Mi
nana me lleva de la mano por la calle empedrada. Es domingo y la gente se
resguarda detrás de los balcones y puertas, cerradas a cal y canto. Le ha dicho
a mi mamá que vamos a Misa. Mi madre está siempre echada en la cama con los
ojos abiertos, como si esperase que la lleven los brujos, al igual que hicieron
con mi hermano Benjamín. Contesta con monosílabos cuando alguien se dirige a
ella. La voz apenas le sale de los labios para ordenar que limpien la jaula de
los pájaros, que no dejen que los indios se queden en la galería más tiempo que
el que mi padre, su amo y señor, les concede. Que le preparen el desayuno tal
como a él le gusta, con tocino y leche fría. Por mí no pregunta. La nana me
lleva hasta la puerta de la recámara, mi madre me mira y luego vuelva la cara a
la pared, sollozando. Aunque no alcance a oír lo que dice, no me cuesta nada
adivinarlo: “el varoncito, el varoncito”.
Desde que murió Benjamín la casa parece una
tumba. El silencio es la única abeja que zumba entre los techos altísimos, las
ventanas por donde apenas se filtra la luz a través del entramado de las
cortinas. Las tejió ella misma, cuando sus manos no se habían entregado a esa
molicie en la que el dolor la ha aprisionado. No se percatan de mi existencia.
Antes de dormirme espero en vano que ella o mi padre acudan al lado de mi cama
como acostumbraban con Benjamín, a darme el beso de las buenas noches. Pero no.
Desde que él no está ni se molestan en atravesar la puerta de mi recámara. Era
a él solo a quien le decían corazoncito de atole, plumita de cenzontle, zumo de
cañaduz.
Te llevan en tu caja blanca y larga. Y yo te canto:
Señora santa Ana, ¿por qué llora el niño? Como lo hacía por las noches cuando
llorabas porque sí, porque eras puro chillidos hasta que te concedieran lo que
pedías.
Era a Benjamín a quien contaban las
historias, a quien cantaban el Milano:
Vamos a la huerta / de toro toronjil,/ a
ver a Milano/ comiendo perejil.
Yo escuchaba reteniendo coraje. Por qué yo
no, por qué a mí no. Y ahora mi padre va al panteón a seguir contándoselas.
Cada domingo se viste de chaleco con leontina de oro y se sienta en su tumba a recitarle
incontables veces las historias del padre del maíz, o la del águila y la
serpiente, lo adorna de palabras como si fueran flores, esas palabras que a mí
me son negadas
Voy a
escaparme a ver si encuentro al dzulúm para pedirle que te saque de tu caja y
te devuelva. ¿Acaso no le dijeron a mamá que fue él quien te llevó? Nadie sabe
que yo deseé, Benjamín que te murieras, no más para sentir la mano de papá
ahuecándose en mi mejilla.
—
¿Adónde vamos, nana?
—A
lo de Catalina Díaz Puiljá. Ella es la “ilol”, la que conoce los caminos de las
personas. Ella te dirá si alguno se abrirá para ti.
Cuando
el médico se fue mi madre llamó a las ensalmadoras. Ellas se acercaron a
Benjamín y le tocaron el pulso. Le echaron loción de yerbas, perfumitos, agua
de azahar. Le ponían hojas de albahaca, de hierbabuena, toronjil, ruda.
Apenas
entramos al jacal la oscuridad me ciega. Poco a poco voy distinguiéndola en su
banca de madera despintada, las manos cruzadas sobre la falda. Lleva un rebozo
azul tejido con flores rojas y unas
caravanas de plata. Me toca los brazos, toma una de mis manos y la sostiene entre
las suyas por un tiempo que me parece eterno. Como no habla castilla, mi nana
me va repitiendo lo que dice
Le tejieron un cardón de henequén con siete nudos. Es
su defensa para cuando sale el alma y se va por los mares, por los aires. Un
nudo significa un Cristo, el Padre Eterno, las vírgenes. Cuando se teje el
cinturón se reza con cada nudo.
— El
amor será una rama que se quebrará al primer viento — dice con los
ojos cerrados. Pero darás fruto. Y no sólo será tu vientre el que se
abra. También se abrirá tu boca. De ella saldrán palabras, muchas palabras que
vivirán como las de nuestros progenitores. Ellas serán el hilo con que
ovillarás tu dicha. Sólo de ellas la obtendrás.
Luego de la muerte se guarda
luto. Se pone luto en la casa. Un moño negro. Camisa blanca, pantalón negro los
hombres. Las mujeres, vestido negro. El rojo le hace daño al difunto, por eso
es que tiro mi blusa roja a la basura y el brazalete de corales, regalo de mi
madrina. Quiero ser buena en todo contigo, mi niño Benjamín. No sé qué daría
por verte una vez más. Para que vinieras y me dijeras que sí, que me has
perdonado.
Volvemos por las calles que
comienzan a despertarse. Comenzamos a bajar
la cuesta del mercado. Ya no falta mucho para que lleguemos. Una india
teje pichulej sentada en el suelo. No se percata de nuestra presencia. La nana
me hace caminar de prisa. Cuando atravesamos el portón mi padre nos sale al
encuentro y pregunta, severo:
— ¿Dónde
estuvieron?
— La
llevé a misa, ya que la señora no puede.
Me encierro en mi recámara. Tomo
el cuaderno de mis tareas escolares. Me gustaría uno nuevo, que no tenga sus hojas escritas,
como éste. Arranco una. Y no sé quién, una presencia desconocida se acomoda a
mi espalda y me dicta:
En los labios del viento he de
llamarme
árbol de muchas hojas.
Portada de El Arca de la memoria, novela basada en la vida de Rosario Castellanos.