Evangelina
Allende decidió que era hora de ir a dar una vuelta aquella tarde nublada de
principios de septiembre, cuando la soledad se le volvió irrespirable entre las
cuatro paredes de su departamento. Vivía como una reclusa luego de decidir que
la vida no valía la pena sin su marido. Justamente un día de septiembre, veinte
años atrás, él se había ido con la otra. En realidad fue ella, Evangelina,
quien tomó la decisión de no seguir compartiendo el techo ni el lecho con un traidor, mostrándose inflexible a
ruegos y promesas por parte de Emilio, quien le aseguraba que aquello no era
más que una aventura pasajera. Evangelina se negó a escucharlos. "Vamos a
ver si además de ponerse perfume francés para la cama se atreve a pasar el
resto de sus días ocupándose de tus camisas y calzoncillos", le dijo, tratando de que él no notara sus
lágrimas.
Emilio no
había sido un marido perfecto, pero los hijos en común y el haber envejecido
juntos podría haberse tomado como un augurio de que así continuarían hasta el
final. Sin embargo, a los sesenta cumplidos, él se había buscado una de
treinta. Cuando se enteró. Evangelina
pasó toda una noche hamacándose en la mecedora de floripondios color
borravino. Al amanecer decidió que no compartiría un día más de su vida con él.
A pesar del agudo dolor, de su orgullo mancillado, la vida siguió por los
carriles normales, o casi. Aún le quedaban dos hijas sin casar. Silvina y los dos varones lo habían hecho tiempo atrás y una pléyade de nietos alborotaba la
quietud de sus horas. Alejandra Y Laura, las dos menores, estudiaban y trabajaban.
El esperarlas cada tarde, velar por sus necesidades, la ayudaba a sentir que
estaba aún al resguardo de la intemperie. Sin embargo, el frágil hilo de sus fervores
se cortó de pronto cuando ellas se casaron con un año de diferencia. Entonces
se quedó sola con sus fantasmas en el enorme piso que con tanto esmero decorara
al instalarse en Buenos Aires luego de pasar la mitad de la vida en Nueva
Medina. A veces, cuando sentada en la mecedora contemplaba las sombras que
comenzaban a lamer de a poco paredes y muebles, creía escuchar el sonido de la
llave y ver a Emilio avanzando hacia ella para poner en su mejilla el beso con
que la saludaba cada tarde durante sus años de vida. en común. Su solitario
corazón renacía los domingos, día en que los hijos iban a visitarla. Por breves
pero felices momentos podía sentirse como una gallina cobijando a sus
polluelos, igual que en el pasado. Algunas amigas la llamaban a veces para
invitarla a interminables tés de los que salía prometiéndose no volver. La
cansaban aquellas reuniones en donde sólo se hablaba de quehaceres domésticos,
modas y chismes televisivos. Pero por la noche, en las largas horas de
insomnio, pensaba que algo estaba descompuesto en ella, como si la máquina que
llevara adelante sus fervores hubiera comenzado a oxidarse.
La última
sensación de que "la vida estaba viva", como solía decir, la invadió
en aquellos viajes a México que Emilio, que nunca se desentendió del todo de su
suerte le regalara, preocupado y sintiéndose tal vez culpable de aquella
progresiva melancolía. No fueron precisamente excursiones de turismo. Iba a
visitar a Silvina, su hija mayor, exiliada con el marido y los chicos en la
noche oscura del Proceso. Al buscar las fotos en donde se la veía con el fondo
de las pirámides del Sol o de la
Luna o paseando por Xochimilco mientras escuchaba a los
mariachis que aún a los setenta podían desacompasarle el corazón, no podía
evitar que la nostalgia la anegara como una marea inevitable. Por esa época
comprobó la exactitud de aquella frase que durante tantos años viera colgada de
las paredes del escritorio de Emilio: "¡Ay de los ilusos que suponen el
mundo quieto cuando no tienen ganas de andar!" Porque México era un
bullicio de colores, una fiesta para los oídos y el gusto. En esos paseos que
Silvina organizaba en su viejo Volkswagen
pudo entrever que le resultaba fácil apartar a sus demonios y que el olvido era
más accesible de lo que pensara. Pero, como todo en su vida, aquello también
acabó. Silvina regresó con la democracia y a Evangelina los días se le fueron
amontonando en el cuerpo como el polvo en los muebles. No importaba si el mundo
seguía moviéndose. Ella no tenía ya la más mínima gana de andar. Para colmo,
una incipiente sordera la llevaba a aislarse cada vez más de la gente. Se negó
rotundamente a seguir asistiendo a los tés de sus amigas pues le resultaba muy
difícil seguir el hilo de sus conversaciones de las que renegara ¡Ay! anteriormente.
Esa tarde se
vistió con parsimonia. Descolgó el vestido azul con una rosa blanca en el
cuello que sus hijos le regalaron el día de la madre y que nunca usó, se
maquilló con esmero, cepilló varias veces el pelo entrecano y lo acomodó como
pudo, rematando el arreglo con un baño de spray, eligió del enorme canasto
donde guardaba la bijouterie el collar de perlas cultivadas y se puso el tapado
de zorro que bostezaba en el placard. Cuando echó una última mirada al espejo,
se preguntó si aquella mujer de figura espesa y gesto fatigado era ella misma.
Sin embargo, al cerrar la puerta tras de sí, una inefable sensación de aventura
le aceleró el corazón.
Laura la
encontró en la esquina, cuando empezaban a caer las primeras gotas. Fue inútil
tratar de convencerla de que no siguiera adelante. "No salgo nunca y ahora
que me decidí quieren que desista. No se hagan ilusiones". Y siguió
caminando a pasos cortos e inseguros por la vereda empapada. Su objetivo era
"Las Violetas", la confitería que quedaba a dos cuadras de allí.
Cuando Laura llegó a su casa, comprendió
que aquella no era una tormenta común. La radio daba cuenta de apagones en
varios puntos de la ciudad, informaba también que una mujer se había ahogado al
cruzar el barrio de Flores, del transporte parado. Dijeron también que, por el
lado de la Boca ,
comenzaban a evacuar. Se puso de inmediato en contacto con el resto de la
familia. Pero los teléfonos de la policía y de los otros servicios de
emergencia daban continuamente ocupado, las líneas seguramente atestadas de
pedidos de auxilio. No tuvo más remedio que armarse de paciencia y esperar.
Evangelina
llegó a "Las Violetas" empapada y sin aliento pero no le importó. Se
sacó el tapado de piel que pesaba como plomo por causa del agua que se había
filtrado hasta el forro y aguardó la llegada del mozo. La espera no duró
demasiado pues la gente se escabulló cuando la lluvia comenzaba a arreciar, por
lo que pudo disfrutar de una esmerada atención. Pidió un Gancia y lo paladeó con morosidad, como quien recupera un placer
largamente sepultado. Luego un café y un merengue relleno con crema. También le
rogó al mozo que le consiguiera un cigarrillo. Él le informó que no fumaba
mientras miraba a su alrededor como buscando el socorro de algún improbable
cliente. Evangelina lo acompañó con la mirada y se percató entonces de la
presencia, en la mesa cercana a los vitraux,
de un hombre mayor de aspecto distinguido. Llevaba un traje oscuro y miraba
fijamente hacia donde ellos estaban. Se levantó con celeridad y se acercó,
alargándole el paquete de Marlboro.
Ella tomó el cigarrillo y él le ofreció la llama de un viejo encendedor a
kerosene.
— ¿Por casualidad
es usted Evangelina Allende? — preguntó con una cortesía no exenta de timidez.
— La misma que
viste y calza — contestó Evangelina, que oía mucho mejor cuando el interlocutor
era uno solo, ya que tantos años de sordera le habían enseñado a leer en los
labios—. Todavía— añadió en un tono festivo que acababa de resucitar.
— Yo soy
Enrique Vasserman. Tal vez ya no me recuerde.
Evangelina
sintió que una brisa le acariciaba el corazón. Claro que recordaba. Aquellos
ojos azules que todavía brillaban bajo las cejas blancas y espesas, las manos
finas. El mismo, a pesar de los años, que la pretendiera allá en Nueva Medina,
antes de conocer a Emilio y al que su
familia se opuso con furor vaya a saber por qué anacrónicos prejuicios. Lo
invitó a sentarse a su mesa.
El mozo se
acercó a informarles que los teléfonos estaban descompuestos y que por ende les
resultaba imposible avisar a las respectivas familias. Les anunció también que,
por su parte, ellos, los dos mozos y el gerente, pasarían allí la noche. Pero
estaba preocupado por los señores, ojalá la ayuda llegara antes de la
madrugada.
— Para dormir,
la eternidad —. Evangelina repitió la frase favorita de su madre como si la
hubiera conservado en la memoria para usarla en la ocasión.
Pasaron toda
la noche en una charla voraz, contándose sus vidas, felices de que aquel
accidente los hubiese reunido.
Evangelina
agradecía al cielo no necesitar aquella noche de sus diez rosarios para vencer
el insomnio, ni tener que repetir en voz
baja los cien versos que su memoria retenía aún de sus época juveniles, cuando
dejaba en vilo a su auditorio al recitar
Los motivos del lobo, La tristeza del inca y tantos otros en
todas las fiestas a las que asistía. Las horas se le iban sin sentir enfrascada
en la charla con su antiguo conocido. Porque si bien él le estaba diciendo que
siempre la había amado y ella, coqueta, bajaba los ojos al mantel, también
Evangelina lo amó. Era como si el tiempo se empeñase en demostrarle que no era
tan tarde y que su apariencia de decrepitud no pudiese ahogar al olvidado
corazón de niña que ahora agitaba de nuevo sus cascabeles. Sólo a la tarde del
día siguiente pudieron rescatarla. La lluvia cesó a las tres y el helicóptero
de la prefectura se asentó en el techo como una inmensa mariposa plateada.
Cuando se lo dijeron, Evangelina sacó una polvera y se miró en el pequeño
espejo mientras se empolvaba e las mejillas
Luego se levantó con gesto cansino y dejó que Enrique la ayudara a
ponerse el mojado abrigo. Le ofreció galantemente el brazo y subieron juntos la
empinada escalera con la misma parsimonia que si se tratase de la escalinata de
un castillo. A sus espaldas, los mozos y le gerente formaban un extraño
séquito.
Mientras se
elevaba en el aire, Evangelina agitaba la mano de saludo con una sonrisa
satisfecha que no se borró de sus labios durante muchos meses.
De Marrakech
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