domingo, 13 de diciembre de 2009
La sirena - Paulina Movsichoff
Aquel pescador nunca sacaba lo suficiente para alimentar a su familia. Y no es que ésta fuera muy grande. Se componía de su mujer y de un hijo de unos dieciséis años. Sin embargo la mesa estaba casi siempre vacía y su mujer iba perdiendo la poca paciencia que le quedaba. Ültimamente sumarido casi ni tiraba las redes.
-Alguien me ha engualichado - decía.
Una mañana su mujer se enojó.
- Basta de tonterías - le dijo -. No hay nada para comer, así que si no vas vos iré yo. Y no vuelvas por acá sin unos cuántos pejerreyes.
El hombre no tuvo más remedio que sacar nuevamente su barca. Iba en medio del mar rogando a todos los santos que lo ayudaran pues de lo contrario no se animaría a presentarse en la casa. De pronto se acordó del cuento de su abuelita. Cuando era chico, la abuela se acercaba a darle las buenas noches a su cama. Pero antes de despedirlo le contaba un cuento. El que más le gustaba era el de las sirenas, que en el mar esperaban a un hombre de la tierra para casarse con él. Desesperado, empezó a gritar:
-Sirenitas, sirenitas del mar, por la virtud que Dios les ha dado, denme pescados y yo les daré a mi hijo por esposo.
Apenas acabó de hablar se oyó una dulce vocecita que salía del fondo del mar.
-Trato hecho. Tendrás todo lo que pides a cambio de tu hijo. Pero si no cumples tu promesa, despídete de pescar algo más en tu vida.
Cuando el pescador tiró la red, casi se desmaya del asombro. Estaba repleta de pejerreyes, corvinas dorados y otros peces que nunca viera en su vida. Agradecido, dijo a la sirena.
-Dejo clavado mi machete en la arena. Pronto vendrá a buscarlo mi hijo.
En la casa, su mujer ya no lo miró con el ceño fruncido y el muchacho se alegró de que la fortuna hubiese dado un giro favorable.
Pero la mujer no era ninguna cándida “Acá hay gato encerrado”, pensaba mientras cocinaba unas truchas para la cena. Antes de levantarse de la mesa, le preguntó:
-¿Cómo hiciste para llenar la red?
Antes de hablar, el pescador miró para todos lados. No quería que su hijo escuchara la suerte que le esperaba. Pero no habló lo suficientemente bajo y el joven se enteró de todo.
A la mañana siguiente se encaminó a buscar el machete, confiando en que se le ocurriera algo para salir del paso.
El mar se veía sereno, con ese color turquesa que tanto le gustaba. Las olas iban y venían acariciando la arena. Sí, el mar le gustaba. Pero eso de meterse en las profundidades a vivir con un ser mitad mujer mitad pez eso, ya era harina de otro costal.
El machete estaba tal cual lo dejara su padre. Con la velocidad del rayo se abalanzó sobre él y trató de arrancarlo, pero una enorme ola lo envolvió, arrojándolo lejos de allí. Cuando las olas se retiraron, fue corriendo e intentó nuevamente. Sin embargo, aquéllas eran mucho más veloces y el pobre joven estaba todo maltrecho por los revolcones. Sólo pudo sacarlo como a la quinta vez. Entonces, ya lejos de la orilla, empezó a pensar. “Qué tonto he sido. ¿Para qué me molesté en sacar el machete? No volveré a mi casa. Sabía que, si regresaba, su padre lo enviaría nuevamente con la sirena.
Caminó todo ese día y también el siguiente. Se había alejado ya mucho de su casa y sentía un hambre feroz. Recordó las provisiones que su madre le puso en el morral antes de salir. Sacó pan, carne y algo de queso. Después de comer tomó agua de un manantial de las cercanías. Luego siguió, camina que te camina. Allá, por el monte, se oía un gran alboroto y no dudó en acercarse. El águila, el león, el tigre y la hormiga discutían acaloradamente sin prestar atención a la llegada del muchacho. El perro, que también contemplaba la escena, le pidió:
- Es que hallaron una res y no se ponen de acuerdo en el reparto. ¿Podrías ocuparte?
El joven sacó el machete y descuartizó al animal. Al león le dio los cuartos, el pecho y las costillas le tocaron al tigre, las dos espaldas al perro, el lomo al águila y e espinazo con la cabeza a la hormiga.
Muy justa les pareció a todos la decisión del joven y cada uno de ellos decidió regalarle una virtud. El tigre y el león se sacaron tres pelos del lomo, el perro un puñado de la cola, el águila unas plumas del ala y la hormiga una punta de la patita.
-Con esto podrás convertirte en cualquiera de nosotros - le explicó el tigre -. Basta con que agarres el amuleto correspondiente. Por ejemplo, si sacas mis pelos y dices “Dios y tigre “serás igual a mí. Así sucederá con todo lo que te hemos dado. Para volver a tu forma original sólo tendrás que decir: “Dios y hombre”.
El joven se fue contento, pensando que aquello le sería de gran ayuda. Para comprobar que no lo habían engañado, se internó en el monte y probó. Se transformó en león, en tigre, en águila y en hormiga y cada vez que lo hizo dijo después “Dios y hombre” y volvió a ser el de siempre. Siguió su camino pero ya estaba muy oscuro y el hambre le hacía cantar las tripas. Miró dentro del morral y nada. De pronto vio que se acercaba una gama. “Suerte para mí”, pensó. Luego dijo “Dios y perro” y al instante salió corriendo detrás de la gama convertido en un enorme perro. La cazó, y luego de convertirse en persona con la fórmula “Dios y hombre”, encendió un fuego y la puso a asar. Al día siguiente comenzó a caminar muy temprano. Después de varias horas de no encontrar un alma, se cansó. Tal vez si pudiera volar, se dijo, avanzaría más rápido. Sacó las plumas del águila y pronunció la fórmula.
Cuando se vio en las alturas no quiso volver a ser hombre. Quién le hubiera dicho que volar fuera tan maravilloso. Durante diez años anduvo sobrevolando el mundo. Vio y aprendió muchas cosas. Una mañana primaveral divisó unas cúpulas que brillaban al sol. Al acercarse, vio que sus paredes tenían incrustaciones de nácar y piedras preciosas. Ni lerdo ni perezoso, exclamó “Dio y gente” y al instante recobró su forma humana. Pero esta vez no iba cubierto de harapos sino que vestía un saco de terciopelo verde y calzas del mismo color. El palacio parecía desierto y nadie lo detuvo en su recorrido. Pasó por los jardines y vio que todas las habitaciones estaban abiertas, menos una. No pudo contenerse y la abrió de un empujón. Se quedó boquiabierto ante la niña de largos bucles castaños y expresión de susto en sus ojos color miel. Ella fue quien habló primero.
-No puedes estar aquí - le dijo -. Este palacio pertenece a un gigante y yo soy su prisionera. Si te ve te matará.
A continuación le contó que el gigante la había robado del palacio de su padre, rey de un lejano país.
-Yo te voy a salvar - la tranquilizó él.
No terminaba de decir esto cuando la casa empezó a moverse como sacudida por un terremoto.
-Es el gigante que llega - se afligió la joven -. Por favor, que no te encuentre.
Él dijo bajito “Dios y hormiga”. Se convirtió de inmediato en una diminuta hormiga que trepó por el cuerpo de la princesa hasta quedarse en los pliegues de su blusa.
-Puf...Puf... aquí huele a carne humana - dijo el gigante no bien entró. - Y empezó a mirar a diestra y a siniestra. La joven aprovechó para decirle:
-¿Te das cuenta de lo intranquila que me quedo cuando vos salís? Siempre con miedo de que venga alguien y te mate y después a mí quién me cuida.
-A mí nadie me mata - alardeó el gigante.
-Siempre decís lo mismo pero yo no lo creo - dijo la princesa – Me parece que es puro cuento eso de que eres tan invencible.
El gigante no pudo soportar que ella le tomara el pelo y le reveló su secreto.
- Allá en la quebrada - le dijo - está escondido el toro negro que echa fuego por los ojos, la boca y la nariz. Su aspecto infunde terror a todo el que intenta acercársele. Si alguien llegara a matarlo yo me pondría muy enfermo y tendría que ir a la cama.
-¿Que tenés que ver con el toro? - dijo la niña -. Sigo sin creerte.
-Adentro del toro hay una gama - continuó el gigante - y adentro de la gama una paloma con un huevo. Ésa es mi alma. Si alguien llega a quebrar el huevo, mi muerte es segura.
Apenas dijo esto pasó la mano por la frente de su prisionera y ésta al instante se olvidó de todo.
Escondido en la blusa, el joven no perdió palabra. Salió de la habitación y, en el mismo jardín, se convirtió en águila. Abrió las enormes alas y voló hacia la quebrada. Allí se transformó en tigre y decidió explorar el lugar. Era un yuyal oscuro y enmarañado en el que apenas avanzaba. Casi al final estaba el toro, bufando fuego. Pero la virtud del joven lo convertía en el tigre más feroz y no tuvo dificultades en vencer a su enemigo. Apenas el toro murió el gigante se sintió mal y se puso en cama.
Entretanto, el muchacho abría la panza del toro y sacaba a la gama, que salió corriendo. Convertido en perro, la persiguió hasta alcanzarla. Luego la mató. Del vientre abierto salió volando una paloma blanca. Él, convertido en águila, no tardó en cazarla. Adentro del buche encontró el pequeño huevo.
El gigante, cada vez más grave, sospechaba que algo raro sucedía. En eso vio entrar al joven.
-Devolveme mi alma - le rogó - y yo te devolveré las llaves del palacio.
-Dame primero las llaves - le dijo él, que de tonto no tenía un pelo.
El gigante no tuvo más remedio que dárselas y él le reventó el huevo en la frente. Al instante estaba muerto.
Felices y contentos, el joven y la princesa se abrazaron y prometieron casarse en cuanto su padre supiera todo lo sucedido.
Transformado en águila, el joven llegó al palacio. Antes de presentarse tuvo buen cuidado de tomar nuevamente forma humana. El rey y la reina estaban felices de que su hija estuviese libre de las garras del gigante y no pusieron reparos a la boda.
La noticia recorrió todo el reino. Se celebraron fiestas en donde hubo carreras de parejeros, palo enjabonado y espectáculo de equilibristas.
El joven regresó a buscar a la princesa, que ya había comprado un barco. Era un enorme buque de madera que se balanceaba en el puerto. El capitán sólo esperaba que subiesen los jóvenes para dar la orden de izar las velas y partir. Sobre la proa estaba la caja de cristal que la joven mandó construir para su novio al enterarse de la historia de la sirena. Pero él no quiso.
-Andá vos en el barco. Yo iré volando.
-Por favor -dijo ella - Nada te pasará. Yo te cuidaré todo el tiempo.
Así que no bien hubieron subido a bordo él se introdujo en la caja de cristal.
Llegaron al puerto sin ninguna novedad. Una multitud los esperaba. El muchacho abrió la tapa de la caja y saludó con las manos en alto. Luego se puso al lado de la princesa y la tomó del brazo para ayudarla a bajar. Ni tiempo tuvieron de darse cuenta de que las sirenas saltaban al barco y, luego de rodear al joven, lo arrastraban al fondo del mar. Pasmados se quedaron todos ante tamaña desgracia.
La princesa cayó en cama con fiebre. Pasaba las horas mirando el techo y dio órdenes de que ningún médico entrara a examinarla. Una de esas mañanas aprovechó que nadie la veía para ir hasta la playa. Cuando estuvo en la orilla, sacó fuerzas de flaquezas para decir:
-Sirenita, sirenita de la mar. Por la virtud que Dios te ha dado mostrame a mi marido y te daré una moneda de plata.
-No es tu marido. Es el mío.
La princesa oyó primero la voz de la sirena y luego la vio, agitando su larguísima y dorada cabellera.
-¿Desde dónde quieres verlo? - preguntó la sirena.
-Desde el cuello - dijo la niña.
-Tira la moneda y lo verás.
Obedeció ella y su novio salió del fondo del mar. Se miraron un buen rato y la princesa no pudo contener el llanto.
Al día siguiente regresó.
-Sirenita, sirenita de la mar - dijo, muy decidida -. Por la virtud que Dios te ha dado mostrame a mi marido y te daré una moneda de plata.
-No es tu marido. Es el mío - volvió a decir la sirena asomándose en el agua. Y luego agregó:
-¿Desde dónde querrías verlo?
-Desde la cintura, para reconocerlo mejor - dijo la joven.
Volvió a tirar la moneda a pedido de la sirena y el joven volvió a salir.
Al día siguiente las cosas se repitieron. La niña llamó a la sirena y le ofreció una moneda de plata a cambio de contemplar a su marido.
-¿Desde dónde quieres verlo esta vez?
-Desde la planta de los pies, así lo reconozco mejor.
Tira la moneda y lo verás.
El joven salió esta vez de cuerpo entero, pero bien sostenido por los brazos de la sirena.
-¿Estás contenta?- preguntó la sirena.
El joven aprovechó el descuido para decir: “Dios y águila”. Y agitó sus alas ante los ojos azorados de la sirena, que no podía creer que su presa se le escapara.
Ese mismo día se anunciaron las fiestas que duraron más de una semana. El joven mandó a buscar a sus padres y les perdonó que lo hubieran entregado a las sirenas. Ya nunca más serían pobres, les prometió.
Y así como me lo contó el viento
yo a ustedes se lo cuento.
Los anteojos mágicos- Adapatación de cuentos maravillosos argentinos (inédito)
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Es fascinante. Hace mucho que no leia una historia tan hermosa. Se parece a todo y a nada, a Wilde, pero también a Las Mil y una noches, pero también a los Grimm, pero no, es tuyo. Qué bueno.
ResponderEliminarGracias, Paulette. Casi no se conocen mis cuentos infantiles. No sabes cuánto te agradezco el que lo hayas leído y comentado. Un abrazo.
ResponderEliminar