La primera vez que Marcela vio a Vicente Somers fue aquella noche en que Fabricio la invitó a pasar el Año Nuevo en la casa de su hermana. Toda esa tarde estuvo desfilando frente al espejo, desechando uno tras otro los vestidos que sacaba del placard. Nada le parecía suficiente para sentirse adecuada en aquella ocasión que, además de insólita, venía a confirmarle que, cuando estamos anclados en el mar de lo rutinario, la marea a veces puede traernos una vela. Así se venía sintiendo luego de la ruptura con Alberto. Pensó que la vida daría un vuelco luego de los doce años que estuvieron juntos, pero ese último tiempo había sido el peor de su vida. Los dos trabajos, además de Gabriela, que a los diez años demandaba una atención desmedida, sobre todo luego de la partida del padre, la habían dejado al borde del colapso y con una sensación de vacío que ya casi nada podía calmar. Por eso aquella tarde, cuando leyó el nombre de la tarjeta que el encargado le extendía y luego esas escuetas líneas: “Estoy en lo de mi hermana Socorro, llamame, además del número de teléfono y la firma, Fabricio Olivares, su corazón se puso a galopar en una forma totalmente descontrolada. En ese tiempo no tenían teléfono así es que dio un rapidísimo beso a Gabriela que se empeñaba en su tarea sobre la mesa del living y corrió a buscar un público.
— Cómo estás —. La voz de él. Aún podía producir en ella un efecto de volcán.
— Bien. ¿Cuándo llegaste?
Vivía en España desde los tiempos de la diáspora. No se habían vuelto a ver luego de aquel viaje que ella hizo a Madrid, donde él vivía. Había sido su psicoanalista durante largos cinco años y la transferencia aún actuaba en ella como la primera vez en que se tiró al diván. Por eso no vaciló en hacer caso de aquellos versos de Blake: “Quien desea y no obra engendra peste” y, en cuanto pudo, sacó un pasaje a España. Por esa época ellos vivían en México. Pero aquello había sido un rotundo fracaso. Ambos estaban casados y decidieron que no era la mejor forma de encontrarse. Marcela regresó a México, a los brazos de Alberto, quien la recibió sin demasiadas averiguaciones. Además no se sentía capaz de abandonar a Gabriela. Y ahora él aquí, en Buenos Aires. Y se aprestaba a reencontrarlo.
— Esta mañana — contestó—. Vine a ver a mis hijos.
Ah, sí, los hijos de él y Ana, su primera mujer. Aquélla por la que tantos celos la atormentaran, ¿cuántos años hacía? A veces aquellos quince años le parecían una eternidad. Otras, algo así como si aún fuera la joven de veinticinco que llegara a él por problemas de amor.
La pregunta surgió, aborreciblemente espontánea:
— ¿Viniste con Bernarda?
— Ya no estamos juntos — . Lo escueto de la respuesta no impidió que se le erizara la piel.
Cuando se miró en el espejo de la entrada, supo que no se había equivocado con aquel vestido rosa de bambula. Ese color era el que más le sentaba y, además, tenía ese look informal al que ya se había acostumbrado. El departamento quedaba en San Telmo. La atendió Socorro, una mujer delgada unos años más joven que Gabriela.
— Fabricio está arriba, con el asado. Ahora baja.
Se sentó en un mullido sillón de cuero negro de dos cuerpos y, mientras lo esperaba, estudió los muebles modernos, la profusión de almohadones de telas coloridas, el bar en una esquina. Él tardó bastante en bajar y Marcela pensó que tal vez fuera otra más de sus tácticas. Llevaba una camisa hindú blanca y se lo veía igual que siempre, los ojos dormidos, la sonrisa cálida. Se abrazaron.
Los invitados fueron llegando, de a poco. Subieron a la terraza, donde un aire frío parecía empecinado en querer desmentir que estaban en pleno verano. El centro de la atención era Fabricio, quien no se cansaba de responder a las preguntas sobre su vida en España. Se dio cuenta de pronto que estaba sumida en un absoluto malestar. Era una invitada más. Él no parecía dirigirse especialmente a ella. Para qué habría venido. El último en llegar fue Vicente. Era un hombre fornido y un tanto bajo, de pelo entrecano y enmarañado. Sus ojos parecían cálidos detrás de los gruesos cristales de los anteojos. Se sentó junto a ella, en ese banco de plaza. En algún momento la mano de él, extendida detrás de su espalda, le rozó el hombro. Decidió marcharse poco después de los brindis.
— Yo te llevo — se ofreció Vicente.
Cuando el auto paró en la puerta de su casa, decidió que necesitaba compañía. Gabriela dormía en lo de su madre y ella no se resignaba a terminar la noche de esa manera tan decepcionante.
— Te invito a tomar un café — dijo a un alborozado Vicente —. Pero nada más que eso — advirtió.
— Te lo prometo —. En la voz de él no se detectaba el menor tono de picardía y eso la tranquilizó.
A pesar de ser ya las tres de la madrugada, charlaron como viejos amigos. Él era director de teatro, por esos días se estrenaba una de sus obras. Marcela le prometió que iría a verla. Ella le mostró su último libro de poemas. Vicente lo miró con interés y luego exclamó, con tono zumbón:
— Es demasiado: bella, joven y además con talento.
Ella ignoró el comentario y fue a la cocina. Cuando volvió con las tazas, él suspiró. Tenía un aire de fatiga.
— Cómo nos ha costado este café — rió. ¿Puedo sacarme las zapatillas?
La respuesta fue tajante.
— Aquí no te sacás nada.
Mientras le daba el beso de despedida, Vicente le dijo que la llamaría.
El segundo encuentro se produjo en pleno Coyoacán, México. México era como vendas para las heridas del corazón. Su relación con Santiago había llegado a un punto muerto. Como siempre él yéndose a pasar los tres meses de verano con su mujer y ella partía, al igual que Soraya, la princesa errante, a recoger sus pasos por los lugares amados. Es cierto que él le regalaba el viaje. Ahora no estaba segura de si, como en los primeros tiempos, hubiera dado todo por tenerlo a su lado. Había caminado hasta Coyoacán, desde lo de Malena, la amiga que la invitó y, sentada en un cantero, abrió su diario y escribió: “Me gusta México. Sus mañanas me calientan. Olores, colores, sabores. Algo de mí se quedó aquí y no se fue nunca. Corre un aire suave y Penélope- Ulises disfruta. Es que lentamente, con dificultades, aprendo a estar sola, a dejarme llevar. Ahora en Coyoacán, sentada en uno de los canteros de la plaza, siento nuevamente que todo está bien”. Decidió entrar a El Ágora, a darse una panzada de libros. En la mesa de las novedades, sintió que le apretaban el hombro:
— Lo veo y no lo creo.
No era otra que Rosario, su amiga argentina, compinche de los años de exilio. A su lado, un hombre y una mujer que entraban ya en la cincuentena, también sonreían. Rosario los presentó:
— Ellos son Adriana y Vicente Somers. Acaban de llegar de Argentina.
La sorpresa la desconcentró. Pensaba decirle a Rosario que estaba por llamarla, que la encontraba igual de mona y de joven.
— Yo te conozco — dijo, en cambio, dirigiéndose a él —. En lo de Fabricio, la noche de Año Nuevo, diez años atrás.
Vicente rió, sorprendido.
— Qué bueno volver a verte. Te habría conocido aunque no me lo hubieras dicho. Estás igualita.
— Sos un mentiroso. Pero igual me gusta — respondió, encendida por el halago.
— He leído tu última novela — dijo Adriana —. Me la recomendó una amiga y me encantó.
Entonces reparó en ella. Era una mujer menuda, de ojos azules de mirada algo fuerte, pero con una sonrisa atrapadora. Pensó que le gustaría ser su amiga.
Rosario y Marcela los llevaron al mercado. Se sentaron en un banco de madera en uno de los puestos y pidieron chiles en nogada. Tomaron horchata, conversaron de todo. Adriana era la segunda mujer de Vicente. Él le contó de aquella vez, de la habilidad de Marcela para ignorar su asedio. Por un momento se preguntó qué habría pasado si lo dejaba, si terminaban aquella noche juntos. Tal vez se habría evitado tantos años de soledad, tal vez no sabría de esa corona de espinas que llevan las mujeres que se enamoran de un hombre casado. Trató de no dejarse llevar por la melancolía y de disfrutar de esos breves momentos de expansión. Se despidieron ya entrada la tarde, luego de visitar el Museo Frida Kahlo, que Marcela conoció cuando el lugar no era, como ahora, un foco de atracción para los turistas. Volvió a verse sentada en uno de los bancos del patio — de ese patio que tanto le recordaba el de su casa — enfrascada en un libro, sin que nadie le pidiera cuentas de nada. Y Gabriela niña, corriendo bajo los árboles, llamando su atención a cada rato. Ahora Gabriela vivía con su padre y eran contados los momentos en que llegaba a verla. Intercambiaron direcciones y prometieron llamarse en Buenos Aires.
El tercer encuentro tardó otros diez años en producirse. Fue en el estreno del documental de Ulises Estrella. Ulises era hijo de su amiga Emilia y también su alumno en uno de los talleres de escritura. Sentada en el coqueto auditorio de INCA, esperaba que las luces se apagaran para sumergirse en la historia del luthier que tuvo poliomielitis y que vivía en un pueblito de San Cosme. Debió sacar la ruana para desocupar el asiento del lado, en donde el hombre esperaba ubicarse. Se miraron y dudaron. Pero no tardaron en reconocerse:
— Sos Marcela — dijo él, gratamente sorprendido.
— Y vos Vicente, qué casualidad. ¿Y Adriana? — Se felicitó de acordarse aún del nombre de aquella mujer a la que sólo viera una vez y por tan breve tiempo.
— Murió hace seis meses, de un cáncer al pulmón.
La película la transportó a otro mundo. Las bellas imágenes le dejaron una sensación de tiempo recobrado. Los paisajes de la infancia, la montaña allí, tan cerca.
Salieron juntos, luego de los saludos de rigor. Como aquella primera vez, él se ofreció a llevarla. El auto no se paró en la misma casa. Tampoco ellos eran los mismos. De Fabricio no sabían nada. A Santiago ya lo había perdido en los laberintos del tiempo y del espacio.
— ¿Tomamos un café? — Marcela lo miró y algo inapresable la conmovió.
Cuando volvió de la cocina con las tazas, miró sus pies, cómodamente enfundados en mocasines y señalándolos, dijo, riendo:
— Si querés podés sacártelos.
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