Habitants délicats des forêts de nous mêmes
Jules Supervielle
Tal vez estas dificultades se originaran en mi pasado de niña diferente. Por parte de madre, mi árbol genealógico se remontaba hasta los primeros tiempos del país, y tal vez antes. Mi padre, en cambio, era hijo de inmigrantes. Yo crecí en la atmósfera pacata de La Punta, en donde todo lo que tuviera que ver con él, ese hombre menudo de ojos increíblemente celestes que, de niña, nos estrujaba a besos, tenía la marca de la desemejanza, de la disparidad, por no decir de lo oscuro. Ahora, a la luz de años de psicoanálisis y lecturas, comprendía que todo aquello provenía de la intolerancia humana, esa que nos lleva a considerar como sospechoso todo lo que no encaje en los carriles de lo conocido. Y no era que lo desairaran o le hicieran el vacío. Todo lo contrario. Nadie podía ignorarlo muy fácilmente. Destacaba con fuerza y profundidad por su oratoria fogosa y la energía de su idealismo. Su personalidad incidía en la vida de los demás. En la intimidad, en cambio, tenía un temperamento melancólico y maneras un tanto bruscas que tal vez provinieran de una ignorada fuente de descontento interior. Estos arranques de ira ocasionaban frecuentes discusiones con mi madre. El corazón se me estrujaba al escucharlos pelear. Porque Irene no se dejaba intimidar así como así. No obstante, se mantuvo siempre en un segundo lugar, como si se refugiara de algún modo en la formalidad del matrimonio tal vez por miedo de enfrentar una vida independiente. ¿Acaso no es eso lo que nos pasa a todas? Pensaba después, muchísimos años después. Sí. Moisés era aceptado y querido en el ambiente. Pero cuando era propuesto para algún cargo público, el Obispo se alzaba en sus trece y no cejaba hasta impedirlo. De mi memoria no se apartaría nunca aquella vez que fundó el Hogar de madres desamparadas. Porque, además de médico, Moisés Vasserman era un hombre activo, preocupado por su comunidad. Plantaba árboles en las plazas, pronunciaba vehementes discursos en los acontecimientos políticos de importancia. Aquel día de la inauguración concurrió todo el pueblo. Estaba allí también Monseñor Caparelli. Católica ferviente y con apenas catorce años, me emocioné al besar el anillo que su mano me ofrecía a modo de saludo. Y presencié feliz el encuentro amistoso de mi padre y Monseñor. El hospital se llamaría María Panguián, la primera india que en esas tierras se casara con un español. Fue Ernesto Cisneros, poeta y gran amigo de Moisés quien celebró a aquella mujer, origen de la prosapia provinciana. Mi padre se decidió por aquel nombre en homenaje a su amigo y no vaciló en recitar sus versos ante la nutrida concurrencia de aquella mañana veraniega. Tardes después mamá leyó con estupor en el vespertino local una carta a los lectores en donde se protestaba enérgicamente ante aquel homenaje, contando la provincia con tantas damas dignas de ser recordadas. A continuación podía leerse una lista de siete u ocho matronas pertenecientes a lo más granado de la sociedad provinciana. La firma dejó anonadados a todos. Se trataba nada menos que de Petronila Guevara de Montero, mi tía Memé, como llamé a esa hermana de mi madre en mi media lengua de los dos años. Residía en Buenos Aires pero, por lo visto, la política de su pueblo no había dejado de interesarle, sobre todo cuando estaba implicado su cuñado, culpable de mancillar el ibérico linaje familiar con un apellido foráneo y, para colmo, judío.
Cuando, antes de casarse, Moisés anunció que no lo haría por la Iglesia, Irene creyó que bromeaba. Nunca hablaron del tema desde que se conocieran, aquella tarde de carnaval en que las amigas de ella fueron a contarle del diputadito joven y bien parecido que acababa de llegar a la ciudad. En esa época Moisés, que militaba en el Partido Socialista, era diputado nacional por Córdoba. Irene lo divisó esa noche en el corso, mientras daba vueltas a la plaza en un coche descapotado y disfrazada de madame Pompadour junto a sus amigas, entre las que se encontraban manolas, colombinas y vaya a saber cuáles otros exóticos disfraces. Era un hombre de unos veinticinco años, de ojos aniñados disimulados tras los gruesos cristales de los anteojos y una apariencia de arcángel que la conquistaron de inmediato. Parado en una esquina de la plaza, Moisés contemplaba el espectáculo sin participar. Ni lerda ni perezosa, ella vació sobre él un paquete de papel picado mientras, con la música de La Cucaracha, le cantaba unas coplas que acababa de inventar y en donde se burlaba de su pasividad. Él no se hizo rogar demasiado para seguir el juego. Esperó pacientemente que el coche pasara otra vez a su lado para arrojarle un paquete de serpentinas que cayeron sobre el cuerpo de Irene con una caricia ondulatoria. Así se inició el romance. Moisés envió a Juan Lavagno, encargado de recibirlo y uno de los pocos correligionarios que tenía en la provincia, a preguntarle si iría esa noche al baile. Ella contestó que no, pero a poco de llegar al Patio Andaluz, él la vio entrar con su madre, segundos antes de que la orquesta arreciara con aquel vals que Moisés, sin una pizca de timidez, la invitó a bailar. A la salida las acompañó hasta la casa. Allí, despierta, las esperaba doña Juana, la mujer que servía en la familia desde la infancia de Irene. “Pasen a comer”, les dijo. A Moisés le costó disimular su asombro. En su casa no se conocían sirvientes. Y que una mujer esperara a sus patrones hasta esa hora le parecía insólito, no solamente por sus ideas políticas sino por esa fidelidad a ultranza que le hablaba de un mundo totalmente distinto a todos los hasta entonces conocidos.
Ahora a Irene le parecía imperdonable no haberse ocupado antes del asunto. Jamás pensó que él se empecinaría en casarse sólo por el civil. Aquella tarde de domingo, cuando Moisés se lo anunció en un cine de Buenos Aires, comenzaron a discutir con tal vehemencia que sus vecinos de asiento, hartos de pedirles en vano que se callaran, se levantaron y se fueron. Cuando se encendieron las luces estaban totalmente solos. La boda tuvo lugar un año después. Irene debió afrontar la oposición de toda la familia, que no veía con buenos ojos a ese hombre de otra raza, de una cultura diferente y de un nivel social que no se compadecía con el que ellos ostentaban. Pero su decisión era irrevocable. Se casaría con él pasara lo que pasase.
Los padres de Moisés provenían de una aldea de Ucrania, Pereiáslev, cercana a Kiev. Muchos siglos antes fue destruida por los mongoles. De allí también era oriundo Schlome berab Nójem Rabinovich, mejor conocido como Scholem Aleijen. Alguna vez me enteraría de que el famoso escritor judío era tío de mi abuela paterna, cuyo nombre yo llevaba. Aquella abuela desconocida, ya que murió cuando mi padre era soltero, se trepaba a las rodillas de Scholem Aleijen y le pedía que le contara los cuentos que él le inventaba especialmente.
El casamiento de Irene y Moisés se llevó a cabo un mediodía de junio en el Registro Civil de La Punta. La mayoría de las amigas de Irene dejaron de saludarla. Mariano, su hermano menor, católico ferviente, ofreció su vida a Dios si su flamante cuñado consentía en entrar a la iglesia para regularizar aquello que, tal como se habían dado las circunstancias, era considerado una unión pecaminosa.
Las presiones eran muchas y constantes. Fue en ocasión de mi nacimiento que la resistencia de Moisés cedió. A pocas horas de llegar a este mundo, un repentino vómito de sangre convirtió en segundos a aquella beba robusta de piel de seda en una pasita morada ante la desesperación e impotencia de Irene, a quien Moisés dejara minutos antes para ir a preparar su examen. Por esa época, finalizado el mandato de diputado, había retomado sus estudios y cursaba el último año de medicina.
El médico de guardia acudió a los gritos de Irene y, al ver lo grave de mi estado meneó la cabeza en un gesto de desesperanza. “Téngala, señora. Esta niña se le va”. Mi madre me dejó en manos de una enfermera y corrió a pedir un teléfono para llamar a mi padre. “Hay que ponerle vitamina K”, fue su urgente recomendación no bien me vio. La hemorragia se detuvo por las recientemente descubiertas virtudes de esta vitamina, que Moisés acababa de leer en uno de sus libracos. Minutos después, a los ruegos de Irene, yo entraba en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana luego de que mi madre esparciera en mi cabeza unas gotas de agua y pronunciara la fórmula milenaria del bautismo, ante la mirada aliviada de Moisés. Una prima de Irene y su marido, llamados como padrinos, fueron testigos también de esta inusitada ceremonia.
El casamiento religioso se realizó un caluroso jueves del enero siguiente. Para ello tuvieron que pedir la dispensa del Papa, que llegó una tarde ventosa de primavera. Edelmira, madre de Irene, alquiló un coche de plaza que recorrió las calles principales del pueblo, deteniéndose ante la puerta de cada una de sus amistades para informarles que la descarriada oveja había vuelto al redil.
Al reflexionar en todo aquello, me decía cuántas complicaciones podían haberse evitado con un idealismo menos exacerbado y un mayor y más comprensivo respeto por la realidad. Mariano murió de tuberculosis el quince de enero siguiente, al cumplirse un año del casamiento. Su muerte edificante y santa quedaría como una leyenda familiar. Ese día envió a su mujer y sus hijas de tres, dos y un año respectivamente a la peluquería, pues quería verlas bellas antes de morir. El Abad de San Benito fue quien le administró la Extrema Unción. Era su confesor desde muchos años atrás y lo consideraba un verdadero santo. Luego de aquel último rito que él siguió con lúcida atención, el Abad se puso de rodillas. “Ahora me bendecirás tú”, le dijo a un Mariano estupefacto, quien se refugió en una empecinada negativa rogándole que se incorporara. “Es una orden”, insistió él. Entonces el enfermo trazó la señal de la cruz sobre la frente del sacerdote y, exclamando “Viva Cristo Rey”, inclinó la cabeza y murió.
La polémica de María Panguián duró varios meses. Me resistía a condenar a la amada tía Memé, cuyas cartas eran el maná que Lupicinio Contreras, el cartero, nos traía cada semana. Irene las desplegaba ante mis ojos y los de Florencia para luego leérnoslas en tanto nosotras recibíamos sus palabras con la misma atención que si se tratase de un cuento de Las mil y una noches.
De más está decir que el obispo se mostró partidario ferviente de la tía. Desde el púlpito, lanzaba encendidas diatribas en contra del demonio que tuvo la osadía de reivindicar a una humilde y desconocida india.
¿Cuál era mi lugar entonces? me preguntaba, en una perplejidad creciente. ¿El de mi padre, el rebelde Lucifer? ¿El de esa india desconocida y vituperada como a veces me avisaban mis rasgos desde el espejo? ¿El de aquel tío santo? ¿O el de todos los ascendientes de “sangre azul”, como remarcaba Moisés ante mi madre entre irónico y despechado? Me encontraba despedazada entre dos culturas, dos visiones del mundo que no terminaban nunca de conciliarse entre sí.
Tal vez estas dificultades se originaran en mi pasado de niña diferente. Por parte de madre, mi árbol genealógico se remontaba hasta los primeros tiempos del país, y tal vez antes. Mi padre, en cambio, era hijo de inmigrantes. Yo crecí en la atmósfera pacata de La Punta, en donde todo lo que tuviera que ver con él, ese hombre menudo de ojos increíblemente celestes que, de niña, nos estrujaba a besos, tenía la marca de la desemejanza, de la disparidad, por no decir de lo oscuro. Ahora, a la luz de años de psicoanálisis y lecturas, comprendía que todo aquello provenía de la intolerancia humana, esa que nos lleva a considerar como sospechoso todo lo que no encaje en los carriles de lo conocido. Y no era que lo desairaran o le hicieran el vacío. Todo lo contrario. Nadie podía ignorarlo muy fácilmente. Destacaba con fuerza y profundidad por su oratoria fogosa y la energía de su idealismo. Su personalidad incidía en la vida de los demás. En la intimidad, en cambio, tenía un temperamento melancólico y maneras un tanto bruscas que tal vez provinieran de una ignorada fuente de descontento interior. Estos arranques de ira ocasionaban frecuentes discusiones con mi madre. El corazón se me estrujaba al escucharlos pelear. Porque Irene no se dejaba intimidar así como así. No obstante, se mantuvo siempre en un segundo lugar, como si se refugiara de algún modo en la formalidad del matrimonio tal vez por miedo de enfrentar una vida independiente. ¿Acaso no es eso lo que nos pasa a todas? Pensaba después, muchísimos años después. Sí. Moisés era aceptado y querido en el ambiente. Pero cuando era propuesto para algún cargo público, el Obispo se alzaba en sus trece y no cejaba hasta impedirlo. De mi memoria no se apartaría nunca aquella vez que fundó el Hogar de madres desamparadas. Porque, además de médico, Moisés Vasserman era un hombre activo, preocupado por su comunidad. Plantaba árboles en las plazas, pronunciaba vehementes discursos en los acontecimientos políticos de importancia. Aquel día de la inauguración concurrió todo el pueblo. Estaba allí también Monseñor Caparelli. Católica ferviente y con apenas catorce años, me emocioné al besar el anillo que su mano me ofrecía a modo de saludo. Y presencié feliz el encuentro amistoso de mi padre y Monseñor. El hospital se llamaría María Panguián, la primera india que en esas tierras se casara con un español. Fue Ernesto Cisneros, poeta y gran amigo de Moisés quien celebró a aquella mujer, origen de la prosapia provinciana. Mi padre se decidió por aquel nombre en homenaje a su amigo y no vaciló en recitar sus versos ante la nutrida concurrencia de aquella mañana veraniega. Tardes después mamá leyó con estupor en el vespertino local una carta a los lectores en donde se protestaba enérgicamente ante aquel homenaje, contando la provincia con tantas damas dignas de ser recordadas. A continuación podía leerse una lista de siete u ocho matronas pertenecientes a lo más granado de la sociedad provinciana. La firma dejó anonadados a todos. Se trataba nada menos que de Petronila Guevara de Montero, mi tía Memé, como llamé a esa hermana de mi madre en mi media lengua de los dos años. Residía en Buenos Aires pero, por lo visto, la política de su pueblo no había dejado de interesarle, sobre todo cuando estaba implicado su cuñado, culpable de mancillar el ibérico linaje familiar con un apellido foráneo y, para colmo, judío.
Cuando, antes de casarse, Moisés anunció que no lo haría por la Iglesia, Irene creyó que bromeaba. Nunca hablaron del tema desde que se conocieran, aquella tarde de carnaval en que las amigas de ella fueron a contarle del diputadito joven y bien parecido que acababa de llegar a la ciudad. En esa época Moisés, que militaba en el Partido Socialista, era diputado nacional por Córdoba. Irene lo divisó esa noche en el corso, mientras daba vueltas a la plaza en un coche descapotado y disfrazada de madame Pompadour junto a sus amigas, entre las que se encontraban manolas, colombinas y vaya a saber cuáles otros exóticos disfraces. Era un hombre de unos veinticinco años, de ojos aniñados disimulados tras los gruesos cristales de los anteojos y una apariencia de arcángel que la conquistaron de inmediato. Parado en una esquina de la plaza, Moisés contemplaba el espectáculo sin participar. Ni lerda ni perezosa, ella vació sobre él un paquete de papel picado mientras, con la música de La Cucaracha, le cantaba unas coplas que acababa de inventar y en donde se burlaba de su pasividad. Él no se hizo rogar demasiado para seguir el juego. Esperó pacientemente que el coche pasara otra vez a su lado para arrojarle un paquete de serpentinas que cayeron sobre el cuerpo de Irene con una caricia ondulatoria. Así se inició el romance. Moisés envió a Juan Lavagno, encargado de recibirlo y uno de los pocos correligionarios que tenía en la provincia, a preguntarle si iría esa noche al baile. Ella contestó que no, pero a poco de llegar al Patio Andaluz, él la vio entrar con su madre, segundos antes de que la orquesta arreciara con aquel vals que Moisés, sin una pizca de timidez, la invitó a bailar. A la salida las acompañó hasta la casa. Allí, despierta, las esperaba doña Juana, la mujer que servía en la familia desde la infancia de Irene. “Pasen a comer”, les dijo. A Moisés le costó disimular su asombro. En su casa no se conocían sirvientes. Y que una mujer esperara a sus patrones hasta esa hora le parecía insólito, no solamente por sus ideas políticas sino por esa fidelidad a ultranza que le hablaba de un mundo totalmente distinto a todos los hasta entonces conocidos.
Ahora a Irene le parecía imperdonable no haberse ocupado antes del asunto. Jamás pensó que él se empecinaría en casarse sólo por el civil. Aquella tarde de domingo, cuando Moisés se lo anunció en un cine de Buenos Aires, comenzaron a discutir con tal vehemencia que sus vecinos de asiento, hartos de pedirles en vano que se callaran, se levantaron y se fueron. Cuando se encendieron las luces estaban totalmente solos. La boda tuvo lugar un año después. Irene debió afrontar la oposición de toda la familia, que no veía con buenos ojos a ese hombre de otra raza, de una cultura diferente y de un nivel social que no se compadecía con el que ellos ostentaban. Pero su decisión era irrevocable. Se casaría con él pasara lo que pasase.
Los padres de Moisés provenían de una aldea de Ucrania, Pereiáslev, cercana a Kiev. Muchos siglos antes fue destruida por los mongoles. De allí también era oriundo Schlome berab Nójem Rabinovich, mejor conocido como Scholem Aleijen. Alguna vez me enteraría de que el famoso escritor judío era tío de mi abuela paterna, cuyo nombre yo llevaba. Aquella abuela desconocida, ya que murió cuando mi padre era soltero, se trepaba a las rodillas de Scholem Aleijen y le pedía que le contara los cuentos que él le inventaba especialmente.
El casamiento de Irene y Moisés se llevó a cabo un mediodía de junio en el Registro Civil de La Punta. La mayoría de las amigas de Irene dejaron de saludarla. Mariano, su hermano menor, católico ferviente, ofreció su vida a Dios si su flamante cuñado consentía en entrar a la iglesia para regularizar aquello que, tal como se habían dado las circunstancias, era considerado una unión pecaminosa.
Las presiones eran muchas y constantes. Fue en ocasión de mi nacimiento que la resistencia de Moisés cedió. A pocas horas de llegar a este mundo, un repentino vómito de sangre convirtió en segundos a aquella beba robusta de piel de seda en una pasita morada ante la desesperación e impotencia de Irene, a quien Moisés dejara minutos antes para ir a preparar su examen. Por esa época, finalizado el mandato de diputado, había retomado sus estudios y cursaba el último año de medicina.
El médico de guardia acudió a los gritos de Irene y, al ver lo grave de mi estado meneó la cabeza en un gesto de desesperanza. “Téngala, señora. Esta niña se le va”. Mi madre me dejó en manos de una enfermera y corrió a pedir un teléfono para llamar a mi padre. “Hay que ponerle vitamina K”, fue su urgente recomendación no bien me vio. La hemorragia se detuvo por las recientemente descubiertas virtudes de esta vitamina, que Moisés acababa de leer en uno de sus libracos. Minutos después, a los ruegos de Irene, yo entraba en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana luego de que mi madre esparciera en mi cabeza unas gotas de agua y pronunciara la fórmula milenaria del bautismo, ante la mirada aliviada de Moisés. Una prima de Irene y su marido, llamados como padrinos, fueron testigos también de esta inusitada ceremonia.
El casamiento religioso se realizó un caluroso jueves del enero siguiente. Para ello tuvieron que pedir la dispensa del Papa, que llegó una tarde ventosa de primavera. Edelmira, madre de Irene, alquiló un coche de plaza que recorrió las calles principales del pueblo, deteniéndose ante la puerta de cada una de sus amistades para informarles que la descarriada oveja había vuelto al redil.
Al reflexionar en todo aquello, me decía cuántas complicaciones podían haberse evitado con un idealismo menos exacerbado y un mayor y más comprensivo respeto por la realidad. Mariano murió de tuberculosis el quince de enero siguiente, al cumplirse un año del casamiento. Su muerte edificante y santa quedaría como una leyenda familiar. Ese día envió a su mujer y sus hijas de tres, dos y un año respectivamente a la peluquería, pues quería verlas bellas antes de morir. El Abad de San Benito fue quien le administró la Extrema Unción. Era su confesor desde muchos años atrás y lo consideraba un verdadero santo. Luego de aquel último rito que él siguió con lúcida atención, el Abad se puso de rodillas. “Ahora me bendecirás tú”, le dijo a un Mariano estupefacto, quien se refugió en una empecinada negativa rogándole que se incorporara. “Es una orden”, insistió él. Entonces el enfermo trazó la señal de la cruz sobre la frente del sacerdote y, exclamando “Viva Cristo Rey”, inclinó la cabeza y murió.
La polémica de María Panguián duró varios meses. Me resistía a condenar a la amada tía Memé, cuyas cartas eran el maná que Lupicinio Contreras, el cartero, nos traía cada semana. Irene las desplegaba ante mis ojos y los de Florencia para luego leérnoslas en tanto nosotras recibíamos sus palabras con la misma atención que si se tratase de un cuento de Las mil y una noches.
De más está decir que el obispo se mostró partidario ferviente de la tía. Desde el púlpito, lanzaba encendidas diatribas en contra del demonio que tuvo la osadía de reivindicar a una humilde y desconocida india.
¿Cuál era mi lugar entonces? me preguntaba, en una perplejidad creciente. ¿El de mi padre, el rebelde Lucifer? ¿El de esa india desconocida y vituperada como a veces me avisaban mis rasgos desde el espejo? ¿El de aquel tío santo? ¿O el de todos los ascendientes de “sangre azul”, como remarcaba Moisés ante mi madre entre irónico y despechado? Me encontraba despedazada entre dos culturas, dos visiones del mundo que no terminaban nunca de conciliarse entre sí.
De Las amorosas- Fragmento
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