Quisiera comenzar este homenaje a
Juan W. Gez con un fragmento del principio de mi novela La orilla del mundo. Dice así: “La niña Luciana llegó una tarde de
septiembre, poco antes de la puesta del sol. Todo el día había corrido el
Chorrillero, ese viento desapacible y hostil que pone a prueba los nervios de
quienes se atreven a desafiar sus iras. Las casas se veían clausuradas desde la
noche anterior, cuando empezaron a crujir las puertas, a cerrarse de golpe los
postigos y a escucharse ruidos extraños en los techos. Cada vez que esto
ocurría nadie se aventuraba por las calles. Las mujeres se apresuraban a poner
bajo techo todo lo que pudiese volar, pues no era raro que, bajo el ímpetu de
su paso, quedasen para siempre deshechos los juegos de sábanas de Holanda, los
manteles con iniciales, los sombreros, las mantillas de ñandutí que el temido
huésped arrancaba de la cabeza de sus víctimas. Las urpilas perdían el rumbo de
sus vuelos y había que tapiar las jaulas que guardaban el sueño de los gallos
de riña, pues se mataban entre ellos, como si el viento les corriese por dentro
y alborotase su sangre en un repentino furor. Era habitual ver a los vecinos
merodeando por los alrededores afanados en la búsqueda de sillas, mesas y otros
enseres de menor peso que olvidaron de poner a resguardo. Todavía se hablaba de
Jesús Garmendia, el vagabundo que encontró a dos leguas de Sacrosanto la botija
de recortados, de la que nunca supo nadie cómo había ido a parar hasta allí y
que jamás fue reclamada por sus dueños, lo que cambió su vida de manera
radical. Era como si el mundo estuviese lleno de viento y solamente el viento
sostuviera al mundo”. Hasta aquí el párrafo. Uno de los recuerdos más nítidos
que guardo en el arca de mi memoria, para decirlo con el título de otra de mis
novelas, es el de aquellas noches de la infancia donde también los postigos y
las puertas crujían en la oscuridad de un afuera sobrecogedor y mis hermanos y yo nos
sentíamos al resguardo en aquella habitación iluminada por la presencia de
nuestra madre, en aquel navío a punto de zarpar a tierras fabulosas, como en los míticos viajes de
nuestros cuentos cuando, luego de escuchar el Teatro Palmolive del Aire de las
22 y 15, ella, nueva Sherezade, nos abría su territorio mítico por donde
desfilaban las historias de la bisabuela casada a los once años para que su
marido la defendiera de los malones y luego, nueva Penélope, debería esperar a
ese mismo marido, Carlos Juan Rodríguez, que se sublevara contra la política centralista
de Buenos Aires y fuera derrotado junto a Felipe Varela y sus compañeros de
armas los generales Saá en la batalla del Pozo de san Ignacio y luego debiera partir al exilio en Chile desde donde
volvería doce años después. La mañana de su regreso, la bisabuela llamó a la
servidumbre clamando que barrieran la sala y echaran a las gallinas, sacaran las
fundas de los muebles, que pusieran a arder los sahumerios porque había soñado
que ese día llegaba su marido. Poco después una mujer le avisaba que vio llegar
a la plaza unas carretas que venían de Chile. Mi bisabuela corrió, destrenzada
y frenética y allí, agotado por los zangoloteos del camino, el bisabuelo la
esperaba para abrazarla como si viniese de la otra orilla del tiempo y del
espacio. Había también otras historias, la de aquella niña, la Luciana del
párrafo que comencé leyéndoles, que llegó con su padre de Tierra Adentro, luego
de siete años en las tolderías. Era hija de un blanco, el general Francisco
Saá, exiliado allí con sus hermanos Juan y Felipe por oponerse a Rosas y de una
mujer ranquel. Podría detenerme varios minutos más en estas historias que mi
madre desplegaba como en un caleidoscopio mágico. Pero a veces el viento se
callaba y las noches eran placenteras y dulces en el patio de nuestra casa y
los invitados comenzaban a llegar bajo la noche constelada de estrellas para sentarse envueltos en la fragancia que
emanaban los jazmines del país y luego escuchar la voz bien modulada de mi madre
recitar aquellas poesías que me dejaban alucinada y deseosa de ejercer algún
día yo ese maravilloso don, o la grave y austera de aquel hombre de rostro como
tallado en piedra, Antonio Esteban Agüero, que leía sus poemas recién sacados
del horno de su corazón:
Y
después en caballos redomones
que
urticaba la prisa de la espuela
galoparon
los charquis por las calles
de
las ciudad donde Dupuy gobierna
conduciendo
mensajes que decían:
“El
General de San Martín espera
que
acudan los puntanos al llamado de libertad que les envía América.”
Y
firmaba Dupuy, sencillamente,
con la mano civil y la modestia de quien era
varón republicano
hasta
el cogollo de la misma médula.
O también:
El
idioma nos vino con las naves
sobres arcabuces y metal de espada,
cabalgando
la muerte y destruyendo la memoria y el quipo del Amauta.
…
Y
el idioma triunfó. Los ruiseñores
de
Castilla vencieron, la calandria
cuya
voz era tierra, barro nuestro,
son
y zumo de tierra americana
de
repente calló cuando los hierros
agrios
del odio en su color de fragua
le
marcaron el pecho que gemía
y
segaron la luz de su garganta.
Y también, refiréndose al primer contacto
entre los indígenas y los conquistadores:
Y
después silenciosos michilingües
con
su jefe, Koslay a la cabeza ,
les
trajeron la paz en el saludo
y
las cosas y frutos de la tierra:
y
entretanto Koslay permanecía
rodeado
por arqueros y doncellas
la
hija suya, una hija que tenía
suaves
los ojos y la cara fresca
y
nocturnos cabellos que apretaba
una
vincha de plumas como seda,
miraba
sonriente y en los ojos
nido
le había a la mirada tierna
de
un soldado español en cuyo pecho
amor
ardía en olorosa hoguera.
Mucho tiempo debería caminar para
comprender que aquellas historias eran la historia. ¿Cómo separarlas? Porque la
historia, que fue primero oral, como nos lo recuerdan los antiguos juglares se
entrelaza a la escritura no sólo con los nudos de la memoria, sino también con los de la imaginación. Y
ambas se desplazaban en el territorio fabuloso de los sueños cuando debí
atravesar el umbral de la Aventura y cambiar de residencia y abandonar mi casa
paterna para venir a estudiar a Buenos Aires. En mis puños cerrados apretaba
aquella certeza que no me abandonaría jamás. Certeza que me abrumaría cuando
atravesé otros umbrales para llegar a tierras desconocidas y entonces, perdón
Proust, yo también necesité ir En Busca
del tiempo perdido y sentí la
urgencia de volver a aquellas historias. Otra vez fue mi madre quien me socorrió
enviándome un gran paquete que llegó hasta mi casa de México. El paquete
contenía dos tomos de libro cuyo título era: Historia de la Provincia de San Luis, de Juan W. Gez, que alguna
vez entreví en los anaqueles de la biblioteca de mi padre. Desde entonces fue
como el hilo de Ariadna que me ayudaría a escribir mi novela Fuegos encontrados, que para gran
sorpresa mía obtuviera en México, país en el que recalamos en esa gran diáspora
que fue el exilio, el Premio “Juan Rulfo” para Primera Novela. Y luego, ese
hilo seguiría atravesando el laberinto cuando entrevisté a Borges y me habló de
su antepasado Lafinur, dejando en mí la primer semilla que luego me llevaría a
escribir una novela sobre nuestro primer filósofo, que fuera desterrado del
país por querer abrir los ojos vendados por el fanatismo. Y entonces acudí a la
biografía que de él escribió Gez. No es de asombrarnos que una personalidad
como la suya, tan preocupado por nuestra identidad, haya sentido el vacío que
se alzaba sobre la figura de Lafinur. Pero una especie de pregunta sin
respuesta hasta ahora me preocupa y es que, a nivel nacional, ella no haya sido
hasta ahora lo suficientemente valorada. Extraje unos párrafos del prólogo
sobre el gran filósofo y poeta puntano: “Fuera de las obras fundamentales de
nuestros historiadores y eruditos, que no están al alcance de los más,
necesitamos trabajos de propaganda, reducidos y suficientemente completos ,
como para difundir en el pueblo este conocimiento indispensable y útil en la
vida nacional.” Y agrega más adelante: “Tal es el móvil del presente trabajo.
Lafinur es casi un desconocido en su provincia natal y los eruditos sólo lo
recuerdan de vez en cuando en la Antología
nacional o en su Canto Elegíaco a la
Muerte del General Belgrano, una de sus producciones que por la oportunidad
y la feliz inspiración le dio alguna nombradía en nuestro mundo literario. Pero
no es su estro poético la característica más interesante de su privilegiada
inteligencia: son sus ideas, sus grandes aspiraciones, su acción eficiente para
realizar en este suelo los ideales del progreso y de la vida moderna. “Y
concluye: “A él le tocó una época difícil en que todo debía improvisarse en los
anhelos de acelerar la marcha hacia un alto fin, vislumbrado en allá en lo íntimo de una vasta concepción
mental. No aminora sus méritos el que haya sucumbido en el laudable propósito,
porque no estaba al alcance de un hombre vencer los obstáculos que oponían a su
propaganda poderosos aliados”. Y con un fervoroso entusiasmo escribe la
biografía, que nada deja por desear para rastreo de esa figura señera que fue
Juan Crisóstomo Lafinur. Lo advierte cuando, refiriéndose a ella señala: “Si la
independencia política es un hecho indiscutible, faltaba aún por emancipar los
espíritus. Era relativamente fácil acuchillar “godos” y llevar triunfante a la
América toda el credo revolucionario de Mayo, comparado con la tarea de luchar
con el fanatismo y la rutina, encastillados en la ignorancia colonial”.
Es que Juan Wenceslao Gez fue un forjador de nuestra identidad de
puntanos y argentinos y para ello tuvo la certeza de que nada de lo nuestro
podía pasarle inadvertido.
Al adentrarnos en la vida y obra de Juan Wenceslao Gez no se puede sino
sentir una infinita admiración ante la multiplicidad de los afanes que lo
inquietaron y ante su capacidad de trabajo, sin eludir el convencimiento de que
estamos ante una de aquellas personalidades que, como las del Renacimiento,
abarcaron extensos campos de la cultura y de la ciencia. Gez es como esas
ciudades árabes a las que se puede acceder por muchas puertas. Siguiendo la biografía
de Edmundo Tello Cornejo nos enteramos de su larga vida educativa, tanto en San
Luis como en otros ámbitos del país, su labor de historiador, de periodista,
además de investigador naturalista, paleontólogo
y botánico. Y encontró el tiempo, además, para volcar sus conocimientos en
numerosos libros, folletos, conferencias, artículos. Recorrió la provincia
utilizando precarios medios de transportes, en las primeras décadas del siglo
pasado. La conoció como la palma de su
mano, desde los médanos de la región del sud a lo largo del río Desaguadero, el
curso de sus ríos y arroyos, la presencia del medio centenar de lagunas, las
minas de Cañada Honda, La Carolina, San Francisco y otras. Como si ello no
fuera suficiente, dedicó muchas de sus horas a las investigaciones
arqueológicas, descubriendo importantes fósiles que luego merecieran la
aprobación de sabios eminentes como el Profesor Ángel Gallardo y Carlos
Ameghino. Fruto de sus recorridos fue la
monumental Geografía de la Provincia de
San Luis.
El
filósofo Jacques Maritain, en su Filosofía
de la Historia afirma: “Ahora, lo que yo pienso del mundo () tiene una
especie de unidad vital – no política ni organizada, ni manifestada, pero sin
embargo real. Y por razón de esta unidad vital, cuando un acontecimiento que
hace historia, cuando un gran evento de la humanidad, un acontecimiento que
actualiza potencialidades centenarias y viejas aspiraciones, ocurre en un punto
particular del espacio, en una nación dada y en un pueblo dado, no ocurre sólo
para esta nación o este pueblo, sino que ocurre para el mundo.”
La historia de San Luis que hoy reedita San Luis Libro cumple cabalmente
con estas reflexiones. Lo que aconteció en nuestra provincia, todos los sucesos
contados en ella, desde los orígenes hasta la crisis política de los noventa,
sucedieron también para el mundo. Al leerla vemos que, si bien son
acontecimientos históricos los que Juan W. Gez despliega a lo largo de la obra, ellos están iluminados por el fuego del amor por su tierra. Ya desde sus
comienzo leemos: “La conquista y población de la hermosa región de Cuyo,
perteneció al vasto territorio que hoy ocupa la Provincia de San Luis…” El
autor no se priva de emitir su juicio con el adjetivo de hermosa, con lo cual
ya nos adentra en el terreno de la poesía. Y continúa narrándonos la magna
empresa de la Conquista de Chile por Pedro de Valdivia, quien envió a su
teniente Villagrán a realizar un reconocimiento de la región trasmontana. Luego
de narrar los choques sangrientos con las poblaciones aborígenes, no las deja a
un lado para continuar el relato. Se detiene en describirnos a esos pueblos
llamados Comechingones y Diaguitas. Nos habla de los Michelingües, descendiente
de ellos, de cultura superior a la de aquéllos, dice. Y no se priva de contarnos
sus costumbres. Como arqueólogo, nos señala los restos que se han encontrado de
ellos. Y luego la fundación de nuestra ciudad, sucesos todos que vamos leyendo
como se lee un cuento, una novela, como aquellas fábulas de las que les hablara
en un comienzo. Tal vez captara aquellas doctrinas de su filósofo admirado,
Lafinur de que nada somos sin los sentidos. Porque son ellos, la vista, el
tacto, el oído, el olfato y hasta el gusto lo que encontramos en esta verdadera
obra literaria. No podemos dejar de pensar en la forma que San Luis ostenta en
nuestro mapa: el de un ojo de cerradura. Y es por este ojo por el que Juan W.
Gez entrevió a su provincia y con ella al mundo. Cumple, en primer término, la
función de recordar y nombrar. Su genio narrativo consiste en emplear los
poderes de la memoria; evocar los hechos al tiempo que preserva su frescura. Lo
que Gez nos dice desde el siglo XVI es que sólo recobraremos nuestra cara y
nuestras palabras si primero recobramos nuestro tiempo.
Si comencé con el viento, podría concluir con la imagen del río, de ese
gran río que es nuestra historia y que fluye en nuestro caso como los arroyos
de nuestra tierra. El ya citado poeta Antonio Esteban Agüero decía en su poema
Digo los arroyos:
¿Y
ese tenue rumor inadvertido
que
llega a mí sobre el silencio blando
Del
aire montañés?
¿Y
esa música azul? ¿Y esos cristales
suavemente
tañidos y vibrados?
¿Y
esa flauta de acentos campesinos
que
murmura detrás de los collados?
Son
los arroyos de mi tierra, el cielo
que
ha preferido descender cantando
por
arterias de cerro y de llanura,
líquido
cielo musicalizado.
Como
el indio yacente que ponía
la
oreja en tierra para oír caballos
galopantes
y ariscos a lo lejos
y
acertaba su número y sus pasos,
y
su rumbo también, yo me reclino
en
la dura colina, sobre el pasto,
para
oír los arroyos cuyas voces
hacen
vibrar este país serrano
Tal vez Agüero, que tanto conoció y amó nuestra historia, nos quiso
decir que para saberla, para escucharla, debíamos reclinarnos sobre el pasto, que
no es sino la escritura, ésta que también podemos leer en la Historia de la Provincia de San Luis que,
como en ese río heracliteano, viene a decirnos que no nos bañamos dos veces en
la misma agua, pero que siempre, siempre, seguimos sumergidos en el río. Muchas gracias
Leído el 8 de mayo de 2014 en el día de la Provincia de San Luis en la Feria del Libro con motivo de la presentación de Historia de la Provincia de San Luis de Juan W. Gez.
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