viernes, 21 de febrero de 2014

¿Por qué se suicidan las mujeres brillantes? Sylvia Plath



“Puedo empezar a ver la compulsión que lleva a la gente a admitir el pecado original, a admirar a Hitler, a tomar opio..”

Junto con The Complete poems se han traducido al fin, diecinueve años después de su suicidio, The Journals of Sylvia Plath (Nueva York, The Dial Press, 370 páginas). De acuerdo con Ted Hughes, que prologa los libros de su esposa, la selección que leemos representa una tercera parte del total. Las libretas cruciales que contienen sus notas de 199 a 193 se han perdido y Hughes destruyó las últimas para que no las leyeran los hijos de ambos. Traducimos una anotación representativa del libro y de su autora. Así como el poema que figura en esa misma página del diario.

Northampton, 3 de noviembre (1962)

 Dios mío, si alguna vez he estado al borde del suicidio es ahora, con la sangre embrutecida e insomne que se arrastra en mis venas; al aire pesado  gris y con lluvia y los malditos hombrecillos de enfrente golpeando el techo con hachas, azadones y cinceles y el acre hedor infernal de la brea. Por la mañana volví a acostarme; ansiaba retirarme al oscuro, tibio, fétido escape de toda acción, de toda responsabilidad. Fue inútil. El cartero tocó el timbre y tuve que levantarme para abrirle. Una carta de Dick (1). Enferma de envidia la leí, pensando en cómo estaría acostado, alimentado, cuidado, libre para explorar libros y pensamientos cuando quisiera. Pensé en la miríada de labores físicas que tenía que hacer; escribirle a Prouty, devolverle Life a Cal, escribir boletines, llamar a Marcia. La lista amontonaba obstáculo tras obstáculo; éstos se sacudían, me miraban de reojo y se derramaban caóticamente, y se acrecentaba la repugnancia, el deseo de acabar con la ronda de objetos, de cosas, de acciones sin sentido. Aniquilar al mundo aniquilándose a sí misma es la engañosa cumbre del egoísmo desesperado. Es la solución más fácil para salir de todos los pequeños callejones sin salida contra los que se rompen nuestra uñas. Ironía es ver a Dick levantado, erguido en la cumbre de irresponsabilidad de su cuerpo. Es sentir que su mente alcanza lo que quiere, en tanto que la mía sigue enjaulada, llorando, impotente, autovituperante e impostora. ¿Cómo justificarme a mí misma, justificar la atrevida y audaz fe humanitaria que tengo? Mi mundo se derrumba, se desmorona, “el centro no resiste” (2). No hay una fuerza integradora, sólo el temor abierto, el impulso de la autoconservación.
  Tengo miedo. No soy sólida sino hueca. Siento tras de mis ojos una insensible caverna paralizada, un abismo infernal, una parodia sin motivo. Nunca pensé, nunca escribí, nunca sufrí. Quiero matarme, escapar de la  responsabilidad, arrastrarme abyectamente de regreso a la matriz. No sé quién soy, hacia dónde voy. Y soy yo quien tiene que responder a las abominables preguntas. Anhelo una escapatoria noble de la libertad. Soy débil, me siento cansada, me rebelo contra la fe humanitaria fuerte y constructiva que presupone un intelecto y una voluntad saludables, activos. No hay adónde ir; no a casa, donde podría gimotear y llorar como una estúpida en las faldas de mi madre; no a los hombres, de ellos quiero más que nunca su severa, terminante directiva paternal; no a la iglesia, que es liberal, libre. No: me vuelvo cansadamente  a la dictadura totalitaria donde quedo absuelta de toda libertad personal y donde me puedo sacrificar en un alarde de altruismo” en el altar de la Causa, con “C” mayúscula.
  Ahora me siento aquí, a punto de llorar, temerosa, mirando el dedo que escribe en la pared mi facultad y mi vacío, maldiciéndome. Dios míos, ¿de dónde va avenir su fuerza integradora? Hasta hoy mi existencia ha sido confusa, desorganizada, inconvincente: me equivoqué allanar mi rumbo, desarrollé mi estrategia sin unificar las reglas; me emocioné con mis potencialidades, y sin embargo amputé algunas de ellas para servir a otros. Me ahogo en negativismo, dudas, locura. Me odio. Ni siquiera soy lo bastante fuerte para simplificar, para negar la rutina y la repetición. No, sigo caminando fatigosamente, temerosa de que la enfermedad que corroe la médula la médula de mi cuerpo con despiadada impersonalidad se reviente en llagas y verrugas vivibles que griten: “traidora, impostora, pecadora”.
  Puedo empezar a ver la compulsión que lleva a la gente a admitir el pecado original, a adorar a Hitler, a tomar opio. Hace mucho que quiero leer y explorar teorías filosóficas, psicológica, nacionales, religiosas, así como la conciencia primitiva. Sin embargo, parece que ya es demasiado tarde para cualquier cosa. Soy un montón de basura hecha de cabos sueltos. Egoísta, envidiosa, asustada, pienso dedicar el resto de mi vida a una causa; quedarme desnuda para mandar mi ropa a los necesitados, escapar a un convento, a la hipocondría, al misticismo religioso, a las olas, a cualquier lugar, el que sea, donde pueda librarme del peso de la irresponsabilidad y el autojuicio extremo. Ante mí sólo puedo ver  oscuridad, sórdidos callejones donde yace la escoria, la inmundicia De mi vida sin gloria ni cambio, a la que nada transfigura: sin nobleza, ni siquiera la ilusión de un sueño.           
  La realidad es lo que yo hago de ella: He dicho que esto es lo que solía creer. Entonces miro al pozo en que me debato, los nervios paralizados, la acción nulificada. Temor, envidia, odio, todas las emociones de la inseguridad corroen mis entrañas. Tiempo, experiencia: la ola colosal me arrastra en su marejada ahogándome, ahogándome. ¿Cómo puedo encontrar esa permanencia, esa continuidad entre pasado y futuro, esa comunicación con otros seres humanos que tanto anhelo? ¿Es que puedo aceptar honestamente una solución artificialmente impuesta? ¿Cómo puedo justificar, cómo puedo racionalizar el resto de mi vida?
  Lo más aterrorizante de todo es darse cuenta de que a millones de personas les gustaría estar en mi lugar; no soy fea ni imbécil, no soy pobre ni lisiada. Es más, vivo en la libre, engreída, y mimada nación norteamericana y asisto gratuitamente a una de las mejores universidades. En los últimos tres años he ganado mil dólares con lo que escribo. A cientos de muchachas ambiciosas y soñadoras les gustaría estar en mi lugar. Me escriben y me preguntan si pueden entablar correspondencia conmigo. Si hace cinco años hubiera podido verme: en Smith ( y no en Wellelley), con siete textos aceptados por Seventeen y uno por un novio guapo e inteligente, hubiera dicho: ¡es cuanto podía pedir!     
  Ahí está la falacia de la existencia; uno será feliz para siempre y envejecerá con una situación establecida y una serie de logros, ¿Por qué se suicidó Virginia Woolf? ¿por qué se suicidaron Sara Teasadale (3) y tantas otras mujeres brillantes? ¿Neurótica? Para ellas ¿escribir fue la sublimación (qué horrible palabra) de sus deseos básicos y profundos?  Si pudiera saberlo. Si pudiera saber qué tan alto puedo situar mis metas, mis exigencias de vida. Soy como una niña ciega que juega a los valores con une regla de cálculo. ¿El futuro? Dios mío: ¿empeorará cada vez más? ¿Nunca viajaré, nunca integraré mi vida, nunca tendré un propósito, un sentido? ¿Nunca tendré tiempo – largos períodos para investigar ideas, filosofía – para articular los vagos deseos que bullen en mí? ¿Seré una secretaria – una ama de casa sosa y autojustificante que en secreto envidia la habilidad de su esposos para crecer intelectual y profesionalmente mientras a ella nada de esto le es permitido? ¿Sumergiré mis vergonzosos deseos y aspiraciones, rehusaré enfrentarme a mí misma y me volveré loca  o neurótica?  
  ¿Con quién puedo hablar? ¿A quién puedo pedirle consejo?, a nadie. El psiquiatra es el dios de nuestro tiempo. Pero cuesta dinero. No seguiré su consejo aunque o quiera. Me mataré. Ya nadie me puede ayudar. Nadie tiene tiempo de indagar, de ayudarme a entenderme a mí misma... Hay tantas personas que están peores que yo. ¿Cómo puedo pedir tan egoístamente ayuda, consuelo, guía? No, son mis propios embrollos y aún si he perdido mi sentido de la perspectiva y por lo tanto mi sentido del humor, no me dejaré enfermar, enloquecer, recluir o lloriquear en algún hombro como una criatura. Las máscaras están a la orden del día, y lo menos que puedo hacer es cultivar la ilusíón de que estoy  alegre, serena, no hueca y asustada. Algún día, Dios sabe cuándo, pararé esta inútil, ociosa autocompasiva desesperación. Comenzaré a pensar de nuevo y a actuar conforme a mis ideas. Una pose es una cualidad caprichosa y lamentablemente relativas y no se puede basar en ella la fe. Como las proverbiales arenas movedizas, me arrastra, me hunde,  me absorbe, me lleva hacia el infierno.
  Por ahora, lo último que me queda es ser objetiva, autocrítica, diagnosticadora. Pero sé que mi filosofía es demasiado subjetiva, relativa y personal para resultar fuerte y creativa en cualquier circunstancia. Está bien para cuando haya un buen clima, pero se disuelve en cuanto caen las lluvias que duran cuarenta días. Debo sumergirla ante una meta u oficio  mayor y más trascendental; no puedo imaginarme qué será esto.

1)      Dick Norton: típico muchacho de los cincuentas. Quería ser médico y tener una
esposa de doctor, no una mujer escritora. Resolución de S.P.: “no me casaré con él jamás”.
2)      Sara Teadsdale (1884- 1933): Por la intensidad de su vida y su poesía es un antecedente de SP. Vivió con el poeta Vachel Lindsay, rompió con él para casarse con un negociante, se divorció, se aisló completamente y terminó suicidándose con barbitúricos. Sus Collected poems aparecieron en 1937.

Traducción de Laura Emilia Paheco

Unomásuno.Sábado. Mèxico, Mayo de 1982.


              

   
 

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