible hasta parece no existir, pero eso no lo digamos muy alto, que a estas alturas adónde iría a parar si me pusieran como a ti el mote de hereje.
Nunca olvidaré tu asombro aquella vez que traspusiste el zaguán del convento llamado por el padre Teodosio para enseñarle canto a las novicias, el azoro que traías dibujado en los ojos luego de haber leído la inscripción de la entrada:
Apartadas del mundo aquí vivimos
Vestidas de un sayal tosco y grosero
Ciñéndonos los cuerpos al acero
Con que las tiernas carnes afligimos.
Sin consuelo jamás todas gemimos
Conociendo de Dios lo justiciero
Angustiadas temiendo el fin postrero.
Misericordia, humildes, te pedimos.
Mas como sin embargo delingüentes
Nos hallamos con rígidos silicios
Procuramos austeros penitentes
Nuestras culpas borrar por sacrificios.
Pero tú sabes, mi amado Juan, que yo tuve desde el comienzo una imaginación febril que se iba tras las ficciones que inventábamos juntos cuando corríamos por el huerto o nos bañábamos en el tajamar de la hacienda bajo los ojos vigilantes de Salviana, sabes que, como tú, desde muy niña hacía versos y aún novelas que protagonizaban gigantes y vampiros. No importa que no fuera yo la premiada con aquella visión que tuviste una mañana mientras paseabas por la avenida de los eucaliptos en que una mujer halduda que aseguras era tu Musa te dijo:
— Serás poeta.
No, yo no fui tan dichosa ni mi destino de poeta fue tan solemnemente anunciado. Pero éramos almas gemelas y no sabíamos si nuestros mutuos sueños principiaban en uno o en otra. Así sucede siempre con nosotras, las mujeres, lo he ido sabiendo todos estos años. Te fuiste a trajinar caminos mientras yo me quedaba aquí, colgando de mi cuello el rosario de cuentas sonadoras y me dejé atrás, tan atrás, que ni me parece ser yo misma aquella muchacha que bailaba desnuda frente a la luna del ropero.
La humedad de los ladrillos se le metía en el cuerpo y se incorporó. No sabía cuántas horas habían transcurrido desde que lo abandonaran allí, luego de que el negro Concepción trancó por fuera la puerta dejándole en el piso la escudilla con las lentejas que apenas probó. Sentía sus piernas heladas y le dolían las articulaciones. Trató de caminar en el reducido espacio, atontado por ese olor rancio, mezcla de humedad y orines y, por primera vez en mucho tiempo pensó en su madre. Qué diría al saber esto. Ella, que siempre lo defendía de las intemperancias de su padre y que trataba por todos los medios de suavizar los castigos que le imponía. Pero ahora no era aquél el autor de la afrenta. Se apoyó en el muro de adobes encalados y no pudo evitar que lo invadiera el recuerdo de la escena de apenas unas horas atrás cuando, de pie frente al escritorio del Rector, escuchaba en silencio los cargos con que éste lo apostrofaba,
— Voy a tener que tomar medidas, Lafinur. Las acusaciones contra usted son muy serias.
Trató de no desviar los ojos de aquella mirada en donde no se leía hostilidad, sino más bien frialdad o indiferencia. Por la puerta entraba una cenicienta claridad crepuscular y se quedó observando el oratorio de jacarandá dorado que reposaba sobre la cómoda, el armario policromado, la araña con profusión de caireles que colgaba del techo.
— Proceda usted, don Benito — dijo por fin.
El hombre habló como con desgano. Tenía una calva sonrosada circundada de una rala cabellera, ya muy gris. Su voz sonó sin enojo pero con firmeza.
— ¿Sabe, Lafinur, que se le acusa de haber violado todas las normas de este Colegio? — Comenzó a enumerar con una lentitud deliberada —: se me ha informado que con frecuencia olvida tocar la campana al comienzo y término de la clase. No consigna en las planillas correspondientes las notas y resultados de los exámenes. Don Hilario Palacios escuchó anonadado cuando usted pidió al alumno Basilio Domínguez que, luego del examen, cerrara la puerta con llave y la guardara en mi escritorio.
Se refugió en un obstinado silencio. Nada tenía que objetar a aquellos cargos porque todo era absolutamente cierto. Don Benito acompañaba sus palabras con breves golpes de su mano izquierda en el escritorio, en cuyo índice brillaba el anillo de oro macizo que remataba en un zafiro. No pudo dejar de comparar el impecable hábito del Rector con su sotana, lustrosa y remendada. “Espejo de cuerpo entero”, le llamaba Juan Cruz entre pullas cada vez que se encontraban.
— Y lo que resulta más grave — continuó, impertérrito Don Benito Lazcano, Rector del Colegio del Monserrat — es que, mientras estudiantes y profesores realizan las funciones que le atañen, usted ocupa su holganza en intercambiar versos y epigramas con el señor Varela, habiendo llegado hasta satirizar las costumbres del claustro. Tomó de la mesa una cuartilla amarillenta y leyó:
Cabeza descomunal
del guerrero de la Mancha,
en la traza parecido
a su amigo Sancho Panza;
hermano del Colorado,
heredero de su capa;
regidor de San Andrés
de los mozos de esa casa:
me veo en la precisión,
que aunque triste y desgranada,
de vengar esos insultos
con que, a su entender, me ultrajas;
pero no pienses que tomo
esta ocupación que es tarda
porque siento tus agravios
que no me ofenden en nada;
sino por hacerte ver
que tu acción es tan escasa
en mis obras, que aún honores
por ser tuyos no me agradan.
Por un instinto animal
sin otro móvil te arrastras
a emprender la obra gentil
de defender la guitarra.
— ¿Para qué continuar? — dijo, subrayando el final de la lectura con un suspiro — ¿Qué tiene para decirme, Lafinur?
Sintió alivio de que no conntinuara, pues estaba a punto de largarse a reír en la misma cara de don Benito, tal el regocijo que le causaba el recuerdo de aquella disputa sobre cuál era mejor instrumento, si la guitarra o el violín. Y escuchar esos versos de chanzas en aquel ambiente tan solemne y serio, le causaba una secreta diversión. Ah, la poesía. Esa forma de estar despierto en este aburrimiento sin fin, en este bostezo cósmico que era la vida en el Colegio.
— Nada, señor Rector — dijo al fin —. Todo lo que le han contado es cierto.
— Por último, debo decirle que faltó seis días al Colegio y a nadie dio explicación de su paradero. Por todo ello no tengo más remedio que enviarlo al calabozo por siete días con sus noches.
Ahora escuchaba algún ladrido lejano y sintió frío en los pies. Trató de humedecerse los labios apergaminados. Deseó que la noticia no llegara hasta sus padres. Estaba fresca la tarde en que la puerta se cerró tras él. Los ojos enrojecidos de su madre, la expresión de resentimiento y enojo en la cara de su padre. Graves habían sido las disputas en los últimos tiempos. Ellos seguían apegados a viejas tradiciones y él estaba ebrio de libertad, de cambio. Soñaba con una verdadera vida, la de un alma aventurera, libre de las mil pequeñas tiranías que suelen llamarse “costumbres y convenciones”. Estaba cansado, harto de esa casa donde las paredes eran respetadas como algo sagrado. Esa casa en donde el lecho matrimonial era un templo y donde el tiempo parecía haberse detenido. Esa casa tapiada por el duelo luego del drama de Cabeza de Tigre. Su padre aún llevaba el luto en la manga y su madre vestía de negro riguroso. Él comprendía que fue terrible eso de que a él, su padre, le amputaran sus mejores amigos, sobre todo a don Victorino. A veces lo asaltaba el recuerdo de aquel hombre fino y afable que le descubrió, en el telescopio instalado en una de las almenas de Alta Gracia, ese cielo constelado de estalactitas fosforescentes, suntuosidad que hasta entonces pasara desapercibida para sus ojos infantiles. Le enseñó a reconocer Las tres Marías, la Cruz del Sur, también esa polvareda cósmica, ese camino plateado que denominaban Vía Láctea y otros mil nombres de estrellas que se grabaron en su memoria para siempre. Y con María Ignacia habían descubierto El Emilio de Rousseau en su Biblioteca, abocándose a la tarea de leerlo sentados ambos por las tardes en la frescura de sus corredores bajo la complaciente complicidad del dueño de casa. Su padre ya no fue el mismo luego de aquello. El novenario y rogativas habían terminado, pero en el aire la melancolía era como una lluvia impalpable contagiándolo todo con su ceniza de pesadumbre. Sin embargo, él no se sentía un continuador de aquel antiguo régimen. Estaba dispuesto a pagar el precio, por exorbitante que fuera.
Una hormiga negra caminó por su pie descalzo y pensó con nostalgia en el poncho vichará, el que su madre le echó en los hombros la noche de la partida. Pero ni eso le habían permitido llevar a su prisión. Permanecía inmóvil, sometido al poder de la somnolencia oscura que se desprendía de su cansancio. Pensó en Juan Cruz. Seguramente andaría como perro apaleado por los corredores, impaciente por volver a verlo, tratando de urdir la forma de ayudarlo a salir. Tal vez hubiera promovido alguna rebelión entre los estudiantes. Porque ellos amaban a su bedel, ese cargo que solicitó para paliar el hambre luego de la ruptura con los suyos. Los alumnos lo veían como a uno de ellos, salvo uno que otro chupacirios que pertenecía, sin duda, al grupito que lo denunció. Tampoco creía que don Hilario hubiese hablado. Era incapaz de algo tan bajo. Se lo habría dicho a él antes que nada. Don Benito lo usó para dar seguramente más fuerza a la sanción. Todo era cierto. No le interesaba tocar la campana, ni poner las clasificaciones en las actas. Sólo su Virgilio, a cuya sombra no podía dejar de sentirse un insecto. “Todos los poetas somos tardíos”, le dijo un día Juan Cruz, luego de que él se lo comentara. “Tardío pero no pedestre”, había farfullado él. Pensaba que nunca levantaría vuelo. Ese único hacer, esa poiesis a la que quería inútilmente asir y que no era solamente conocer al dedillo las normas, las variaciones silábicas: largas y breves, acentuadas y no acentuadas: anfíbraco, anapesto, corianto.
El cansancio lo vencía y se desparramó cuan largo era en los ladrillos. Ya ni sentía el frío. Seguía pensando en Virgilio. Era mucho más que toda aquella retórica. Como quien paladea una fruta fue desgranado algunos versos:
Et ima summa procul villarum culmina fumant,
Maioresque cadenit altis de montibus umbrae
( y ya humean, a lo lejos, las chimeneas de la granjas,
y las sombras que caen de los montes son cada vez mayores)
Mientras se hundía en el sueño escuchó, a lo lejos, el retumbar de un trueno.
El campaneo de las iglesias nos despertaba. Yo tenía los ojos enrojecidos de realizar mis prohibidas lecturas debajo de las sábanas, esas lecturas conque tanto nos atemorizaban de desobediencia y sacrilegio y apenas me alcanzaban los segundos para desperezarme y prepararme a saltar de la cama ya despojado del camisón y vestido a las disparadas por un torpor de manos hinchadas de sabañones para escuchar el consabido Ave María Purísima que contestábamos con aquel Sin pecado concebida con nuestras voces atarugadas e inciertas en esas madrugadas gélidas de invierno para luego caminar tambaleantes de sueño por los corredores adoquinados resbalosos de escarcha hasta llegar a los fondos donde se encontraban los baños. Allí realizábamos el aseo con rapidez de centellas pues ya habían llamado a Maitines.
Se nos obligaba a llevar faldas que nos hacían aparecer como badajos de un retablo, aquella opa de paño negro de segunda y la sobrerropa o gabán de paño de musgo por haberlo en más abundancia, decían, y a precios más moderados, que si bien ricos en pergaminos e irreprochables en cuanto a limpieza de sangre, todos los internos proveníamos de hogares en donde la riqueza no era algo corriente sino más bien escurridiza y azarosa. En la cabeza el bonete de picos, también en paño negro, remataba el atuendo. Más que unos niños apenas destetados parecíamos funambulescas sombras que se desplazaban por la nave central de la iglesia entonando Kyries y Ora pro nobis. La uniformidad de nuestro ropaje estaba rigurosamente supervisada pues, decían los padres citando a San Bernardo, la descompostura en el vestido arguye deformidad en el entendimiento y costumbres.
Pasábamos los días ocupados en ritos, en palabras y repeticiones que desalentaban toda ilusión de emprender cualquier vuelo de la fantasía, de usar nuestras entendederas para sentir y pensar algo diferente. Toda actividad estaba cuidadosamente reglamentada y nuestro tiempo atormentadoramente distribuido para que no pudiese escapar la más mínima fracción de segundo por los resquicios de las horas.
Aquello se me volvía una pura asfixia, un sofoco interminable. Al principio resulté un estudiante aplicado, sorprendiendo a todos con mi bella caligrafía y la perfecta modulación que imprimía a la lectura en voz alta de los textos. Pero poco a poco la rebeldía fue aposentándose en mi pecho ante aquellos golpes de palmeta, ante esos cilicios que abrían cual gavillas nuestras jóvenes carnes, aquellas confesiones que penetraban hasta los más pequeños entresijos de nuestra conciencia. ¿Cómo decirlo todo? ¿Cómo contar por ejemplo las incursiones con las que me entusiasmé por aquella época, aquellas novelas de caballerías que encontré en una fonda de alguna apartada calleja, afición que heredé de mi abuela y que sentí reverdecer en mí al releer aquel Amadís de Gaula, aquel Sir Gawain y el Caballero Verde? Se me aparecían estos relatos como una alegoría del mundo y comencé a comprender que lo único importante era la vida de uno y su soledad en medio de un universo cargado de misterios. Al final de este singular combate estaba la libertad: la única cosa a la que no se puede renunciar. Aquellos hombres que partían a la búsqueda del Grial, los que escuchaban la llamada de un deseo que era más poderoso que la muerte, aquellos buscadores tenaces de la libertad como único ámbito de acción. Solos ante el mundo que les odiaba pero les temía. Solos consigo mismos sin aspirar a la felicidad sino a ser protagonistas de fascinantes aventuras. La experiencia era lo único que importaba. Yo soñaba también en salir con mi cabalgadura como aquel loco genial, con ir a luchar por ver a la patria libre de sus cadenas. Soñaba con dejar definitivamente atrás aquella vida en que sólo se nos enseñaba latín y tonterías. Paseaba por aquellos corredores apenumbrados y húmedos recitando a Ovidio o Virgilio o Cicerón. Maestros y alumnos quedaban lelos ante mi memoria en recitar los textos de cabo a rabo sin ayuda de los libros. Y con una pronunciación que, sin jactarme, puedo calificar de impecable. Como aquella vez que entregué a Juan Cruz el puñal granadino que llevaba entre mis ropas, regalo de la bella Helena, a pesar de la expresa prohibición de cargar armas ofensivas o defensivas que rezaban las cláusulas del Colegio y le pedía que me lo clavara en el cuello sin asco en caso de que me equivocara. Seguramente él no hubiera perpetrado acción tan nefanda, pero me bastó con imaginármelo posible para sentir mis manos sudorosas mientras desgranaba los versos con absoluta exactitud.
De ésas y muchas otras cuestiones no podía hablar allí, arrodillado en el confesionario traído de Yaguarón con su portal de dos alas que por más que pretendieran recatarme de ojos ajenos no generaron en aquel trémulo niño la confianza necesaria para recitar sin más sus pecados y que se atarantaba en rodeos antes de llevar al confesor a la inevitable pregunta:
— ¿Eres puro, hijo mío?
Entonces me venía a la mente aquel Tota pulchra del oficio mariano, aquella pulcritud de los sentidos que no podía reconocer en mí so pena de convertirme en un sacrílego. Porque ¿qué otra cosa sino sacrílegos eran aquellos placeres solitarios cuando, la cabeza bullente de tan encontrados sentires se reclinaba en las almohadas y la mano se encaminaba sin necesitar orden alguna a aposentarse en la colina que se alzaba abrupta e impredecible abultando la bayeta de la camisa de dormir? ¿Qué era sino pecado mortal aquella leche que bañaba mis muslos y que me dejaba nuevo y sosegado y como acabado de nacer?
¿Dónde estaba la libertad? En verdad no era allí, en aquellas monsergas del púlpito, en aquel vaho de infolios, en aquellas devociones monjiles que nos dejaban el alma tan adolorida como las choquizuelas, no era allí por cierto donde se encontraba.
Veo una nube suave y triste que me levanta de la tierra. Así le dije esta tarde a Morante, cuando se disponía ya a irse luego de su diaria y esperada visita. Porque es así, los amigos distraen en esta larga vigilia que es la vida, así como la filosofía. Pues, como decía Cicerón, filosofar no es otra cosa que prepararse para la muerte. Ojalá yo pudiera, le dije, a pesar de que trataba de cambiarme el tema pues hasta el nombre de esa señora espanta, aprender a morir. Saber morir nos entrega las llaves de la verdadera libertad, agregué también. Él se negaba a oírme, pues sé que me quiere profundamente. Es duro ver partir a alguien de nuestros afectos. Lo comprendí allá, el aciago día en que Manuel Belgrano agonizaba ante mis ojos. Yo nada podía hacer, salvo mirar impotente como las sombras iban volviendo aún más hondo el azul de sus pupilas. En algún breve instante pude sentir que la muerte podía ser derrotada. Fue cuando, a su pedido, me senté junto al clave para tocar a Mozart. Apenas terminé de tocar la Sonata número 10, una de nuestras preferidas, sentí que la emoción lo embargaba y que hasta la muerte se distrajo de su designio de llevárselo. “Morir no sería nada si supiésemos que nos reuniremos con la fuente de la belleza”, me dijo. Esas palabras cobran un nuevo sentido ahora, en que me encuentro yo también ante los pórticos de la eternidad. Porque de nada sirve rebelarse contra el destino, por más que uno sienta la injsuticia de una vida que llega a su atardecer cuando aún es el mediodía. Es total locura pensar en rehuir la muerte. Ya lo decía Horacio:
Nempe et fugacem persequitur virum
Nec parcit imbellis inventae
Poplitibus timidoque tergo
"Persigue al que huye y castiga sin piedad al cobarde que le vuelve la espalda." Sin embargo, en vez de veintisiete siento que son cien los años que he vivido. Mis días son como esa llamita que titila en el quinqué, pronta a apagarse al soplo de Dios. Aprovechemos pues que aún arde para seguir devanando la madeja de los recuerdos. Trato de que la última escena de lágrimas de Eulogia no interrumpa este fluir que parece interminable. Es que la pobrecita no se resigna a que muera inconfeso. Se relameían de gusto si me vieran comulgar. El hereje se arrepintió ante la cercanía del Juez que llega a pedirle el débito de la cuenta. Pero ya qué importan las opiniones del mundo: “todo es vanidad y apacentarse de viento”, dice el Eclesiastés. Para qué justificarme ante ellos, para qué decirles que jamás renegué de mis creencias. Sólo me rebelé contra ese negociar con el dolor, con ese blandir el pecado como forma de doblegar las conciencias. Ahora lo importante es ella, mi Eulogia. Se quedará sola y nada habrá, lo sé, que la compense de mi ausencia. Me lo dice con sus ojos cuando asea mi cuerpo, cuando sus manos recorren mi pecho con un temblor que es a la vez dicha y espanto. Espanto de constatar cómo día a día mi respiración se hace más débil, mis fuerzas languidecen. Pero bueno, ni el agua que transcurre torna a su manantial ni la flor desprendida de su tallo vuelve jamás al árbol que la dejó caer. Ya no abrigo vanas esperanzas. Qué locos y torpes somos los mortales al creer que la salud dura para siempre. El fiarse de ella es como querer caminar seguro en coche de cristal por calzada de piedras. Panta rei, viejo Heráclito. Quisiera complacer a Eulogia pero es superior a mí. Cuando ella arremete con su cantilena para que llamemos al presbítero, mis labios permanecen sellados. Lo que sí le pediré es que venga el maestro Flavio. Como mi amigo Manuel, deseo que lo último que escuchen mis oídos sean esas armonías. Quiero que ellas me envuelvan el alma así como la mortaja que seguramente las hermanas de la Santa Unión están ya bordando para mí con sus hábiles manos.
Está la mañana revestida por una neblina que corrompe el aire, difumina las fachadas, como si la ciudad no fuese otra cosa que una aparición fantasmagórica y sus habitantes unos pobres fantasmas huérfanos de sombra. Sin embargo lo devoro todo con ojos ávidos, quiero que estas primeras impresiones de Buenos Aires se graben para siempre en mi retina. Recuerdo cuando Manuel Belgrano me la describía en aquellas interminables jornadas, allá en el Norte. Tirados a la sombra de un guayacán tratábamos de apresurar el correr de las horas hablando de filosofía. Él insistía con Rousseau y yo con Destutt de Tracy. Es ahora él también quien insiste en que me presente a ese Concurso en que su galardón es una cátedra de filosofía. Y nada menos que en la Unión del Sud. Quién sabe si un pobre provinciano podrá ser acreedor a esto que hasta el más brillante hombre de letras no se atreve a soñar. Y tan sólo con veintidós años.
Avanzo por la calle de la Victoria rumbo al café de Marcos donde Esteban de Luca me espera para jugar al billar. Los espejos me devuelven una imagen torpe e inhibida en el traje que me ha prestado Juan Cruz. Monsieur Lenoir llegó esta mañana a tomarme las medidas para dos fraques negros, dos levitas con sus correspondientes pantalones y otros tantos en paño de seda pues se acerca el medio tiempo. “Estás impresentable”, me dijo Juan luego del primer abrazo, distanciándose para estudiar mi chaqueta arratonada y mis zapatos descosidos. Y ahora el corazón me tamborilea en el pecho ante la perspectiva de la sabrosa charla que seguramente tendré con mi amigo Esteban. Me aparto para que el caballo del lechero no me salpique. El barro es dueño y señor de las calles, aún en éstas del centro. Adelante mío, una mujer joven levanta su falda con una mano mientras con la otra sostiene la de una niña de unos diez años enfundada en un hábito franciscano. Apresuro el paso hasta colocarme junto a ella y puedo observar una tez pálida y ojos de húmeda negrura que se posan en mí como si me miraran sin verme, abstraídos en vaya a saber cuáles gravísimos asuntos. No es bien considerado que una señora hable en la calle con cualquier desconocido, pero estoy ávido de conversación y me presento:
— Juan Crisóstomo Lafinur, a los pies de usted.
Ella vuelve la cabeza un tanto sorprendida pero no se amilana y una sonrisa bondadosa se dibuja en sus labios, esos labios que me espantarán el sueño por muchas noches.
— Me llamo Leonor — dice con sencillez y, señalando a la niña, también me la presenta:
— Ella es Felicitas, mi hija.
Caminamos hasta la esquina y yo me siento turbado por esas superficies resplandecientes que adivino a través de la mantilla, por ese andar de gacela.
— Seguramente es Leonor Hernández, viuda de Canales — me dirá luego Esteban. Y no tardo en enterarlo de los detalles de mi reciente aventura —. Es una bella mujer, pero vive como reclusa luego de la muerte de su marido — me informa, para luego palmearme el brazo y agregar sonriente:
— No te apresures. Hay muchas mujeres hermosas. Pronto podrás comprobarlo tú mismo pues esta noche iremos a la tertulia de Joaquina Izquierdo.
Tomo el palo de billar y, mientras contemplo cómo los bolos se deslizan por el paño, pienso en esta ciudad que me es hostil y entonces me digo que pronto, muy pronto, ha de ser mía.
Esta tarde ha venido Juan Gualberto. Los dolores me concedieron una tregua, por lo que pudimos conversar y reírnos como en aquellos primeros tiempos de nuestro encuentro. Éramos tres Juanes, poetas los tres: Juan Cruz, Juan Gualberto y yo, Juan Crisóstomo. Si bien el último que conocí fue Juan Gualberto, apenas intercambiamos las primeras palabras supimos que íbamos a ser amigos entrañables.
— Acuérdate, Juan — le he dicho, de aquella tarde en que nos conocimos. O tal vez nos re-conocimos. Porque pienso que todo encuentro es eso, un reconocimiento de alguien cuya imagen llevamos dentro de nosotros sin saberlo. Pero cuéntamelo tú una vez más. Ya sabes que Eulogia me regaña si gasto mis menguadas energías en lo que ella llama mis parloteos.
Adivino una sonrisa nostálgica bajo los renegridos bigotes de mi amigo mientras su mano acomoda un pliegue de la sábana. Luego empieza a contar por milésima vez nuestro encuentro, con ese acento cuyano que nunca lo abandonó y que parece hablar como entreabriendo las palabras para ver qué contienen.
— Fue aquella vez en la Alameda — dice, luego de dar una larga chupada a su cigarro — Usted (nunca conseguí que me tuteara) andaba detrás de ya no me acuerdo cuál de sus amoríos. Porque mire que era picaflor, Lafinur. Si la memoria no me engaña, creo que era Lucía la cortejada de turno. La hija de Misia Pepa Andrade.
— Ah, Lucía. Desde que me despertaba mi corazón contaba los minutos que faltaban para ir al paseo de la Alameda, que ella frecuentaba con sus amigas. ¿Te acuerdas Juan de esas manos que se movían como si un pájaro les hubiera dictado las maneras? ¿Te acuerdas de esos pies diminutos que parecían dejar en el aire una estela de danza?
— Claro que me acuerdo, Lafinur. Pero no se agite. No sea que Eulogia se dé cuenta y me pida que me vaya. Tan buena, Eulogia, pero tan severa en cuanto a seguir las indicaciones de los médicos. Déjeme que sea yo quien siga narrando los sucedidos. Mama Valentina, como le llamábamos al bueno de Valentín Gómez, había viajado a Europa con la misión de buscarnos un rey.
— ¿Cómo eran? Repítelos Juan. ¿Cómo eran aquellos versos?
Las facciones de Juan rejuvenecen, como cada vez que en sus labios le cosquillea una copla.
Mama Valentina
Se puso peluca
Cuando fue a traernos
Al príncipe Luca.
¡Qué gracia más fina!
¡Qué cosa más cuca!
Que reine en el Plata el príncipe Luca!
Me despeño en una carcajada, aprovechando que Eulogia ha ido a la cocina a preparar el cocimiento de puerros y romeros que le recomendó la india Eduviges, con el que luego me lavará las piernas.
— Usted, Lafinur, no pensaba en otra cosa que en ella. Ni siquiera parecía darse cuenta de su reciente nombramiento en la cátedra de Filosofía, del prestigio que iba rápidamente adquiriendo con sus teorías sobre el sensualismo. Los jóvenes se agolpaban a las puertas del aula, ávidos de su palabra. Parecía usted el Sumo Sacerdote de las nuevas ideas. Recuerdo el embotellamiento de carruajes que se produjo el primer día de clases pues todos, aún los legos, querían escucharlo.
— Sí — un hondo suspiro me lleva momentáneamente a todo aquello. Las noches en vela preparando las clases, el sentir que aquel camino de conocimiento que inicié en Córdoba y que continué en Tucumán, tenía aquí su remate —. Fue todo un sueño. El sueño de la razón. Pero, como dice Goya, el sueño de la razón engendra monstruos. Los monstruos del fanatismo, de la intolerancia, y, ¿por qué no decirlo? de la envidia. El sueño que me convirtió en un proscripto, en este espectro errante.
Juan trata de ahuyentar la amargura que subrepticiamente ha entrado a esta habitación en donde ya los cortinados están corridos y en donde Benigna atiza el fuego casi extinguido de la chimenea. Esta habitación en donde viajo al pasado porque ya no me queda futuro. Sólo el presente, frágil cristal que ya muestra la rajadura de la muerte.
— Ella era hosca con usted, Lafinur. Parecía mirar el mundo como si hubiera nacido en un trono.
— Trono era lo que su madre quería para ella. Y todo fue cuando comenzaron a correr las nuevas de que el príncipe vendría a gobernarnos. Al principio bien que correspondía a mis requerimientos. Me contó Dolores, su íntima amiga, que cuando recibió mi soneto pegaba saltos de alegría. Déjame repetirlo, Juan, la poesía es una medicina del alma.
— Soy todo oídos, querido amigo. Me gustaría acercarle un espejo para que vea el brillo que la pasión ha puesto en sus ojos.
Me incorporo un poco en las almohadas para poder pronunciar mejor ese soneto del cual estoy orgulloso. No sé si resistirá el paso de los años. Pero no me importa. Mientras lo recito voy paladeando sus versos como una ambrosía, un manjar que ya también me ha sido vedado:
Señora de la selva, augusta rosa,
orgullo de septiembre, honor del prado,
que no te despedace el cierzo osado
ni marchite la helada rigurosa.
Goza más: a las manos de mi hermosa
pasa tu tronco; y luego el agraciado
cabello adorna, y el color rosado,
al ver su rostro, aumenta vergonzosa.
Recógeme estas lágrimas que lloro
en tu nevado seno, y si te toca
a los labios llegar de la que adoro,
también mi llanto hacia su dulce boca
correrá, probarálo y dirá luego:
esta rosa está abierta a puro fuego.
— Ay, sí, Juan. Puro fuego era yo en aquellos tiempos.
El bueno de Juan quiere impedir a toda costa que me agite y dice:
— Estaría escuchándolo durante horas, Lafinur, ya sabe que usted ha sido mi maestro en esto de las rimas y los versos. Las mías son muy poca cosa al lado de las suyas. Pero quiero llegar al final de la historia antes de que deba marcharme. Eulogia se inquieta mucho ver que usted dispersa sus energías en charlar.
— No me lo repitas más. Es cierto que ella tiene sus razones. Pero, como decía Sócrates, cuanto más te abandonan los placeres del cuerpo, más se acrecientan los de una animada conversación. Por eso antes de partir de este mundo quiero que sepas que tú eres el verdadero poeta. Frente a la torturada introspección, a los alambicados juegos de antítesis y paralelismos que tanto Juan Cruz como yo practicábamos, la llaneza de tus cielos, tu emotividad directa se sienten como una brisa refrescante. Acuérdate de lo que decía Alceste en el Misántropo de Molière: esas canciones en que la pasión habla pura, parecían preferibles al estilo rebuscado que no es más que “juego de palabras, afectación pura”.
— No lo sé, Lafinur. Creo que me convertí a su poética. Recuerdo aquella primera noche de nuestro encuentro. Usted me venía hablando de sus aventuras y desventuras en el Norte y, cuando supo que me gustaba escribir versos y que yo mismo los pendoleaba para los paisanos en mi pulpería de Mendoza, me contó que allá, en Tucumán, eran los cielos lo único que divertía la pobreza de los campamentos. Se reía recordando cómo los soldados se burlaban campechanamente de su general Belgrano al que llamaban Chupa Verde a causa de su uniforme y protestaban con buen humor resignado del mal estado de las provisiones. Aún puedo ver la sonrisa nostálgica que se le dibujó en la cara al repetirme aquella estrofa que había quedado, me dijo, grabada a fuego en su memoria:
Cielito cielo que sí
cielito del Puent’Márquez,
no andés pintando, Chupa,
que están podridos los chaques.
— Y tú, Juan Gualberto, me invitaste entonces a acompañarte al café de Marcos y allí nos entreveramos en una payada que duró varias horas. A nuestro alrededor se podía oír el zumbido de una mosca — . Me quedo pensativo, dejando que la evocación abra un cauce a algo demasiado tiempo guardado. Juan Gualberto pareció no darse cuenta y agregó con animación:
— Yo, que acababa de conocerlo, supe que usted era poeta cuando me acercaron una guitarra y le solté aquellas coplas aludiendo a su condición de afuerano:
El forastero que llega
debe saberse lucir.
Si me entona algunas coplas
las mías le dejo oír.
— Usted, Lafinur, no se hizo rogar. Su voz sonó clara y armoniosa cuando respondió:
Quién puede cantar tranquilo
Si lleva el pecho doliente.
Pues hoy me pesa la vida
la pena nubla mi frente.
— No sé, Lafinur — esta vez Juan Gualberto se apasiona, olvidándose de su propósito de apartarme de cualquier tema que pueda excitarme — quién de los dos tuvo razón. Tal vez se planteó una antinomia absurda entre nosotros, los de poncho y ustedes, los de frac. Tal vez las dos vertientes eran válidas. La prueba está que nuestra amistad no sufrió ninguna mengua por ello. Y yo quise probar que también era capaz de ajustarme a los moldes por donde discurría la poesía culta.
La entrada de Eulogia puso fin a la conversación. No estoy seguro de que alguna vez podamos reanudarla. Pero algo en mí agradece el haber podido expresar lo que por tanto tiempo callé. Eulogia pasa la mano por mi frente calenturienta y, antes de acostarse a mi lado, toma el rosario del cofre de jacarandá que descansa en la cómoda y apaga de un soplo la llama del quinqué.
Olor de fritanga lo golpea apenas asoma la cabeza en La Arcadia, la fonda del bajo donde ha quedado de encontrarse con Juan Gualberto. Un bienestar lo recorre al sumergirse en esa penumbra que le recuerda la poza de algún río montañés, luego de la caminata por esas calles cruelmente castigadas por el bochorno del sol. Trató de encontrar algún alivio refugiándose bajo la sombra acogedora de los ombúes de la Alameda exigua. Porque es noviembre y todo indica ya que el verano será de esos que quedarán en la historia de esta ciudad a la que, poco a poco, comienza a amar. Ha disfrutado del trajín matinal con estridencias de pregones, del desfile de los negros mandaderos y los fumadores de pango, del tufillo de pasteles y aceitunas con vinagre y cebolla en los arcos de la Recova. Pero ahora sus ojos fatigados por una noche de estudio agradecen ese descanso. El lugar no se ve demasiado concurrido. Un hombre joven de pelo pringoso, camisa de un blanco incierto, el sombrero de fieltro descansando en la silla de paja, consume despaciosamente su vaso de ginebra. En otra mesa, dos parroquianos se concentran en la baraja sin siquiera levantar la vista cuando él pasa a su lado para acodarse en el mostrador, en donde ha divisado a la bella Laura. Es una joven de no más de quince años, que al ver a Lafinur se seca rápidamente las manos en el delantal y se le acerca con una sonrisa dibujada en su boca de damasco. Lleva un vestido de algodón a cuadros blancos y negros que se abre a la altura del escote y a Lafinur le viene a la mente la imagen de dos palomas cautivas. Laura es la primera en hablar.
— Qué coincidencia. Estaba pensando en usted, Lafinur.
La voz de él resuena con regocijo.
— Albricias. No todos los días una bella joven se atreve a abrirnos sus pensamientos.
— No se burle de mí. Bien sabe que nunca le oculté los míos. Hasta lo hice partícipe de mi secreto — y haciéndole señas de que se incline hacia ella, por lo que Lafinur debe extender su cuerpo sobre la madera no del todo limpia, le susurra casi al oído —: He estado estudiando La vida es sueño. ¿Le gustaría que le recite un trozo?
No puede continuar porque un vozarrón atraviesa el ámbito como un latigazo:
— Quiero vale cuatro.
Lafinur se sobresalta y mira a los hombres que ahora muestran señales de haber bebido demasiado, pero ella continúa como quien escucha llover.
— Juan Gualberto pasó hace unos minutos y dejó para usted el recado de que no lo espere. Dijo algo así como que tenía que ocuparse de sus negocios viñateros.
Él contempla la pelusa sedosa del brazo arremangado y lo invade un desconocido desasosiego. Cree amar a Leonor, pero no puede dejar de reconocer que Laura lo perturba. Se dispone a encender un cigarro con el yesquero que saca del bolsillo de su chaleco y cae en la cuenta de que los ojos de ella se han quedado observando sus manos, con un arrobo que termina por confundirlo.
— Sus manos parecen de alabastro, Lafinur — y al decir esto, extiende una de las suyas sobre el mostrador. Él contempla aquella piel enrojecida por la lejía, las uñas carcomidas por inimaginables trajines y no puede menos que esbozar un gesto compasivo.
— ¿Sabe que hubiera querido ser hombre, Lafinur? Mi padre me enseñó a amar la filosofía. Pero estoy presa de estas tareas mientras mi cabeza quiere volar, aprehender las verdades que a nosotras nos son negadas.
Ponciano Tejerina, su padre, fue uno de los primeros médicos de Buenos Aires. Había llegado a principios del siglo, instalando su botica a unos metros de la Plaza Mayor. Su nombre no tardó en rodar de boca en boca pues se rumoreaba que vendía un mágico específico para la viruela. En la puerta de su negocio podía leerse el letrero: “Preservativo y curativo contra la viruela. Depurativo y desinfectante”. Se trataba de agua fénica, que ya había salvado la vida a numerosas personas en Europa, particularmente en Francia. Poco pudieron experimentar los pobladores las maravillosas virtudes de aquella medicina, pues Ponciano murió poco después a causa de una pedrada perdida mientras caminaba por la calle. Ahora Laura, huérfana de madre cuando apenas tenía pocos meses, vivía con sus tíos Emiliano y Ramona, quienes eran dueños de aquel almacén de Ramos Generales y también pulpería. La hospitalidad que le brindaban era duramente pagada por Laura, quien desde que se abría el negocio hasta que cerraba sus puertas, bien entrada la madrugada, oficiaba de camarera y lavaplatos mientras Ramona cocinaba. Emiliano, según expresión de Ramona, era un vago de siete suelas que apenas abría los ojos marchaba a ocuparse de negocios que nadie podía identificar con certeza, aunque se decía que contrabandeaba licores con los barcos ingleses que a veces se acercaban a la costa.
— Yo vendré a darle lecciones, si usted quiere. No tendrá que pagarme nada— se ofrece, al tiempo que identifica en los ojos Laura una sombra de anhelo.
— Sería para mí como tocar el cielo con las manos. Pero mis tutores se opondrán. Ayer no más Ramona me pescó enfrascada en La nueva Eloísa, el libro que usted me prestó, y me lo arrancó de las manos. Lo ha escondido tan bien que no pude encontrarlo, por más que he revisado por todas partes. “Eso no es para las niñas”, dijo furiosa. “Y menos para las pobretonas como tú. Lo que tendrías que hacer es conseguir un buen marido. No un filósofo de pacotilla como ése con el que te veo tan acaramelada” —. Al decir esto Laura se dio cuenta de su torpeza y bajó la cabeza, abochornada —. Usted perdone, Lafinur.
El diálogo fue brutalmente cortado por Ramona que, la cabeza asomada por la cortina, pegó un grito:
— Los clientes esperan — al tiempo que dirigía a Lafinur unos ojos furibundos.
Salió de allí con el alma entristecida y prometiéndose que ayudaría a su amiga a liberarse en la primera ocasión que se le presentase.
Santiago de Chile, julio de 1824
Mi querida Carmencita:
No sabes cuánto pienso en ti en estas interminables horas de reclusión e inmovilidad. Eulogia me ha dicho que se propone también escribirte por estos días. Seguramente ella te contará con detalles el horroroso accidente que me dejó postrado. No sé de quién fue el descuido, tal vez de nadie. Cosas de la fortuna, que se complace en zarandear mi nave, cuando ya pensaba que navegaba por mar calmo luego de las tormentas que me arrojaron a estas playas. Lo cierto es que aquella mañana, cuando en la quinta me dispuse a cabalgar me dijeron que Diablo, un moro de gran alzada y de aire indómito era el único caballo disponible. Creo que en una anterior te comenté cuánto disfrutaba recorriendo los alrededores de Santiago. Es que en esta ciudad, situada en un amplio anfiteatro de montañas, siempre es posible admirar alguna, cualquiera sea el punto donde te ubiques. Tú bien sabes que soy un apasionado de los aires serranos, tal vez porque apenas abrí los ojos me encontré con la mole vigilante de la madre montaña. Primero allá, en La Carolina, luego en Córdoba, más tarde en el Norte. Cuando llegué a Buenos Aires no podía evitar buscarlas. Levantaba la vista, cansada de fijarlas en el suelo para no resbalar en las calles enfangadas, con la esperanza de descubrir esas siluetas envueltas en el polvillo de oro con que se aparecían a mis ojos asombrados de niño. Pero no. No veía el cielo azul ni las laderas aterciopeladas, ni la calma de aquellos atardeceres con olor a tomillo y yerbabuena que nunca abandonaron mi alma. Ya sabes cuánto en nuestra vida adulta pesan las primeras impresiones. Quizá la fortuna, habiéndomelo quitado todo, o casi todo, me conceda ahora este último don. El de que mis ojos se cierren en similar escenario del que se abrieron por primera vez. Porque, hermanita, yo no me engaño. A pesar de que el doctor Domínguez Rubio, el médico, me asegura que pronto retomaré mis actividades, siento que estoy viviendo lo que escribí en “La caída de las hojas”, aquel poema que no querías que te leyera pues te dejaba una penosa impresión, como si experimentaras el mismo presagio funesto que allí se refiere:
Tu juventud bien pronto
Va a disiparse; aun antes
Que del prado orgulloso
La flor expire, y antes
Que los cerros fragosos
Den cristal a la tierra
Yo muero. Es cierto todo:
Lo he visto disiparse
Cual rayo presuroso
Mi bella primavera,
Mis días venturosos;
Cae; ¡hoja débil! Cae.
Perdón, querida hermana, que desahogue mi corazón aún a riesgo de apenarte. Es que siempre lo supiste todo acerca de mí. Y si ahora he juntado fuerzas para tomar la pluma no me parece justo que te oculte las impresiones que ensombrecen mi corazón. Acepté, pues, el caballo que llevaba el nombre que alguna vez me atribuyó el fanatismo. No sentí el menor temor, no tuve el menor aviso de nada. Ahora, sin embargo, recuerdo aquella lechuza que cruzó chillando nuestra galería la noche anterior y que llevó a Eulogia a santiguarse. Me dijeron que mantuviera las riendas cortas. Las solté apenas para echarme un trotecito y salió disparado como si el mismísimo demonio lo poseyese. Fue en vano que me agarrase de sus crines con desesperación. La cincha estaba floja y la montura resbaló a un costado, arrojándome al piso con tan mala suerte que no quedé allí sino que fui arrastrado por el cauce seco y pedregoso del río por donde desplazaba su furia. Pero no me regañes. Ya sabes que siempre preferí lo incierto a cualquier seguridad. Sin quererlo he repetido la experiencia de Pegaso. Aunque no creo haber pecado de soberbia como Belerofonte, ni Diablo fue convertido por Zeus en constelación aunque, como él, cruzó en un santiamén montes y fuentes.
En estos tiempos de introspección, el recuerdo de nuestros padres me asalta continuamente. Madre se fue hace ya siete años. Padre un poco menos. A menudo me encuentro extrañándolos. Me parece verla a ella, a nuestra madre, sentada en el jardín al toque del Ángelus, abanicándose al pie de un jazminero. A veces, por las noches, creo sentir el roce de su mano en mi frente afiebrada. Con padre es diferente. Por momentos lo veo alejándose por un camino flanqueado de álamos, con su poncho de vicuña agitado por el viento, las botas granaderas. Me habitué a verlo grave y silencioso, acumulando energía para desplegar su poder con madre o la servidumbre. Era esencialmente poderoso. Y me cuesta pensar que el poder lo abandonó un día y se fue como cualquier mortal. Sé que en sus últimos momentos pidió por mí. No guardo resentimiento hacia él. Nuestra visión del mundo nos separó. Ahora a qué seguir escarbando viejas heridas, cuando, como dice Pascal: “Ni el ofensor ni el ofendido son los mismos”. Me consumió una llama, la de mi pasión por la verdad. Eso que pone en movimiento todas las potencias de nuestra alma. Pero poco me valieron años de batallar, estudiar, indagar. Terminé acosado por los mismos imbéciles de siempre. Tuve la ambición de liberar a los jóvenes, de mostrarles cuánto se nos puede engañar desde la cuna. Sin embargo, tampoco esto ya me duele. El odio es insatisfacción y, aunque me esfuerce, no puedo aborrecer a los que tanto me dañaron, arrojándome a este destino de proscripto.
Ahora, en el silencio de la noche, me parece oír una furia de caballos desbocados, de galopes envueltos en nubes de polvo. El aire lleno de estremecimientos y vibraciones de tambores y cánticos. De una de las paredes de mi habitación cuelga el sable que me acompañó en mi aventura de soldado. Tres años me llevó comprender que yo estaba llamado a otras batallas. Pero no te aflijas por mí. Sé cómo soportar lo insoportable. Además, los amigos me acompañan. La casa se ha vuelto una romería. Llegan a verme Camilo Henríquez, Lorenzo Güiraldes, Morante, Juan Gualberto. Todos te recuerdan y me preguntan por ti. Me traen noticias de allá. Sé de los triunfos de Juan Cruz y me alegro por él.
Quiero ahora hablar de ti, de la preocupación que me asalta al pensarte tan sola, en plena juventud. Sería conveniente que regresaras a Córdoba. Sé que odias esa ciudad de frailes de donde se me echó sin contemplaciones. Sin embargo, allí nuestra hermana Juana tendrá sin duda una gran alegría de que entres a formar parte de su familia. Pero comprendo tus ansias de independencia. Tal vez te sientas más a gusto en Montevideo, junto a tía Nolasca. Me gustaría conocer tus planes. Por favor no me dejes sin tus noticias. Seguramente te casarás, tendrás los hijos que a mí la vida se empeñó en negarme. Alguno de ellos llevará impresa en su frente la misma señal con que el destino marcó la mía : la de la poesía y del conocimiento.
Adiós, querida Carmen. Dale mis recuerdos a Joaquina. Cuando me sienta más animado le escribiré. Acuérdate siempre de tu desafortunado hermano que tanto te quiere y añora.
Juan Crisóstomo
Me preguntas, Eulogia, cuándo me aconteció aquel caer en el pozo sin escapes que son las letras, cuándo me devino ese irme a través de puertas irreales investigando cosas de las que muchos ignoraban su existencia. Y yo te respondo que en el principio eran los libros. A pesar de ser un hombre medianamente culto, padre no era un enfebrecido por ellos. Pero ya te he contado lo que para mí fue el descubrimiento de la biblioteca de don Victorino allá en Alta Gracia, y de aquel ejemplar del Lazarillo que descansa ahora en alguno de los baúles de libros y papeles que traje a Chile. Porque has de saber que luego de aquel fusilamiento que dejó a la ciudad en un luto de puertas tapiadas de preces y llantos, aquella mutilación que se nos hizo de esas presencias amadas que eran él, don Victorino Rodríguez y Santiago de Liniers, la viuda de aquél donó su biblioteca a mi padre, su entrañable amigo. Mis ojos curiosos vieron una mañana depositar en el patio ajedrezado del escritorio aquellos innumerables cajones conteniendo cuatro mil volúmenes de a folio y de a cuarto encuadernados en pergamino, obras de humanidades clásicas, de historia sagrada, de ciencias naturales, de teología y derecho, porque ya sabes que él dictaba Institutas en la Universidad. Y luego estaba la otra, la biblioteca del Monserrat. Allí descubrí la filosofía, que ocupaba dos vitrinas de honor. Me parece aún estar viendo los caracteres finamente decorados sobre una de ellas en donde se leía: Dr. Ang. S.S. Thomae de Aquino, y que comprendía todas su obras y también los que estaban inscriptos en la otra: Dr. Ex P. Francisco Suárez, que guardaba los múltiples volúmenes del gran filósofo español.
No faltaron allí tampoco los volúmenes de Gassendi ni la Lógica y la Metafísica de Jacobo Servet ni la Opera Omnia de Descartes en ocho tomos ni las Obras Completas de Newton. Y en amigable consorcio con ellas se encontraban las Aventuras de Robinson Crusoe, las Comedias de Terencio, las Aventuras de Telémaco, los Dramas de Calderón y las Poesías de Góngora.
Comencé entonces aquellas sacrílegas lecturas. Porque has de saber, Eulogia, que los maestros nos hacían conjugar todo el día verbos latinos, o cuanto más nos permitían leer libros muy expurgados. Pero de noche, cuando el turno se dormía tranquilamente, el libro prohibido salía sigilosamente de la lana de los colchones y recorriéndolo soñábamos con un mundo diferente de donde no estaban excluidas aventuras caballerescas y batallas que expulsarían a los godos. Para ello también era necesario conocer algo de francés, que estaba prohibido, aunque el buen Deán ya hubiera traído al colegio sus vientos libertarios, por eso primero lo desciframos palabra por palabra con ayuda del Culepino octolingüe que los mismos maestros ponían incautamente en nuestras manos cuando se lo pedíamos para traducir un canto de la Eneida o uno de los Tristius de Ovidio o la poesía inimitable de Horacio. Y las continuaba detrás del altar mayor o entre los troncos de los árboles del huerto, escrutaba textos y resumía definiciones en voz alta. Conocí la felicidad, créeme, en aquellos volúmenes y al volver las páginas de mis amados poetas me encontraba a veces con unos versos que parecían derramar miel, con un conjunto de sílabas que me dejaban en el alma un regusto de éxtasis. Me convertí en un mozuelo rimador, en el hombre libro para quien el mundo es una infinita página cuya lectura interrumpa tal vez, no estoy tan seguro, la muerte. Pues más ella se me acerca y más siento que no es sino una falacia.
De la lectura surgió, insensiblemente, el gusto, la pasión por la escritura. Comprendía que, así como me era dado conocer un texto palabra por palabra porque lo había memorizado y recitado, podía penetrar aún más en su sentido cuando lo copiaba. Lo escribía entonces línea por línea y disfrutaba consultándolo de una manera que venía impuesta por mi propia caligrafía y mi propia elección de lecturas. La escritura, era, en sí misma, una forma de lectura. No por nada Trilhemino decía: Fertius enim, que serebimus, menti imprimimus, quia seribentes et legentes en cum morual tractamus. Me acuerdo cuando el bedel me descubrió debajo de la cama con la Enciclopedia de Diderot. Entonces me dejó encerrado en mi cuarto hasta que aprendiera de memoria el flos sanctorum. Ordenó que me sacaran los volúmenes con que alimentaba, dijo, mi soberbia. Pues en concepto de aquel fraile todo libro que no fuera de devociones o vidas de santos debía ser naturalmente herético. En aquellos tiempos no hubiera podido aún explicar que en esta nueva filosofía encontraba verdades hijas del evangelio aun cuando los filósofos lo combatieran. En mi cautiverio soñé también con batallas; corría con mi caballo por llanuras ignotas; veía por todas partes cañones de estaño y granadas de bronce. Iba dominándome lentamente la idea de ser soldado.
Una afición invencible a la poesía me impulsó, como te digo, a escribir versos desde los primeros años de mi juventud. Mi inseparable colega y amigo Juan Cruz Varela y yo parecíamos dos estudiantes salidos de la pluma de Quevedo afilados por la pobreza, que empleábamos nuestras horas en escabullir los precipicios del hambre y en componer décimas y coplas. Entre mis papeles podrás encontrar muchas ellas, en las que relatábamos nuestras diarias felicidades y desdichas, desde el pedido de devolución de un libro, la disputa sobre las virtudes de la guitarra o unas dedicadas a don Antolín Hernández quien nos proporcionó un Arte del idioma francés que deseábamos ardientemente conocer. Sin duda leerás allí aquellas quintillas en las que Juan Cruz narra el origen, vicisitudes y fatal desenlace del motín que estalló contra el Rector entre nosotros los escolares. Aquello tuvo a la ciudad en vilo durante varios días. Es que la Universidad era el pulmón por donde respiraba aquella Córdoba asfixiada por enrarecidos afanes monacales. Estábamos hartos del régimen disciplinario del colegio, que era un internado de estricta clausura, de jerarquía severa, de silenciosa obediencia, tangible todo ello en lo quieto de los claustros y en lo uniforme de los vestidos. Íbamos, como alguna vez te dije, cubiertos con opa, beca y bonete que nos oprimían igual que los corsets a las mujeres. Así es que aquel día nos atrincheramos detrás de las puertas reforzados con mesas y bancos y decidimos no ceder hasta que nuestros reclamos fuesen escuchados. Multitud de vecinos se agolparon en los alrededores del edificio y aquella compacta muchedumbre sólo se abrió para dar paso a los agentes de policía encabezados por un juez de la Santa Hermandad encargados de extender un auto de proceso que debía levantarse contra nuestras imberbes personas. No sé si podrás imaginarte nuestra excitación y expectativa detrás de las trincheras que levantáramos para resistir la invasión de la justicia y en especial contra el Rector, antipático clerizonte de maneto largo. Esa noche, desafiando la prohibición de reunirnos en los dormitorios, nos reímos como locos acordándonos de la ridícula catadura de aquellos individuos, sobre todo del escribano de la comparsa, de su figura desgarbada y descarnada de facciones: caminaba tieso como una fórmula de testamento y de toda su persona trasuntaba un aire de empaque servil. Él fue el primero en penetrar la brecha que al fin nosotros le abrimos, anonadados por aquel Torquemada que sostenía un crucifijo levantado en alto por su mano que le daba cierto aire imponente. Su apellido era Olmos y Diego el nombre con que lo cristianaron. Creo que la memoria no me fallará al repetirte aquel octosílabo con el que Juan Cruz describió el suceso:
Entró una nariz primero
Luego un ala del sombrero,
Después dos cejas pasaron,
Y de tantos como entraron
Don Diego de Olmos fue el postrero.
Componíamos también versos ocasionales por encargo de los compañeros a quienes la Musa no acostumbraba a visitar. Es que la poesía nos acontece sólo a algunos. Y ella fue, tal vez, el gran sucedido de mi vida. Alternábamos el billar con el estudio, las aventuras galantes con las palabras de los libros. Ellas nos entusiasmaban, nos inflamaban, nos hacían prorrumpir en sollozos. A veces me aislaba por decisión propia, me quedaba días enteros encerrado en mi cuarto hasta olvidarme del afuera con sus diarios reclamos y viajaba con ellos por épocas y espacios remotos como por mi propia casa. De aquellos días puedo aún decirte de memoria los versos que me dedicó el tan mentado Juan Cruz, a quien espero tengas oportunidad de conocer en un tiempo no muy lejano. Dime si te estoy cansando con esta estudiantina, aunque como siempre compruebo que es cierto lo que me aseguras que estás ávida por saberlo todo de mi persona. Te diré tan sólo la primera estrofa de aquel largo parlamento en donde mi amigo me incita al carpe diem:
Oh Lafinur, tú pierdes
Sensiblemente el tiempo,
Revolviendo los libros
De autores mil diversos
Y en pos de inútil ciencia
Afanoso corriendo
De la filosofía enseñando el sendero,
A la verdad condenas
A tus jóvenes tiernos
Y toda tu ventura consiste sólo en eso.
No me arrepiento de aquella pérdida de tiempo que fueron mis estudios. Ya lo decía el Evangelio: “Quien quiera salvar su vida la perderá”. Pues se piensa, amor mío, a riesgo de perder la vida. Pero a la vez por el pensar conocemos que estamos vivos. Y ya te lo he dicho, pensar y sentir son una y la misma cosa. La única certeza que tenemos en medio de las tinieblas. Hoy mismo me leías aquella frase de mi Curso: “Nosotros no nos conocemos sino por las impresiones que probamos, pues no existimos sino por ellas”. El sostenerlo me valió la enemistad de mis contemporáneos y este destierro que tu amor suaviza, aunque es una cicuta de efectos más lentos que la de Sócrates.
Ah, tarde lo he comprendido. Predicar la verdad es despertar las pasiones que engendran el error y el vicio. Escribí versos y amé la sabiduría. Tal vez esto sea, Eulogia, lo único que debas poner en mi epitafio.
Llegué pues, a Buenos Aires, esa ciudad orillada por el río color leonado, ese mar dulce que sorprendiera a Solís y que no me cansaba de contemplar en mis diarios paseos, a esa aldea que ya nos empeñábamos en considerar grande. Por sus calles de polvo ocre en tiempo seco y de lodo gris en tiempo lluvioso pasaban reses junto al matadero, pasaban perros sarnientos, pasaba el carro del aguatero cuyas enormes ruedas se atascaban continuamente en el barro y no era raro ver a vagos y malentretenidos colaborando con los presos en el esfuerzo por desatascarlo pues ay de nosotros si nos quedábamos sin el precioso líquido que tanto necesitábamos para el aseo y para refrescarnos el gaznate porque los pozos, a pesar de ser numerosos, no proporcionaban más que agua sucia. Pasaban los lecheritos a caballo, pasaban gauchos también montados y vestidos de chiripá que llegaban del campo en busca de una pulpería donde apurar aguardiente o algún carlón, pasaban indios pampas recién llegados del desierto, rumbo a las rejas de los vecinos a través de las cuales vendían sus matras, riendas para caballo, las hebillas, los huevos de ñandú, pasaban mendigos perdularios, pasaban reos con las espaldas desnudas y las manos atadas para ser azotados en el cruce de cualquier calle, pasaba en fin mi ilustre y desconocida persona en busca de alguna mirada que confirmase mi existencia perdida en medio de tanto anonimato, preguntándose si era el mismo individuo que hasta hacía muy poco formara parte la milicia de don Manuel Belgrano, el mismo que se matriculó aún imberbe en Córdoba de Maestro de Artes y que ya, a estas alturas de su existencia, que no eran tan altas pues apenas había cumplido los veinte, oyera y viera tantos sucedidos que podría haber llenado, con esa caligrafía que todos admiraban, quién sabe cuánta cantidad de infolios. Me prometía que alguna vez escribiría una novela de caballería, mi Amadís de Gaula, como si de tanto imitar novelas comenzase a reconocerme más en su en su realidad que en su representación. Porque en aquel laberinto que fuera hasta entonces mi vida errante me parecía que esa sería la forma de indagar la relación entre el orden del mundo y la existencia personal.
Por ahora, Eulogia, sólo puedo decirte que Buenos Aires me conquistó enseguida. Me aboqué, pues, a lo más urgente que era conseguir un lugar donde vivir. No acepté la hospitalidad que generosamente me brindó Juan Cruz. Él había llegado bastante tiempo antes que yo y tenía ya ganado un lugar en lo más granado de esa sociedad. Estuve algunos días en su casa, un enorme caserón con patio de baldosas adornado con grandes tinajones de barro y fondo con higuera, granados, naranjos y hasta parral. Yo anhelaba una vida independiente y me conformaba con mucho menos, con un cuarto pobretón en donde desparramar los libros de los que ya sabes me es imposible prescindir, los papeles que garrapateaba en las horas muertas con sonetos, décimas y quintillas y con los apuntes de filosofía tomados en las arduas clases y conversaciones con Monsieur Lavaysse, allá en Tucumán. Juan Cruz me presentó a Florencia Aguado, una solterona que ya frisaba los cincuenta y que, a falta de familia y otros recursos se ganaba el pan alquilando habitaciones. Tenía una negra a su servicio, Circuncisión, que se encargaba de lavar la ropa blanca y también de zurcirla. Una de esas tardes lloviznosas me acompañó al que sería mi cuarto, el último de una galería que daba al patio, pues ya tenía otros pensionistas. La humedad que flotaba en el aire se colaba por todas las rendijas de la puerta y, en días de miasmas, Florencia ordenaba a Circuncisión que me sahumara la pieza para que los hedores no me empañaran las entendederas. Poco a poco me fue ganando aquella vida en la que empecé a conocer y alternar no sólo con cómicos, gente que no era considerada la nata de la sociedad, sino también con la llamada de pro. Pero esto te lo contaré más adelante. De inmediato se me presentó el urgente problema del pago del alquiler. De mi vida de soldado no traía un duro pues sabes ya del misérrimo pasar de aquel ejército de desarrapados. Comprenderás entonces que llegué a aquella ciudad, como vulgarmente se dice, con una mano atrás y otra adelante. Por esos caprichos de la fortuna, misia Florencia poseía un piano Clement heredado de un tío que viajó a París y del que nunca más se supo. Dicen que murió allí en un duelo. El piano estaba ubicado en un rincón de su sala adornada con sillones Luis XVI tapizados en terciopelo granate y cuyas paredes ostentaban pinturas marinas. Un día me senté a él para desentumir mis dedos y ella se mostró tan entusiasmada con mis dotes musicales que cada tarde, cuando entraba de mis vagabundeos me suplicaba le tocara alguna sonata de Haydn o de Mozart pues teníamos parejos gustos musicales.
Recios aldabonazos se escucharon en la casa una de esas tardes. Circuncisión llamó a mi cuarto en donde, desde hacía algunas horas, me ocupaba en desentrañar un párrafo de Locke. Con los nervios trabándole el habla me dijo que unas señoras preguntaban por mí. Sentadas una junto a la otra en el sillón de la sala, dos mujeres, una ya madura y la otra una niña que apenas abría sus ojos a los engaños de este mundo, esperaban en un expectante silencio. Florencia había salido a sus quehaceres de novenarios y letanías, así es que no tuve más remedio que hacer yo de anfitrión. A la primer mirada comprendí que se trataba de dos damas principales. La más grande no tardó en hablar con voz dulce aunque con un dejo de autoridad:
— Soy Clara Montalbán de Fúnes— se presentó. Y señalando a la joven dijo —:Ella es Jimena, mi hija.
Contemplé con arrobo aquella figura de cautivadora languidez, de estilizada y aristocrática silueta. La dama continuó, imperturbable:
— Ayer pasamos por esta casa y escuchamos un piano. Misia Florencia nos comentó que el feliz intérprete de esa música era su nuevo pensionista, o sea usted.
Asentí con la cabeza, sin disimular mis ojos fijos en la cara delicada de la joven, en su transparencia de porcelana, sugestiva para el pincel. De inmediato me sentí un Rodrigo Díaz de Vivar decidido a conquistar el corazón de su Jimena. Doña Clara no cejaba en su discurso:
— He decidido que mi hija tome lecciones de piano con usted. Dígame el día que puede empezar y cuáles serán sus honorarios.
Yo no cabía en mí a causa del asombro y la satisfacción de que, de una manera tan fortuita, me viniera al encuentro la solución de mi problema monetario.
Fue así como Jimena comenzó a venir dos veces por semana acompañada de su madre, o en su defecto de la negrita que estaba a su servicio, que se llamaba Caridad. No tardé mucho en comprender que tenía un raro don para conferir emoción hasta a los ejercicios más simples, lo que me llevó a pensar que bajo aquella apariencia de etérea fragilidad se ocultaba un alma de artista.
Con Jimena comencé a vislumbrar lo precario de mi situación. Si bien Juan Cruz me había presentado ya a personas que se destacaban en el medio, la pobreza de mis recursos me inhibía el frecuentarlas. Soñaba con vestir a la moda, con pasear en coche por la ciudad como lo hacían las personas linajudas, con obtener de la vida lo que hasta entonces ésta me rehusara tal vez por mi propio descuido. Por esa misma época mi suerte dio un giro inesperado. Pero me canso, Eulogia. Ya no pido que escribas. Tan sólo que escuches estas palabras que hilvano mientras apartas con tu mano los mechones de mi frente sudorosa, te recuestas sobre mi pecho y me dices que aún tendremos muchas horas para desplegar los recuerdos y yo siento que el deseo de tu cuerpo se agita en mi pecho como un pájaro herido y me pesa en los labios la sangre espesa de la sombra.
Sé que está ahí, Morante, a pesar de que la noche invada ya esta habitación y Benita no encienda aún el quinqué. Lo sé por el arrullo de paloma que desde hace un tiempo sale de su pecho, por ese casi inaudible quejido que sólo quienes lo conocemos mucho podemos advertir y del que todos tal vez nos estemos contagiando. Es que, desde que llegamos a este país trasandino, no hacemos más que suspirar y lamentarnos a pesar de lo bien que hayamos sido tratados, como si quisiéramos que el viento nos lleve a través de la cordillera los lamentos por todo lo perdido. Pero acerque un poco más la silla, quiero que me ayude a rememorar aquellos días. ¿Acaso hay algo más dulce al corazón que el recuerdo de las bellas horas? Ahora ese río que es la vida lleva un agua sombría, por eso busco en torno a mí el fantasma de la amistad. Hágame un poco el gusto y recreémonos en el recuerdo de aquellas tardes, cuando ya han pasado las siete y la función en el Coliseo no tardará en comenzar. La ciudad es atravesada por carruajes que vuelan conduciendo a señoras vestidas de blanco, de muselinas y de linón, o a señores vestidos de frac, corbata, chaleco y pantalón blanco. Todo da cuenta de que aquel fascinante espectáculo es lo único que pone un toque de animación al espíritu sacristeril de la ciudad. Es inútil tratar de enhebrar dos frases seguidas ante la cantilena ensordecedora de los muchachos de la calle: “Deje entrar, deje entrar señor asentista”. El Coliseo está abarrotado y el cuchicheo de las mujeres es un zumbido aturdidor, así como sus risas. Por momentos algún chillido, cuando el acomodador empuja a alguna para que haga sitio a una rezagada. La música, que hasta el momento nadie escucha, contribuye a acentuar el batifondo. Yo espero mirándolo todo con el ánimo excitado, tratando de grabar a fuego en mi memoria aquello que para mí, recién llegado de la guerra, era algo que jamás hubiera podido imaginar. Me doy cuenta de que en el teatro está mi verdadero ser. Gozo con la declamación, los disfraces, el espectáculo del poder inmediato que las palabras, llevadas por la voz, ejercen sobre las emociones del público. Y me digo que yo también escribiré mi tragedia, como Juan Cruz, al que no se le ve el pelo desde que se encerró a componer su Dido. La poesía es una fiesta que está en todas partes, con ella se celebra cualquier trivialidad, se expresan pensamientos filosóficos, momentos de la historia, experiencias íntimas. El verso es lo que mejor se comprende, se aprende y se repite. Y esas palabras, las que claman o murmuran en los teatros, son como nuevas: inflaman, entusiasman, hacen sollozar.
A pesar de que ha entreabierto una rendija del telón como si quisiera ubicar a alguien entre la concurrencia, no tardo en comprender que es suyo, Morante, el rostro inconfundible que entreveo en una ráfaga instantánea. Un rato antes hemos estado tomando una ginebra en el café de Marcos. La necesita, me ha dicho, para enfrentar al público, a pesar de que a él le debe su consagración. Sus épocas de apuntador y arreglador han quedado definitivamente atrás y ahora es director y autor muy eminente. Usted mismo se admira de su brillante carrera. Y no obstante ello y de que tiene a todos a sus pies, todavía siente que su corazón da tumbos cada vez que se apresta a pisar el escenario. Pero hable usted, querido amigo, ya mi voz es tan débil que ni yo mismo la escucho. Recuérdeme aquel ambiente fascinado y fascinante donde nosotros, los del Buen Gusto, desterramos los reposteros y cenefas con los colores godos y los reemplazamos por nuestros recién nacidos celeste y blanco. Estoy en ese miscrosmos que sin saber busqué hasta ahora sin encontrar: un lugar de placeres elegantes, de juegos literarios, de alegres cenas, de sorprendentes improvisaciones. Me siento parte de él, de esa aristocracia del espíritu que vale tanto o más que la de la nobleza. Y me propongo ser un poeta de los grandes géneros nobles, de la tragedia, el poema épico, los discursos filosóficos. Formo parte de esa generación que ha convertido la cultura y las nuevas ideas en un signo de protesta contra el inmovilismo a que nos condenaban nuestros padres.
Un estremecimiento recorre la sala cuando su voz, Morante, se alza por encima de los murmullos y los acalla sin proponérselo. Todas las miradas están fijas en usted, los oídos abiertos para escuchar al profeta de los Nuevos Tiempos. Dos lágrimas me corren por las mejillas y siento que el sueño de esa Sociedad que acabamos de formar, de esa utopía que considera al teatro un órgano de la política, “condensando el sentir de los hombres ilustres de la Revolución”, tal como lo dijo por aquellos días El Censor, se acaba de cumplir ante ese acento de trueno que limpia el aire, al igual que las sudestadas que a veces nos regala el río. El humazo de las velas de sebo mezclado al humo de los cigarros que llega de los pasillos ha tornado el aire irrespirable pero nadie parece notarlo, a nadie parece importarle, transportados como estamos todos ante esa épica de pies desnudos que llegan de todas partes invocando el nombre de Tupac Amaru. Quieren sacudirse el yugo español y volver a ser los amos y señores de aquella tierra. ¿Me creerá, Morante, si le digo que nunca hablé con padre de aquel episodio, a pesar de que colaboró en él junto a Avilés? Jamás salió palabra de su boca que aludiera a aquel inca que ya no quiso que él y los suyos siguiesen muriendo en las minas y los obrajes. Ni a su sombrero de tres vientos, ni al sol de oro sobre su pecho ni al cetro erizado de púas en su diestra. Tal vez lo conoció ya vencido, a lomo de mula y cargado de las cadenas que arrastraba por el empedrado de las calles del Cuzco, mientras desde las iglesias aturdía el repique de las campanas. O tal vez pudo contemplarlo poco después, atado al potro del suplicio, desnudo y ensangrentado. Cómo perdonar a padre haber sido cómplice de esa barbarie, que haya contribuido a esa nueva crucifixión. Porque él, el Indio Tupac Amaru es el Cristo de América. Así me lo decía también mi amigo Manuel Belgrano y fue ésa la razón de que quisiera restituirlos en la conducción de nuestros destinos. Esa vergüenza me acompaña aún ahora, Morante. Por eso, a pesar de saberlo un viudo inconsolable luego de la partida de madre, apenas intercambié con él unas palabras de respeto. Usted, con sus parlamentos de fuego, me ha llevado a revivir todo aquello. Y yo formo parte de esa ovación que lo aturde y lo levanta en un arrebato de éxtasis cuando cae el telón sobre aquellos inolvidables versos que usted, Tupac, declama:
¡Compañeros!
Hagamos ver a cuantos nos degradan
lo que pueden los sudamericanos
cuando la libertad sus brazos arma...
Marchemos al combate, a las victorias,
a derrotar la prepotencia hispana.
¡Oh, quiera el que dirige los destinos
dar pleno fin a la obra comenzada!
Sí, éramos una nueva milicia. Escoba nueva, quería la Sociedad borrarlo todo no dejando ni rastro del pasado. Ignorábamos las obras españolas y traducíamos las escritas en idiomas extranjeros, poniéndolas inmediatamente en escena. Demasiado nos recordaban aquellas otras las cadenas que acabábamos de romper. Y usted fue el alma de todo eso. Usted, que con su simpatía cautivante y su entrega absoluta a los ideales que nos impulsaban se convirtió bien pronto en el elemento indispensable. No, déjeme que se lo diga. Pronto no estaré en este mundo y quiero que sepa que nada de todo aquello podría haber sido sin su actividad constante, sin su rebeldía frente a los apoltronados, sin sus dotes de escritor, de conocedor de idiomas capaz de traducir en una noche la obra que se necesitase. Usted se dio cuenta de que hay otras luchas, tal vez más eficaces que la guerra. Y volví a ser un soldado, aunque esta vez en esos nuevos campos de batalla. Ah, Morante, cuán dichosos fuimos de conocer aquellos tiempos. No se vaya, quédese un rato más a mi lado, dígame que lo que acabo de rememorar ha sido cierto y no un delirio producto de la mente afiebrada de este agonizante.
Si supieras, querido Lafinur, cuántas veces me encuentro con mi cabeza volando lejos, muy lejos de las solicitaciones de los instantes pensando en ti con la tristeza de saber que ya no volveremos a vernos. Quisiera entonces correr a tu encuentro donde sea que estés, no llevar el apunte a mi negra Encarna que se me acerca y trata de consolarme, señora Joaquinita, cada cual tiene su destino, nada puede hacer usted para liberarlo a él del suyo y luego me avisa que Josefa, la modista, vino esta mañana a anunciarme que el vestido ya está listo para la última prueba, o me cuenta que se rifa la quinta de los Albín, quiere distraerme con la noticia del bergantín que acaba de llegar del Havre trayendo géneros de la China, gafetas, zarazas y terciopelos, me lee el aviso de La Gaceta en el que se anuncia la inauguración del baratillo muy cerca de la casa de Mariquita que cuenta con bacinillas y palanganas, fuentes y cristaleras rosadas y blancas, me habla de escándalos, comentos y murmuraciones pero yo a nada presto atención porque estoy como lela, igual a ésas de cerebro flojo y sin brújula a las que tanto lucho por no parecerme, imaginándote en tu lecho de enfermo, mi querido Lafinur, dibujando en las entretelas de mi alma tu cara de Ecce Homo que se prepara para caer en la hondonada de la muerte, en esa honda nada en la que luchas para no desbarrancarte de la mano tal vez de tu amado Virgilio y aunque yo también me diga que la dicha es efímera y que no persevera su flor, aunque trate de convencerme de que nadie puede echar clavos para fijar su rueda o me repita por milésima vez el argumento de que estamos hechos de un fragilísimo barro que se quiebra al menor soplo, me cubro con ese mantón de flores chinescas que tanto me ponderabas y corro hasta la iglesia a arrodillarme ante la Dolorosa para plantar mis ojos en esas dos compasivas estrellas que parecen los suyos y suplicarle que te deje el cuerpo nuevo y compuesto para continuar tus peregrinajes por el mundo porque éste se volvería amargo sin el brusco manantial de tu presencia, le digo que soy capaz de atravesar la tierra vestida con sayal de penitente con tal de que no se quiebre en la arena tu silueta. Entre dos mundos caminaste, entre muertes y renacimientos, en esa franja oscura que tiene el cielo antes de la aurora, luchando para liberarnos de la oscuridad a las que nos condenaban los poderes sacrosantos, pero ya sabemos que quien predica la verdad despierta las pasiones que engendran el error y el vicio, tengo fresco aún en la memoria aquel artículo de El Argos en donde se anunciaba que “la Municipalidad ha expulsado de esta provincia a los señores encargados de la educación de los jóvenes prebendados doctor Lorenzo Güiraldes y Juan Crisóstomo Lafinur”. Debiste alejarte entonces también de Mendoza, último refugio que te brindó nuestra desdichada patria y cruzar a Chile con el alma amargada por infinitas decepciones, contemplando los pedazos dispersos de tu sueño, las copas volcadas de todos tus esfuerzos.
Apenas te vi entrar en mi casa flanqueado de Juan Cruz Varela con tu frac ajustado y tu chaleco de seda, me sedujo tu gracia y desenfado de mozo inteligente, ágil de palabra y pronto en la respuesta, tu mirar risueño y aclarado por la alegría. Me felicité entonces de haber decidido yo también abrir mi salón propio, un espacio en donde las mujeres pudiésemos expresarnos, como el de Mariquita, como el de Trinidad, para que en alguna crónica futura se cuente que en el oloroso estrado de esa mujer elegante que fui yo, Joaquina Izquierdo, se encontraban las delicias de mayor entretenimiento de las personas de viso que allí se juntaban en conversación. Se me pasaban en un pestañeo las horas, prendida de la vistosa fascinación de tu palabra que sabía sazonar y volver livianas las materias más pesadas, sobre todo cuando te apasionabas hablándonos de la sensación. Algunos señores trataban de disimular, para no ofenderme, el disgusto que les causabas extrayendo pulgaradas de rapé de sus tabaqueras y llevándoselo a las narices con sus dedos agitados, pero nada hacía mella en mí pues yo me empecinaba en que mi tertulia fuese diferente a las otras regadas de maledicencias, sólo me apasionaba la discusión de las ideas, desinteresada de si asistían o no a ella las personas alcurniadas y de mayor riqueza de la ciudad, de los chismes que ya rodaban dando cuenta de tus terribles solturas de lengua, de las voces que comenzaban a elevarse advirtiendo que era harto peligroso que permanecieras en la ciudad por la que pronto, sin duda alguna, te pondrías a desparramar tus malas y dañinas ideas. A veces me río sola al recordar aquellas letanías que recitábamos a dos voces, ¿te acordarás todavía?: “De la plegaria de los padres predicadores, líbranos señor”. Sabías, Juan, no necesitas que te lo diga ahora, cuánto gozaba cuando te sentabas a mi piano Collard y Collard e interpretabas aquellos preludios de tu autoría, la Sonata Facile de Mozart o cantabas, olvidándote de todo lo que te rodeaba, con una voz arrulladora de palomo que hacía vibrar las cuerdas mi éxtasis. Comprendía entonces que eras mi alma gemela, pues desde niña sólo fui feliz con la música y la literatura y como fui dotada de buena memoria por la naturaleza, aprendía comedias y dramas que gustaba declamar a mis amigos como luego lo haría en mi salón, sintiendo que mi mayor recompensa, Juan, era ver la emoción ahondándose en tus ojos, escuchar tu entusiasmo al asegurarme que te gustaba mi voz de jazmín recién abierto, mis sílabas que tintineaban en tus oídos como el viento en el cristal. Podía entender entonces todo mi pasado como una Némesis, ese hilo de los acontecimientos que está determinado por nuestras instancias interiores y me enorgullecía de haber desobedecido a mi padre arrancando páginas de los libros de su biblioteca para llevarlas escondidas en el Misal, por que él era implacable en eso de que a una mujer no le conviene saber tanto. Si sabe leer, decía, una niña puede aprender cosas malas en los libros y si aprende a escribir puede cartearse con los hombres y ya lo ves, estoy aquí escribiéndote estos balbuceos que no sé si te enviaré, pero que me sirven para amansar los encabritamientos de mi corazón cuando se acuerda de que tal vez no te vea nunca más. Te juro que continuaré mi lucha, junto a Mariquita y las demás compañeras, sabrás ya que, desde hace poco más de una año, estamos juntas en la Sociedad de Beneficencia. Por fin se concede a la mujer la posibilidad de ser protagonista en el espacio público. “¿Cómo no seguir el destino que se me da en el primer encargo que se hace a nuestro sexo?” contesté cuando se me invitó a formar parte.
Una sorda rebelión me invade al no poder contarte todo esto personalmente. Fuiste de los pocos en reconocer que no había civilización digna de tal nombre que no nos pusiera en nuestro lugar: el primero. Y protestabas contra esa educación que para nosotros ha consistido en leer, escribir y rezar. Recuerdo tu carcajada cuando te mostré aquel cuaderno de terciopelo color borra vino con broches dorados. Allí habían escrito, a mi pedido, pensamientos las personas de mi conocimiento con motivo de cumplir los dieciocho años y presentarme en sociedad. Lo que mayor hilaridad te despertó fue aquel que estampó mi tío Carlos, asustado de lo que él llamaba mis “achaques literarios”. Puedo repetir de memoria las palabras en donde me prevenía contra aquella peligrosa afición. “Estoy convencidísimo querida sobrina, decía, que es casi imposible la felicidad en un hogar cuando la mujer tiene esas inclinaciones. En la comedia Les femmes savantes, Molière ridiculiza a todas las mujeres que se preocupan únicamente de los libros y descuidan el hogar. Era él sumiso y obediente pero en una ocasión, cansado de tanta pedantería, le dice a su consorte: ‘Las mujeres del presente quieren escribir y ser autoras. No hay ciencia demasiado profunda para ellas. En mi casa todo se sabe, menos lo que es necesario saber. Se observa el giro de la Luna, de la Estrella Polar y de Marte pero se ignora si hierve el puchero del que tengo necesidad.’ ¡Cuántas actividades pueden desplegar todas ustedes que no sean incompatibles con la feminidad!” Prometiste entonces escribir tu pensamiento en mi cuaderno pero, desdichadamente, esa página quedará en blanco para siempre.
¡Ay, Lafinur! Nunca quisiste contarme qué veías en esa esfera plateada que un día te regaló nuestro común amigo Jorge Acevedo. Mantuviste siempre un recatado silencio al respecto pero sé que pasaban largo tiempo encerrados en la bohardilla de Jorge entretenidos en su contemplación. Alguna vez me dijiste que se necesitaba mucha valentía para enfrentarse con ella. Te llevaba de bruces, asegurabas, a la exacta comprensión del significado de aquella frase del príncipe Hamlet: “Muchas otras cosas hay en el cielo y en la tierra que las que sueña tu filosofía”, y entonces intuí que seguramente se trataba de una lente mágica que nos permitiría ver las cosas ocultas a los demás mortales. Me reprocho no haber insistido lo suficiente. A lo mejor hasta hubiera conseguido que me la dejaras. De haber sido así, tal vez ella me diera ahora la posibilidad de verte de nuevo, de contemplar aunque sea por breves instantes esos ojos que no me resignaré nunca a saber ya sin luz, de mirar una vez más tus manos afanándose en las teclas, de escuchar ese acento que aún me recorre la sangre con su hondura de océano, que va uniendo como por encanto estas dos mitades en que se me partió el alma, ese antes y después en que se convirtió mi vida luego de tu adiós.
Si no tuviera esta bemba de palangana ni estos pechos como peñascos ni estas nalgas que más parecen dos elevados picachos, le aseguro a usted, como que me llamo Graciliana de la Santa Cruz, que me habría enamorado del señorito Lafinur. Era de verlo cuando llegaba de visita a la casa de mi ama, Pepa Andrade de Montúfar, con su elegante gallardía y esa esperanza de bigote que tenía en el bozo, asperjando sonrisas en el aire. Porque él se había hecho un huésped infaltable desde que conoció a la niña Lucía aquella tarde en la Alameda. Y yo le digo, doña Vicentita, que cómo no se iba a enamorar de ella si todos andaban pendientes de esos ojos de negrura aterciopelada, de esas manos de puro marfil, no como éstas que yo tengo curtidas por la lejía de tanto lavar en el río. Ay, cómo quiere usted que no me compare. Si yo hubiera querido ser como ella, nacer yo también en una cuna de puros encajes y espumas e iniciales bordadas. Pero no, Dios dispuso que el color de mi piel fuera negro como el carbón, y aunque mi Orestes me diga que soy hermosa y que le encanta enredar sus manos en mis pezones, entretenerse en mi concha de rechupete a pesar de que ya he doblado el codo de los cincuenta, le digo a usted que envidié a mi amita Lucía desde que entré a servir como esclava en lo de misia Pepa, a eso de los quince años, que era la edad que también tenía su hija. En aquella época ya se había dictado esa ley que nos dejaba a todos iguales, pero eso ya sabemos que nunca pasó de la letra escrita, pues en los hechos, usted lo habrá comprobado, hay unos más iguales que otros. Y esa igualdad a mí no me tocó. Mi madre era una conga que fue vendida a diez reales en la Plaza Mayor. En sus nalgas le marcaron toditita la Vía Láctea. Igual que a una yegua la marcaron. Ella se murió de un pasmo cuando le dio aquel aire luego de planchar toda la tarde en casa de Misia Concepción, donde por aquella época servía. Mi padre era de Mozambique. Se enamoró de mi madre ni bien la vio en la sentina del barco donde los traían encadenados. No sé cómo diablos habrá hecho mi padre para embarazarla. Lo cierto es que apenas llegaron a estas tierras los separaron. A mi padre, que según constaba en un papel amarillento que mi madre conservó hasta su muerte, se llamaba Malik Sy, lo llevó un hacendado del Norte y jamás ella lo volvió a ver. Pero su cara se volvía como la de una chiquilla enamorada cuando me hablaba de sus ojos negros como cuentas de azabache y de su voz que cuando cantaba los cantos de la tierra de allá traspasaba las estrellas. Porque nosotros, los pardos, nunca dejamos de cantar, señora Vicentita, aún cuando tengamos el lomo tatuado a lonjazos. A los siete años me fueron a buscar a la casa donde mi madre servía para llevarme a lo de don Alfredo Miranda Batle. Debo reconocer que no era muy duro el trabajo. Tenía que acompañar en sus juegos a la niña Silvina, ya que la pobrecita nació tullida. Cuando murió fue que pasé a la casa de Misia Pepa. Tampoco puedo quejarme del trato que allí me dieron. Siempre las cosas me eran solicitadas: “Por favor, Graciliana, hay una mota de polvo en el cortinado” o “Si no te molesta ponte en cuatro patas para buscarme el arete de filigranas de oro que rodó debajo del sofá” o “Quédate despierta, mi vida, hasta que lleguemos, pues tal vez se nos antoje tomar chocolate caliente, tan fría que está la calle luego de salir de la tertulia” o “ Sé buenita, Graciliana, alcánzame la mantilla y el rosario y también los guantes que ya han dado el segundo llamado a la Misa de las doce y así andaba yo corre que te corre todo el día pero siempre entre frases de lo más corteses y almibarados remilgos de patronas compasivas.
Pero le iba diciendo que no más verse los dos, Lucía y el señorito Lafinur, quedaron prendados el uno del otro. Al principio a la señora Pepa le pareció bien ese joven decidor que tenía a todos pendientes de sus palabras. Una vez oí decir que su nombre, Crisóstomo, significaba boca de oro, no sé si en griego o en latín. Y sí, era una boca de oro, un puro regocijo escucharle recitar los poemas que cada tarde sacaba de los bolsillos de su chaleco para leérselos a su amada Lucía. Como le digo, a mí me dejaban quedarme en un rincón por si se necesitaba que trajera más buñuelos o sirviera los licores. Y yo escuchaba como si mi alma estuviera viendo pasar los ángeles del cielo, escuchaba esas estrofas que me sabían a ambrosía, a rocío de los dioses. Y mi amita Lucía también disfrutaba. Se le veían los ojos brillosos de puro contento. ¿Qué por qué le cuento todo esto ahora que han pasado tantos años de aquello? Es que tal vez ese amor fue el causante de los padecimientos actuales de mi ama Lucía. Yo nunca me separé de ella ¿sabe usted? Me quedé luego que se casó con don Alfonso de Elizalde. Él la triplicaba en edad, pero Misia Pepa no pensó en reparar en ello pues cumplía todas las condiciones para ser un buen marido, el hombre adecuado para llevar al altar a Lucía: tenía dinero, apellido y además era muy comedido y juicioso. Pero déjeme usted que le siga contando del amor de aquellos dos infortunados mientras me prepara ese menjunje de tártago para mi pobre amita. Usted no me creería lo que ella ha cambiado, cómo se avejentó luego de convertirse en una señora de estrecho recogimiento y devoción, casta y tejedora y muy empeñosa ella, siempre obstinada en servir primero que todo a su marido y a su casa, tal como decía Misia Pepa que debe ser una señora.
En la época de que le hablo, ella sólo miraba por sus ojos. Un día me confesó:
— ¿Sabes Graciliana? Cuando él me habla de literatura se me abre una como compuerta en el alma —. Y me repetía las palabras de él sobre su condición de poeta. Sobre su desprecio por la vida mediocre y banal.
A Doña Pepa no le parecía mal la desenvoltura del pretendiente de su hija. Recibía placer en oírlo discurrir siempre con amenidad y soltura sobre todas las cosas. Y consintió en acompañarla a la tertulia de Misia Joaquina Izquierdo. En chismoseos de amigas la oí decir que su sangre no tenía mancha de judío, negro o indio y además, era poeta. Pero usted sabe que nada de las cosas de este mundo son eternas y pronto los vientos cambiaron para ese amor que parecía ya destinado al altar. Fue aquella vez que comenzaron los rumores de que nos iba llegar un rey o un príncipe o algo así. Yo, que andaba mate en mano por la tertulia de la señora, no podía dejar de escuchar lo que decían entre bollos de chocolate y goces de malediciencia.
— Que el duque de Luca es rey, que ya eso es seguro.
— Y tú, Antonia ¿Cómo lo sabes?
— Se lo contó a mi marido su amigo Esteban de la Cerda. Dice que se lo oyó a Mariano Enríquez, quien fue uno de los que asistió a la secretísima sesión.
Misia Pepa no cabía en sus enaguas. La veía sonriente y los ojos vueltos al cielo, como contemplando a los ángeles.
— Al fin se hace justicia. La chusma creía que estaría siempre encaramada al poder. Pues no, Señor.
— Dicen que es soltero —. Y los labios de Juanita Aldao se estiraron en una sonrisa de picardía —. Nuestras hijas serán Baronesas y Duquesas.
Le aseguro a usted que esta última noticia fue lo que cambió de la noche a la mañana la actitud de mi ama para con el niño Juan Crisóstomo. Y a eso se sumaron otras murmuraciones. Yo servía una tarde el chocolate cuando escuché secretear a mi ama con su amiga Mercedes. Usted sabe que nosotros, los pobres mortales que nacimos abajo, estamos siempre pendientes de los decires de nuestros patrones. Ellos son los que tienen la llave de nuestros destinos. Pero esta vez no era el mío el que se decidía en esos murmullos, sino el de la niña Lucía.
— Deberías cuidar más a Lucía — dijo la doña Mercedes — Dicen que su Lafinur no anda en buenas migas con nuestro Señor. Sus ideas son tan raras que parece que el padre Castañeda lo acusa de hereje en los periódicos y hasta en el púlpito.
Desde ese día se le cerraron las puertas al pobre señorito. Yo vi su cara de lástima cuando le anuncié que la niña Lucía había salido y me dieron ganas de comérmelo a besos. Dos o tres días anduvo haciendo la pasada por las tardes, pero nunca más se abrió la puerta para él. Lucía vino a llorar conmigo a la cocina mientras yo preparaba los caldos y los guisos para la cena. Pero le tenía miedo a su madre y no tuvo fuerzas para decir que no, que ella lo quería a él. Así es que también se pasaba las tardes encerrada en su cuarto pues Misia Pepa le prohibió hasta la salida, no fuera a encontrarse con aquel demonio. Y la oí amenazarla con llevarla a la Santa Casa de Ejercicios, ésa que fundó la hermanita María de la Paz para que hiciera penitencia. ¡Ay, paz era lo que faltaba en esa desdichada casa! Eso le pasa por leer tanto verso y novela, decía la señora Pepa, entre amargada y furiosa. Y hasta la amenazó con raparla si no la obedecía en guardar el encierro.
No me va a creer usted si le digo que yo misma recibí la esquela que llevó a Misia Pepa a dar saltos en el aire como si fuera una conga cualquiera y no una señora de pro. La carta venía dirigida a la niña pero ella la abrió antes. Entró como tromba en la pieza donde Lucía miraba el techo y pensaba en su amor.
— Niñita, levantate. Vas a ser una princesa. Y le mostró la misiva. Fue la propia Lucila quien me la leyó después, por eso me acuerdo muy bien de su contenido. El mismísimo Princípe de Luca anunciaba que vendría para Carnaval, y de incógnito, a conocer a la bella Lucía, pues las mentas de su belleza habían llegado hasta él. Con estos ojos vi el dibujo del disfraz debajo de la firma, para que no quedaran dudas de la identidad de quien se acercaba a mi niña.
Qué otra cosa le quedó a ella sino callar y obedecer. Eso es lo que hacemos las mujeres siempre, seamos blancas o negras. Es que, ya desde la teta, nuestras madres nos transmiten el sometimiento. Todas somos iguales en eso. Y además, aunque quisiera tanto a su Juan, ¿a qué mujer, dígame usted no le agrada el destino de reina? Se lo digo yo, que apenas he sido reina por tres noches en el Carnaval pasado y todavía me queda en el cuerpo y en el alma el regusto de aquella gloria.
Lo que siguió no lo vi con mis propios ojos, porque, como le digo, era Carnaval y usted ya sabe que en ese día los negros nos olvidamos de todo para bailar. Desde temprano se escuchaba el atronar de los tambores en mi barrio de Monserrat. Para allá me iba yo, donde me esperaba mi Orestes. Tendría que verlo manejar la escobilla, yo me pongo toda ufana, soy un puritito orgullo al ver los malabarismos que hace con ella. La pasa de un dedo a otro, y a veces hasta en la yema y también en los dientes o sobre la nariz. Mi Orestes es un fenómeno, créame usted y los años que han pasado no le han quitado esa habilidad. Y yo de lo más oronda, vestida con la falda que la señora me regaló, haciendo girar mi sombrilla de gajos de colores, los collares de cuentas turquesas que nunca usó porque dice que no son para damas alcurniadas como ella. Toda la noche me la pasé bailando en aquel último día de carnaval al grito de Oyé, yé, yum bam bé, ¡Calunga, mussanga, mussanga é.! Los ricos tenían el baile por su lado. Aunque no se crea, son muchos lo que vienen a vernos pues ellos no saben moverse como nosotros y cuando escuchan el sonido de tamboril, su sangre de horchata no se agita como la nuestra. Para mí, en cambio, es como si todos los diablos me brincasen en el cuerpo. Se siente bonito. Antes de salir abracé a la niña Lucía y le deseé suerte. Le prometí darle mi óbolo a San Antonio para que la ayudase en los menesteres de conseguir novio tan fino, aunque ella no quería ni oírme. Todo el día estuvo preparándose bajo la supervisión de Misia Pepa. Que las enaguas almidonadas, que la cinta para el pelo, que las tenazas de rizar, que el disfraz de Madame de Pompadour, una reforma realizada por la misma Misia Pepa, herencia de su abuela la virreina.
Cuando al día siguiente entré en su cuarto a llevarle el chocolate con bizcochos hechos por las hermanitas, no podía creer lo que veía. Tenía los ojos hinchados, sus manos estrujaban el pañuelo bordado con sus iniciales y se empecinaba en permanecer muda, como si alguien de repente le hubiera quitado el uso de la palabra. No le pude sonsacar noticia. Fue la Dominga quien me anotició. Lo oyó esa noche cuando la señora la llamó, porque necesitaba contárselo a alguien y era demasiado bochorno para que lo supieran sus amigas. De sus ojos salían chispas y asegura Dominga que hasta la escuchó echar una maldición. Válgame Dios. Mi madre decía que las maldiciones encuentran a su destinatario aun cuando se retrasen un tanto. Parece que, apenas comenzado el baile, el príncipe se acercó a ella disfrazado, tal como lo describiera en el dibujo. Lucía se veía radiante con su diadema de azahares y su gargantilla con el camafeo del marfil. Aunque no estoy segura de que no le haya interesado mirar más allá de donde el príncipe le hacía confidencias amorosas para ver si veía a su amado. Porque yo sé bien que ella no había dejado de quererlo. Toda la noche bailaron él y ella, el príncipe y mi niña destinada por su madre a ser princesa. Traía un paje que le arreglaba respetuosamente los faldones de la levita o lo apartaba un momento para secretearle algún dato. Al final de baile se acercaron Lucía y él a la silla desde donde Misia Pepa los miraba con ojos de carnero degollado. “Yo volveré por ella, pero guarde usted el secreto”, dijo él. “Y cómo sabré yo que usted viene a cumplir su palabra”. La voz de mi señora sonó ansiosa. Cómo podría haber sido de otra manera. Entonces se oyó aquella carcajada que derrumbó como un rayo la compostura de Misia Pepa:
— ¡Lafinur, el hereje, lo jura por su salvación!
Me imagino la cara de la señora al ver tamaña chanza. Lo que más tristeza me produjo es que la niña Lucía no se consolaba, no tanto por la burla sino porque ya no volvería a ver al señorito Lafinur y, al fin, se quedaba sin el pan y sin la torta. Desde ese día la suerte de mi niña cambió. Se volvió abúlica y torpe. No la sacaron de su letargo ni los cuatro hijos que tuvo con don Alfonso, ni los rezos y novenarios, ni las misas cotidianas, para pedir una buena muerte, misas para tiempo de guerra y tiempo de paz, ni las misas exequiales o de entierro o las de acción de gracias. Y ahora estoy aquí, pidiéndole ese preparado para ver si así se le pasa esa morriña que le agarra por las tardes en que no habla con nadie y se queda mirando los caireles de la araña con el bordado en la falda. Quién diría. A mí, que siempre tuve que obedecer, no me hizo falta pedir permiso a nadie para amancebarme con mi Orestes. Y le aseguro a usted que nunca me arrepentí.
Escucho el gong del reloj que marca las dos de la madrugada. Yo velo en esta penumbra interrumpida apenas por un ladrido lejano, por el rodar de un coche en la acera. Eulogia seguramente duerme en la habitación vecina. No resultó fácil convencerla de que así era mejor. La he notado muy desmejorada. Casi no cierra los ojos, temerosa de que mi pecho deje de respirar. “Me ayudarás más si estás descansada durante el día”, le he dicho. La pobrecita debe multiplicarse para atenderme, recibir las explicaciones del médico, estar pendiente también de que las visitas no se queden más de lo permitido. Y en eso es inflexible. No quiere que malgaste mis menguadas fuerzas. De todos modos sé que todo es en vano y que estoy en el umbral, que muy pronto seré uno más en esa dimensión donde el pasado, el presente y el futuro se entreveran y ya no se puede distinguir cuál es cuál. Prueba de ello es la visita que recibo cada noche cuando todo está en calma. Él llega, se sienta a los pies de mi cama y me conversa. Confieso que al principio me agitaba cuando me quedaba solo. Pensaba que era un delirio de mi enfermedad. Pero no. Ahora he aprendido a aceptar aquello que para los sentidos resulta inaceptable. Estoy viviendo lo que con tanto afán enseñaba en mi curso: Hay un tiempo todas las noches en el cual creo ver lo que no veo, tocar lo que no toco. A este tiempo le llamo sueño; e ilusiones a las percepciones probadas en él. – ¿Y quién me ha asegurado que yo duermo siempre? Si el sueño en cierto grado puede causar ilusión que la vigilia hace descubrir, quien me ha asegurado que la vigilia misma no es otra especie de sueño, del cual me desengañara otro estado diferente que pruebe? ¿ Y acaso la poesía no es un territorio de fantasmas, un apostadero de seres que salen de nuestros delirios nocturnos? ¿De dónde surgen ellos? ¿No son acaso sensaciones del alma? La nocturnidad es peligrosa. Recuerdo aquellos versos de François Villon: Mis días rápido se han ido... De alguna tela los hilos cuando el tejedor tiene en su puño ardiente paja. Mis mayores tristezas han pasado, / ya no me acaloro más por ellas” dice también. Igual me sucede a mí, que estoy todas las madrugadas con el corazón alborotado esperando la visita.
Qué dirías Eulogia si supieras que, cuando me crees por fin dormido, me desplazo por los medanales del tiempo para encontrarme con este viejo que tiene los ojos sin luz y que dice ser mi descendiente. Sus manos sarmentosas se apaciguan en la empuñadura de un bastón. A pesar de su ceguera, tiene un rostro plácido y hasta casi podría aventurar que con un dejo de picardía. Le digo que ya nos habíamos encontrado. El anciano aquel que mascullaba versos cuando, tomados del brazo, yo lo encaminaba a su casa. O aquel otro con quien tropezaba a veces en mis correrías por Buenos Aires. Se detiene a menudo en hablar de esa ciudad. La juzga, afirma, tan eterna como el aire y el agua.
“No sé si a usted le sucedió, Lafinur”, me dice. “Pero yo nunca me abandoné a sus calles sin recibir inesperado consuelo”. Le contesto que a mí me pasó lo mismo, pero eso comenzó a sucederme en el preciso momento en que debí dejarla. Y, al iigual que Rousseau, yo también tenía planeado escribir mis Rêveries du promeneur solitaire cuando, como él, me vi apartado de todos y me libré a la dulzura de conversar con mi alma, lo único que el fanatismo y las envidias humanas no pueden quitarnos.
Me habla el viejo ciego de las guitarras que escuchaba al fondo de un patio en sus vagabundeos y me arrepiento entonces de la pelea que tuvimos con Juan Cruz. Fue allá, en el Monserrat, cuando escribí unas coplas denigrando ese instrumento. Pero qué importancia tienen aquellos juegos de niños. Muchas cosas se presentaban confusas a nuestro entendimiento, tenían esa ambigüedad de los objetos al amanecer. Renegábamos de cualquier aspecto de la realidad que nos hiciera acordar al dominio hispánico. Pero no todo era malo. Y aquellas cosas formaban parte de nuestra idiosincracia. Fue placentero escuchar su voz, no cascada como la de un viejo sino joven y alegre como me imagino la tuvo en su mocedad. Entonó unas estrofas que me quedaron en la memoria como si las supiera desde siempre:
Mi Buenos Aires querido
cuando yo te vuelva a ver
no habrá más penas ni olvido.
Una honda nostalgia se apoderó de mí, igual a la que me quedaba luego de escuchar a Crisanto Luna, allá en el Norte. O a la que, desde antes de que mi visitante nocturno me las cantara, me despiertan las que Juan Gualberto entona en su guitarra.
Todo esto me tiene muy excitado y por momentos me he sentido tentado de escribirle a Carmen. Pero luego desistí, pensando que creerá que la enfermedad afectó también mis facultades mentales. Porque además de hablarme de filosofía, el visitante me cuenta cosas por demás extrañas. Me dice que Carmencita se casará con un militar y que tendrán un hijo. Ese hijo será el abuelo de él, de Borges, como me ha dicho que se llama.
“Usted ha estado en la guerra, Lafinur y seguramente conoce el miedo a la muerte. Pues mi abuelo avanzó sereno hacia ella. Esto fue luego de la orden de su jefe de ordenar el retiro. Mi abuelo le expresó su desacuerdo pero el general se mantuvo firme. Fue entonces que, con la mirada empañada por una profunda expresión de pena y de tristeza, decidió no obedecer. Con dos o tres ayudantes penetró allí donde el fuego era más violento y nutrido. Iba tranquilamente montado en su alazán, envuelto en su poncho blanco, con los brazos cruzados y la fisonomía iluminada por una expresión de melancólica bravura. Algunos pasos más y cayó para ya no levantarse, con dos terribles heridas, ambas mortales”.
Lo pedí que no continuara. Profunda pena me dio esta desgracia que ocurrirá a mi adorada Carmen. Esa niña de piel de magnolia y ojos alumbradores, que con sus catorce años fue mi consuelo en los días previos a mi partida, cuando sentía el odio y la saña de lo que se gozaban en calumniarme. ¿Es un sino trágico el que persigue entonces a los de mi sangre? Me pregunto si ese terrible suceso no será una expiación por aquel otro nefando crimen del que mi padre participó. Si no estaremos todos envueltos en una maldición divina por llevar la sangre de uno de quienes segaron la vida de Tupac Amaru.
Escucho que Eulogia se acerca y entra a mi cuarto, la palmatoria en la mano. Finjo que duermo, pero la siento ahí, parada junto a mi cama, contemplándome muda y absorta, preguntándose tal vez si su amor podrá arrancarme de las garras de patas corvas. Querida, querida mía. Teníamos el tiempo como verde pradera extendida ante nosotros. Pero ya lo ves, nuestra esperanza ha sido vana. El frío invade ya mis miembros y veo este mundo como una débil lucecita que voy dejando, definitivamente, atrás.
Empezaremos por el conocimiento de nosotros mismos sujetando a un análisis delicado las operaciones de nuestro espíritu. Aunque no podamos explicar los infinitos y admirables fenómenos que la naturaleza nos hace sentir cuando se pone en contacto con nuestros órganos, ¿nos será inútil conocerlos? y ¿no podríamos averiguar con los socorros del raciocinio las fuentes de nuestras afecciones y de nuestros conocimientos?
Así comencé mi curso aquella tarde de marzo, en una sala atestada. Una multitud me esperaba cuando llegué. En un principio, temía que hubieran organizado una demostración contra mí. Pero no. Desde la tarima, no podía dejar de sentirme la estrella de esa juventud que oía por primera vez cosas tan diferentes, tan en contradicción con lo que se les había enseñado hasta ahora. Todos los ojos estaban clavados en mí, concentrados en el más leve de mis gestos.
Sabemos que en las impresiones que hace la naturaleza sobre nuestros órganos, encontramos la única fuente de nuestros conocimientos, y las causas que nos hacen vivir. Vivir es sentir: Y, en este admirable encadenamiento de fenómenos que constituyen su existencia, cada necesidad tiende al desenvolvimiento de una facultad....
Comprobaba el asombro y el interés de mi auditorio en aquel silencio donde podía escucharse el más leve suspiro, unos pasos errabundos en el adoquinado, la pluma de alguno deslizándose sobre el papel, tratando de asir lo que yo hablaba con toda la claridad posible. El calor era bochornoso y me enteré después que, afuera, algunas mujeres se desmayaban. No puedo olvidar el orgullo que me invadió cuando Diego de Alcorta me aseguró que, por obra y gracia de mi elocuencia, la filosofía alcanzaba la popularidad que tuviera en la antigua Atenas. Percibía el agradecimiento de mis oyentes ante esa comunicación en sencillas fórmulas, el que les facilitara que pudieran entenderme sin demasiado esfuerzo, mi modo de desmenuzar aquellos sesudos temas en buen romance, tal como pedía Gonzalo de Berceo. Sí, la mirada de mis discípulos me llevó al convencimiento de que el daimon que rige nuestros destinos me había llevado a mi lugar preciso. A convertirme en lo que soy. A pesar del hecho inaudito de que me presentara vestido como un hombre de calle, levita de paño de seda con cuello de terciopelo, pantalón a rayas, guantes de cabritilla, no vi en ellos el menor gesto de extrañamiento. Los tiempos habían, pues, madurado. Tal vez me percibieran como una figura desconcertante, de autocreación y autodescubrimiento, como un cavador de túneles, igual a aquéllos de mi Carolina natal. La verdad era la pepita que trataba de mostrar a quienes aún no la veían. Hablaba en nombre de quienes tenían prohibido decirla. Era a un tiempo conciencia, reflexión y elocuencia.
Pero el hombre sometido a las impresiones de la naturaleza es un ser miserable precisado a dudar de todo.
¿Si un loco no es un ser como yo, que puede juzgar de mí lo que yo juzgo de él, será la razón humana una quimera? ¿La hemos recibido de Dios para confundirnos?
Eso es justamente lo que experimento ahora, en este padecimiento que no sé si es sueño o vigilia. Y me pregunto si todo no será vana apariencia, cruel pesadilla, si no estoy siendo soñado por otro, por el odio de alguien que soñó para mí el exilio y la muerte bajo un cielo extraño.
Tengo frío. Eulogia, tápame. El querer y el sentir son cosas que se me van alejando. Sólo tu mano piadosa acariciando mi frente puede aún convencerme que no he abandonado este cruel mundo que con tanta fuerza trató de acallar mi voz por donde se colaba una llamarada, la llamarada de mi pasión. Esta oscura pasión por el logos.
Las sombras invaden sin prisa esta habitación en donde paso mis horas de rememoraciones. Porque qué otra cosa puede hacer una anciana de huesos crujidores sino encaminarse a los días de vino y rosas, a los días dorados, adorados días en que la vida cantaba y bailaba y yo era esa frágil niña que se propuso estudiar filosofía. Muchas veces él me había prometido enseñarme las nociones que impartía a sus alumnos, pero nada podía hacer una pobre fregona al servicio de esos dos seres que no tenían ni idea de que en este mundo hay otras cosas además de ganar dinero. Por suerte yo había aprendido a leer en mis más tiernos años, cuando iba de visita a lo de mi primo Felipe y escuchaba las lecciones que le impartían sus maestros. Allí, junto a él, me prendió el berretín de la lectura que ya no me abandonó jamás, aunque mi vida fuera tan contraria a esos menesteres y me sumergiera en una servidumbre que no era para mí. Pues me doy cuenta de que yo no nací para ser mujer. Terminé de constatarlo cuando Ramona y Emiliano comenzaron a buscarme un marido con el propósito de colocarme y por fin liberarse de esta sobrina que tantos dolores de cabeza les diera desde el mismo día que puso el pie en su casa. Pero yo no me imaginaba junto a un marido. Me resultaba impensable pasarme la vida sirviéndolo, así en la cama como en la mesa. Cómo haría, de qué artimañas debería valerme para atender a ese escondido huésped que era mi alma sedienta de conocimientos. En qué minuto del día o de la noche podría ocuparme de él. Fue así como, al igual que en aquel poema de San Juan de la Cruz que tantas veces oí recitar a este otro Juan, que bien pudiera haberse llamado de la misma manera, pues poseía similar estro poético y al fin y al cabo debió cargar él también con su cruz, yo salí en busca de mi destino. Ah, sí, cómo acuden ahora a mi memoria esas palabras con que comienza el poema:
En una noche oscura
con ansias en amores inflamada
¡Oh dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada.
De la misma manera esperé yo que mis tíos se sumergieran en el sueño para saltar desde la pequeña ventana de mi cuarto. La calle estaba desierta y nadie vio a esos dos embozados que se escurrían para el lado del río. Porque era él, Juan, quien me esperaba. En cuanto me vio aparecer en el dintel me tendió la mano, siempre gentil, no fuera a romperme la crisma en aquella boca de lobo. Caminamos con calma, precavidos de que, si alguien se acercaba, no vacilara ante nuestra agitación. Yo iba vestida con pantalones, camisa de lienzo y chaqueta de lanilla. Y me arrebocé hasta los ojos con la capa que, además de las otras prendas, él tuvo la gentileza de proveerme. Allí comenzó para mí la verdadera vida. A mis tíos les dejé unas breves líneas agradeciéndoles todo lo que hicieran por mí y explicándoles que me iba en busca de nuevos horizontes. No les dije que no estaba hecha para las marmitas y las sartenes. Era totalmente imposible que lo entendieran. Solamente les pedía que no me buscaran ni avisaran a los agentes pues no me iban a hacer volver ni aunque emplearan contra mí la fuerza de mil ejércitos, porque me escaparía nuevamente en la ocasión más propicia.
Juan me condujo a casa de Trinidad Guevara, con quien ya había conversado el asunto y se había mostrado, no cesaba de tranquilizarme, totalmente de acuerdo en ayudarlo. De todos modos no podía casi creer en mi dicha cuando la puerta del zaguán se abrió y apareció la silueta inconfundible de Trinidad, a quien había dibujado con total exactitud en las entretelas de mi corazón por haber escuchado las referencias y cumplidos que llenaban la boca de Juan Crisóstomo cada vez que se refería a su persona. Se hablaba mucho de ella en la posada. Mientras llevaba las fuentes, retiraba los platos, llenaba los vasos con ginebra o carlón, escuchaba los comentarios de los hombres que gozaban con las delicias de aquella voz tan melodiosa como jamás oyeran y que soñaban con contemplar una vez más aquella estampa de madona que los hacía estremecer en cualquier papel que se le viniera la gana representar, ya que hasta cuando hacía de boba arrancaba suspiros de sus pechos.
Mi tarea consistía en servirla a ella sin otra paga que la de permitirme estudiar en mis ratos libres. A cambio yo debía ser su mandadera, para lo cual acordamos que en adelante andaría vestida de varón, así no podrían reconocerme. Mi vida ya nunca sería la misma. Prueba de ello es que hasta mi nombre cambió. Ahora, en vez de Laura, me llamaba Alonso, Alonso Velázquez, paje de la señora Trinidad Guevara, para servir a usted. No imaginé nunca qué vida tan divertida se me abriría en adelante, asistiendo gratis a todas las representaciones, y además por dentro, pues era yo la encargada, el encargado mejor dicho, de ayudar en el peinado de mi ama, de tenerle listas las tijeras de rizar, de comprarle los polvos y demás afeites con que se embellecía, de colaborar con ella en el estudio de sus papeles, de acompañarla al teatro, aunque siempre entre bastidores, o colocarme en el patio en donde se amontonaba la gente de menores posibles para aplaudir a rabiar cada vez que ella saliera a escena. Y luego estar con él. Con mi amado Juan.
Hasta el último minuto de mi vida me acordaré de aquella tarde en que mi ama había salido a buscar un veneno para las ratas que ya nos hacían la vida imposible de día y de noche y que le provocaban una inmensa repulsión. Yo me había ofrecido ir a la botica de la calle de la Piedad pero ella prefirió acercarse sola, pues los venenos que antes le proporcionara el boticario no habían surtido efectos. Así es que pensaba ponerle los puntos sobre las íes y ver si esta vez le daba algo realmente efectivo.
Pero antes de seguir adelante con aquella historia quisiera regodearme en recordar la figura de mi amado, porque nunca encareceré lo suficiente aquellos ojos como violetas empapadas, aquel sonrosado de sus mejillas que tenía una apariencia aterciopelada como la de un durazno. Los labios eran cortos y directamente replegados sobre dientes de una exquisita blancura de almendras. El cabello oscuro caía en forma descuidada sobre su frente amplia y cabedora, entre esos nidos de pensamientos que eran sus sienes. Había en él una serenidad que se parecía a la inocencia, aunque por momentos caía en una honda melancolía, producto tal vez de su temperamento poético y reflexivo, pues además de su fogocidad cuando se daba en hablarme de los Ideólogos, sobre todo de Locke y Condillac, su cabeza desbordaba de rimas y nunca se acostaba sin haber improvisado un soneto o una letrilla. Cada vez que nos encontrábamos sacaba el papel del bolsillo de la casaca y me lo leía. Alguna vez llegaba, la mirada perdida y una expresión de desencanto en toda su persona. Esto sucedía cuando no había quedado conforme con el último poema. Me decía que había llegado tarde y que ya nada de lo que escribiera tendría valor. Como aquella vez que recitó de cabo a rabo el soneto 19 de Shakespeare. Tanto lo he leído después yo que me lo sé de memoria y a menudo lo digo no más para mí, paladeándolo como una forma de suponer que Juan se asomará por una hendija de la eternidad para escucharlo.
Tiempo devorador, desafila las garras del león
Y haz que la tierra devore su propio dulce retoño,
Arranca los agudos colmillos de las crueles mandíbulas del tigre,
Y quema en su sangre el fénix de la larga vida;
Alterna en tu vuelo estaciones tristes y alegres
Y haz lo que quieras, Tiempo de pies alados,
Al vasto mundo y a todas sus dulzuras fugitivas.
Pero yo te prohibo un crimen, el más odioso:
Oh, no marques con tus horas la frente de mi amada
ni traces líneas con tu antigua pluma,
Déjalo intacto en tu carrera,
Como modelo de belleza para los hombres por venir.
O bien haz lo peor, viejo Tiempo: a despecho de tu ultraje,
En mis versos mi amor vivirá joven eternamente.
Mirándolo se derretía el calor de mi sangre y sentía que los celos me carcomían el alma pensando en cuántas mujeres estarían prestas a concederle sus favores. Pero él sólo tenía ojos para mí, aunque debo reconocer que esto no siempre fue así y que en algún momento de mi vida me pareció su amor algo tan inalcanzable que ni me atrevía a soñar con él. Era por la época en que llegaba a la posada a hablarme de su amor por ella, por Jimena, quien desde el mismo momento que entró en su casa a tomar lecciones de piano le sorbió el seso de tal manera que nada más ella estaba en su pensamiento, su voluntad y su deseo. Yo lo escuchaba con el corazón en un puño y luego miraba en el espejo mi figura cenicienta, mis pobres atavíos de fregona que en nada podían compararse a los de Jimena, quien andaba siempre compuesta como una novia, con refulgencias de joyas y rumorosa de seda, la más fina. Sin embargo, la cosa no llegó a buen término. Ella enfermó de unas fiebres y al poco tiempo murió. No me alegré, jamás podría desear mal a nadie, y menos a una mujer, que al fin y al cabo cuál más cuál menos, todas sufrimos iguales rigores. Pero por sobre todo me traspasaba el alma comprobar el desconsuelo de Juan. Me enorgullece saber que siempre estaba pronta a escucharlo cuando quería desahogar su corazón de la pena tan tremenda que lo embargaba. Si hasta parecía que una sombra rodeara su figura por aquellos días. Y fue por ese tiempo también que se me ocurrió la idea peregrina de fugarme para que mi deseo de estudiar se cumpliera. Jamás pensé que tendría la fuerza de llevarlo a cabo. En realidad, lo he comprendido ahora, más vale no desear algo, a no ser que una esté segura de quererlo de verdad, porque el deseo puede hacer que ocurran cosas extrañas, cosas terribles. Y yo deseé. Deseé con todas mis fuerzas. Apreté los puños, cerré los ojos, comprimí el vientre y contuve la respiración. Fue así cómo poco a poco él comenzó a reparar en mi alma primero, decía que amaba mi sensibilidad y le asombraba que no cejara en mi empeño por cumplir aquello que me había propuesto. Yo escondía en mi corazón mis sentimientos pues no quería que pensara que era falso mi deseo de ser su alumna. Nada más lejos de ello. Varios meses pasaron hasta que le conté mi plan y él, con esa fuerza, arrebato, locura y juventud que lo caracterizaron siempre, me juró que me ayudaría.
Así pues, habíamos quedado solos esa tarde. Era una somnolienta tarde de primavera. Se sentía el murmullo de las ramas, suavemente mecidas por una refrescante brisa. Habíamos reído juntos con la lectura del retrato de Castañeda que había compuesto esa misma mañana y que pensaba llevarle a Pedro Cavia para que lo publicara en El Argos. Castañeda. Ese fraile enjuto de figura quijotesca que había emprendido una guerra santa contra los herejes que, como mi Juan, querían abrir las mentes cerradas por tantos años de fanatismo, los cerebros idiotizados por trescientos años de dominio hispánico. No sólo combatía yendo de casa en casa sino que ahora le había dado por enviar cartas a los periódicos en calidad de lector o por medio de panfletos sueltos que firmaba con los seudónimos más estrambóticos: Fray Cipriano, Bartolo el Tonto, el Hermano Conejo y varios más. Juan se propuso no dejar pasar la última andanada, en la que los insultos subían ya de castaño oscuro. Aquella tarde se lamentó de no encontrar a mi ama. Estaba bien al tanto de la antipatía que ésta sentía hacia el fraile y contaba con provocar también su hilaridad. No obstante, sin esperar a que regresara, desplegó con manos ansiosas el papel que sacó del bolsillo de su chaleco y leyó:
Entre todos los cuerdos, despreciado;
entre todos los locos, conocido.
Por su hiel, entre víboras querido,
y entre predicadores sonrojado.
De la discordia, el hijo enamorado:
del fanatismo, el hijo distinguido;
y si quiso ser bueno, se ha cansado.
¡Caramba! ¿Y quién es ese caballero,
cuyo nombre feroz no se publica
y se nos va quedando en el tintero?
No se queda, señores, no se queda;
ese santo que tanto perjudica,
se llama fray Francisco Castañeda.
Se lo veía muy divertido con la idea de que esos versos serían unas astillas más arrojadas al fuego de aquél de la santa furia, como ya comenzaba a denominárselo. Fue entonces cuando sentí la mano de Juan en mis rodillas y rodamos al suelo entre besos temblorosos. Lo que sucedió después es fácil de imaginar. Nuestros cuerpos confundidos en uno solo, la pasión abrasadora de nuestro joven deseo. Ah, sí, mucho agua pasó bajo aquellos puentes. Poco después nos separábamos. Comprendí enseguida que él estaba llamado a destinos más altos. Tenía, como Eneas, una misión que cumplir y, como Dido, yo fui sólo un puerto más en sus arduas navegaciones. Se lo dije así a Juan Cruz Varela cuando recordábamos aquellos febriles días. Tal vez fui yo quien le inspiró la idea de escribir la tragedia que lleva el nombre de la infortunada reina y que tanto éxito tuvo tiempo más tarde. Pero nadie me sacará del cuerpo y del alma aquel fulgor que me acaricia incluso ahora, cuando él yace en una tumba extranjera y yo soy esta anciana que intenta detener a la muerte recordando.
El fuego chisporrotea en la chimenea y contemplándolo penetro en esa zona indecisa entre el sueño y la vigilia, no sé si esto que vivo es un sueño o la pura realidad y por momentos me parece que estoy allá, hermano, en aquel Buenos Aires perdido para siempre en donde me dejaste con lágrimas en los ojos para partir a tu destierro, a tu vida de paria, de espectro errante. Pobre hermano mío, los días que siguieron a tu partida lloraba y besaba tu retrato en el relicario toledano de plata con incrustaciones en oro de flores y pájaros, el mismo que me regalara madre antes de enviarme a Buenos Aires para hacerte compañía y también para que terminara mi educación. Ella ya estaba enferma y no tendría fuerzas, decía, para ayudarme a cumplir el destino que cada mujer lleva alrededor de su cuello como un amuleto que la librará de la locura y la muerte: un marido que servir en la cama y en la mesa, hijos que justifiquen su paso por el mundo. Cuántas veces después de tu partida, Juan, abría el arcón que contenía los recuerdos que dejaste pues querías ir ligero de equipaje, decías, empezar una nueva vida en donde no cupieran el odio ni la envidia ni ese otro leviatán al que temías más que a los otros dos: el fanatismo. Nunca olvidaré tu traza de caballero de la triste figura cuando saliste de la casa llevando en la mano la maleta que sólo contenía dos mudas de ropa interior muy gastadas, dos camisas de quitar y poner, sin olvidar las pantuflas que usabas cuando te sentabas a escribir tus abstrusas teorías o alguno de tus sonetos, amén de las botas de charol que llevarías puestas. Con mano temblorosa iba sacando del arcón la espuela de plata, la tercerola, la petaquita de rapé, la tricota que te tejió madre antes de que partieras al Norte, en un ritual del que yo era, a la vez, sacerdotisa y espectadora. Y ahora, mirando el ventanal en donde la ventisca pugna por entrar, me parece ver tu rostro en los cristales o tal vez sea yo quien lo va rescatando de los tembladerales de la memoria: los ojos claros y profundos, las cejas perfectamente delineadas, esa sonrisa entre tierna y burlona que siempre parecía jugar entre tus labios.
Y ahora estoy aquí, hermano mío, imaginándome tu asombro satisfecho si me vieras convertida ya en toda una señora atildada y compuesta, una mujer hecha y derecha y no aquella frágil niña de cintura de jarilla y mirada ansiosa que dejaste hace una decena de años. Fue tía Nolasca la que arregló todo. Se preocupaba al ver mi poco entusiasmo en acudir a esas tertulias a las que no cesaban de invitarme apenas llegué. Es que, para una joven, pasar el rubicón de los veinte sin pescar marido era visto como un osado flirteo con la soltería y con la vida limitada y carente de nivel social en que una solterona cae aquí, en esta aldea pacata que es Montevideo.
Entonces ya lo ves, no seguí tus indicaciones de dedicarme a la música, que era lo que más me gustaba. Desde que te fuiste no abrí nunca más el piano ni tampoco lo abro aquí, en esta estancia donde solamente el niño que duerme entre sábanas de hilo, ese niño que ya no conocerás, hermano. Tu descendiente, ya que no alcanzaste a engendrar el tuyo en el vientre de tu amada Eulogia. Yo lo contemplo dormir y me pregunto qué destino le estará reservado, ruego a los cielos que no siga, como su padre, la carrera de las armas. Quién sabe la suerte que podría correr en estos tiempos de sangre y odios, quién sabe si algún día, Dios no lo permita, me le pegan un tiro y sólo tiene por tumba un cuero para retobarse. No. Lucharé con todas mis fuerzas para que eso no ocurra. Me gustaría que fuera un hombre de letras como tú, aunque también el precio que pagaste fue, por cierto, demasiado alto. Sí, eso eras, un hombre íntegro, de verbo fácil y ardiente. Y, aunque el destino se mostró injusto contigo, ya es un progreso no tener que salir a matar o ser muerto en esos campos de Dios o más bien del diablo, pues eso es lo que son las batallas, sea cual fuera el ideal que ellas defiendan. Francisco se llama, como su padre. Cuando la comadrona dijo que era varón, entreví desde mi cama de parturienta un inequívoco gesto de complacencia en el rostro de mi esposo. Sin embargo yo no estoy muy segura de que eso sea lo mejor, sobre todo conociendo el orgullo que siente por haber sido un soldado y nada menos que del libertador de estas tierras, el general Lecor, el mismo que derrotara para siempre a ese genio maléfico, como acostumbra a llamarlo Francisco, a ese azote de la patria, a ese oprobio del siglo y afrenta del género humano llamado José Artigas. Qué curioso, Juan, el día que llegué a Montevideo, en aquel año 24, el mismo de tu muerte y el del cometa, me crucé por la calle principal con una carreta tirada por un par de bueyes que llevaba un cadáver al campo santo. El aura de misterio que envolvía a quienes la llevaban me llevó a preguntar a tía Nolasca por la identidad de difunto. Me contestó que era una muerta, Rosalía Villagrán, esposa de Artigas. Que la llevaban a la fosa común, me dijo, porque no había quién diera una moneda para su entierro. Me contó también que esta desdichada hace mucho que creía que era otra, y creía que vivía en otra tierra y en otro tiempo y otro mundo y que en el hospital de la Caridad besaba las paredes y discutía con las palomas.
En casa el nombre de Artigas no puede pronunciarse. Sin embargo, cuando escucho a Isolina Luz me pregunto, hermano mío, de qué lado estaba la justicia. Tú que tanto luchaste por la libertad de estas tierras, tal vez me comprendieras y te preguntaras ahora si no caímos todos en el mismo error, en ese mismo fanatismo que tanto combatías. Cada tarde, cuando Francisco se demora en lo de Chopitea jugando a la malilla, matando con los tantos de garbanzo el tiempo de esta aldea que no termina de desperezarse del sueño colonial, ella pasa por aquí luego de trajinar desde el alba ofreciendo de pueblo en pueblo los yuyos de las que es una experta conocedora, con lo que aliviará las dolencias de la gente. Yo vi venir su carro una de esas tardes de verano en que solemos sacar las sillas a la vereda para tomar fresco, vi su figura somnolienta meciéndose al compás de los pasos del zaino que parecía acompañarla en su cansancio. Llevaba las riendas sueltas y me llamó la atención su rostro de mujer madura, su perfil anguloso como tallado contra el cielo. Me dijeron entonces que se trataba de Isolina Luz, que allá por 1820, adquiriera en Cerro Largo una larga fama por las curas que realizaba con sus yuyos. Y también escuché que era partera y que tenía una especial clarividencia para saber el lugar exacto que donde se hallaban las cosas perdidas. Caminé hacia ella y le pregunté si tenía algo para las cataratas de Francisco. Entonces Isolina me extendió en el hueco de su mano los doce granos de trigo blanco que debía echar en una escudilla blanca y me recomendó también colocar otra llena de agua junto a la anterior. Luego me aconsejó tomar los granos de dos en dos y dibujar con ellos cruces sobre los ojos de mi marido, al tiempo que desdoblaba un papel arrugado de su morral y me pedía que recitara la siguiente fórmula: “Si la nube es negra, Dios la detenga; si es blanca, Dios la deshaga; si es rubia, Dios la consuma. Señora Santa Lucía. Señora Santa Ana”. En ese preciso instante, no antes ni después, debía pronunciar su nombre y colocar en la escudilla los granos pasados por el ojo. Como supondrás, seguí punto por punto sus indicaciones y te aseguro, hermano, que la recuperación de Francisco fue milagrosa. Tal circunstancia le franqueó sin más las puertas de esta casa. Así es que cada noche, antes de recogerse en su choza, Isolina detiene ese carro en el que envejeció sin darse cuenta y se sienta en la galería a hablarme de sus recuerdos. Yo miro sus pies — siempre va descalza pues según ella es el modo en que la energía de la tierra sube a nuestro cuerpo — curtidos por la intemperie mientras me cuenta de aquel pueblo desnudo en marcha multitudinaria a través de los desiertos siguiendo al padrecito de los pobres. Me cuenta también que con el Laucha, su hombre, quemaron el rancho donde mantenían sus gallinas y sus chanchos y sus lecheras para irse detrás de él, y ya nunca más tendrían otra tierra que la que habrá de cubrirlos cuando mueran. Me cuenta de su hermana del alma, Soledad Cruz, lancera de Artigas, de sus apasionados amores con el lobizón que la protegía. Y entonces no puedo menos de entusiasmarme con esos relatos, hermano, y me gustaría que los compartieras conmigo, pues estoy segura de que después de escuchar a Isolina tal vez algunas de tus certezas se derrumbarían. Ah, Juan, el mundo quedó despoblado sin tu sombra protectora y tu pobre hermana no sabe sino enhebrar estas débiles palabras para que, como una plegaria, lleguen hasta donde tú estés y me traigan algún alivio para el desconsuelo de tu ausencia.
Hoy ha venido a verme el doctor Domínguez Rubio. Nada me ha dicho, pero en sus gestos, en el casi imperceptible temblor de sus manos, pude comprobar que el pronóstico no es bueno. Sobre todo cuando Eulogia le habló de mis vómitos de anoche, del hipo que me sacudió durante varias horas. Prescribió alimentos muy livianos y, en lo posible, líquidos. No me informan de lo que tengo, creo que ni ellos, los médicos, lo saben. Me palpan, comprueban la tumefacción de mi piel y luego mueven la cabeza como interrogándose a sí mismos. Y yo aquí, en esta antesala del sueño, del sueño eterno. ¿Existe una fuerza capaz de sobrepujar la eternidad? Ella lo devora todo. Somos una presa de esa rapiñadora, que nos necesita para nutrirse. Eulogia y los amigos me miran, como queriendo entrever en mí algún signo de desesperación. No se dan cuenta tal vez de que esa serenidad que evidencio es ya un síntoma de ella. ¿A qué luchar contra lo inevitable? Séneca aconsejaba a Lucilio el mejor remedio para la enfermedad: el desprecio de la muerte. Nuestras vidas son los ríos, decía Manrique. Y yo voy sintiéndome uno de esos arroyos serranos que acunaron mi niñez. Mucho los he contemplado. Tanto allá, en La Carolina, cuando niño, como después en Córdoba. Siento en mí la naturaleza del agua. Sigue su camino sin detenerse jamás. De a trechos es arroyo murmurante y cantarino, por momentos se precipita, feroz, en una catarata. Y todo mi ser se prepara para la gran caída. Peregrinos de lo eterno, eso es lo que somos. He accedido por fin a recibir la Extremaunción. Ella nada puede darme ni puede tampoco quitarme nada. Pero Eulogia por lo menos se quedará en paz. No deseo dejarla con la incertidumbre sobre mi salvación. Es tan piadosa y está tan segura de que existe un cielo. Y si fuera cierto ¿estaré destinado a él? No me preocupa. Eulogia me ha hecho, pobrecita mía, prometerle que la esperaré allí. Y yo no he tenido más remedio que acceder a su promesa. Tal vez mi pecado fue, como el de nuestros primeros padres, haber querido nutrirme del árbol de conocimiento. Sin embargo el pecado es limitación. Y yo sólo busqué expandir mi ser más allá de los estrechos límites que me fueron dados. Creo que el cielo y el infierno están dentro de nosotros y cada día pasamos del uno al otro sin proponérnoslo. Pero la música, ah, la música. Morante me ha prometido que mañana traerá la orquesta. Hoy vino el afinador. A pesar del tiempo que no me he sentado al piano tiene, dijo, un buen sonido. He pedido el Concierto para Clarinete de Mozart y Los adioses de Haydn. Vendrán Camilo Henríquez, Morante, creo que Trinidad, si es que ya no ha partido a Buenos Aires y, por supuesto, Juan Gualberto.
En cuanto a mis enemigos, sólo siento piedad por ellos. Algún día se me hará justicia. Fui ante todo poeta, luego filósofo, también guerrero. Y un buen guerrero está siempre preparado para la muerte. No perseguí la gloria. Recuerdo que Epicuro fue desconocido en Atenas. Jamás yo la he perseguido. Poseer la fama y la juventud es demasiado para un mortal. Séneca aseguraba, sin embargo, que no hay virtud que quede oculta. Aunque la envidia imponga silencio, vendrán, decía, quienes juzguen sin prejuicio y sin favor.
Pero ya todo ello me es indiferente. Me enorgullezco de haber sido un gozador. Un convencido de que nada hay en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos.
Abrazo el Amor fati. Me vienen a la mente aquellas coplas que escuché cantar en su caja a la Jerónima Sequeida, allá en el Norte. Aún resuena en mí aquella voz como de vidrio raspado que parecía horadar los cerros:
Cuando muera un divertido
no le recen oración,
que le canten cuatro coplas
basta para su salvación.
Algo similar decían aquellos versos que alguna vez leí en un manuscrito de los mayas. Creo que su autor era Netzahualcoyotl, el rey poeta:
¿Nada será mi nombre alguna vez?
¿Nada será mi fama en la tierra?
¡Que al menos flores, al menos cantos!
Pediré a Juan Gualberto que venga con su guitarra. Estoy seguro de que algún día se hará realidad ese sueño suyo de derrotar a Santos Vega, aunque no esté yo aquí para escucharlo.
Mendoza, septiembre de 1822
Querido Juan Cruz:
Heme aquí escribiéndote, apenas a una semana de mi aribo. Son tantas y tan variadas las emociones y acontecimientos que se me hace difícil saber por dónde comenzar. El viento que me empuja me ha puesto de nuevo en movimiento y no sé si esta ciudad será mi Itaca o un nuevo puerto de mi errancia. Pero, bien lo sabes, jamás me he negado a la aventura. Un nuevo paisaje, pleno de secretos y pasos desconocidos, van poco a poco completando la percepción sobre uno mismo. Y tal vez sea éste el sentido del exilio. Ya sabes que mi vida no ha sido más que un continuo traspaso de umbrales. Sin embargo creo que, para fundar lo nuevo, es preciso abandonar lo viejo e ir en busca de la idea que duerme en la semilla.
Aquí me tienes, pues, en esta bella ciudad al pie de los Andes. Las calles son anchas, regadas por infinidad de acequias, lo que contagia al ánimo una especie de gozosa holganza. Creo que es un lugar en el que mi espíritu fatigado por tan ingratas luchas encontrará la calma que ansía. El retorno a mi terruño, el encuentro con el paisaje donde mis ojos vieron la luz por vez primera fue una experiencia consoladora de la cual más adelante te hablaré con mayor detenimiento. Allí estaban esas impalpables presencias a las que siento fieles custodias de mi sangre. Ya sabes que yo soy un hijo de La Carolina y nada podrá borrarlo, aunque la vida me haya puesto en camino tan temprano. Pero sigamos con Mendoza. Tiene la ciudad siete iglesias y una gran plaza que ha sido testigo de varios fusilamientos, el más recordado es el de los hermanos Carrera. Cuando la atravieso en mis diarios trajines no puedo menos de preguntarme por el sentido de esta lucha que ha costado ya tanta sangre. Sobre todo estas muertes y odios entre hermanos, entre los que luchábamos por un mismo ideal de libertad.
Por el momento me hospedo en lo de don Vicente Elizalde, amigo de Lorenzo Güiraldes, con quien, ya te lo dije, llevaremos a cabo nuestro emprendimiento educativo. La residencia de don Vicente es una de las mejores de la ciudad, de patios espaciosos y salas amuebladas con buen gusto y estilo francés e inglés. Los mendocinos son muy amables y hospitalarios. Apenas corrió la noticia de mi arribo, la casa se llenó de gente muy lucida que llegaba a conocerme y desearme una feliz estadía. Entre ellos estaba, por supuesto, nuestro común amigo Juan Gualberto Godoy. Espero con impaciencia a Morante pues el proyecto del nuevo teatro marcha viento en popa. Hermosas mujeres fueron acudiendo a la tertulia y el baile comenzó inmediatamente. Don Vicente contrató una banda de música que tocó la bienvenida hasta tarde en que amigos y huéspedes se retiraron a sus casas. Luego me guiaron a un bello aposento que tenía cama dorada con mosquitero, sábanas y fundas de Holanda adornadas con anchos encajes de Bruselas. Olvidé entonces las duras camas de mi viaje, los ranchos con telarañas por cortinas y vinchucas por compañeras de lecho. Ahora estaba alojado cual príncipe, y corriendo el mosquitero a mi alrededor me sumergí en un profundo y reparador sueño del que me despertó una linda mulata que entró al dormitorio para hacerme saber que el almuerzo estaba listo. Allí conocí a la esposa de don Vicente, una mujer trigueña y frágil, varios años menor que él y a su hija Mercedes de doce años, que me trajo el recuerdo de mi adorada Carmencita. ¿Cómo estará ella ahora, con mi ausencia? Sé que Joaquina no dejará que nada le falte. Fue muy buena en llevarla a su casa. Pero igual te pido que la visites y me tengas al tanto de su vida. No espero otra cosa que instalarme para mandarla a traer. Pero sigamos con mi crónica. Después del almuerzo convinimos con Vicente en salir a caballo por la tarde. Cuando regresábamos, observé que las vistas de Mendoza son principalmente viñedos y huertas lo que hace que el perímetro de la ciudad sea muy extenso, pues un viñedo, huerto o jardín está contiguo a todas las casas. Por la noche se repitió la tertulia y al día siguiente se me invitó a un gran baile en lo de su hermano. Todos estaban vestidos de gran gala y fui adentrándome un poco más en la idiosincracia de esta gente cuya amabilidad y simpatía nunca te encaereceré lo suficiente. Cuando llegó la hora de los brindis agregué el mío que, te imaginarás, versó sobre la libertad, la igualdad, los derechos del hombre. No quisiera pecar de inmodestia, pero debo confesarte que fui aplaudido con mucha complacencia. En un extremo de la sala me topé con dos caballeros embebidos en una ardua plática. Cuando me acerqué se presentaron ofreciéndome todo su apoyo. Se trataba nada menos que del doctor Guillez y del matemático Lozier. Guillez es uno de los más fervorosos y activos promovedores de las mejoras y adelantos de este pueblo. Ha introducido aquí el gusano de seda, estudió la botánica de Cuyo y hasta ha medido el Tupungato y otros altísimos picos de la cordillera. Se ocupa ahora en analizar químicamente los minerales de la región. De vista en su casa una de esta tardes me mostró sus libros, sus flores y matojos disecados, algunos todavía con el olor suavísimo que tuvieron en los campos, sus multicolor colección de mariposas, sus brilladores minerales, sus animalillos con la exacta apariencia de cuando estaban vivos y pájaros de versicolor plumaje. También he ido a lo de Lozier, regocijándome durante varias horas en contemplar los sextantes, teodolitos, cronómetros e higómetros, cianó-metros, sondas termométricas, patrones métricos para verificar las medidas de longitud, planchetas para sacar y medir ángulos. Ya ves, querido mío que no he perdido el tiempo.
Y las mujeres, ah, las mujeres. Te sentirías aquí en tu elemento. Las veo en las tertulias o en la Alameda, reconstruyo ardiendo en fiebres, esos bellos cuerpos en mi imaginación. Una de ellas ha capturado mi alma. Se trata de Beatriz Jurado de Achával. Cuando me la presentaron en el baile del que te he hablado, sentí que una oscura exaltación despertaba en todo mi ser, sobre todo al contemplar aquella boca riente. Ella también me miró y creí tocar los extremos de la bienaventuranza. Pero ya lo ves, se trata de una dama casada y debo andarme con cuidado. Nada tiene que envidiar a tu Elvira en cuanto a belleza y donosura. Es tentadora como una Circe y me mareo cuando me sumerjo en sus espléndidos ojos color de horizonte.
Por ahora no tengo más para contarte, pues he pasado esta primer semana bailando, cabalgando, cazando y paseando. Una de estas mañanas salí al romper el alba hacia los suburbios y entré en una casa situada al lado de un viñedo muy extenso. Pedí permiso para visitarlo y Manuel Pondal, su dueño, tuvo enorme placer en mostrarme su propiedad, contestando a todas mis preguntas. Paseo por la Alameda con encantadoras mujeres, tomo helados y disfruto de las brisas que bajan de las altas laderas de la cordillera nevada. Como ves, amigo mío, no puedo quejarme y creo que esta experiencia me compensará de aquel mal sueño que fueron mis últimos días en Buenos Aires. Me quema la impaciencia por comenzar mis actividades. Hemos tenido varias reuniones, en las que tratamos el proyecto para implantar aquí la Sociedad Lancasteriana. Creo no equivocarme si te aseguro que todo marchará viento en popa.
Espero ansioso tus noticias. Cuéntame si ya concluiste Dido. Estoy seguro de que esa obra en la que ocupas largas horas de tu tiempo te traerá grandes satisfacciones y el reconocimiento que tanto mereces. Perdón por estos deshilados párrafos, pero me caigo de sueño. Sólo que no podía dejar pasar otro día sin escribirte.
Te abraza tu fiel amigo
Juan Crisóstomo.
Tiempos locos aquéllos, qué quiere que le diga. Tiempos de acalenturarse y tiempos de enfriarse, pero, eso sí, de agallinarse, nunca. El vivir era como una tembladera que no nos daba descanso, una despellejada en los cueros del alma envarando nuestros pasos. Así no más es, doña Evarista, usted sabe que de muy tiernecitos nos botan al mundo para que nos hagamos hombres. Y en aquella patriada muchisísimos éramos como becerros apenas destetados. Así era también él, no más recordarlo ahora siento como una resolana en los andurriales de la memoria, que a veces me quiere venir aflojando. Pero yo no le doy tregua a las recordaciones, no sea que de un repente se me borren esas figuras que me sirven para embelesar mis días actuales.
No más vernos, el señorito Lafinur y yo nos amistamos. Señorito le digo ahora, no lo llamaba así cuando nos conocimos, sólo Crisóstomo, tan parecido al Crisanto con que mis padres me bautizaron. Siempre tuve la impresión de que Nuestro Señor estaba disimulado en esas pocas letras que separaban nuestros nombres del suyo. Vaya uno a saber. No se me ocurrió preguntárselo a él, que era estudiado y me comentaba que esa trozadura de palabra con que comenzaban los tres también quería decir oro en el idioma que hablaban algunos de los antiguos, en los cuales era muy adoctorado. Esto naides lo hubiera maliciado, porque nunca se lo vio pordelanteando sino que más bien era humildito, aunque, eso sí, un poco chacotero. Esas cuatro letras que compartíamos nos convirtieron pues, como en ramas del mismo árbol. También el haber visto la primera luz en similares pagos. Porque usted sabrá, Evarista, que soy oriundo del Conlara y a él le gustaba decir que era un hijo de La Carolina, dos pueblos de San Luis de La Punta de los Venados, provincia que seguramente un día adquirirá muy lucida fama sólo porque allí tuvo principio su vida. Crisanto Luna, del Conlara, me presenté pues a él cuando me preguntó que de dónde era ese acento arrastradito que lo llevaba a antiguas reminiscencias. También en alguna esquina del vivir éramos semejantes. Por eso, cuando la ocasión lo permitía, nos adentrábamos en los faldeos, él en su redomona y yo en el zaino flaco y, sentados debajo de un cebil me voraceaba a preguntas. Esto cuando no se nos venía encima el alboroto. Entonces sí andábamos con el corazón tun tun, encomendándonos a la Virgen y también a la Pachamama. Me pedía que le contara, punto por punto, mi vida y mis muchos atrasos, y así cambiamos señas y musarañas de alianza y entendimiento. Por sobre todo le gustaba escucharme mi vida allá, en aquellos pagos comunes, antes de que partiera en demanda de mis nortes. Porque él como yo era mozo rodador de tierras. También semejanteábamos en eso. Quería que una y otra vez le repitiera aquel instante en que el niño se ganó a mocito y quiso acompañar a su padre al fondo de la mina. Porque sí, el casual quiso que yo también anduviera por allá, por esos lugares en que el oro era el sol bajo el cual todos querían calentarse, la embelequería por la que a todos se les nublaban las entendederas. Entonces usaban al pobrerío para que les realizara el milagro de esos imposibles. Mi padre era minero, creo que ya se lo dije, doña Evarista, tanto hemos hablado en estos días que los ayeres se me confunden, ahora que no nos queda mucho para que Dios nos mande a rendir cuentas a su Divino Hijo y entonces nos hallemos pecadores y faltos de fe. Y cuando el niño ganó a mocito quiso acompañar a su padre al fondo de la mina. Pero a él se le trastocaba el alma de que yo tuviera ese porvernir tan menguado y apenas me permitía una que otra bajada a la mina. Eso sí, consentía que le pirquineara los minerales. Allí trabé relación con gente de arria y con los carreteros que llevaban el metal a los llanos. De noche iba al fogón y pasaba horas embelesadas oyéndoles contar sus peripecias. Fue así cómo comenzaron a llamarme el mundo y sus desavenencias. Hallaba consuelo pensando que llegaría la ocasión de seguir huella y senda y perderme por esos caminos de Dios o del diablo, uno nunca sabe quién es el que nos está tirando los piolines de la suerte. Mi padre murió un día en que tembló el cerro y lo sorprendió en las honduras de la mina. Hubo una sentazón de tierra que sepultó a todos los mineros en piques y socavones. Me despedí de mi madre y de mis otros hermanos y, enhorquetado en mi sillero, al tranquito y a las ladiadas, salí al mundo que ya me estaba haciendo señas. Me convertí en arriero y carretero y aunque usted no lo crea he recorrido todos los caminos marchanteando los productos que me confiaba el patrón. Es así cómo llegué también a los Buenos Aires. Pero sólo me quedaba un día, yo nunca he sido un mozo de ciudad, no más que lo necesario para proveerme de bayetas, cuchillos, polvillo de olor y otras minucias que luego vendería en los pueblos, que ya se sabe tan desamparados viven y que cuando uno llega con esas cosas es como si se acercara uno de los tres Reyes Magos o los tres al mismo tiempo y todos se arremolinan a nuestro alrededor. Hasta que vino la guerra y salí yo también a querer echar a los godos. La guerra es un camino que tal vez Dios haya puesto a los humanos para probarles el sentir, eso es un misterio que yo no le sabría explicar. Una rejuntadera donde unos dejan la vida y otros siguen en ella hasta que alguien más sabio disponga hasta cuándo. Y ya me ve, todavía aquí y contándoselo a usted, que me escucha atenta a pesar de que ahora las montañas se ven teñidas con los rosicleres del poniente. Mejor lo suspendemos no más aquí, el contar no se hace a los apurones. Tiene sus galopares y sus pausas, como el camino. De nada vale que lo aguijoneemos. A veces nos deslumbra con palabras igualitas a esas piedras que uno recoge recién lavadas en los ríos de la sierra y otras es un puro secadal que nos deja íngrimos en los desamparos.
Por momentos aquellas luchas se me asemejan a una pesadilla de la que no acabo de despertar. Y le hablo más que todo de las derrotas, que nos desbarrancaban por una cuesta que se nos dificultaba mucho seguir repechando. Porque ni los escapularios que llevábamos en el pecho nos salvaban de preguntarnos si seguiríamos o no poniendo un día juntito al otro, que en eso nomás consiste el vivir. A veces le representaba a mi amigo que esta guerra la hacían los porteños cajetillas y que el pobrerío sólo servía para poner el cuero. Pero él se ponía como loco y me contradecía con sus argumentos de que la Revolución era más grande que los que la hacían. Las victorias, en cambio, nos parecían una pradera extendida ante nosotros, con aires perfumados que nos llenaban el cuerpo de contento.
Habíamos perdido la cuenta de los días que duraba esa marcha bajo un sol insolente que nos derretía el caracú. Y los víveres comenzaban a escasear. Sólo masa de maíz, yuca y algún pedazo de carne asada. A veces nos banqueteábamos, como aquel día en que al Coto Fernández se le murió la yegüita y la descuartizamos con mi navaja. Otras las riñas eran violentas, sobre todo si se descubría que alguien ocultaba un bocado. Entonces venía la arrebatiña. Allí no había naides mejor ni peor, que por sus porotos se ponen fieros en general los humanos. Animalito de Dios que encontrábamos lo agarrábamos a dentelladas, fuera lagarto o cualquier otra alimaña. Y ni le cuento a usted lo que era la variedad de trajes de aquellos guerreros. Los más veteranos mostraban en sus andrajos el rigor de las marchas y contramarchas. Algunos, sobre todo los recién llegados de los pueblos cercanos, venían con sus ropas domingueras. Eran por lo general los bravos cochabambinos que acababan de salir de sus casas a ponernos el hombro en esa lucha, a echar a los godos de su tierra a como diera lugar. Pero no se crea usted. Aquel ejército tan abigarrado y mal traído tenía un estandarte singular, resplandeciente de oro, plata y fina pedrería: la imagen de la Virgen, patrona de la ciudad de Cochabamba, a la que apodábamos “la patriota”.
Le estoy hablando de aquel desparramo, de aquel fatal suceso que fue el encuentro de Sipe Sipe. Quien diría que aquel bello escenario, con tanto verde que engalanaba la mirada se pudiera mostrar tan indiferente a nuestra contraria suerte. A veces llueve y truena y adentro nuestro hay un zumbar de brisas primaverales y otras la luna nos mira impávida, sin prestar cobija a los desconsuelos. Usted ya sabe que el general Rondeau era quien nos comandaba. Buenazo él, un caballero decían, a quien de puro bueno bautizamos “mamita”. Pero los más no veíamos las horas que nos devolvieran a nuestro general Belgrano. Porque, como le digo, podían aguantarse el hambre y los rigores pero no aquel caminar convertido en migración de gitanos, los enfermos abandonados a su suerte, los heridos caminando a pie mientras las queridas de los oficiales iban de lo más orondas meciéndose en sus cabalgaduras.
Usted verá. Estábamos ya ubicados en la llanura de Sipe Sipe. Él y yo marchábamos juntos, siempre acollarados de pura amistad. Él sin separase de sus libros, bien resguardados en el bolsillo del pellón. Se nos había agregado un indio viejo que había sido pongo de una hacienda cercana, a quien, por su mansedumbre, todos apodaban el opa Tula. A veces sacaba de su alforja una quena y nos ponía el alma nuevecita con algún yaraví. Mi señorito Lafinur lo acompañaba cantando en quechua, lengua que no sé quién le había enseñado y que yo no entendía, para mí era lo mismo que el latín o el griego que él sabía tan bien, pero me decía que yo tenía razón, que todos los humanos inventan sus propios modos de echar afuera los sentires y que todos tienen el mismo valimiento.
uripi huihuaita chuicachicuni
cantaba con su voz suave y bien modulada. Y no crea usted que me dejaba ignorante de lo que esas palabras decían. Me las traducía no apenas salidas de su garganta:
Una paloma se me ha perdido
En la enramada
Tal vez la encuentres, ¡Oh golondrina
que inquieta pasas!
Y qué puedo más decirle. Estábamos tranquilos aquella mañana, ni siquiera pensábamos en lo mísero de nuestro armamento. La mayor parte de nuestro batallón iba pertrechado con hondas de correas trenzadas, además de las macanas. Los mejor armados tenían pésimos fusiles. Otros llevaban mosquetes y trabucos naranjeros. Era difícil la victoria, aunque en esas mismas condiciones triunfamos a veces. El enemigo comenzó a correrse por su flanco izquierdo y continuando ese movimiento vino a quedar sobre nuestra derecha. Esto obligó a nuestro general a un cambio de frente. Debió descender de la loma y ubicar sus dos alas alrededor de ésta.
Para qué hablar de aquella sangría que fue el encuentro. Sólo sé que horas después Crisóstomo y yo nos encontrábamos en lo hondo de una quebrada. A él le sangraba la frente y lo vendé con un pedazo de manga de su propia camisa, porque yo había quedado en los puros cueros. Corríamos sin saber adónde ni por qué. De repente nos dimos cuenta de que ese bulto con el que tropezamos era un cadáver. Estaba boca abajo, las manos aferradas a la tierra y no tenía ninguna seña de herida. Por el poncho conocimos que era el opa Tula, el pongo de los yaravíes. No queríamos dejarlo librado a la voracidad de los caranchos, pero qué podíamos hacer. Lo sacamos del camino y lo pusimos debajo de un cebil. Y escarbamos la tierra con nuestras propias manos para echarle encima toda la que pudiéramos. Fue la primera y única vez que vi llorar al señorito. Largo rato estuvimos en ese afán. Ya no zumbaban las balas sino que un silencio ensordecedor nos inquietaba. Después nos enteramos del completo fracaso de aquella jornada.
Sí, tiempo locos aquellos. Vimos a la guadañadora derribar a unos y otros y oímos el clamor de las lamentaciones. Queríamos avanzar de un mundo del ser al otro. Y no sé si lo logramos. Y ahora quisiera contarle también a él mis cavilaciones, compartir con él estas remembranzas. Pero ni sé si todavía anda por los andurriales del mundo. En fin, tal vez hicimos puro lo que teníamos que hacer. ¿No le parece así, doña Evarista?
Un atronar de cascos resuena sobre el duro caparazón del suelo y abro los ojos. Tardo en darme cuenta de que sólo ha sido un sueño y en ese sueño estoy yo, a horcajadas sobre mi bayo ruano, desobedeciendo el pedido de papá de que sea prudente. Pero son otras las órdenes de mi sangre y de mi corazón, tan desenfrenado como mi potro, que Romualdo no ha terminado aún de domar. Tengo quince años y el tiempo se extiende ante mí como una extensa pradera. Y en ella está el amor. Él, con sus ojos anhelantes pidiéndome que sea su esposa.
El silencio de la casa contrasta con el ensordecedor tropel que acaba de sacudir mi memoria. Se escucha el fatídico latir de los relojes y un leve gemido traspasa el muro que ahora me separa de su cuerpo. No me atrevo a levantarme para comprobar si duerme o tiene los ojos abiertos, esperando a los fantasmas que velan su agonía. Porque aunque él no me lo diga, yo sé que es así. Vienen de otras horas, del incierto futuro, a conversar con él de cosas vedadas a quienes estamos con los sentidos puestos en los despeñaderos del tiempo. Gime entre sueños que se vuelven cosas reales y cosas reales que se vuelven sueños. Y qué otra cosa fue nuestro encuentro sino un sueño. No resisto la idea de perderlo. Tal vez podamos deslizarnos en algunos de esos dibujos de El Bosco que a él tanto le gustan, quedarnos para siempre en esa burbuja donde los amantes se tocan. Y entonces caigo en la cuenta de que sólo el amor y el dolor tenemos y lo demás es polvo. Me vienen a hablar de salvación, de cielo y de infierno. Qué es el infierno sino el adiós y qué el cielo sino esos momentos que le hemos arrancado. Y no puedo detener el vagabundeo de sus pies. Ya su mano se alza, repitiendo un adiós que parece no tener fin. Sí, hay silencio y en él sólo se oye mi nostalgia. Pasa el aire desnudo ya de promesas. ¿Cuál de sus palabras quedará en mí como su rostro, cuál de sus gestos me ayudará a levantarme y encender las luces para seguir viviendo?
Despertó lúcido, como si alguien, durante el sueño, hubiera lavado piedras ensangrentadas. A su lado, en una mesita de mármol coquetamente cubierta de un albeante mantel de lino con puntillas, descansaba una bandeja en donde se veían una jícara con chocolate y unos bollos de anís, que seguramente la Jesusa, así le dijo la criada que se llamaba, trajo mientras dormía. Miró distraído el aposento, el mejor de la casa, con la chimenea de azulejos, el escritorio-biblioteca pintado en verde con decoraciones chinescas, el espejo de marco dorado estilo rococó. Era la más cómoda, le dijeron. Sí. No podía quejarse del recibimiento. Creyó que todo iba a ser más difícil, precedida su llegada por el reciente escándalo de Mendoza — las noticias volaban de un lado a otro de la cordillera — por su sonada expulsión de la cátedra. Pero no, la cordialidad de sus anfitriones lo compensaba de tantas batallas, cuyas heridas no terminaban aún de cicatrizar. Un sentimiento de gratitud lo invadió cuando pensó en Camilo, en su preocupación por verlo feliz.
— Los Cotapos están excitados con tu llegada — le dijo, un segundo después de desprenderse del abrazo cuando bajó de la mula y corrió hacia él con los brazos extendidos. En el rostro de Camilo no hubo gesto alguno que denotara su percepción del aspecto astroso de su amigo, de sus ropas polvorientas por el viaje, del rostro pálido y los círculos morados alrededor de los ojos que lo hacían aparecer diez años más viejo. Camilo le informó—: Se trata de una familia tradicional de Chile. Estarás bien, ya lo verás.
No pudo rehusar. Aunque el alojarse en casa extraña coartaría en cierta manera su independencia, le haría bien recibir un poco de cuidado y atención. La hospitalidad de los chilenos era proverbial y aquí la había visto confirmada con creces.
— Tendrás también buena compañía — agregó Camilo con una sonrisa traviesa, mientras el coche los conducía a la casa, ubicada en el centro de Santiago.
No tardó en comprobar la veracidad del aserto. El matrimonio Cotapos tenía tres hijas encantadoras. Al saludarlas, dijo, mirando a la madre y sus hijas:
— No me mató el viaje. Pero ahora lo está consiguiendo la duda de cuál me gusta más.
Mariquita, la mayor, lo llevó de la mano a conocer la casa, amplia y amueblada con lujo, lo que daba cuenta del bienestar de sus habitantes. En un rincón de la sala descubrió un piano Broadwood y corrió hacia él. Se olvidó de todo cuando sus manos rozaron las teclas y, sin que nadie se lo pidiera, tocó el Adagio de la sonata dieciocho de Mozart. Parecía una estatua, tal la concentración con que la interpretaba. Sólo el leve movimiento de cabeza y de los hombros delataban que estaba vivo. Lo habían aplaudido y las niñas giraban a su alrededor preguntándole por Buenos Aires, esa París del Sur.
No, no podía quejarse. Mientras se abrochaba la camisa recordó la cita con Camilo. Habían quedado de encontrarse en el bar situado enfrente de la plaza, a pocas cuadras de allí. Un sol decidido se colaba por los visillos y no resistió el impulso de abrir la ventana. El espectáculo de los Andes recortados en el azul voluptuoso del cielo le dio una deliciosa sensación de existencia. Las cimas se veían cubiertas por las recientes nieves y no dejó de asombrarlo el haber transitado por ellas pocos días atrás. Pero ahora no quería detenerse en pensamientos conturbadores. Cuando terminó su atuendo se echó la capa a los hombros y salió a la calle.
Caminó hacia la plaza, tal como le indicara Camilo. La mañana era cruzada por vuelos furtivos, por brisas en donde ya la primavera se impacientaba igual que una novia. Una fila de carretas cargadas de provisiones pasó junto a él. Mientras la contemplaba, se topó con una mujer ya de edad que, con mantilla, alfombra y devocionario se dirigía a la iglesia. Sorteó con paso ágil la distancia que lo separaba del portal.
Por suerte era aún temprano para la cita, así que se sumergió en los puestos que allí proliferaban como en un mercado persa. Largo tiempo dedicó a la jaula de la guacamaya que cantaba como si tal cosa “Al pon pon de la bella naranja, hay un rey que no existe en Francia”, caminó entre braseros de bronce, alfombras de Colima con enormes flores rojas y negras, penetes para limpiarse los dientes, pelotitas de olor, jabones, aceites aromáticos, como así también toallas, manteles, piezas de vidrio esmaltado, estudios de mujer, cuchillos, cortes de raso y terciopelo, esteras de estrado — eran traídas de Lisboa, le aseguró la marchanta—, cintas y agujas e hilos de todos los colores, bargueños de ébano con incrustaciones y hasta un biombo con balaustres de jacarandá y perillas de bronce pintadas de montería y batallas. Se dijo que pronto alquilaría una casa y la amueblaría con todas aquellas preciosidades. Pero primero debía hacerse de dinero. Su único pasar provenía de las cátedras y ahora eso se había esfumado como un sueño. La idea de estudiar para abogado volvió a rondarlo. Había escuchado que a los chilenos les encantaba pleitear.
Las campanas de San Isidro lo sacaron de su contemplación. De las puertas del templo salía una larga y solemne procesión de sacerdotes. Preguntó qué era aquello y la encajera le informó que comenzaba una rogativa de siete días a San Isidro y al apóstol Santiago, patrono de la ciudad, para pedirles lluvia.
— El tiempo seco es muy malsano, niño — explicó ella, al tiempo que doblaba una funda de holanes —. Los cuerpos se resecan como la tierra y tenemos que recurrir a los santitos para que no nos maten las epidemias y la carestía. Continuó su camino. Un mendigo desembocó por una calle transversal. El paso zigzagueante delataba su borrachera. Envuelta en una astrosa pañoleta azul, una vieja le salió al paso. Los pómulos salientes denotaban claramente su procedencia indígena. Greñas canosas se escapaban del pañuelo que le cubría la cabeza, de blancura incierta.
— Déjeme que le lea la suerte, mi niño —. No tuvo tiempo de contestar pues ya una garra huesuda asía fuertemente su mano, volviéndola del lado de la palma. La vieja miró y luego se tocó la frente, como queriendo espantar un pensamiento funesto. La miró, intrigado.
— ¿Qué...? — No se animó a terminar la pregunta pues una desconocida opresión lo invadió.
La mujer comenzó a hablar en una lengua desconocida. A medida que susurraba lo que a él se le antojó una éspecie de salmodia, se golpeaba la pierna con movimientos nerviosos, espasmódicos.
— Muy difícil es para los hombres dejar de actuar. Pero eso tendrás que hacer si pretendes una larga vida —. Y arrebujándose en el chal se alejó a pasos apresurados. El viento le apagaba el yesquero, por lo que debió meterse en un zaguán para encender el cigarro. No podía dejar de pensar en el significado de las palabras que acababa de escuchar. Tal vez eran una advertencia, un Non omnis morear, un vive hoy como si supieras que vas a morir mañana.
El café estaba casi en penumbras, pero pudo distinguir a dos campesinos que, acodados en el mostrador, hablaban con el dueño. Un estudiante leía y escribía en una mesa. En una rincón apartado distinguió a Camilo y avanzó hacia él. Le costó reconocerlo pues no traía sotana sino unas bombachas color beige. Del hombro izquierdo le colgaba un poncho de vicuña. Lo reconfortó la sonrisa que se dibujaba debajo del sombrero alón, agachado sobre los ojos.
— Salud — le dijo, invitándolo a sentarse con un movimiento de su mano —. Qué buen semblante tenemos hoy. Se ve que el descanso y las niñas han hecho lo suyo — y se echó a reír con una carcajada espontánea y libre —. Ni aquí te liberarás de tu fama de Don Juan.
— ¿Qué bebes? — se limitó a decir Juan Crisóstomo, mirando el vaso de Camilo y haciendo caso omiso de sus burlas.
— Carlón — Y a continuación se oyó la voz estentórea llamando al dueño.
— Sírvame otra copa y al amigo una bien llena.
— Prefiero una caña. Ya veo por qué prescindes de la sotana — dijo Juan Crisóstomo con tono complaciente —. Aunque no sé cómo puedes aguantarla media hora.
— A todo se acostumbra uno. Yo elegí este oficio. Aunque eso no me impide saborear algunas de las mieles de este mundo.
La caña le quemó la garganta.
— Estoy reacli- matándome — rió —. Algo en mí pide vivir de otra manera, sentar cabeza de una vez por todas.
— Te apruebo. La soledad no es buena consejera. Ya lo dice el Evangelio. Un hogar, una esposa. ¿Lo pensaste alguna vez?
— No hasta ahora. Las tentaciones eran demasiadas. Quería la pasión al rojo vivo. Pero toda una zona de la realidad me ha sido vedada. Es hora de comenzar a conocerla. Creí, y aún lo creo, que la poesía exigía vivir absurdamente. Pero el tedium vitae me empuja a abrir otras puertas, a penetrar diferentes ámbitos que tal vez no sean sino otra ilusión: la de alguien con quien compartir el resto de mis días.
— Que serán muchos, seguramente — dijo Camilo.
— No lo sé. Me acaba de leer la mano una vieja india. No me dijo nada concreto, pero en sus ojos leí como un mal presagio.
— Tonterías. Tienes la mente aún enfebrecida por las persecuciones, por tantas mezquindades de aldea. Aquí también las hay. Por eso es que no te vendría mal conocer a una niña distinguida y formar un hogar, tener hijos...
— Convertirme, en definitiva, en un simple mortal. Tal vez ser una señoría con peluca. Eso me ayudará a mantener los pies en la tierra, o dicho de una manera más cruda, a proveerme el sustento.
— Ya hablé con el Director de El Mercurio. Se mostró ansioso por leer el artículo que le has prometido. Y Bernardo Vera nos espera esta noche para hablar del periódico que fundaremos. Actividad no ha de faltarte.
Doce campanadas pusieron fin a la charla. Había quedado de almorzar con los Cotapos.
En la calle el aire olía a frescura y a tierra. Al aspirarlo, Juan Crisóstomo creyó beber agua pura de manantial.
En esta penumbra aposentada de fantasmas me digo por milésima vez que el suceso más sonado de mi vida por los tiempos de mi llegada a Buenos Aires fue conocer a Trinidad. No olvidaré jamás la tarde aquella en que la divisé tras la reja de su ventana, apoyada en almohadones de raso, enfundada en un vestido de gasa con alforzas y luciendo en su renegrida cabellera aquella diadema de brillantes que le daba el aspecto de una reina. Es que eso es lo que ella era: una verdadera reina. Nadie podía competir con su gallardía y hermosura de rosa de Jericó, con su donaire de palmera del Líbano, con su apostura de gacela. No tardé un segundo en preguntar de quién se trataba a Pedro Cavia, el acompañante casi obligado en mis diarias caminatas por esa ciudad que ya empezaba a hacer mía a fuerza de trajinar por sus calles.
— Es la Guevara — me informó mientras me guiñaba un ojo, la sonrisa de complacencia dibujada en sus gruesos labios—. Alarma de esposas, aspaviento de novias, envidia de rivales.
Yo, pobre de mí, no había oído hablar de esa persona en toda mi vida, así que volví a preguntarle:
— ¿Y quién es la Guevara?
— Ah, mi querido Lafinur. Mucho mundo te falta si no sabes quién es la Guevara, la cómica más célebre del momento, encanto de niñas, miedo de madres, terror de esposas. La pesadilla de las matronas, que al pasar por su puerta con los dedos asidos a las cuentas de sus rosarios desgranan estas coplas de maledicencia:
La Trinidad Guevara
nos vuelve locas.
¿Quién tiene ya marido? Sólo muy pocas.
Buenas estamos con aquello de “Miran
que nos miramos”.
Cualquier tiempo era un cielo
si se compara
con este que vivimos de la Guevara.
No debí esperar mucho para sacarme las ansias desbocadas de conocer a tan interesante personaje, pues a las pocas horas llamaron a mi puerta y un mulato me entregó la esquela que decía:
“Esta noche recibo en mi casa y deseo contarlo entre mis invitados. Espero que no me decepcione.”
Firmaba Trinidad Guevara y mi corazón fue como un pájaro que aleteara en la jaula de mi alma. Ya ni sé cómo pasé las horas que faltaban para asistir a su tertulia de la cual no tardé en convertirme en uno de los concurrentes más asiduos.
Ni bien llegué salió a mi encuentro, al tiempo que me tendía la mano con esa sensualidad negligente que caracterizaba todos sus gestos.
— Me han hablado mucho de usted, Lafinur. Ya no me aguantaba las ganas de conocerlo.
Nada pude contestarle pues me quedé todo confuso y turbado al oír aquella voz que era como un gorjeo continuo, como fluir del agua de un arroyo, como tintineo de campanilla de plata. Y más todavía cuando a pedido de los concurrentes la escuché recitar con incomparable dicción aquellos versos a los que ya aludiera Pedro en su copla:
No me mires, que miran
que nos miramos...
Miremos la manera
de no mirarnos...
No nos miremos,
y cuando no nos miren,
nos miraremos.
En su tertulia y en la de Joaquina pasé momentos, no sé si llamarlos felices, pero sí henchidos de gracia, esa cualidad que ambas esparcían a manos llenas y que basta para hacer de una persona algo precioso y entrañable. Me gustaba aquella como intimidad más resguardada que la que experimentaba en el salón de Mariquita, con ese empaque que aquí, afortunadamente faltaba. Tal vez debiera a que quienes asistíamos a ella no tuviéramos el sentimiento de ser celebridades. Reinaba siempre allí una alegre y bulliciosa jarana y no teníamos miedo de que los cristales de los espejos se trizaran con lo estentóreo de nuestras carcajadas. Aunque, claro, estas reuniones me llevaban a entrever un mundo cuyos umbrales jamás pensé que mi humilde personita pudiera trasponer. En su salón con estrado y pianoforte me convertí en las delicias de las niñas de la sociedad y de las otras, sus compañeras de tablas, fervorosas concurrentes que desmentían con sus agudos y regocijantes decires aquel refrán de que “donde cómicos hay, todo es un ¡ay!”
No cesaba de admirarme la popularidad de mi nueva amiga, cuyo nombre andaba en boca de todos, tanto en la de los de arriba como en los menos favorecidos por esa mujer veleidosa que se ha dado en llamar fortuna.
Muchas y variadas eran las cosas que de ella se rumoreaban. Decíase que al nacer tenía los ojos bien abiertos y que no más la comadrona cortó el cordón salió gateando y recorrió así los tres patios de la casa. Se decía también que esa noche, a pesar de que había sido un gélido día de mayo, floreció el jazmín del Cabo exhalando un aroma tan intenso que llegó hasta la cuna donde Trinidad dormía con toda la placidez de los que saben que su destino iba a tener algo más que el los de los demás mortales, algo de eso que todos anhelamos y con los que muy pocos hemos sido dotados, ese don tan raro y singular y precioso que unos llaman talento y que otros denominan genio. Ese genio que la llevó a interpretar papeles masculinos como si del más viril de los hombres se tratase, sobre todo en aquella sonada pieza de Pablo y Virginia.
Se comentaba igualmente, no sólo a media voz sino también a voz entera del mendigo que la veía pasar desde los umbrales de la iglesia donde se instalaba para recibir las monedas que harían menos dura su miseria y que acudió al diablo ofreciéndole su alma a cambio de tener aunque fuera la posibilidad de acercarse a ella y escuchar una palabra de su divina boca y al que aquél rechazó argumentando que, si en sus manos estuviese, no sería otro que él quien poseyera aquella hermosura. Por desgracia, había suspirado el diablo, no ha llegado aún habitante alguno de los infiernos que tenga poder sobre ella.
En fin, gracias a Trinidad, la gente tenía entretención para aquella adormilada existencia por la que se aletargaba la de la gente de bien. Por ella los hombres se acostaban gustosos con sus mujeres pues su imagen les llenaba el pensamiento y los sentidos y ya ni se acordaban de que la mujer a la que acariciaban no tenía su piel tersa ni sus exquisitas suculencias sino que eran simples mortales que deberían estarle agradecidas de por vida pues ella les permitía disfrutar de goces que de otra manera les hubieran sido retaceados desde mucho tiempo atrás.
No sé por qué hoy me ha dado por traer hasta mi lecho de agonizante estos encendidos sentires. Por ellos me doy cuenta, sin embargo, de que no estoy aún en el paraíso con los ángeles sino que la sensación no me ha abandonado. Aún hormiguea en mi pecho y mi miembro se yergue como si fuera todavía ese mozo derrochador de noches y de juergas, como si el mundo y sus placeres fueran una promesa extendida ante mí y no esos rosicleres que iluminan el cielo luego de que el sol termina de esconderse.
Las campanas de San Francisco te sorprenden ni bien doblás la calle Reconquista. Las seis, seguramente estarán ya allí y apresurás el paso sin reparar en la calle casi desierta, en la mujer ojinegra y cincuentona que se encamina a la novena con mantilla y peinetón, ni cuenta te das de la mirada que dirige a tu atuendo impecable de una elegante negligencia.
Es ya noviembre pero el invierno está empeñado en no irse, se acaba de levantar un viento húmedo que te hace tiritar debajo de la levita de cardigan inglés abotonada hasta el cuello. Allí está, pensás, seguramente es ésa la casa de Manuel, la reja salediza y la puerta de una sola hoja tal como él mismo te indicara y antes de dar los dos recios aldabonazos con que anunciarás tu llegada te acomodás la corbata alta de seda color gris perla y echás una fugaz mirada al carro del aguatero que esquiva con habilidad un profundo pozo en medio de la calle. La pregunta no tarda en surgir de las honduras del zaguán, Quién vive, y sin dudar contestás la Libertad y ante esta palabra la puerta se abre como un sésamo, ya estás en la sala espaciosa donde la luz del incipiente crepúsculo se filtra por la única ventana y alcanzás a distinguir esos rostros de los cuales ninguno pasa los veinticinco años y que te miran con avidez como si estuvieran en medio del desierto y fueras vos el portador de ese maná que los ayudará a transitarlo sin desfallecer. Les ruego disculpen mi tardanza, pero un alumno me entretuvo más de la cuenta, no será una alumna, se ríe Diego Alcorta, pero vos no hacés caso de sus pullas y volvés a hablar, ya saben que luego de retirarme de la cátedra sólo eso me ayuda a malvivir. Ruperto Godoy te invita a sentarte a la cabecera de la mesa de pino que ocupa gran parte de la habitación, todos guardan silencio, aún no han encendido el quinqué y las sombras ganan rápidamente el espacio, te sentís reconfortado con esas presencia cuya amistad te alivia los rigores de tanta saña, pensás que ésas son riquezas sobre las que no tienen jurisdicción los ladrones ni esa esquivadora que llaman Fortuna y entonces olvidás las injurias, las calumnias, las pintadas que te tildan de corruptor de juventudes, de discípulo del diablo, más daño se ha hecho, pensás, en nombre de Dios que del diablo, se te van borrando también de las entretelas del alma los desdenes de los que se llaman bienpensantes que al cruzarte en la calle dan vuelta la cara negándote el saludo, las mil y una argucias de esa deshonra con que se esmeran en ensuciarte, la pacatería de esta ciudad que aún no abandona sus sueños de aldea y lleva a las mujeres a rociar con agua bendita los umbrales de tu casa.
Comienza tú, Lafinur, te llega entonces como un recordatorio de que has venido con una misión y todos están ávidos de tus palabras, de que te ubiques por fin en este día de noviembre de 1821 y respondas a nuestra curiosidad que ya no se aguanta por saber para qué nos has convocado. Pareciera que no es éste tiempo para filosofías, decís, pero eso es precisamente lo que quiero que hagamos, porque sobre el cimiento de la necedad no se asienta ningún discreto edificio y es mejor ser loado de los pocos sabios que de los muchos necios. Mirás a Ruperto Godoy que saca el yesquero y enciende un cigarro, señal inequívoca de que su interés ha crecido, los demás callan y escuchan, hasta podría oírse volar una mosca, pero sólo se escuchan en la calle los pasos de alguien que corre y de otro que lo persigue y luego el silencio y vos sentís que las palabras que deberás pronunciar tendrán que ser tan nítidas y sabias como el bordado de un sueño y no se te ocurre otra cosa que citar el párrafo en que el Quijote instruye a Sancho sobre la libertad, te lo sabés de memoria así que empezás a decir la libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos: con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Es la libertad la cosa más amada por la gente de razón y la ansían los animales carentes de raciocinio: la libertad no debe ser vendida, porque si se alcanza es libertad sin sosiego, y cuando terminás de decir esto pensás cuán sabio es eso de valorar la libertad más que el oro, a la búsqueda de él estás desde tus primeros años allá en la Carolina, pero no el de aquellas pepitas relucientes que apretaba tu mano de chiquillo sino de este otro El Dorado para el que acudes a estos amigos, ellos te seguirán en esta contienda que no terminará hasta tu último día de vida en la tierra y les hablás de la Sociedad, les decís que en ella podrán verse sin ser expuestos a las afrentas del público ensoberbecido, por lo que proponés que sea secreta y ya todos asienten y dicen que sí, que están de acuerdo, cada cual elegirá un nombre diferente para ese hombre nuevo que de aquí ha de salir, y untando la pluma en el tintero anotás el tuyo en una hoja que ya te alcanza Ruperto, me llamaré Alejandro, decís, y no terminás de pronunciarlo que ya Bartolomé Alsina comunica que él será Sinforiano y también lo consignás en el papel y luego de pensarlo nada más que un poco Ángel Saravia dice que a él le gustaría que lo apodaran Jacques, como el otro, Jean Jacques Rousseau, ya sabemos que todas las revoluciones lo tienen por padre, así como a Voltaire, Montesquieu y Diderot, Diego Alcorta deja de tamborilear la mesa con la mano, siempre con los nervios a flor de piel este Diego y con voz de trueno anuncia que será José Antonio y así van todos bautizándose, echándose a la cabeza las gotas de esa agua que les permitirá ser otros y los mismos, Ruperto Godoy será Victoriano, Bartolomé don Francisco Pico, Reflexión tu amigo José Lagos, Discurso el querido Pedro García, sólo faltan Valentín Alsina que se apodará Federico y a continuación toca el brazo de Irineo Portela que se ha distraído en vaya a saber cuáles divagaciones quien se descubre como Pedro. Y ya tenés la lista completa en la hoja blanca que está casi llena, y mientras la releés sentís que no podrán derrotarte, volverás e empezar una y otra vez, y acordás con ellos lo que todos ya saben, nomás hay que repetirlo siempre por si las moscas o los traidores, en que todos deberemos ser siempre afectos al sistema de América y de sentimientos liberales, qué otros pueden distinguirnos de tanto oscurantismo, y todos asienten y dicen que sí, que es lo que ellos pensaban antes de que vos le pusieras palabras y asintiendo a la sugerencia de Discurso proponés que aquí termine la reunión pues se ha hecho algo tarde, tratemos de reunirnos antes de fin de año, todos aplauden, el contento se puede tocar casi en el aire, ruido de sillas corridas, abrazos, palmeadas y vos sentís algo así como un súbito vigor, sonreís y con la sonrisa puesta salís a la calle con Diego Alcorta, pasás un brazo por su espalda y saludás a ese viento anunciador de lluvia que dobla los árboles mientras te decís que ésa tal vez sea la señal de que tu bergantín será empujado por nuevos vientos, de que nuevas lluvias vendrán a regar los yermos de tu vida.
— Tócalo de nuevo, Lafinur —. Levanto la vista del teclado y, tratando de que mis ojos no delaten mi tristeza, miro al hombre que ha pronunciado esta frase. Su mirada ha adquirido un brillo semejante al de los antiguos días, cuando la patria era un sueño que nos esforzábamos por levantar entre todos.
— Me gustaría escucharlo otra vez – pidió, los ojos encendidos de un repentino fulgor. Yo acababa de ejecutar en el clavicordio un preludio de mi autoría que aún no daba a conocer. Quería que él fuera el primero en darme su opinión. La música era otra de las innumerables cosas que nos unían. Tuve la satisfacción de ver cómo aún la emoción podía agitar las cuerdas de su alma. Aquélla había sido una larga y solitaria y grisácea tarde de junio en que fui a velar junto al amigo de tantas aventuras. Estaba allí, yacente en esa cuja de madera a punto de marchar hacia la orilla de la que no se vuelve.
— ¿Cómo se llama? — pregunta, antes de recostarse de nuevo en las grandes almohadas —. Porque a mí no me engañas. Ese estilo íntimo y a la vez arrebatador, esa manera dolorosa y a la vez exaltadora de expresar la nostalgia sólo puede venir de ti.
Sonrío y comienzo a tocar nuevamente el preludio que he compuesto en estos febriles horas de la despedida, al que he titulado “El Adiós”. No me atrevo a confesárselo y le miento que aún no tiene título.
— Debería llamarse Farewell, o tal vez Les adieux, como la sinfonía de Haydn — adivina él, con una sonrisa que se extingue pronto de sus labios para dar paso a una honda concentración. Un cierto extrañamiento me invade al constatar que este hombre, atento sólo a la melodía como lo más importante de este mundo, sea el General Manuel Belgrano, y que se esté muriendo.
— No abandones nunca la música, amigo mío. ¿Qué es la vida sino armonía? ¿ Y qué nuestra alma sino un instrumento que vibra con la obra del Creador? Sin embargo, su fragilidad es muy grande. Ya me ves aquí, exhalando disonantes ecos. La música nos ayuda a llorar el dolor que nos lastima, canta con nosotros todas nuestras dichas.
Comienzo a tocar una vez más y mientras mis dedos se pasean por las teclas no puedo dejar de verlo, jinete en su caballo blanco, enfundado en la levita azul de alamares negros.
— ¿Te acuerdas del día en que nos conocimos? — dice, cuando he terminado, como si alguna importancia tuviera que él me conociera a mí y no a la inversa.
— Sí, Manuel. Usted estaba de ronda con su ayudante y yo venía con el Carpincho Fernández conduciendo un chancho del monte.
— Casi los mando a fusilar — y su semblante se iluminó por un brevísimo instante —. Los sorprendía en una doble falta: salir a la hora prohibida y además haber robado ese animal.
— No podíamos convencerlo, Manuel, de que nos lo había regalado el cumpa del Carpincho, quien lo cazó ese mismo día. Y que andábamos a esas horas fuera del campamento porque la mujer de mi amigo acababa de dar a luz un varoncito.
—No traten de confundirme, sinvergüenzas — decía usted, el semblante imperturbable, sin trazas de compasión por estos dos seres que tiritaban como si acabasen de ver a la Innombrable. Pero la suerte, esa señora tan veleidosa, se apiadó de nosotros cuando un rayo de luna iluminó la cara del Carpincho y usted lo miró como reconociéndolo:
— ¿Tú eres el de las historias?
— El mismo que viste y cuenta, para servirle, mi general — dijo el Carpincho, ni lerdo ni perezoso.
Sucedió que, días atrás, usted se había acercado al amor del fogón, donde el Carpincho nos tenía pendientes con la historia del niño que salió a rodar tierras en un potrillo de siete colores y luego, a su pedido, nos contó la de los hechiceros convertidos en tigres capiangos y cuando usted le suplicó que contara otra comenzó a relatar los sucedidos del tiempo de Túpac Amaru, que le había relatado su padre indio, testigo de los hechos. Luego el Carpincho empuñó su guitarra y la mañana lo sorprendió a él y a todos nosotros en un recogimiento de iglesia mientras tarareaba suaves tonadas, como por ejemplo ¿la recuerda Manuel? aquella que dice:
Te quiero más que a mi vida
y más que a mi corazón,
y si no fuera pecado
te querría más que Dios.
Y usted suspiró al oírla como si esos versos expresaran sus escondidos sentires y continuó escuchando aquellas otras que despertaron su hilaridad:
Todos los que se casan
en días jueves,
vivirán muchos años
si no se mueren.
Todas las mañanitas
del mes de enero
amanecen las uñas
sobre los dedos.
Era de ver su cara, Manuel, como si le hubieran lavado el alma, sin esa arruga en el entrecejo que le marcaron las preocupaciones y sinsabores de aquella guerra que parecía no tener fin, las hambrunas de sus soldados, la molicie de nuestra estadía en Tucumán que ya nos reblandecía los tuétanos.
— Desaparezcan de mi vista. No vaya a ser que me arrepienta — nos dijo, mientras taloneaba su caballo. Pero luego se volvío para preguntar al Carpincho que cuándo cristianaban a ese niño porque el quería ser el padrino.
Terminamos de desgranar aquellos recuerdos y vuelvo a recorrer el teclado. Veo entonces que una de sus frágiles manos se agita, como si buscara algo. No alcanzo a preguntar qué necesita pues él ya saca de abajo de la almohada un rosario de filigrana que luego aprieta en su palma.
— Sólo me queda una última batalla — dice, con voz casi inaudible —. Nuestra Señora me ayudará también en ésta.
Juana entra de puntillas y me hace señas de que debo ya despedirme.
Antes de trasponer la puerta escucho, casi en un murmullo:
— Adiós, Lafinur. Sólo quiero que me recuerden como a un hombre bueno.
Lo contemplo un instante para grabar en mi corazón la imagen de ese rostro angélico, castigado por los sufrimientos del cuerpo y los desamparos del alma. Me vienen entonces a la mente las palabras que por su lenguaraz dijo aquel hirsuto cacique cuando, con sus arqueros desnudos, llegó a verlo desde el riñón de los Chacos: “No me han engañado. Eres muy lindo y según tu cara debe ser tu corazón”.
— Vean la traza del filósofo — rió Juan Cruz apenas entró al cuarto, contemplando a su amigo en camisa de dormir y sin robe de chambre, absorto en el libro abierto sobre sus rodillas.
— Reconozco que no las tengo todas conmigo — dijo Lafinur, desabrochando y volviendo a abrochar un botón de la camisa. Su nerviosismo podía notarse en el leve temblor de las manos.
— Tranquilo. Huelen el miedo. Tengo la absoluta certeza de que saldrás airoso del trance. ¿ Pero, no deberías estar listo? Ya son las nueve — Y luego de mirar la hora, Juan Cruz guardó el reloj en el bolsillo de la casaca.
— No. La clase es a las once. Tenemos tiempo. Me siento como un actor a punto de subir al escenario. ¿Acaso el profesor no eso?
— Y bueno, de algo te habrá servido el andar con tanta cómica — y sin abandonar su tono bromista agregó —: Anoche no se te vio el pelo después de la función. Descubrí a María Joaquina Almanza con los binóculos fijos en tu palco. No hace falta mucha clarividencia para adivinar que salieron juntos.
— Así es. Su marido estaba enfermo y llegó acompañada por el hermano. Pero él debía ir luego a otro lado y la dejó sola en el coche, de manera que me ofrecí a llevarla a su casa.
— Ahora me explico esas ojeras, nada recomendables para un serio catedrático del Colegio de la Unión del Sud — chanceó Juan Cruz.
— Dimos exactamente siete vueltas a la ciudad, justo las necesarias para disfrutar de sus sabrosuras.
— Pobre María Joaquina. Se casó con ese petimetre, mejor dicho la casaron sus padres a los trece años, sin tomarse la molestia de preguntar su opinión. A ella no se le pasó por la cabeza oponerse, pero cuentan que a la mañana de la boda la encontraron arrasada en lágrimas, sin que don Leandro hubiese podido tocarla. Se la llevaron por un tiempo a la casa pero luego volvió — y luego recomendó, paternal —: Ten cuidado, porque él la vigila como un viejo dragón. Nadie se atreve con ella.
— Lo tendremos en cuenta.
Circuncisión entró con una bandeja que colocó sobre la mesa. Allí se veían dos tazas, una jícara con chocolate y pan casero. También un sobre cerrado y lacrado que Juan Crisóstomo puso a un lado sin abrir.
— Carta de mi madre. La leeré después. Seguramente me pide que rece, como siempre — dijo, con tono de fastidio.
— Et ne nos inducas in tentationem. Sed líbera nos a malo – concluyó Juan Cruz, santiguándose con una sonrisa burlona.
Mientras se calzaba los pantalones, Juan Crisóstomo repetía para sí mismo: “La investigación acerca del entendimiento es agradable y útil”.
— Imperet illi Deus — Juan Cruz juntó las manos en ademán de orar.
Sin escucharlo, Juan Crisóstomo proseguía:
— Nuestra primera investigación será, pues, preguntarnos cómo entran las ideas en la mente.
— Introibo ad altare Dei
— Dejemos al altar en la iglesia. Hay temas más importantes —.Y tomando el volumen leyó: “Existe opinión establecida en algunos hombres que hay en el entendimiento ciertos principios innatos, ciertas nociones primarias, como impresas en la mente del hombre. Pero el alma comienza a tener ideas cuando empieza a percibir”.
— No podrás presentarte así. Te anatematizarán – dijo Juan Cruz cuando vio a su amigo listo para salir en su habitual atuendo de calle, levita de paño oscuro y anchas solapas cruzadas sobre el almidón de la pechera, moño negro de seda alrededor del cuello, que enmarcaba ese rostro de rasgos infantiles, cruzado ahora por intermitentes ráfagas de anhelo.
— La sotana descansa en paz. Requiescat in pace.
— ¿No tienes miedo que te anatematicen? Ya sabes cómo el Padre Castañeda anda exaltando los ánimos.
— “Nada hay, Casio, en vuestras amenazas que pueda inquietarme”. Shakespeare dixit .Tendrán que acostumbrarse. Y también a escuchar mis clases en buen romance.
Después de atravesar el zaguán y cerrar la puerta de calle, salieron a la vereda bajo un jacarandá púrpura florido y, con paso rápido, echaron a andar.
Ese afuera que voy buscando mientras te persigo, Sofía, mientras exploro tu noche para llegar al umbral en que me secuestres y pueda gozar feliz en tus grupas, pecadora.
¿Por dónde andas, Lafinur, sino por esos laberintos de callejas que te traen a mi cuerpo? Voy quitándome poco a poco mis vestidos, voy decubriéndote la turgencia de mis senos para que te recuestes sobre ellos, voy abriéndote el abismo que hay entre mis piernas, la miel que ya no has de olvidar, la ambrosía de esta enmascarada que encontraste en aquel carnaval y que seguiste hasta los últimos soportales donde tengo mi morada. Navegas por mi cuerpo mientras mi padre navega entre sus redomas tratando de encontrar el néctar de la eterna juventud y te enseño que no hay putas ni vírgenes, sólo mujeres, y que soy morena y bella y pertenezco a esa raza pérfida que te enseñaron a odiar.
El convencimiento de que ninguna derrota era la última le llegó aquella madrugada en que Ulises Garmendia, uno de sus alumnos preferidos, entró en la casa como una exhalación para avisarle lo sucedido la noche anterior. El pelo en desorden y la barba crecida denotaban que algo nefasto había tenido lugar y que ese algo lo involucraba a él. Con los nervios trabándole el habla contó Ulises que a eso de la medianoche , mientras se encontraba en su cuarto con los apuntes de clase tratando de memorizar las especies de percepciones que debía exponer al día siguiente, a las que según usted Lafinur se reduce todo el sistema de nuestra inteligencia, las internas y las externas y estaba ya a punto de terminar la enumeración de las primeras, no como loro, como usted sabiamente nos previno sino por la razón y el entendimiento, y casi había concluido la enumeración de ésas que se llaman comúnmente sentimientos y afecciones del alma, tales como los del gozo y la tristeza; de la confianza y del temor; de la actividad y de la languidez; del movimiento y el reposo, y entusiasmado me preparaba a abordar el próximo párrafo, aquel que da cuenta de que nuestras sensaciones consideradas como ideas simples son reales y ciertas y de que no pueden ser susceptibles de error alguno, vi saltar por la ventana que daba a la calle cuatro sujetos de insolente catadura disfrazados con redecillas. Extendí la mano para abrir el cajón en donde guardo la pistola de chispa que me regaló mi padre, pero ellos me tranquilizaron. “No venimos a matarte”, me dijeron, “sino a que nos entregues los apuntes del Curso de Filosofía que dicta el Mentor Lafinur”. Juan Crisóstomo no tuvo tiempo de decir esta boca es mía pues Misael, su criado, anunciaba ya que los alumnos Vicente Ahumada y Graciliano Yáñez necesitaban hablarle con urgencia. Confirmaron casi con las mismas palabras lo relatado por sus compañeros, sólo que cuando los hombres asaltaron sus aposentos ellos estaban algo más adelantados y ya iban por ese párrafo que los tenía suspensos de placer por que parecía expresar lo que habían sentido y pensado durante mucho tiempo sin poder ponerle palabras, ese texto o postexto tan bello, Lafinur, en donde usted nos habla de la existencia de un Dios, primera causa de todos los seres y en donde dice que Vivir es sentir. Y continúa diciendo que en este admirable encadenamiento de fenómenos que constituyen la existencia, cada necesidad tiende al desenvolvimiento de una facultad para luego añadir que las facultades se acrecientan por el ejercicio como las necesidades se extienden con el fin de satisfacerlas. Entonces cita a Fenelón, quien lo da como incontradecible, aunque luego se lamente de que el hombre, sujeto a las impresiones de la naturaleza es un ser miserable precisado a dudar de todo. Yo, Lafinur, dijo Graciliano, no quería interrumpir la lectura a pesar de que los ojos se me cerraban y me derrumbaba ya sobre el papel, pero era tan bello y novedoso y nunca oído lo que estaba descubriendo que me tiré un jicarazo de agua en la cabeza a ver si me refrescaba las entendederas y pude entonces comprender aquello que usted tan bellamente expresa: Yo sé que hay un tiempo todas las noches en la cual creo ver lo que no veo, tocar lo que no toco. A este tiempo le llamo sueño e ilusiones a las percepciones probadas en él. ¿Y quién me ha asegurado que yo no duermo siempre? Yo le digo, Lafinur, que por más que los sujetos ésos enviados por los pelucones nos quiten todos los escritos en donde apuntamos una por una sus palabras, ellas quedarán grabadas a fuego en nuestra memoria, con eso jamás podrán si ya primero no nos quitan el sentido. Y también ésas con las que usted cierra su arenga y dice que si el sueño en cierto grado puede causar ilusión que la vigilia hace descubrir, ¿quién me ha asegurado que la vigilia no es otra especie de sueño, del cual me desengañara otro estado diferente que pruebe? Y añade esto que podría constituir el leitmotiv de un genial escritor, aquello de: ¿Si un loco no es un ser como yo, que puede juzgar de mí lo que yo juzgo de él, será la razón humana una quimera? ¿La hemos recibido de Dios para confundirnos?
No, maestro. No dejaremos que se salgan con la suya, aún cuando hayan empezado a pegar papeles injuriosos en nuestras puertas, nada le habíamos dicho pues no queríamos afligirlo, pero esto pasa ya de castaño oscuro y seguramente es consecuencia de nuestra negativa a mostrar a nuestros padres los apuntes de las clases que usted nos dicta, el otro día escuché hablar al mío con Fray Leandro quien le recomendaba tener mucho cuidado, se está creando en esta ciudad una atmósfera de elementos demoníacos que relaja todas las disciplinas y excita las pasiones. Hasta la vida conventual, aseguraba, sufría estas influencias. Los monjes rezaban sin fervor y refunfuñaban por los deberes del coro y a medianoche, esa hora de místicas expansiones, ya no se levantan con el corazón a lo que no se ve con los ojos. De todo esto quieren echarle la culpa, Lafinur, y ya aparecía Domingo Flores a decir que al llegar a su casa por la madrugada luego de tomarse unas copas en la taberna de Samuel encontró el cuarto revuelto y los papeles del curso no estaban, quieren dejarnos ciegos, Lafinur, luego de que usted nos abriera los ojos, comprendo lo que quiere decir cuando nos habla de que a veces la vigilia se parece al sueño, eso es lo que estamos viviendo, una pesadilla, pero ya nos despertaremos y seguiremos en esta vida que tuvo algún sentido cuando usted nos abrió al sentir, cuando nos entregó con su palabra la posibilidad de ser inteligentes. El tiempo se agota, algo está podrido en Mendoza, Lafinur, dijo Vicente, y acto seguido desenvainó su cuchilla alta y luciente, con dos dedos de filo y uno de punta y le aseguró que con ella vengaría al primero que se atreviera a ensuciar su prestigioso nombre.
El Mentor le dijo con tono severo que se cuidara de cometer una acción de aquella especie, que la inteligencia nos daba la posibilidad también de conservar la vida y no de cortarla, que eso era cosa de bárbaros y no de civilizados y luego los despidió a todos no sin antes abrazarlos y agradecerles tanta adhesión, lo mejor que podemos hacer es continuar como si nada, esta misma mañana trataremos sobre la voluntad y sus efectos, pero antes debo afeitarme y tomar mi desayuno, de lo contrario mi voluntad estará quebrada cuando dentro de una hora me presente ante ustedes y les cuente eso de que hoy me han dado la pauta, de que el hombre no es un ser que se limite a recibir impresiones pues sería imperfectamente pensante, no tendría pasión con relación a él ni acción con relación a otros seres, por ahora les pido que se conformen con la pasión, la acción ya veremos por dónde encaminarla y luego de abrazarlos nuevamente les pidió que lo dejaran solo con tan entreveradas emociones.
— Qué tristes suenan las campanas. Si parece que con esos repiques tan graves y espaciados estuvieran llamando a difuntos y no a misa de once.
— No me diga, Rosita, que usted también se ha contagiado de la melancolía que domina a todas las mujeres desde las últimas novedades.
— ¿Y usted no, doña Amalia? ¿Quién puede decir que no lamentará la ausencia del que nos trajo nueva vida a quienes dormíamos esta larga siesta pueblerina?
— Ay, Rosita, Rosita. Es usted una romántica incurable.
— Romántica o no, yo le vengo a pedir a Santa Rita, la de los imposibles, que me lo salve. Dicen que el Cabildo se reunirá esta semana para pedir su destitución. ¿A usted le parece que un joven tan bueno se merece algo tan horrendo? Ser expulsado de la cátedra, como un delincuente. Un poeta, todo un filósofo. De memoria me sé ese soneto tan bonito que hace pocos días nomás publicó El verdadero amigo del pueblo.
— Ni me nombre usted ese pasquín. Mi Faustino ha prohibido que se lo lea en casa. Son ideas que corrompen los espíritus dice. Recuerdo las palabras que él redactó para el Amigo del País, ése sí que es un periódico: “Detestad fieles a esos hombres que os enseñan que la autoridad del soberano no viene de Dios, que ellos no son sus representantes en la tierra y que por sus extravíos se les puede trastornar. Guardaos de creerles esta verdad corrompida; ellos son unos ateístas, francmasones y jansenistas, que todo es una misma cosa; ellos quieren sorprendernos con unas máquinas que han traído e introducir así con el placer todo el veneno de sus errores”. Yo creo que mi marido tiene razón cuando dice que un hereje no es digno de ayuda alguna. Que lo único que merece es que lo fusilen.
— Mi marido me leyó el artículo. Se reía contándome que aquellos infernales aparatos eran una linterna mágica y una máquina eléctrica.
— El mío no me contó nada de eso.
— Déjeme que le recite algunos de sus versos:
Entre afanes y penas,
Dispuso la fortuna
Que tuviera su cuna
La libertad del Sud;
Por romper las cadenas
Sufrimos sus reveses;
Ella nos faltó a veces
Mas nunca la virtud.
¿Cómo puede pensar mal de quien escribió tan acertadas palabras? Yo estaba allí aquella noche en que se cantó esta canción. La compuso en ocasión del aniversario de la Revolución. Perdone que la siga importunando,
pero me la tengo tan memorizada y me la digo a mí misma cada vez que los trajines me dan una tregua. No se vaya, escuche, por favor:
Del saber la alta lumbre
Ilumina hoy el mundo,
Y con grito el más profundo
Se oye que dice así:
No haya más servidumbre,
Hombres son los colonos
Dice, y mil altos tronos
Desplómanse por sí.
Ay, sí, doña Amalia. Esa noche él mostraba la donosura de un clavel. También se había lucido en el papel de L’Abate de L’Epée. Representó con maestría este personaje. ¿No estuvo usted allí?
— Todavía no me había repuesto de mi neumonía. Ya que tanto insiste ¿por qué no me cuenta de qué se trata? Mucho se habló por aquellos días de la obra.
— Casualmente tengo aquí, en mi bolso, el papel donde se anuncia la función. Déjeme que le lea el argumento. Ya verá que es por demás interesante. O mejor arrímese así lo leemos juntas. Mi vista no es muy buena últimamente:
EL ABATE DE L’EPÉE
Y SU DISCÍPULO, EL SORDOMUDO DE NACIMIENTO
El niño Julio de Harancourt, sordomudo de nacimiento, era el único resto de los ilustres condes de Harancourt. Muertos sus padres, quedó bajo la tutela de Darlement, su tío materno el cual, para usurparle su cuantiosa herencia, lo trasladó desde Tolosa a París; y dejándolo abandonado y perdido en las calles de la corte, regresó a su patria, donde a favor de una partida supuesta, hizo constar que el condesito había muerto. Unos ministros de la policía de París encontraron al desgracido niño, vestido con pobres ropas que encubrían su elevada clase y lo condujeron a la casa de sordomudos que dirigía el célebre Abate de L´Epée. Este genio sublime conoció desde luego que aquel traje indecente era un disfraz malicioso, y que le habían extraviado con deliberación. Empezó sus investigaciones, descubrió a costa de muchas fatigas toda la intriga, restituyó a Julio el nombre excelso de sus mayores y le puso en posesión de sus inmensos bienes.
— Debo confesarle, Rosita, que parece un argumento fuera de lo común. ¿Y quién hizo de sordomudo?
— Nada menos que la Trinidad Guevara que por aquellos días había llegado con Morante. Todos protestábamos al no poder escuchar la voz de Trinidad, tan afamada por la perfección de sus modulaciones. Debe haber ensayado mucho tiempo el lenguaje de las señas pues lo manejaba a la perfección.
— Rosita, Rosita, casi me está convenciendo. Pero se dicen de él otras cosas terribles. Acérqueme el oído pues estos alacraneos no deben andar en boca de una dama.
— Diga no más. No soy de las que se santiguan por cualquier cosa.
— ¿Cualquier cosa le llama usted que en Buenos Aires tuviera amores con una judía, hija de un prestamista? Dicen que ella le sorbió el seso y que fue iniciado en la Cábala por el viejo judío, su padre. También dicen que ella murió al poco tiempo y que, a pesar de todos sus libertinajes, fue el amor de su vida.
— No me consta. Y si fuera así, tampoco importa. Yo llevaré para siempre en el alma su mirada de fuego cuando aquella noche cruzó todo el salón para sacarme a bailar el minué. Y ahora entremos, doña Amalia. La misa comenzará en un rato y quiero arrodillarme ante la imagen de Santa Rita de Casia para pedirle por mi señorito Lafinur.
Te tuve, Eulogia, como el agua repentina que llegaba a calmar la sed de mis peregrinajes, como una promesa que nadie me había hecho. Tus cabellos, algas desparramadas en las espumas de la almohada. Tu respiración anhelosa de virgen que escala las cimas del deseo. Mis reconditeces conocieron las sabias exploraciones de tus manos mientras yo navegaba por tus muslos con la única brújula de este amor que inventamos para posar el tiempo. Entonces te pedía que me dibujaras en el bastidor donde enhebrabas los días, te lo pedía como quien se está yendo pero sabe que el amor sólo puede crecer en lo cercano. Tu cuerpo fue la última nota de esta sinfonía que llevo entera en mi cabeza y cuya partitura quedará ya sin escribir. Aún guardo tu mirada tratando de recordarme, acunando el encuentro con vehemencia de noches, vía láctea extendida al alcance de mis besos. Eulogia, mitad mujer, mitad niña. Maestra en las asignaturas de lo cotidiano. Yo velaba tu sueño como ahora velas el mío, náufrago solitario en las playas de tu océano, haciéndote señas para que al despertarte me encontraras.
No sabías si estabas despierto o si dormías aquella tarde lluviosa de septiembre en que contemplaste la gente que abarrotaba el templo de San Ignacio. El motivo era la convocatoria a la Función Literaria sometería a examen público, decía textualmente el aviso publicado en El Argos, los elementos de la primera parte del “Curso Filosófico de los estudios de esta capital que comprenden las ciencias del hombre físico y moral, y de sus medios para sentir o conocer”. Al mediodía la cola daba ya dos vueltas a la manzana del templo, de puertas rigurosamente cerradas a la impaciencia de la gente. Las negras vendedoras se sacaban el enorme cesto de la cabeza y ofrecían los pasteles y buñuelos, las empanadas calientes que queman los dientes, las tortas al rescoldo para aliviar la espera de aquel acontecimiento tan inusual al que las señoras habían acudido en riguroso traje de iglesia y los hombres de fraque y sombrero de copa. Nadie se movió de allí en las cuatro horas que faltaban para que la función comenzara y si por acaso alguien debía ausentarse era inmediatamente suplantado por un criado o por algún personaje de la familia. Diego Alcorta llamó a tu puerta a eso de las dos y te contó la novedad, atropellándose para hablar. Desde que despertó esa mañana lo atormentaba un nudo en el estómago, te dijo, y vos tuviste que acudir a Circuncisión para que le preparara una infusión de tilo con azahar para aplacar sus nervios. Comprendiste entonces a Morante, que horas antes de una función se ponía imposible y se negaba a hablar de tópicos comunes, no fueran a olvidársele los parlamentos de la obra.
Manuel Belgrano, aún de luto por la muerte de su tío, comenzaría la exposición en el idioma del país, tal como consignaba la invitación, que versaría sobre la Ideología. Diego Alcorta había tomado para sí la responsabilidad de hablar sobre la sociedad considerada bajo su relación económica, en donde expondría aquello tan innovador de que el comercio y la sociedad son una sola y misma cosa, el valor del trabajo en cuanto a los sacrificios que nos cuesta, intrínseco y necesario, y el otro contingente y de convención que tiende a la utilidad que produce. Lorenzo Torres y Real de Azúa se explayarían en el tópico De la sociedad bajo su relación moral.
Vos presidirías el acto, Lafinur, y para la ocasión llevabas levita nueva y guantes de cabritilla. Parecías un perfecto dandy cuando entraste con tu corte de alumnos a aquel ámbito bullicioso en donde se hizo un silencio propio del lugar en que estaban, que ahora parecía haberse convertido, como por arte de birli birloque en una cátedra, similar a ese tablado tan escarnecido de los cómicos en donde todos podrían escuchar a los nuevos profetas, que ya no serían Elías o Jeremías o Isaías, sino que llevaban los nombres develados apenas en las brumas de ese mundo que estaban creando, de Locke, Condillac, Destutt de Tracy. Y vos, Lafinur, oficiando de Sumo Sacerdote. Sólo bastante después, y a la luz de los infaustos acontecimientos que siguieron, pudiste comprender que no sería fácilmente aceptada aquella Nueva Era que querías inaugurar, en la que el literato tendería a suplantar al hombre de Iglesia como interlocutor privilegiado. El filósofo, que ya no espera recibir de Dios su legitimidad sino de los hombres y mujeres de esta tierra, cuya felicidad está encargado de conseguir.
Y el corazón te galopaba dentro del pecho, querido Lafinur, al escuchar la elocuencia de tus alumnos, la claridad con que expresaban tan abstrusos conceptos, claridad que los haría comprensibles a aquellos que hoy constituían tu público, y que eran lo más granado de aquella sociedad que comenzaba a apasionarse por esas ideas que ya estaban en todas partes, el espíritu sopla y las semillas se esparcen por doquier, y parece que ahora el templo va a derrumbarse estremecido por un terremoto, pero no, son los aplausos de la concurrencia, los vivas y los bravos con que reciben las exposiciones que acaban de tener lugar. Y mientras salís a la calle en hombros de tus alumnos te parece que tu destino se ha convertido en algo tan glorioso como jamás llegaste a imaginar.
Aquella tarde en el corso Eulogia sintió como si bandada de golondrinas se le escapara del pecho y que su tan anhelado príncipe acababa de aparecer ante su vista cuando su amiga María Ignacia Bermejo le susurró al oído: “Aquél es Lafinur”. Lo divisó parado bajo un coposo eucalipto de la alameda y los arabescos que dibujaba en la sombra el farol del alumbrado le bastaron para descubrir de una sola mirada su estatura de ciprés, la tersura de durazno de sus mejillas y el aura fabulosa de sus sueños incumplidos. Todo fue tan rápido que sólo mucho después se dio cuenta que apenas escuchaba las palabras con que María Ignacia la ponía al tanto de la identidad del desconocido pues ya estaba abriendo con manos apresuradas la chuspa de terciopelo recamada en hilos de oro para lanzarle el puñado de serpentinas que envolvieron el cuerpo de Juan Crisóstomo con una caricia ondulatoria. Más tarde, Eulogia se preguntaría cómo fue que él se fijó en ella y no en el talle de reloj de arena ni en las caderas como copas de trigo ni en los ojos de bosque en penumbras de Raquel en donde todos los hombres querían aventurarse sino que increíblemente lo atrajeron su sonrisa agreste y sus senos vendimiadores. Cuando pasó una vez más a su lado luego de que la calesa regresara de la obligada recorrida por las breves cuadras de la Alameda, ya conocía todo de su vida por boca de Raquel, quien no se privó tampoco de ponerla sobre aviso:
— Ten cuidado. Tiene fama de réprobo.
Pero ya Eulogia se estaba dejando invadir por una dicha resplandeciente y por esa vehemencia abrasadora y desconocida que le subía por la sangre en ráfagas de sensaciones, primero susurradas y luego casi gritadas a voz en cuello. A la tercera vuelta había vaciado en él todo el papel picado que guardaba en la chuspa y ya le apuntaba con su pomo de olor dispuesta a empaparlo cuando se presentó Bernardo Vera y Pintado para comunicarle que Lafinur preguntaba si iría al baile de esa noche en lo de don Justo Salinas. Eulogia le contestó que no, siguiendo las instrucciones de su madre de que una niña decente no debe tener el sí fácil. Pocas horas después él bailaba un minué con la dueña de casa cuando la divisó entrar en su disfraz de Pompadour acompañada de su madre, una matrona con aires de marquesa que clavó en él sus impertinentes en el momento en que Juan Crisóstomo se inclinó ante ella con una reverencia para pedirle que le concediera a su hija en el próximo rigodón. Luego aprovechó el momento en que un paso del baile los puso a dos centímetros de distancia para decirle sin más trámite:
— Cásate conmigo.
Eulogia lo miró con esos ojos que parecían conocer las cosas desde antes que sucedieran y contestó sin más preámbulos:
— Cuando quieras, Lafinur.
— ¿Puede ser mañana?
— Mejor pasado. Mañana debo acompañar a mi madre a la novena de la Virgen de los Milagros.
Tan imperiosa determinación debió quebrarse, sin embargo, ante la negativa de su hermano Ramón, que convenció a la familia de que aquél no era un buen partido, que cosas muy terribles se contaban de él y que, además de hereje y jansenista, tenía fama de mujeriego. Eulogia dijo que si no le permitían casarse se fugaría pero debió ceder a la orden perentoria de su padre de recluirse en la casa de Ejercicios Espirituales para pensarlo mejor. Salió de allí más convencida que antes de que no iba a renunciar así no más a una llamada de su destino. Dos meses después se casaban.
Fijaron residencia en la calle Santo Domingo a cuadra y media del convento. Era una casa ancha y espaciosa de penumbrosos corredores y huerto aledaño que recorrían por las tardes intercambiando confidencias de enamorados. Para esa época él había terminado los estudios de leyes que comenzó a cursar apenas llegara a Santiago y repartía su tiempo en el buffete de abogado que compartía con Bernardo Vera, además de escribir artículos en El Mercurio y en El Nuevo Corresponsal, periódico que fundara su amigo Camilo Henríquez y desde donde lo ayudaba a rechazar los dardos con que la intolerancia de los pelucones intentaba abatirlo. Tanto Camilo como Vera y Pintado estaban por ese tiempo entreverados en una ardiente polémica contra la iglesia, que él no tardó en tomar como propia, que atribuía a los pecados del pueblo los terremotos que asolaban el país. El último había ocurrido poco después de su llegada. Aquella noche, sentado a la mesa de nogal en la sala de la vivienda que acababa de alquilar con el dinero obtenido en su primer pleito de abogado, se aprestaba a escribir la última línea de la también última estrofa de su letrilla Las violetas, esa que decía:
Su mano llegó al pecho
y me dio unas violetas
que las había tomado
en esa misma siesta;
¡qué marchitas! ¡qué tristes
estaban! presumiera
que las pobres floritas
estaban medio muertas!
mas qué engaño! borrachas
habían estado apenas
de sorber tanto tiempo
de su pecho la esencia;
probélo yo en mi daño,
pues, al querer olerlas,
también quedé borracho
y más borracho que ellas.
Y borracho le pareció que efectivamente estaba cuando el reloj de péndulo comenzó a dar las horas una tras otra con el intervalo de unos pocos segundos como si el tiempo se atropellara para cumplir su cometido antes de acabarse para siempre y la silla se convirtió en un potro corcoveante al tiempo que la mesa se dio en bailar delante de sus ojos y el tintero de estaño cayó con estrépito infernal volcando todo su contenido sobre las baldosas, por donde también quedaron desparramadas las siete plumas de ganso. Entonces decidió que algo fuera de lo común sucedía y aprovechando que aún no se había desvestido corrió a la puerta pero no pudo pasar del zaguán pues la salida estaba obstruida por una mujer entrada en años aferrada a la sotana de un cura que la miraba con cara de espanto mientras ella se arrastraba de rodillas confesándole a voz en cuello el placer que le causaba llevarse los libros a la nariz para olerlos, costumbre que su madre tildaba de demoníaca y pecaminosa y en un tono de implacable dictamen concluía: “como todo lo que tenga que ver con las mañas de los sentidos”, y la mujer suplicaba padre, no me iré sin que usted me absuelva y él le dio por penitencia un rosario cada hora de todos los días que le faltaran de vida y entonces ella lo dejó ir y Lafinur pudo por fin traspasar el umbral de su casa para ganar la calle en donde la multitud afluía y vio en el suelo los adobes desprendidos de las casas y las tejas que caían y se estrellaban contra el empedrado de la calle partiéndose en mil pedazos mientras la tierra rugía como si contuviera en su interior un inmenso panal de abejas. Una monja, parada en la esquina, se desgañitaba anunciando que se acababa el mundo, y aseguraba que se lo había revelado nada menos que la Virgen, y también decía que cuando acabó de confiarle tan fatídico anuncio, de sus ojos había brotado sangre y también especificó que la hora señalada para que aquello ocurriera debía sonar a las once de la próxima mañana. La aterradora noticia se esparció como reguero de pólvora y los pobladores respondieron saliendo en estampida hacia las plazas, plazuelas y paseos públicos con rapidez eléctrica al conocido grito de ¡Misericordia! Todos llevaban tal acopio de camas y colchones que en un abrir y cerrar de ojos parte del tajamar, las plazas públicas y la alameda se cubrieron de ellos y hasta había otros que no sólo transportaban estos cotidianos objetos, sino que también arrastraban consigo las cosas amadas y necesitadas con igual urgencia y que no se resignaban a perder, como el espejo con incrustaciones de nácar donde la solterona constataba cada día las arrugas que asolaban su cara, el escarbadiente de oro con que un petimetre de la sociedad se mondaba la dentadura y que había pertenecido nada menos que a don Gonzalo Pérez Martel, paje de los Reyes Católicos, la maceta en donde crecía la rosa azul que fuera conseguida luego de infinitos trasplantes, la baraja para jugar solitarios, los infolios donde un poeta pergeñaba sus versos, el cesto de costura de la mujer que no quería terminar su vida de florcita, como decía su madre, quien le había enseñado que las manos siempre debían estar activas por que vaya a saber si no en qué sucios menesteres se ocuparían, y se mezclaban allí jóvenes y viejos, el hombre ilustrado como el que no lo era, la señora y la simple fregona y fue entonces cuando pasó al lado de aquel hombre flaco y cetrino, de nariz aguileña vestido con elegante frac oscuro y le escuchó decir a su señora: “Tronó el escarmiento”.
En El despertador Araucano se publicaron aquellas décimas que tanta indignación causaron pero que celebró con Eulogia invitándola al mar que él no había visto nunca en su vida. Sólo había escuchado el fragor de sus olas y la vida palpitante de ese abismo sin fondo en la caracola de Viña que ella le dejó como recuerdo antes de ir al convento y que se ponía todos los días en el oído como quien acaba de descubrir algo inaudito.
A poco de publicarse los versos, lo jóvenes las recitaban en las tertulias entre cuándos y minuets y en las tabernas donde se reunían a jugar al truco o al dominó:
¿Cuál es ese monstruo fiero
que ha devastado la tierra,
declarando al justo guerra,
y ensalzando al embustero?
¿Quién el que al hombre sincero
le calumnia de ateísmo?
El fanatismo.
..................
¿Cuál ha sido el instrumento
para oprimir al virtuoso
y para que el poderoso
le cause al débil tormento?
¿Quién formó tanto convento,
escuela de barbarismo?
El fanatismo.
¿Cuál hace que las esposas
abandonen sus hijuelos,
y los dejen por los suelos
por ser devotas ociosas?
¿Quién patrañas horrorosas
forjó para el terrorismo?
El fanatismo.
............
¿Cuál es el que a los chilenos
sus glorias quiere eclipsar,
y pretende fascinar
para arruinar a los buenos?
¿Quién amortigua en sus senos
el odio al cruel despotismo?
El fanatismo.
Y ¿quién a este fanatismo
le da tal preponderancia?
La malicia de los unos,
de los otros la ignorancia.
Poco a poco comenzó a sentir que la vida había decidido compensarlo de tantos desencuentros y que podía esperar aún días placenteros, como los de un mortal común y corriente. Entonces una vez más sintió que su corazón le decía que todo estaba bien.
Llegamos a lo de Timoteo Orozco antes de la salida del sol. Él sería nuestro guía en el cruce. Se trataba de un hombre fornido, de pelo como ala de cuervo entreverado con algunas canas. Su ascendencia huarpe se evidenciaba en los pómulos como cortados a golpe de machete, en la tiesura de sus pestañas. Las mulas, atadas a unas varas, tenían las orejas alertas por lo próximo de la partida. En todas las silleras y aún en la mía, iba a las ancas un bulto muy bien acondicionado. Me preguntaba en cuál de las cargueras irían mis petacas. Sólo a mi llegada a Chile podría cerciorarme de si estaban allí las diez que preparé a las apuradas con los libros que eran, lo había ya comprobado, mi verdadera patria. Así que de los catorce cajones que los contenían y que irían luego de la partida a lo de mi amigo Julio Denis, separé los dieciseis tomos del Diccionario de Rozier, los ocho del Dictionnaire de Musique, los quince de la Teoría del Conocimiento de Locke, los once de les Eléments d’Idéologie de Destutt de Tracy , los cuatro de los Romans de Voltaire, el tomo II de las Aventuras de Telémaco, la Ilíada en tres tomos, La historia de los Filósofos Modernos en doce y el solo volumen de la Lettre sur les aveugles à l’usage de ceux qui voient, también de Voltaire que cargué en aquellas petacas. Tuve asimismo buen cuidado de poner el Alcorán del teatro, que Morante me recomendó con especial interés pues allí consignó todo lo aprendido en sus años de actor, con los preceptos sobre la declamación en los que tanto me instruyera para poner en mis clases el mismo histrionismo que és desempeñaba en sus obra. Me demoraba en ese inventario secreto mientras mi mula Lunera luchaba contra los chiflones helados que empezaron a llegarnos del lado de Chile y que le tiraban el flequillo violentamente para atrás.
Teníamos una confianza ciega en la pericia de Timoteo, que había cruzado la cordillera ya varias veces. Y allí estábamos Juan Gualberto y yo junto a Morante y su criado Aponizio, además de los dos arrieros que transportaban ganado. Timoteo, avisado vigía, manejaba a su comitiva por medio de silbidos. En fila india rodeábamos el cerro por un camino de cornisa. Altísimos murallones de piedra maciza se desmoronaban a nuestro paso en impresionantes pedrones, que se partían en mil pedazos al caer al fondo del abismo. Yo cambiaba alternativamente de mano para sostener las riendas y abrigaba la que quedaba libre debajo del capote, pues la temperatura había bajado tanto que comenzaba a abrir grietas en la memoria. Las pocas palabras que intercambiábamos no podían librarnos de la sensación de soledad que nos oprimía. Estábamos a 4000 metros de altura sobre el nivel del mar y las montañas se veían huérfanas de toda vegetación, al punto que bajo los manchones de nieve podíamos vislumbrar un abanico multicolor de rojos, amarillos, violetas, marrones y ocres que no eran otra cosa que los minerales de esa compleja diversidad geológica. Una concentrada obstinación nos empujaba a avanzar sin tregua, siempre hacia el oeste en donde nos esperaba, creíamos, una nueva vida. Recordé que Colón llevaba ese rumbo cuando marchó a descubrir América. ¿Y ahora, en qué tierra recalaríamos? ¿Empezaría allí para nosotros el Nuevo Mundo? Morante, exasperado por mi mutismo, iba delante de mí y se volvía a cada rato para comprobar que seguía firme en mi montura. ¿Qué podía decirle, sin embargo, que no hubiéramos comentado ya hasta el cansancio? De cuando en cuando extendía la mano para ofrecerme un trago del vino de su bota. A medida que avanzábamos, sentía que en mi interior la oscuridad iba cediendo paso a una nueva claridad, así como las nubes, ya enrarecidas, se abrían por encima de los cerros, y una clara vislumbre de resolana iluminaba el paisaje. Poco a poco fui reuniendo trozos de imágenes de mí mismo que flotaban en el pasado confuso y pude ir articulándolo en un todo más o menos congruente.
Aquellos tormentos se precipitaron todos en una ráfaga final cuando comenzó la nieve. Empezó a caer a eso del atardecer luego de que el viento se detuviera y un silencio apabullante, acompañado de una calma repentina, invadiera ese ámbito para continuar durante todo el día siguiente. A la vanguardia iban Timoteo y Juan Gualberto, cantando cielitos para calentarnos los ánimos.
Allá va cielo y más cielo,
cielito de la mañana...
después de los ruiseñores
bien puede cantar la rana.
Recitaba Timoteo. Y Juan Gualberto no se queda atrás:
Cielo, cielito y más cielo,
cielito siempre cantad,
que la alegría es del cielo,
del cielo es la libertad.
Cuando la nevisca cesó, por fin, ya la noche se nos venía encima y comenzaba a levantarse el viento gélido que, a pasos agigantados, se iba convirtiendo en huracán. La suerte esta vez no nos dio la espalda. A pocas horas de soportar aquel azote que nos helaba la sangre, avistamos el almacén de los Aldunate. La luz casi se había extinguido entre los murallones de los cerros cuando las mulas desembocaron en la playa, frente a la casucha. Nos atendió la dueña, quien se presentó como Azucena. Era aún joven, pero su piel se veía ya cuarteada por los fríos y los vientos de aquellas soledades. Onofre, su marido y dueño del almacén fue quien nos sirvió unas cañas para que nos entonáramos. Azucena nos convidó guiso de avestruz y sirvió de postre los dulces caseros que dormían en las alacenas. Jugamos dos partidas de truco con Onofre, que parecía esperar impaciente alguien con quien sacarse las ganas de despuntar una buena charla. Era un hombre de una cultura inusual, que en sus tiempos mozos se había ganado la vida en Mendoza, recitando en casa en casa los romances de los amores de Abundarraez de Cuartama y de los generosos hechos de don Rodrigo de Narváez, alcalde de Antequera. No se cansaba de contar a quien quisiera escucharlo el relato del día en que San Martín penetró en la pieza techada de pajas con estantes donde se alineaban las mercaderías y un mostrador que constituía el almacén. Entró, contaba, con sus ojos de incendio y con el porte llano y franco de los que saben que están al borde de convertir un sueño en realidad. Iba de incógnito, pero apenas lo vio, Onofre supo que el aire de aquella estancia ya nunca volvería a ser el mismo.
Dormí como un tronco aquella primera noche de mi exilio a pesar de lo precario de mi hospedaje. Atrás había quedado la obcecación de los que querían verme destrozado. Juré que no les daría el gusto. A la madrugada siguiente volvimos a partir.
No pude entrever que aquellos vertiginosos días en que mi fama comenzó a crecer por la ciudad, días de diafanidades de ánimo y luminosidades de porvenir, llevaban en sus entrañas el fragor del trueno. Todo comenzó con la Función Literaria que, como te comenté, Eulogia, fue de tal éxito que me dejó el alma nueva, como si acabara de ser creada, y a la que siguió inmediatamente la contestación que en El Americano publicó don Cosme Argerich. En él decía ”que por no haberse explicado el señor Lafinur con toda claridad y debida extensión en una materia tan nueva para nuestras escuelas, fuertemente aferradas en sus antiguos sistemas, se daban por proposiciones que inducían al materialismo unas verdades recibidas con el mayor aplauso por los sabios más religiosos”. Como ves, me calumniaba de tergiversar los conceptos de los filósofos que enseñaba y me marcaba con un estigma que caería como un rayo sobre los considerados bien pensantes. Con algo que para esa sociedad constituía una mancha, un baldón, un desdoro: la condición de ateo. MI respuesta no se hizo esperar, Eulogia, está bien consignada una semana después en un artículo del mismo periódico. Cuando yo me haya ido podrás entretenerte leyendo esos recortes que pegué en el cuaderno de tapas azules y que no he vuelto a abrir luego de mi llegada a Chile. El propósito que me guiaba era el de que se recuerde siempre las infamias que padecimos quienes tratábamos de abrir un resquicio de luz entre los nubarrones que oscurecen tantas inteligencias. Pero la cosa tomó visos tragicómicos cuando se entrometió el filósofo Carancho, que no era otro que el mismísimo padre Castañeda, de quien tanto me has escuchado hablar, en su Despertador Teofilantrópico. No se cansaba de anatemizarnos de cuanta manera pudiese. Y podía de muchas, pues desde entonces los vientos cambiaron para mi bergantín, que comenzó a ser azotado por furiosos vendavales. Puedo decirte de memoria, Eulogia, lo que aquel cura escribió de esa manera sardónica e insolente que lo caracterizaba, sobre nuestros maestros Locke y Condillac: “Entre tanto Dios nos libre que fanático llegue a decir en un púlpito que esos filósofos no saben de la misa la media, ni aun la doctrina cristiana, y que lejos de ser filósofos antes bien son unos trapalones inquietos, díscolos, soberbios, perturbadores de la paz, noveleros que embaucaron a la Francia y a la Europa con sus teorías inverificables y han inficionado al mundo con el espíritu de rebelión seduciendo a los incautos con su elocuencia vana y fantástica”. Y pedía a Dios que nos librara de “esas teorías filosóficas del siglo diecinueve, que están en contradicción no sólo con nuestra razón sino también con nuestra fe y nuestros sagrados libros; entonces es cuando arde Troya, se alborota el cortijo, truena el café, resuena el teatro, y el año veinte con voz de ganso empieza a graznar diciendo en tono de rebuzno que la teocracia del predicador es destructora y está cimentada en la ignorancia de nuestros abuelos (...) bien dijo el filósofo Carancho en sus poesías líricas.” Y a continuación venía aquel libelo con que no me perturbó en lo más mínimo pues yo tenía el convencimiento de que la verdad es un espejo que no puede empañarse con los débiles alientos de los moribundos de la mentira, pero que alertó a los que esperaban la menor señal para destruirme:
La finura del siglo diez y nueve
Es la finura del mejor quiveve;
Diga yo novedades
Aunque pronuncie mil barbaridades.
Dale que dale
Dios, si hubiere remedio, lo revele:
Dile que dile
si le crece la lana que se trasquile;
correrá bien la bola
Con maíz morocho y con zapallo angola:
Y en caso que no corra
mezclen el piquillín con mazamorra:
......
El siglo diez y nueve
al cumplir los veinte años mucho hiede:
hiede como guanaco
porque el que no es filoso, es chacuaco;
Por no ser teocrático
se ha vuelto macarrónico; y maniático.
Los padres aborrece
por quedarse en su quince y en sus trece,
y aunque ya peina canas
se muere por voleras y tiranas;
que salga con la suya
pero yo no lo envidio su aleluya.
No guardo rencor al padre Castañeda, aunque junto a don Cosme Argerich alborotara de tal manera el cortijo que mi vida ya no volvería a ser la misma. Lo admiraba a pesar de todo por su inteligencia y valentía. Debo reconocer que, a pesar de su mordacidad, saludé con una carcajada aquel juego con mi apellido, esa finura con la que denostaba el habernos puesto bajo la sombra de los sabios de la época. No, no le guardé ni una pizca de rencor. Tal es así que pronto nos abrazaríamos en un encuentro que de sólo recordarlo me arranca las lágrimas de estos ojos que se van quedando secos, Eulogia mía, por que los que los muertos no lloran y eso soy yo aunque todavía me queden algunas horas de sentir en mi piel ya casi trasparente la caricia amorosa de tu mano, el rayo del sol que pronto se apagará para mí.
Había que curar la tierra yerma. Debía reconocer que la incurable fe y confianza en mis caminos se encontraba en una peligrosa mengua. Cuando me alejé de la cátedra traté de continuar las actividades que aún me reclamaban. El periodismo, la sociedad Valeper, la música, pero sentía que en mí algo se había roto y que pronto debería atravesar un nuevo umbral. Los sueños también me lo indicaban. El leitmotiv de todos ellos era el desierto. Lo atravesaba azotado por un viento que me impedía avanzar, a mi alrededor ese mar de arena que se extendía hasta donde abarcara mi mirada y yo allí, solitario, sin nadie a quien recurrir, ni un ser viviente al que solicitarle ese vaso de agua que me salvaría de perecer de sed. Sed, ser, dos palabras que se asemejaban y que también parecían sinónimos de lo que experimentaba. Me sentía agobiado por esa rigidez patriarcal, por la asfixiante sensación de vivir entre las coordenadas de un tiempo suspendido.
Otras veces soñaba con un jardín. Paseaba por sus enormes y añosos árboles. La sed me atormentaba. Entonces extendía la mano para tomar una de las tentadoras frutas que de él colgaban, pero las ramas subían hasta quedar fuera de mi alcance. Me despertaba con una sensación de agobio que duraba todo el día y que me impedía ya ser el mismo con las personas que me rodeaban. Carmencita, que había venido a hacerme compañía luego de la muerte de nuestros padres, se preocupó por la languidez de mi traza y por las ojeras de duelo que enmarcaban mis ojos. Entonces me aconsejó:
— ¿Por qué no visitas a Sofía?
Sólo mi hermana estaba en el secreto de la amistad, mejor dicho el amor que me unía a aquella mujer que conocí el carnaval anterior. Me enamoré de Sofía. Pero no sólo nos unía la pasión, sino que en su compañía había encontrado ese alter ego, ese espíritu gemelo que los mortales perseguimos siempre sin alcanzarlo jamás. Tal vez su nombre no fuera casual, pues con ella podía hablar de todo lo que me atormentaba, encontrando siempre la palabra, ésa que por aquellos tiempos los libros parecían negarme. Había sido iniciada en los misterios de la Cábala por Isaac, su padre, un judío que llegó de Portugal y que pasó cinco años en los tribunales de la Inquisición, allá en Lima. Josefa del Solar, la madre, era una cristiana vieja. Pero ni esto le impidió a Isaac para ser delatado y llevado a aquellas mazmorras. Regresó débil y con un temblor en las manos que ya no lo abandonó. Josefa murió poco después, tal vez de tristeza. Quedaron solos, pues, padre e hija, y puedo decir sin jactarme que fui para el viejo Isaac un consuelo en aquellos años en los que se acercaba a su fin. Por las noches me sentaba junto a él en la pobre cocina y mientras servía el caldo en una escudilla de madera, me hablaba de esa sabiduría ancestral. Fue él quien me reveló los setenta y dos genios que gobiernan las setenta y dos partes de la tierra y que sirven también para conocer el que rige el destino de cada hombre. El mío se llamaba Haaiah y su atributo es Dios Oculto. Es el genio, me explicó, que protegía a los que buscaban la verdad, aunque me aconsejó prudencia, pues si no sabemos invocarlo puede atraer a los traidores y a los conspiradores. Una de esas noches le confesé que era poeta, músico y filósofo. Entonces me contó aquella anécdota que figura en el Talmud, en una narración de Rabí Meir: “Cuando estudiaba con Rabí A’kiva, yo acostumbraba a poner vitriolo en la tinta y él no dijo nada. Pero cuando fui a ver a Rabí Isema’el, me preguntó: “Hijo mío, cuál es tu profesión?” Yo respondí: “Soy escriba”. Y él me dijo: “Hijo mío, ten cuidado con tu trabajo porque es la labor de Dios; si omites una sola letra, o escribes una letra de más destruirás el mundo”. Y bien. No sé si había destruido el mundo pero estaba seguro de que el mío estaba descompuesto. ¿Qué letra de más o de menos habría escrito? ¿Qué nota discordante habría tocado?
Aquella noche llegué a la casa abrumado por esos enigmas y encontré a Isaac enfermo en cama, la barba despeinada sobre la camisa abierta y la respiración anhelante. Sofía estaba a su lado. Se compadeció al ver en mi semblante las huellas de esas guerras y se ofreció a leerme el Tarot. Era la primera vez que asistía a ese rito milenario, que, me explicó, estaba profundamente emparentado al proceso esotérico de la Cábala y cuyos veintidós arcanos mayores tenían una íntima vinculación con las letras hebreas.
Las cartas estaban allí, extendidas sobre el mantel a cuadros de un rojo desvaído. Luego de dar vuelta la que por indicación suya saqué del mazo, la colocó ante mis ojos.
— Es el loco — dijo —. Nuevos comienzos se avecinan.
Contemplé aquella figura de un joven tocado con gorro de bufón y atavío de peregrino, que avanzaba sin preocuparse del perro que le agarraba la pierna. Su semblante trasuntaba ingenuidad e inocencia y sobre su hombro colgaba una alforja al borde de un palo. Otro le servía de báculo.
— El Loco ha roto toda relación con su familia y su entorno. No le importa la dirección que toma.
— ¿Ése soy yo? — musité. Últimamente me había sentido el bufón de la corte, sobre todo luego de las calumnias del proceso abierto en mi contra por las autoridades del Colegio.
— Se halla a punto — continuó ella sin reparar en mi interrupción, y como si estuviera leyendo algo inaccesible para mis ojos profanos — de penetrar en un mundo lleno de ilimitadas posibilidades. Lleva en su alforja las experiencias y también los errores cometidos.
— ¿Qué debo hacer? — pregunté, ávido de una respuesta, de la respuesta.
— Yo sólo digo lo que las cartas indican. Ellas no hablan en forma lógica sino con símbolos y metáforas. No dicen abiertamente, sugieren el camino — y, sin dar lugar a otra pregunta, continuó —: Mi padre siempre advierte que no demos un sólo paso fuera de la senda fijada por la sociedad pues tal vez no regresáramos. ¿Podrías decir que has seguido esa consigna?
No, no la había seguido. Me había apartado de la senda trillada, había desafiado los poderes terrenales y debía asumirlo. No necesité que continuara la lectura. Hacía mucho que había entendido que toda búsqueda es partida. Nos alejamos de nuestra madre... y continuamos alejándonos de nosotros mismos. Profunda, dolorosamente, me golpeó la certeza de que nuevamente la Aventura golpeaba a mi puerta.
La sensación: ese hilo que me ata a la tierra, esa moneda ardiente que quemaba mi mano. Nada existe, no existe la realidad; sólo la sensación. Aún perdura en mí, mientras un soplo de vida levante mi pecho. Aún escucho afuera el bramido del viento, el ladrido lejano de algún perro, aún acaricia mi mano el roce fresco del lino de la sábana, el olor al yodo con que Eulogia me cura cada tarde. Esto es lo que soy, esto es todo mi mundo. El resto es silencio. Lo humano es tan frágil pero tan horrendamente hermoso. Con todo, tengo la impresión de que respiro. ¿Acaso respiran los ángeles? Y no tengo la menor gana de ser uno de esos pájaros estúpidos He pedido que no traten de apaciguarme los dolores. Fui un junco que siente y pretendo serlo hasta el final. ¿Cómo siente un alma sin sentidos? La rosa lo redime todo, la música sostiene al mundo. Si pudiera escribir un poema, ya no tendría rima ni métrica, este último poema que escribo en el papel de mi pensamiento:
Cuando yo me haya ido
no podré oír el canto de los pájaros
ni sabré ya lo que es un árbol
con su queja de brisas.
Mis ojos estarán cerrados
a la luz
a la sombra
al diurno alborotar del benteveo
Mis oídos dormidos no oirán
la charla atropellada de los hijos
que tanto esperé sin que llegaran
ni mi piel sabrá de los veranos
con su rosa encendida.
El canto que brota de la tierra
invitando al amor
al juego
a la dulzura de alguna soledad acompañada
será para los otros que están vivos.
Mi cuerpo silencioso dormirá bajo tierra
ignorante del pan y las caricias.
Estoy cansado. La hora ha sonado de dejar este teatro que llamamos mundo. Mi vida se ha consumido como esa vela junto a la cual luchaba aquella noche por acabar el poema a mi admirado y bienamado amigo Manuel Belgrano. Debía leerlo al día siguiente, en las Honras que a su memoria se realizarían en la Catedral. Un año hacía que Manuel había partido. Un año en que no dejamos de llorarlo y de lamentar que, el día de su muerte, la aflicción y los alarmantes sucesos nos sumieron en tal estupor que no nos acordamos de escribir en el periódico un mísero recordatorio. Nuestro vilipendiado padre Castañeda fue la excepción en su Despertador Teofilantrópico. Pero ello no nos salvaba de nuestra negligencia. Había entonces que repararla. Sin embargo, la musa no siempre acude a nuestros llamados y es lo que sucedía precisamente conmigo pocas horas antes de leer mi Canto Elegíaco. Ya la vela se terminaba y yo aún no podía dar con las palabras. Las que expresaran el dolor en su justa medida. Pero, como decía Horacio: ¿”Qué moderación o qué recato puede darse en la añoranza de un ser tan querido?” Y, como el poeta, yo también pedí: “¡Enséñame fúnebres cantos, Melpómene!” Ahora me doy cuenta de qué manera aquello que escribía en las honduras de la noche, se aplica a las de ésta que hoy se ha abatido sobre mí. Mis ojos se cerraban, la cabeza caía sobre el papel. No sé quién me dictaba aquellos versos que mi mano, lenta, escribía:
Murió Belgrano. ¡Oh, Dios! así sucede
La tumba al carro, el ay doliente al viva,
La pálida azucena a los laureles!
Aquella mañana el mundo se detuvo. Al rayar el alba sonó el primer cañonazo y se repitió, durante cada cuarto de hora, hasta ponerse el sol. El gentío inundada las calles pues nadie quiso perderse las ceremonias, aquellas Honras correspondientes a un Capitán General en campaña. La masa enorme del pueblo se arremolinaba, fluctuaba como un océano. Además de las calles, obstruidas por el pueblo, los balcones y las azoteas no tenían un resquicio libre, desbordándose por sus balaustradas mujeres con las manos abarcando las flores que arrojarían al carro fúnebre, que pasó sobriamente adornado con penachos y cortinados de luto. Iba tirado por seis caballos oscuros, cada uno de ellos llevado de la brida por un moreno, vestido elegantemente de negro. Estaban presentes las cruces de todas las parroquias y comunidades religiosas. Un sol tibio nos calentaba apenas mientras los amigos más íntimos de Manuel caminábamos con dificultad, abriéndonos paso entre los hombres y mujeres, muchos de hinojos en plena calle, las negras enjugándose los ojos con grandes pañuelos de todos los colores. Nuestra columna tardó una hora y cuarenta y cinco minutos en llegar al templo. Al frente del cortejo iba el Gobernador, seguido por todo el cuerpo de oficiales del ejército, de riguroso luto militar. Lo seguían los agentes de Chile, Estados Unidos y Portugal. A nuestro lado desfilaban también los jefes de oficina y empleados públicos. Todos con caras compungidas y el semblante serio de los que saben que algunas cosas se viven una sola vez. Se formaron el estado mayor a caballo – el regimiento primero de línea, el de cazadores, la legión patricia, la legión del orden, una compañía de húsares- y la artillería montada con cuatro piezas que, al entrar el cuerpo en el templo hizo oír sus disparos. Como estaban prohibidas las representaciones teatrales, esa noche no se pondría en escena mi Clarisa y Betsy. Llevaba en mi bolsillo, cuidadosamente doblado, el recorte del artículo que días atrás había salido en EL Argos con motivo del estreno. Puedo recitarlo textualmente aún hoy, a tres años de aquel sucedido que aceleró mi corazón con latidos de gozo: Clarisa y Betsy es una de las mejores piezas de las que se llaman melodramas: de aquellas que tienen bastante música y suficiente acción muda por demostrar que son comedias: e igualmente diálogos por convencer que no son pantomimas — una especie bastarda engendrada en los teatros menores de París: pero que tanto allí como en todas partes reprueba el buen gusto. Es que yo también, como Rousseau con su Pygmalion, quise ponerme a prueba en ese género en el cual las palabras y la música, en lugar de marchar juntas, se hacen entender sucesivamente y en donde la palabra hablada es de alguna manera anunciada y preparada por la frase musical. Esa “ópera sin cantores”, como la llamara mi adorado Mozart. Con Morante formábamos una dupla perfecta, tal era la armonía con que su texto se entrelazaba a mi música, escrita en aquellas febriles noches que precedieron al estreno.
— ¿Qué opinas? — pregunté, volviéndome hacia Juan Cruz, unos pasos atrás.
— Que el pobre Manuel era un lujo para esta república de pacotilla y ubicada en el extremo del mundo. Esto no servirá para que las cosas sean como él hubiera querido. Debimos interrumpir el diálogo pues ya el gentío se metía entre nosotros, separándonos.
Las piernas me temblaban mientras subía al púlpito. Me preguntaba si estaría a la altura de tan augusto homenajeado. Mi mirada abarcó los vestidos y mantillas enlutados, los botones dorados de las casacas, las pecheras de encaje, las manos recubiertas de anillos. Y seguí con la vista baja y vi las caras, las de ellas, las mujeres, caras limpias y caras frescas, caras pintarrajeadas y cara secas, y vi sus cabezas grises, cabezas negras y cabezas rubias, todo eso vi antes de decidirme a comenzar. Traté de que mi voz no se quebrara cuando, en aquel silencio expectante de llanto contenido, en aquella mezcla de desesperanza y de vindicación, comencé a leer las estrofas que terminara pocas horas antes:
¿Adónde alzaste fugitivo el vuelo
Robándote al mortal infortunado,
Virtud, hija del cielo?
Mi corazón aceleraba su latido asustado y mis palabras retumbaron como retumba el eco. Como al caer una piedra en el agua, sus ondas se fueron ensanchando cada vez más, hasta cubrir todo el ámbito. Sentí cómo la escena que imaginara la víspera se ajustaba a lo que allí estaba sucediendo. Lo escribí días después para El Argos, en la Oda a la Oración Fúnebre pronunciada por Valentín Gómez:
Era la hora: el coro majestuoso
Dio a la endecha una tregua; y el silencio
Antiguo amigo de la tumba triste
Sucedió a la armonía amarga y dulce...
De pronto comprendíamos que personas como Manuel se dan una o dos veces en la historia. Y yo fui privilegiado con su amistad, con su trato bondadoso y llano. Realmente amé a ese hombre, de este lado de la idolatría.
Por la tarde se realizó el banquete fúnebre en casa de Sarratea. Cuando, luego de Rivadavia y los invitados de mayor rango, me llegó el turno de derramar la copa sobre las flores del festín, recordé que los antiguos tenían la idea del río de Leteo, el río del olvido. Aquélla de que después de la muerte bebemos y olvidamos. Pero yo, que estaba vivo, no deseé olvidarlo, sino todo lo contrario. Quería que su recuerdo quedara encendido en mí para siempre. Sin embargo, el tiempo es nuestro enemigo y pelea por robarnos hasta las lágrimas que vertemos por los que amamos. Es lo que traté de expresar en esos versos que leía ante un público expectante:
Pero el tiempo...¡cruel! y ¡cuál se engaña
El hombre en su consuelo! ¡Vuela el tiempo!
Así ha volado el mío, el de mi breve vida. Ahora que estoy a punto de atravesar las aguas del Aqueronte, vuelvo a ti, querido Manuel, te pido que me tomes de tu mano para llegar a esas mismas praderas en donde seguramente descansas. También a él se lo pido, al anciano que dice ser mi descendiente. Alcanzo a distinguirlo, sentado en el extremo de esta cama de agonías. Me habla, pero ya apenas puedo escucharlo. Y, mientras alguien me arrastra lejos, muy lejos, le digo, indiferente al destino que puedan tener mis palabras: El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata pero yo soy el río; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente es real pero yo soy Lafinur.
Comprendí pronto, Eulogia, que la música y la palabra eran dos caras de una misma medalla. ¿Acaso una nota no equivalía a una letra del alfabeto, tal como los números de la Cábala? Cada pieza era para mí como un mensaje que, mientras recorrían las teclas, mis dedos trataban de descifrar. Ahora pienso que tal vez me hiciera filósofo porque nunca llegué a sentirme cabalmente un poeta. Y músico... ¿Cómo aspirar a esas alturas luego del divino Mozart? Nunca olvidaré el salto que dio mi corazón cuando me enteré de que habíamos nacido el mismo día, un 27 de enero, el mismo también que San Juan Crisóstomo, cuyo destino tanto se ha parecido al mío. Seguramente ésa fuera la razón de que su nombre completo fuera nada menos que Johannes Chrisostomus Wolfang Amadeus. A veces, preludiando, soñaba que yo también era ese niño genial. Porque ¿sabes? tenía tres o cuatro años cuando alguien, no recuerdo quién, tal vez uno de los tantos forasteros que llegaban a nuestra casa atraídos por la fiebre del oro, me regaló un pianito de juguete en que las teclas hacían vibrar placas de vidrio. Muchas horas pasé junto a él desentrañado los sonidos, maravillado de que yo fuera el artífice de semejante milagro. Ayudaba también el hecho de que a mi alrededor se hiciera mucha música. Ya te he contado, Eulogia, que a mi abuela le gustaba cantar y recitar y mi madre no era una pianista mediocre. Una tarde tocaba algo tan bello que no pude contener un grito de entusiasmo. A mis ansiosas preguntas me dijo que se trataba de la Fantasía en Re Menor de Mozart. Supe enseguida que ése, y no el de la dura montaña, era el oro de mis desvelos. En ese mismo momento comprendí también que no pararía hasta fabricar mi propia música. Pues no separé jamás mi necesidad de tocar piano y componer, así como la lectura me llevaba al papel con una urgencia tan perentoria que parecía pegado no a una nariz, como en el célebre verso, sino a la pluma. Y quería escribir algo tan delicado y profundo que diera la impresión de que la invención musical y poética nacía de mí espontáneamente. No tuve muchos maestros. En Córdoba estudié algunos años con el organista de la Iglesia. Pero cuando me fui de casa no pude seguir pagando las clases, de manera que puedo decir que lo poco o mucho que sé lo aprendí por mí mismo. Recuerdo a la buena de Josefina Cuenca. Un día que, de visita en su casa – Juan Cruz y yo éramos amigos de Ramiro, uno de sus hijos – toqué una pieza de mi invención, se mostró entusiasmanda y me dijo que podía ir cuando quisiera a practicar en su piano. Juan Cruz, contrariando mi necesidad de mantener el secreto, le contó que yo había dejado mi casa y que ya no podía disponer de uno. Comencé pues a ir bastante seguido, lo que me causó muchos castigos en el Monserrat, ya que los internos teníamos prohibido salir durante la semana. Esto se volvió mucho más rígido cuando me dieron el cargo de bedel. Yo me escapaba lo mismo, resultado de lo cual debí pasar en el cepo toda una gélida noche de agosto. Tal vez el asma que a veces me aqueja tenga su origen allí. Pero te estaba contando de qué manera tan natural me divertía en improvisar, mezclando mi invención a mis recuerdos y extrayendo mi música de la de otros. Es que, como alguna vez me oíste decir, un compositor preludia como un animal excava su madriguera. El menor accidente lo retiene para conducirlo a su propio camino. En buena hora, pues, que el dedo resbale. No de otra manera se logra se logra una obra propia. Ay, Eulogia. Y luego de que te encontré, qué bellas horas pasábamos en la sala de música que amueblaste especialmente para mí. Los sombríos corredores abrazaban la fuente de piedra en el centro del patio y, mientras el agua fluía cristalina regando los canteros de peonías y violetas que con tanto esmero cuidabas, de mis manos brotaba también la música como si proviniera del mismo manantial. Era bello saberte a mi lado, sentada en el sillón de pana azul, el bordado descansando en tu regazo pues decías que te era imposible ocuparte de nada mientras me escuchabas. Al terminar y volverme a escrutar en tu rostro la impresión que la pieza te había causado, veía a veces tus ojos llenos de lágrimas y puedo asegurarte que ése es el mejor premio que he tenido como músico, aun cuando haya sido aplaudido ocasionalmente en el teatro, como aquella vez con Clarisa y Betsy o luego con la Canción Nacional, aquí en Chile. Me decías que el alma se te volvía leve al escucharme y que te adentrabas en un territorio fascinante y desconocido donde las tonalidades tenían cada una su carácter y su color. Asegurabas que por ellas viajabas del día a la noche y de ésta nuevamente al día. Es que yo también lo he sentido. Recuerdo que una vez escuché en el teatro un aria de Mozart, creo que era la de Fernando en Cosi fan tutte y alcancé de repente ese estado de gracia que tanto cantaron los místicos. Como si algo que no pertenecía a este mundo hubiera bajado sobre mí. Esa sensación no me abandonará mientras viva. Tal vez me sirva para recorrer los caminos del más allá, pues ya sabemos que una cosa bella es un goce eterno. La música fue mi palacio encantado, la torre donde me refugiaba de la estupidez del mundo. Me han humillado tanto, tanto escandalicé que todos los otros bienes de la vida parecen candelas a su lado. No creo equivocarme al sentirme parte de esa raza maldita que son los artistas. Ellos componen, escriben y eso es suficiente para que la estabilidad de la sociedad se vea perturbada. Pero ya sabemos que ésta tiende a eso, en cambio el artista se alimenta de lo eterno. Ah, tienes razón, Eulogia, me fatigo. Pensé que a tu lado podría, por fin, terminar esa sinfonía que bulle en mi cabeza desde tanto tiempo atrás. Me incitabas a trabajar, a llenar de notas la partitura que descansa sobre el piano como a la espera del día en que todo vuelva a ser como antes. Pero no. Mi vida es como esa pieza que quedará inconclusa. Porque, como dijo el genial Shakespeare, el resto, amor mío, es silencio.
Daba una y otra vuelta en la cama sin poder dormir. Sentía un aro de acero en la frente y un aleteo de mal augurio en el corazón. Se preguntaba si a él también podría aplicársele ese dicho de que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Porque no había visto la ignominia. Y ahora ella se había adueñado de su vida, había destruido sus resortes más íntimos, lo había dejado al borde de la desesperación. De nada valió el empeño por seguir luchando. La Sociedad Valeper no le proporcionaba ninguna fuente de subsistencia. Los alumnos de música lo abandonaban. Los artículos del Curioso apenas le alcanzaban para que Carmencita y él tuvieran algún plato de comida en la mesa, salpicón las más noches, como en la de aquel otro caballero andante. Y, como éste, tomó la decisión de alejarse de esa ciudad que en algún momento creyera suya. Esa misma mañana partiría. Desde Mendoza, Lorenzo Güiraldes le ofrecía unas cátedras de literatura y francés en el Colegio de la Santísima Trinidad. También lo necesitaba, decía el parte que la mensajería trajo diez días atrás, para llevar adelante el proyecto de la Sociedad Lancasteriana. Pensaba que podría olvidarse de los días de infamia y había luchado con todas sus fuerzas para que así sucediera. Pero ahora volvían a su mente con una fuerza nueva, como si quisieran decirle que hay cosas que no se pueden recomponer: la vida de alguien, la reputación de alguien. Muchas veces se había sentido cansado de su vida y deseado no llegar a viejo, pero una cosa es soñar y otra muy distinta tener que afrontar el sueño hecho realidad. Ahora, lentamente, iba diciendo adiós a la silla donde cada día colgara su traje, al espejo que reflejara su máscara, a la ventana desde donde tantas mañanas lo alegrara la breve diafanidad del cielo. Adiós a los breves gestos cotidianos: las dos manos en la jofaina para retener el agua que lavaría los restos de sueño y así presentarse en la clase con su donosura de clavel, sus pasos en el patio ajedrezado y terso. Amaba la libertad, esa vieja alcahueta, es naranja prohibida que nunca tuvo miedo de saborear. Se sentía ahora como un musgo sobreviviendo entre sus propios escombros. Aquel desdichado informe del Cancelario. Rara vez se presentara suceso tan desagradable y escandaloso para las personas de cristiana educación como el que motiva este informe, comenzaba diciendo Andrés Florencio Ramírez, en queja elevada a la autoridad. Y a continuación se despeñaba en una serie de agravios y calumnias: que lo había encontrado tocando el piano en una casa contigua al colegio mientras los alumnos estaban solos en el aula. Toda era una vil mentira, obra de los seminaristas que participaban del curso, escandalizados de que él ejerciera la libertad de conciencia que siempre pregonara y se abstuviera de obligarlos a cumplir el precepto de comulgar. Lo escuchaban, sí, tocar música por las tardes, luego del horario de clases, en esa casa que alquiló a una prima de Joaquina y que le vino como anillo al dedo por su proximidad con el colegio. No pasaba día sin que se sentara en el taburete, antes de volver a salir al teatro o a las tertulias, las ventanas abiertas a la calle. No era raro que los transeúntes se detuvieran a escucharlo. Pero lo de la comunión les dio la perfecta excusa para denigrarlo. ...que era un escándalo que no los hubiera presentado a comunión de regla en los dos años de Curso que llevaba: que si los presentaba, me daría por satisfecho y quedaría todo tranquilizado. Ésa era, pues, la madre del borrego. La causa por la que trataron de convertirlo en un criminal, en un discípulo del diablo. La contestación no tardó en llegar. Una breve carta que Carmencita se encargó de entregar al Cancelario. Le pedía allí que examinara a los jóvenes sobre conocimientos que otro hombre se hubiera dignado de la gloria de presidir.
Yo le doy las gracias, porque con ese motivo hoy nos hemos puesto en aptitud de ser conocidos. El Público es un tribunal que ningún hombre de bien rehusa comparecer. No me excita mi reputación, porque no la creo ofendida, me excitan intereses que valen más que ella, y sobre los que he callado sin acordarme que más veces es necedad la moderación. Antes pues de ponerse una cuestión de derecho, yo quiero fijarlas de puro hecho. Ud. examinará a los jóvenes que han perdido tiempo conmigo.
No será en vano que advierta yo a usted que se prepare y que nunca se preparará demasiado.
Él había buscado liberarse de la vieja muleta de Dios para ser un hombre de rigor, de autodisciplina, de búsqueda de ideales. Así lo reconoció el gobierno, ordenando que se pusiera al frente del Curso luego de dos meses de suspensión. En realidad nunca lo había interrumpido ya que los alumnos, imposibilitados por la orden del Cancelario de concurrir al aula, la trasladaron a su casa. Caían a cualquier hora de día y de la noche y él continuaba tomándoles allí las lecciones. A veces iban al café de Marcos y luego terminaban todos en alegre jarana riendo y cantando, el copón de vino en la mano. Alguna vez fueron juntos al lupanar, a calentarse con la risa de huracán de Victoria, la dueña, a gozar con las chicas, en ese pozo de agua dormida que la mujer tiene entre las piernas. ¿Y por qué no? Tal vez ésa fuera la única forma de enseñanza, la de dialogar fuera de todo ámbito convencional, tal como lo hiciera Sócrates, siglos atrás. Pero Sócrates no se libró de la cicuta. ¿Por qué habría de librarse él? No quería continuar. Ya había perdido allí su vida. Era hora entonces de romper sus ligaduras, de abandonarse del todo. Harto estaba de ultrajes y desprecios. Decían que, de existir aún la Inquisición, él hubiera debido arder en ella para que se quemaran los diablos que lo llevaban a blasfemar. Decían que debía acercarse a la Iglesia para purificar su alma. Decían... Pero ya no le importaba. El sueño, el bendito sueño no acudía a sus ojos, así es que se levantó, encendió la veladora, se acercó a la mesa y, pluma en mano, comenzó a escribir. En la sombra, las palabras brillaban como si fueran diamantes.
Carta a Lafinur
Querido Lafinur:
Me avergüenza decir que sólo te descubrí en medio del camino de mi vida, y de una manera por demás fortuita, a pesar de que tu nombre estuviera entrelazado con el mío desde mis más tempranos años. A la vuelta de mi casa se levantaba la Escuela Lafinur, nombre tan cotidiano e inolvidable ya que la placita — así llamábamos a las amplias veredas que la rodeaban — recibió mis primeros revolcones cuando, luego de una inolvidable mañana de reyes en que descubrí que éstos me habían dejado nada menos que una bicicleta, supliqué a mi madre que me llevara a ella a aprender a conducirla. Cómo me costó, Lafinur, mantener el equilibrio y salir airosa desafiando la brisa mañanera en aquellas dos ruedas, como si de golpe me hubiera convertido en un ser mágico de esos que deambulaban en mis cuentos, en una heroína semejante a Miguel Strogoff o vaya a saber cuál otro amado personaje. No recuerdo si en la escuela había un busto tuyo. De haber sido así, seguramente me miraste desde tus alturas de hombre célebre e ignoto para mis breves años con una aprobación divertida. Esa hazaña la he repetido muchas veces en mi vida, sobre todo con esta novela en que trato de asir tu huidiza figura. Cuando compruebo que sí, que a pesar de mi incredulidad y falta de fe la estoy escribiendo me digo bravo - tal como me decía en aquellos tiempos - puedo mantener el equilibrio. Pero mejor no regodearse tanto en estos placeres pues de pronto viene el inesperado porrazo. Porque ¿qué es Lafinur el escribir, y vos lo sabrás mejor que yo, sino mantener el equilibrio en esas dos ruedas de la escritura?
Allí también saborée por primera vez el fruto de la morera, que si bien no fue el fruto prohibido del paraíso, me llevó al conocimiento de aquello tan liviano y etéreo, de ese pequeño y terso y dorado huevo que mi mamá me informó eran los capullos que albergaban a los gusanos que fabricaban la seda. Y me costó mucho entender que de aquel aislamiento que era la crisálida pudieran salir los seres ingrávidos e impalpables y alados que conocía como mariposas. Tal vez para ello debiera pasar mucho tiempo y experimentar en mi propia vida que la soledad y la tiniebla son los capullos de donde proceden las sedas de los poemas, los cuentos, las novelas que, como aquellos insectos, aletean por el mundo llenándolo de historias.
Lafinur se llamaba también el Colegio Nacional situado plaza de por medio con la Escuela Normal de Maestras a donde acudí durante once años. En ese colegio mi madre ejerció alguna cátedra. Pero lo más importante es que de allí surgían los bellos especímenes que hicieron las delicias y torturas de mi adolescencia. Aquellos muchachos, como decíamos entonces, que nos devoraban con sus miradas plenas de una avidez que apenas comenzábamos a reconocer en nuestros pechos. Detrás de sus rejas pasaba muchas horas de su vida el dueño de aquellos ojos negros con cuya mirada me cruzaba fugazmente en nuestras vueltas a la plaza y entonces sentía cosquillear en mí la secreta certeza de que esa mirada me estaba destinada especialmente. Allí sí había un busto con tu figura, busto del que ni cuenta nos dábamos en nuestros ardores adolescentes, pero desde donde tal vez nos mirabas complacido y regocijado porque de esos fuegos vos comenzaste a saber desde muy temprano.
El reencuentro con tu figura me vino mucho después, cuando regresé de la obligada diáspora que al igual que vos sufrimos algunos compatriotas. Tal vez fueras vos el primero en experimentar en carne propia los peligros que entraña la búsqueda del conocimiento y la libertad para expresarlo. Por esos años accedí a un empleo en la Dirección de Bibliotecas Municipales. En el Departamento estaba encargada, junto a algunos compañeros, de catalogar los libros que ingresaban, tarea tediosa y fantasmática que me ponía en contacto con los nombres de los autores y los títulos de sus obras pero no con el libro en sí. Era la sombra de aquellos objetos amados lo que tenía entre manos. Uno de aquellos días, el Director me encargó escribir la historia de las bibliotecas. Fue él quien me sugirió entrevistar para ello a Jorge Luis Borges, que también transitó por aquellas lides bibliotecarias en sus años de juventud. Poco tiempo después yo me iría de ese lugar y la tarea encomendada no llegó a concretarse, pero de la entrevista guardo un inolvidable recuerdo.
Aquella mañana otoñal la puerta se abrió en un departamento de la calle Maipú, y apareció ante mis ojos, plácidamente sentado en un sillón, con ese gesto tan suyo de cruzar las manos sobre la empuñadura de su bastón, el hombre que no me hablaría de sus maravillosos cuentos ni de sus extraordinarios poemas sino que relataría su experiencia de humilde empleado municipal. Yo lo escuchaba hablar pensando que la llaneza con que relataba sus desventuras de aquella época no condecía con el aura del escritor más inteligente y erudito del mundo. No, estaba allí como un simple mortal, Bepo desperezándose a sus pies mientras se explayaba sobre sus ya legendarias desventuras:
— Mi tarea, que compartía con quince a veinte compañeros, consistía en catalogar y clasificar volúmenes de la Biblioteca que hasta el momento no habían sido catalogados —. Y continuó contando cómo, al ver la velocidad con que trabajaba, aquellos compañeros lo llamaron aparte para pedirle que la redujera, pues los haría quedar en evidencia ante los superiores. Me dije entonces que si él pudo transitar por aquellos infiernos por qué debería ser yo liberada de ellos.
— ¿Cuántos años estuvo? — pregunté con timidez.
— Duré diez años allí — y me pareció que sus ojos pálidos de ciego eran velados por una sombra melancólica.
La conversación derivó por otros cauces y, en algún momento, le comenté que yo era de San Luis. Entonces sus labios se entreabrieron en una sonrisa complacida:
— De San Luis, La Carolina más precisamente, era un antepasado mío: Juan Crisóstomo Lafinur, que fue desterrado por sus ideas sobre el sensualismo — y seguidamente me recitó el Soneto de la rosa, el mismo que vos, Lafinur, le enviás a tu amada Lucía en mi novela. Una vez más tu nombre atravesaba mis días. Pero no fue sino varios años más tarde, cuando leí tus poemas y tu biografía en publicaciones de mi provincia, que tuve la certeza de que no descansaría hasta escribir una novela sobre vos. Y bien, aquí me tienes, luego de años de fatigar libros, bibliotecas, archivos para enterarme sobre tu persona. Sin embargo como San Juan de la Cruz, repito aquello de:
Y no quieras enviarme
de hoy ya más mensajeros
pues no saben decirme
lo que quiero.
Y todos más me llagan
pues déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.
Pues es poco lo que se dice de vos en esos farragosos libros. Entonces me decido a recrearte como si alguien o algo me dijera que la imaginación tiene razones que la razón no conoce y que probablemente estés más vivo en estas mal pergeñadas líneas que en las abrumadoras enciclopedias, historias de la literatura o textos de filosofía. Que tal vez pueda dar cuenta aquí de ese Lafinur íntimo, capaz de amor y de amistad que trato de asir en mis inseguras palabras. Porque, Lafinur, vos lo supiste más que nadie, los humanos morimos, vivimos y morimos. Y el resto es literatura.
Buenos Aires, 17 de marzo de 2005
Debo decir que para esta novela he realizado lecturas, algunas vinculadas con la vida y obra de Juan Crisóstomo Lafinur y otras que, si bien directamente no lo están, me han ayudado a recrear la época y las situaciones que aquí se presentan. No es la siguiente una bibliografía sino una especie de lista de algunos de los autores que me ayudaron en mi apasionante recorrido:
Juan W. Gez, José Luis Busaniche, Juan María Gutiérrez, Manuel Mujica Láinez, Jorge Luis Borges, Alexander Gillespie, Thomas George Love (Un inglés), Santiago Calzadilla, Ricardo Rojas, Juan Agustín García, Alberto Piccirilli, Boleslao Lewin, Bartolomé Mitre, José María Paz, Lucio V. Mansilla, Mariano Bosch, Adolfo Casablanca, Julio César Cháves, Lucía Gálvez, Bernardo Lozier Alamán, Roland-Manuel, Hannelore Marek, J. Combarieu, Germán Arciniegas, José M. Mariluz Urquijo, Fernando Benítez, Jorge Luis Borges, María Ester de Miguel, Alicia Jurado, María Esther Vázquez, Volodia Teitelboim, María Graham, Vicente Pérez Rosales, Domingo Faustino Sarmiento, Evelyn Fischburn y Psiche Hughes, Guillermo Furlong, Juan Cruz Varela, Arturo Capdevila, Félix Luna, Alonso Carrió de la Vandera: Concolorcorvo, F. Ignacio Rickard, H. M. Brackenridge, Benjamín Vicuña Mackenna, Vicente Fidel López, Rosa Guaycochea de Onofre, Berta Elena Vidal de Battini, María Delia Gatica de Montiveros, Jesús Liberato Tobares, Juan Draghi Lucero, Pastor S. Obligado y Víctor Gálvez, Roberto Alifano, Saúl Sonwski, Jorge Mejía Prieto, Lenain, José A. Wilde, Lily Sosa de Newton, Félix Weinberg, Julio Raúl Lascano, Raúl H. Castagnino, Fernando Rosemberg, Leoncio Gianello, Ana Lucía Frega, Vicente Gesualdo, Delfina Varela de Ghioldi, Damián Hudson, Arturo Reynal O’Connor, Luis Ordaz, Teodoro Klein, Vicente (¿) Zapiola, Lucía Gálvez, Adolfo Colombres, Eduardo Galeano, César Rosales, José Luis Lanuza, John Locke, Antonio Luis Claudio, Duque de Tracy, Condillac(¿), Jean Jacques Rousseau, Julián Barroso Rodríguez, Alberto Rodríguez Sáa, Georges Duby y Michelle Perrot, Horacio Salduna, Octavio Battolla, Alberto Larrán de Vere, Raquel Prestigiacomo y Fabián Uccello, Laura Vilariño y Paola Aguilar, Higinio Otero, Juan Jacobo Rousseau, Voltaire, Urbano J. Nuñez, Efraín Bischoff, P. Grenon, Ricardo Levene, Mariquita Sánchez, Eduardo Gutierrez, Rubén Carámbula, Carlos Villafuerte, Luis Franco, René Favaloro, Luis Alberto Romero, María Lourdes Díaz Trechuelo - López-Spínola, Pedro Henríquez Ureña, Subercaseax, Gonzalo Abella, María Luisa Olsen de Serrano Redonnet y Antonio Serrano Redonnet, Giulano Di Bernardo, María G. González de Díaz Araujo, Ambrosio Romero Carranza, Héctor Berlioz, José Mármol, Juan Bautista Alberdi, Juana Manuela Gorriti, Juan Cruz Varela, Pierre Le Pape, Roland – Manuel y Nadia Tagrine, Isidoro de María, Jean-Paul Corsetti, J. Combarieu y, por supuesto, la obra de Juan Crisóstomo Lafinur, que comprende Curso Filosófico y Poesías.
Ediciones Fundación Victoria Ocampo. Buenos Aires, 1996
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