Para
comenzar, permítaseme dar por sentado o, por lo menos, suponer simplemente que
el lector nada sabe acerca de James Joyce. Pero, si algo sabe de él queda
autorizado a bostezar de aburrimiento al leer los siguientes datos.
James Joyce
nació en Dublín el 2 de febrero de 1882. Otros grandes escritores nacieron
también en la capital irlandesa, entre ellos Oscar Wilde, Bernard Shaw y Samuel
Beckett, así como el célebre poeta William Butler Yeats. Pero, si todo gran
escritor dublinés es, en principio, protestante, James Joyce era, en cambio,
católico. Y aunque Dublín es la capital de un país católico, había sido una
capital colonial británica durante tanto tiempo que el anglicanismo llegó a ser
religión de gente instruida, de los dirigentes, de la clase alta de Dublín.
Joyce no pertenecía a la clase alta, lo que equivale a decir que era católico.
Fue educado por los jesuitas, que siempre han
dispensado la enseñanza más completa y severa de todos los cuerpos docentes católicos, y estaba
destinado al sacerdocio. Pero hacia el fin de su adolescencia decidió rebelarse
contra todo lo que le habían enseñado a considerar como sagrado: la Iglesia católica, la
tierra de Irlanda, la lengua irlandesa, la lucha por la independencia irlandesa
contra el británico imperial, e incluso los estrechos lazos familiares. Ante su
madre agonizante, se negó a arrodillarse y rezar por ella.
Perdida su fe en el país, en la familia y en
la religión, buscó una nueva e en el arte. Y se convirtió en uno de los
primeros escritores de lengua inglesa que consideraron la creación literaria
como una actividad religiosa. El poeta novelista era, así, una suerte de
sacerdote. Su tarea consistía en tomar la experiencia de todos los días y transformarla
en la resplandeciente materia del arte, como el sacerdote toma el pan y lo
transforma en la carne y la sangre de Jesucristo, momento culminante de la misa
católica.
Joyce abandonó Irlanda en 1904, en compañía
de una muchacha analfabeta que había sido sirvienta en un hotel de Dublín, y
fue a enseñar inglés a Trieste, el puerto del Adriático que entonce formaba
parte del Imperio Austrohúngaro y que actualmente pertenece a Italia. En su
hogar triestino se hablaba el italiano y ésta fue la primera lengua que
hablaron sus hijos, Giorgio y Lucía, hijos ilegítimos, dado que Joyce se negaba
a casarse: el matrimonio es un sacramento y él había renunciado al catolicismo.
Cuando estalló la guerra de 1914-1918, se
llevó su familia a Zurich, en la
Suiza neutral. Al final de la guerra se trasladaron a París, donde
iba a vivir Joyce el resto de su vida activa. En 1940, cuando había escrito ya
todos sus libros y tronaba una nueva guerra, volvió a buscar refugio en Zurich,
donde murió al año siguiente. Por entonces se le consideraba como el escritor
más audaz del mundo. Hoy día, cuarenta y un años después de su muerte, figura
entre los autores clásicos como Dante, Shakespeare y Goethe. ¿Por qué?
Joyce escribió muy pocos libros: dos pequeños
volúmenes de poesía sin mayor importancia (Música de cámara y Poemas-manzanas),
una obra de teatro mediocre (Exiliados) y tres novelas: la primera de ellas,
Retrato del artista adolescente, trata de la formación del propio autor en el
Dublín católico. Destaca la obra por el esplendor de su escritura y por la
manera franca como describe el desarrollo de un joven irlandés sensible, con
todos los problemas sexuales y morales que como católico irlandés tenía ante
sí. Le costó mucho trabajo a Joyce encontrar un editor que aceptara su novela:
ninguno comprendía aquella nueva manera de escribir, y la sinceridad de sus
revelaciones parecía excesiva en aquella época – el período de la primera
guerra mundial – poco tolerante. En 1922 Joyce publicó su obra maestra Ulises,
por la cual se le considera el más grande novelista del siglo XX.
Cabe señalar aquí un hecho curioso. Cuando
Joyce se marchó de Irlanda en 1904 estaba decidido a no volver jamás, y
efectivamente nunca volvió, si se exceptúan dos breves visitas a Dublín. Vivió
el escritor toda su vida exiliado de su ciudad natal y, sin embargo, no hizo
más que escribir acerca de los dublineses. Ulises es un libro sumamente extenso
y, no obstante, su acción se reduce a los acontecimientos de un solo día, el 16
de junio de 1904, en Dublín. El héroe de la obra, Leopold Bloom, de ascendencia
judía, trabaja para un periódico que existe todavía, The Freeman’s Journal,
como agente de publicidad: su tarea consiste en persuadir a las tiendas y otras
empresas comerciales de que inserten anuncios en los periódicos. Bloom está
casado con Molly, una irlandesa criada en Gibraltar, cantante de prestigio en
Dublín e infiel a su marido. A las cuatro de la tarde comete adulterio con
Blazes Boylan, el hombre que va a encargarse de la próxima gira de Molly por
Irlanda para dar una serie de recitales. Molly y Bloom viven juntos, pero algo
marcha mal en su matrimonio. Tuvieron un hijo llamado Rudy o Rudolph, como el
padre de Bloom, pero se murió a los pocos días de nacido. Ambos se sienten
culpables de su muerte, aunque no sea culpa de nadie, e incómodos frente al
sexo. Bloom desea intensamente ser padre, y justamente lo que sucede ese 16 de
junio de 1904 es que encuentra un hijo.
Ese hijo es el propio James Joyce a la edad
de veintidós años, bajo la apariencia de un joven poeta llamado Stephan
Dedalus. Stephan pasa la noche emborrachándose en el barrio de los burdeles en
Dublín. Bloom se inquieta por él y trata de librarlo de una pelea entre dos
soldados británicos. En otras palabras, su actitud hacia dedales es paternal.
Le lleva a su casa y le propone que se aloje en el hogar de los Bloom. No
llegamos a saber si Stephen acepta su invitación: el libro termina antes de que
adopte una decisión. Todo lo que sabemos es que un hombre ordinario de Dublín,
que por ser a medias judío se siente extranjero en una ciudad católica, entra en contacto con un
joven intelectual irlandés. Desde luego, Molly Bloom sueña con hacer de Stephen
su amante. Un nuevo tipo de relaciones va formándose entre esas tres vidas, y
tal es el tema del libro.
Se dirá que no es mucho como argumento, que
casi nada sucede. Ulises no es una novela de espionaje ni una historia de amor.
Pero sí es, sin lugar a dudas, una representación de la vida humana tal como se la vive realmente. Joyce creó la
técnica llamada del monólogo interior, que nos permite penetrar en la mente de
los personajes y escuchar sus pensamientos y deseos más profundos. Como algunos
de esos deseos son de índole sexual y están escritos sin ambages, Ulises tuvo
problemas con la censura oficial en varios países y todavía hay algunos donde
no se puede encontrar el libro. En el lenguaje que las personas emplean para
expresar sus pensamientos y sus sentimientos no hay reticencia ni reserva, y
esta franqueza sigue chocando a ciertos lectores más habituados a los relatos
amorosos o de aventuras que la verdadera literatura. En fin de cuentas, el
deber de la literatura es decir la verdad sobe la vida, y Joyce se tomó ese
deber sobremanera en serio.
Sin embargo, Ulises es mucho más que el relato
veraz de los pensamientos y deseos más íntimos de un grupo de dublineses. El
título hace alusión a la gran epopeya de Homero, la Odisea , que cuenta las
aventuras de Odiseo, como lo llaman los griegos, o Ulises, para nosotros, de
vuelta a la isla natal de Itaca tras la guerra de Troya. Ulises encuentra en su
accidentado viaje gigantes y ninfas, tempestades y encantamientos mágicos, pero
de todo sale intacto e ileso gracias a su fuerza de voluntad y a su ingenio. En
el libro de Joyce, Leopold Bloom es un Ulises moderno, y todos sus encuentros
durante un día en Dublín constituyen el duplicado exacto y humorístico de las
aventuras de su heroico modelo. Joyce trata así de demostrarnos que el hombre
común puede ser heroico, que la vida moderna es tan extraña y peligrosa como la
vida descrita en las epopeyas antiguas, pero nos lo muestra de manera sumamente
humorística. Ulises es una obra que nos hace reír. Si Bloom, el nuevo Ulises,
tiene aventura cómicas, el lenguaje en que está escrito el libro también corre
cómicas aventuras. En él las palabras se comportan de un modo extraño, hay
imitaciones o parodias de otros libros, un largo capítulo tiene la forma de una
obra de teatro, otra es un monólogo sin puntuación y otro trata de imitar un
modelo musical. Dicho así, parecería que se trata de un libro “difícil”, pero
Ulises es realmente divertido, vívido y reconfortante. Joyce corrió enormes
riesgos, como todo gran autor, pero el resultado fue colosal: la novela más
original de nuestro siglo.
En 1939, poco antes de que estallara la
segunda guerra mundial, Joyce publicó su última obra, a la que había dedicado
diecisiete años de arduo trabajo que la creciente pérdida de la vista hacía aún
más difícil: tenía los ojos enfermos, probablemente como consecuencia de las privaciones
que sufriera en su infancia. El título de ese libro, Finnegans Wake, es
intraducible. La palabra inglesa wake significa despertar del sueño, pero
designa asimismo la costumbre irlandesa del velorio en que la gente se reúne y
bebe junto al cadáver de un miembro de la familia. Finnegan es el nombre de un
gigante de la mitología irlandesa, pero es también el de Tom Finnegan,
personaje de una canción irlandesa de Nueva York, quien, borracho, cae de una
escalera de mano y se queda como muerto, mas durante el velorio vuelve a la
vida cuando le vierten encima un galón de whisky. Lo que Joyce nos ofrece en
esta obra es una historia de muerte y resurrección, en la forma de un sueño.
En Ulises, Joyce había agotado las
posibilidades literarias de presentar un día de la vida humana. En Finnegans
Wake se vuelve hacia la noche del hombre. Su héroe, Earwicker, es un mesonero
de Dublín que va a acostarse tras una atareada noche de sábado en la que ha
servido cerveza y whisky a sus clientes. En su sueño revive toda la historia de
la humanidad que gira siempre en torno del pecado. Pero el pecado supone
también la energía, y todos los grandes pecadores, desde Adán y Eva hasta
Adolfo Hitler, se han preocupado siempre por la creación de nuevas sociedades
humanas. El hombre cae, pero su caída es cíclica, y en un círculo caer
presupone también volver a levantarse. La historia de la humanidad es circular,
en el sentido de que los mismos hechos se repiten una y otra vez, y el sueño de
Earwicker, en el que éste interpreta los papeles de las grandes figuras
históricas y míticas, no tiene ni principio ni fin.
Pero lo que hace de Finnegans Wake un libo de
lectura extremadamente difícil es el lenguaje en que está escrito. Para Joyce
el lenguaje del sueño era una lengua universal, puesto que el hombre que sueña
trasciende su nacionalidad y el idioma nacional que le han enseñado. Así, el
escritor irlandés creó un lenguaje apropiado para ese sueño universal,
mezclando para ello todos los idiomas europeos, como en una suerte de Unesco
enloquecida: en él se juntan el alemán, el francés, el italiano y el español
atropellándose con las lenguas eslavas y escandinavas, pero unidos todos ellos
bajo la bandera de la sintaxis inglesa. No es de extrañar que el libro no haya
sido nunca traducido íntegramente, pues ¿cómo traducir un lenguaje universal?
La obra contiene en sí misma sus propias traducciones. Mas lo que parecería ser
difícil e incluso imposible de leer es, en realidad, sobremanera ameno y
frecuentemente conmovedor. Ahora bien, quien quiera leer la novela tendrá que
dedicar una buena parte de su vida a estudiarla. Personalmente la he estado
leyendo durante los últimos cuarenta y tres años y aun me resulta en gran parte
confusa. Si vivo todavía lo suficiente quizá llegue a comprenderla. Podemos
refunfuñar descontentos ante el libro, pero no podemos negar que es la obra de
un escritor brillante e ingenioso, enamorado del lenguaje y, también, de la
humanidad.
Es esa originalidad y esa audacia lo que
celebramos en este centenario de su nacimiento. El propio Joyce celebraba a la
gente común, a los dolientes y cómicos habitantes de una ciudad moderna, sobre
los que derramaba riquezas de la historia y de la lengua. Se trata del mayor
escritor humorístico de nuestra época y del único novelista que haya jamás
acercado tanto el arte de las palabras al arte de la música. Quizá porque,
aunque de vista turbia, tenía un oído extraordinario y, de paso, una magnífica
voz de tenor. Nadie que ame los libros puede ignorarlo. En cuanto a quienes los
escribimos, le consideramos como nuestro maestro, ese irlandés loco que nos
enseñó a tomar nuestro arte en serio, ese irlandés cuerdo que nos mostró cómo
son realmente los seres humanos.
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