Apenas nos
despertábamos subíamos a la terraza para ver la torre. Yo pasaba la noche en
vela, en parte por la excitación del encuentro, en parte por el deseo febril de
contemplarla una vez más. Eso sucedía en los años en que mi madre se largaba a
Buenos Aires con nosotros tres: Carolina, Manuel y yo. La semana anterior a la
partida vivía horas de encantamiento mientras la contemplaba afanada en preparar
las valijas, cantando con su voz ronca de sirena la cantinela: "las
valijas están listas,/ nuestros rostros optimistas van diciendo: Uuuh. / Pronto
ya nos vamos/, para Buenos Aires / uuuh, uuuh, uuuh." Mientras ella se
afanaba en mil quehaceres yo iba eligiendo cuidadosamente los libros que
llevaría para entretenerme en el trayecto. Aunque por lo general nunca los
abría pues me era casi imposible despegar los ojos de la ventanilla, embebida
en las variaciones del paisaje. Al principio eran algarrobos, chañares y
espinillos que de tan familiares no me decían ya nada. Luego la inmensa
llanura, el puzzle con los diferentes retazos de verde, las vacas pastando.
Todo ello era una permanente fuente de deleite. De modo que los Patoruzú, El pato Donald o Los tres
mosqueteros esperaban en vano que mis otrora ansiosas manos infantiles los
abrieran, quietas ahora en mi regazo en ese abandono provocado por la
contemplación. Al llegar, la tía Agustina, los primos. Elvira era mi compañera
de juegos, ya que entre nosotras había tres años de diferencia. Mientras
jugábamos a la cuerda, yo miraba de reojo ese misterioso lugar, esa torre con
su cúpula de pizarra y paredes pintadas de blanco que, me dijeron era el lugar
de trabajo del tío Gustavo. Tenía una sola ventana que daba a la terraza,
cuidadosamente velada por una cortina de lienzo. Un día pregunté a mi madre en
qué consistía aquel solitario trabajo en el que una persona debía permanecer
como un monje con la puerta cerrada a cal y canto. "Es escritor", me
dijo sin extenderse en mayores comentarios. Alguna vez el tío Gustavo abrió la
puerta y nos dejó pasar. Era robusto y de sonrisa bonachona, lo cual no parecía
condecir con la imagen que mi mente infantil se forjara sobre un escritor. Ese
día pude observar la enorme mesa de quebracho atiborrada de papeles, la
estantería con libros, las libretas de hule negro amontonadas a un costado de
la máquina de escribir.
La estadía en
Buenos Aires duraba exactamente un mes. Los días se me pasaban volando entre
las visitas a los tíos, el encuentro con los numerosos primos cuya presencia
dejara en mí ese halo de nostalgia con que regresaba a mi pueblo. Nostalgia que
se prolongaría hasta el verano, fecha en que nos reuníamos todos en Los Nogales.
Aquel invierno
mi madre no pudo viajar y me mandó sola. A fin de año yo cumpliría los quince y
la Bertoid ,
una modista francesa afincada en Buenos Aires desde pocos años atrás pero que
ya tenía una numerosa clientela, sería la encargada de confeccionarme el
vestido. La tía Agustina me acompañaba a aquellas pruebas. Yo contemplaba
asombrada en el espejo esa transformación de oruga a mariposa cuando, enfundada
en el vestido de organza blanco con un lazo de seda rosa que terminaba en un
enorme moño debajo del corpiño, entreví a la mujer que nada tenía que ver con
la chiquilla que hasta entonces fuera.
A la última
prueba fui sola. La tía Agustina tenía turno en el dentista y le fue imposible
posponerlo pues por esos días un dolor de muelas la tuvo en un grito y sin
moverse de la cama. "El trole te deja en la esquina de casa. Ya conocés el
camino". Pocas veces andaba sin compañía en Buenos Aires, así que el
moverme por mis propios medios era toda una aventura. El trole se acercó
traqueteante y pesado y subí con decisión. Reconocí mi parada sin dificultad y
caminé hasta la casa de madame Bertoid por una calle arbolada donde los primeros
brotes anunciaban una incipiente primavera. El vestido estaba casi listo y no
pude dejar de recrearme una vez más con mi nueva imagen. "Parecés un
junco", me dijo Madame Bertoid, girando alrededor mío y observándome
complacida. "Au revoir beauté", me dijo al despedirse, lo que me dejó
una desconocida complacencia. A la vuelta otra vez el trole y caminar ansiosa a
lo de tía Agustina. Estaba impaciente por contarle lo contenta que me sentía.
Elvira seguramente no estaría pues esa tarde tenía clase en la Alianza Francesa.
Bajé en la
esquina de la
Confitería San Martín, allí donde mi primo Tito estudiaba a
menudo con sus amigos, los mellizos Salgado. Con frecuencia me llevaban con
ellos y me convidaban una Crush que
yo tomaba mientras ojeaba esos libracos donde se veían esqueletos y órganos del
cuerpo humano. Ya por esa época caí en la cuenta de que la medicina no era lo
mío, a pesar de tener un padre también médico.
Esta vez no
estaban Tito ni sus amigos y me alivió no tener que demorarme. A la mitad de la
cuadra me crucé con una mujer enfundada en un abrigo de cuero. Era ya grande,
unos cincuenta, le calculé. Tenía el pelo de un rubio platinado como el del
Marilyn Monroe, sólo que largo y lacio, a la altura de los hombros. Iba sola
pero discutía acaloradamente con alguien, como si estuviera loca. Observé su
brazo doblado, y ese pequeño aparato que sostenía junto al oído. Seguí mi
camino y grande fue mi sorpresa al ver que, en el lugar del kiosko donde
compraba mis infaltables caramelos Cremalín,
se veía una oficina con grandes ventanales. En el interior unos hombres en
mangas de camisa parecían escribir a máquina pero, en lugar del papel, las
palabras se veían en unas pantallas
iluminadas. Sin embargo, no me había equivocado de calle. El letrero decía bien
claro: Julián Álvarez. Al llegar a lo de tía Agustina no vi la puerta de
entrada, ni la escalera de mármol, ni los balcones que daban al pasaje San
Mateo. Otra oficina y otros hombres en mangas de camisa ante los mismos
aparatos. A la entrada, sólo el cartel con letras luminosas donde se leía:
"Inmobiliaria"
No hay comentarios:
Publicar un comentario