Si tuviésemos que sintetizar en pocas palabras el mensaje general de los
cuentos, el meollo más significativo de las leyendas maravillosas, la lección
de los relatos de aventuras, esas pocas palabras podrían ser: vocación de
independencia, arrojo, y generosidad.
Cantan los cuentos la conciencia perpleja y acechada, finalmente
jubilosa, del hombre en sí mismo. O de cada hombre en sí mismo. O de cada
hombre en sí mismo y de los hombres en lo que todos los hombres tienen de
humano. Esa confianza es más fuerte y más honda que la búsqueda a toda costa
del “final feliz”.
Aunamos aquí cuentos, leyendas, poemas épicos y novelas de aventuras,
todas las formas de ficción que den prioridad a la acción sobre la pasión, a lo
excepcional sobre lo cotidiano, a lo ético sobre lo psicológico, a la riqueza
de la invención sobre la fidelidad de la descripción.
Los cuentos ilustran los ensueños de los niños y perfilan el vigor de
los adolescentes, nos acompañan sin desertar a lo largo de nuestra vida.
Hemos hablado de independencia y arrojo: es decir, de salir afuera, de
romper con el calorcillo adormecedor y rutinario de un hogar en donde el alma
se constituye pero también se esclerotiza y se asfixia. Palpita en los cuentos
la constante tentación de la intemperie. Recordemos que tentación es lo que atrae y
repele, lo que seduce y espanta. El protagonista del cuento suele salir a
correr mundo, a ver qué hay más allá de las montañas; en algunas ocasiones
quiere descubrir lo que es el miedo, presintiendo que el lugar del miedo son
los confines del espacio y que todo lejano horizonte se prestigia con un halo
tenuemente pavoroso: pero sabiendo también que el alma del hombre, para
alcanzar la estatura que merece, debe afrontar al menos una vez el pánico de lo
remoto. El hogar no basta: si el joven aventurero no lo abandona, nunca sabrá
lo que es el miedo, conocimiento indispensable para su maduración, ni siquiera
conocerá la nostalgia. Sin noticia del miedo ni de la nostalgia nada podrá
saber tampoco de la forma humana de
habitar un hogar que supone, ante todo, haber vuelto.
El niño vive en una casa que aún no se ha ganado, en un marco de reglas
y preceptos para él tan irremediables y tan poco elegidos como las leyes de la
naturaleza. Debe distanciarse del hogar para volver a él dándose cuenta y sentarse junto a un fuego encendido con la brasa
que él mismo haya traído de lejos, robada de algún remoto volcán.
Correr mundo es correr riesgos, asumir la posibilidad de perderse,
ofrecerse la oportunidad de un extravío. Quien no ha estado alguna vez perdido,
completa y atrozmente perdido, vivirá en su casa como un mueble más y ni
sospechará lo que de hazaña y conquista tiene el sosegado edificio de la
cotidianeidad.
Cada hogar es una aventura per para el niño se trata de la aventura del
otro. La lección de los cuentos es que no basta sencillamente con ser heredero: todo legado ha de reconquistarse,
ha de ser perdido para que pueda ganárselo triunfalmente de nuevo. Sólo quien
rompe con lo cotidiano merecerá tener una casa, sólo el rebelde que ante nada
se doblega merecerá ser buen yerno par el rey, pero también sólo el que retorna
puede decir que ha corrido mundo y sólo en el sosiego de la rutina reinventada
puede digerirse provechosamente la revelación del pavor. En consecuencia, lo
fundamental de los cuentos es el viaje que aleja al protagonista del ámbito
cerrado de las seguridades familiares y lo abre a lo imprevisto, a la aventura.
Todos los medios son buenos para alejarse, desde los más sencillos hasta los
más extraordinarios. Caminar es bueno y tonificante pero aún mejor calzar las
siete leguas de Pulgarcito para huir del ogro. Incluso la caída es una posibilidad de transporte aceptable, como lo comprobó por
sí misma Alicia al precipitarse por la madriguera que la llevó al País de las Maravillas. De lo que se
trata es de llegar lejos, de alcanzar cuanto antes la plenitud antidoméstica de
la libertad.
Los diversos elementos del paisaje que aparecen en los cuentos tienen
también su significación. No se trata de un simple decorado. Por el contrario,
el marco en que sucede la acción del cuento forma parte de la acción misma. No hay
ninguna relación de indiferencia entre el paisaje y el joven héroe. Un cierto
animismo de la naturaleza es esencial a la eficacia del cuento. No rigen aquí
las leyes de la causalidad físico-química que la ciencia nos enseña: cualquiera
puede triunfar, en cualquier situación dada, siempre que posea los
conocimientos precisos. Pero lo que el cuento exige de su héroe son recursos de
índole muy diferente: sólo quien sea
de determinada manera podrá saber lo que hay que saber, se nos enseña. La astucia del joven héroe, las informaciones
que posee y maneja (proporcionadas generalmente por mágicos aliados a los que antes ha debido
ganarse), no sirven tanto para descubrir los mecanismos de funcionamiento de lo
real como para demostrar el temple y la condición de quien lo utiliza.
En primer lugar hay que destacar el misterio umbroso del bosque. El bosque
es la sede del lobo y el terreno de caza
del ogro: es un lugar de perdición y extravío, de oscuridad hostil y zarzas que
detienen al cansado caminante. Sólo cabe esperar la colaboración de algunos
pequeños animales (pájaros, ardillas, conejos) que se alíen con los niños
perdidos. Y más allá del Bosque, tendríamos que mencionar esas otras maravillas
menos accesibles: el Volcán, por donde descendimos hasta el centro de la tierra
con los personajes de Verne, la Cueva en que se ocultan tesoros mágicos o reyes
olvidados y que custodian dragones melancólicos. Y sobre todo el mar. El mar de
Ulises y el de Moby Dick y el de la sirenita de Andersen.
Por los cuentos y con los cuentos viaja nuestra alma, y también se
arriesga, se compromete, se regenera.
El niño o el
adolescente que se entregan al embrujo de la narración están desafiando en su
ánimo lo inexorable y abriéndose a las promesas de lo posible. De ese insustituible
aprendizaje del valor y la generosidad por vía fantástica depende en gran
medida el posterior temple de su espíritu, la opción que determinará su vida
hacia la servidumbre resignada o hacia la enérgica libertad.
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