Cada vez que regreso a San Luis me
encamino, en un rito infaltable, a mi vieja casa de la calle Lavalle. Esa casa, que fuera la biblioteca y estudio
jurídico de mi abuelo materno, a quien no llegué a conocer porque murió en
1912, en plena juventud. Casa en donde transcurrieron mis primeros años y que
representaría para siempre en mi vida el rol mítico de “Ombligo del mundo”. Me
pregunto si fue una mera casualidad la que me llevó a habitar precisamente en
aquel ámbito momento hubiera sido morada de lo imaginario. Cuando comencé a
venir, la puerta estaba sin llave. Me bastaba empujarla suavemente para
encontrarme en su amplio zaguán y luego pasearme por el patio como si nunca me
hubiera alejado de la infancia y mi
madre, con su voz de hornera infatigable , pudiera aparecer en cualquier
momento para decirme la mesa está servida o ponete el vestido de viyela con
florcitas porque vas a acompañarme a un Novenario. Dejaba ese espacio
reconfortada y añorante, recordando aquella vieja estampa del Tesoro de la juventud que heredé de mi abuela donde, debajo de una preciosa niña sentada en un
prado de flores se leen estos versos de Sevenson. “Era mío todo- cuanto me
cercaba - : Del aire las aves, - los peces del agua -. El mundo era mío – en él
yo reinaba-; por mí las abejas alegrez zumbaban – y las golondrinas movían sus
alas.” Por desgracia, hoy la puerta está herméticamente cerrada y debo
contentarme con mirarla desde el ojo de la cerradura, tal vez porque mi madre
murió y he sido expulsada definitivamente del paraíso. Tal vez porque, como
Alicia, no soy lo suficientemente pequeña para traspasar la abertura que me
permitiría recobrarlo. Entonces a mi
memoria vienen aquello es versículos de Juan: “Yo soy la puerta, el que por mí
entrare, se salvará y entrará y hallará pasto”. Para
acceder a aquel pasto, a aquella leche primordial, hoy sólo cuento con la llave
de la escritura. Porque siguiendo con San Juan: “En el principio era el Verbo”.
Alguna vez he contado cómo por las noches, luego de escuchar el Teatro Palmolive del Aire, mientras el
Chorrillero afuera golpeaba como queriendo entrar, mamá se sentaba junto a
nuestra cama para abrirnos su panteón de sueños, su mitología privada. Por ella
se colaban las imágenes de mi bisabuelos, aquel hombre de niebla que galopaba
contra el viento rumbo al exilio en Chile, luego de su derrota a manos de las
fuerzas mitristas en la batalla de San Ignacio, mientras una mujer dulce y
pensativa bordaba la tela de su desconsuelo junto a la ventana en una espera
que duró poco más de doce años; o la de aquella
niña que, jugando a los espíritus junto a sus amigas en una bochornosa tarde de
verano invocó a Beethoven y, cando despertó de su trance, supo que había tocado
La Patética sin ninguna equivocación.
Ella, que jamás se había sentado ante un piano. Y también estaba la del
antepasado fusilado junto a Liniers en Cabeza
de Tigre que grabó en un árbol con sus compañeros la palabra CLAMOR poco
antes de morir, formada por las iniciales de sus apellidos. Tampoco faltaban
las historias paternas que yo imaginaría, más que sabría, porque mi adre era
parco en el contar. Historias originadas en ese país de nieves y de escritores
alucinantes uno de los cuales. Sholem Aleijen, estaría emparentado con la rama
paterna. La noche se deslizaba entonces como un barco fantasma con sus figuras
de cera. En la sal del invierno indiferente ellas eran el fuego en que nos
calentábamos. La lámpara a cuya luz antigua mi imaginación de niña se ponía a
trabajar, tal vez avizorando la frágil línea que separa a los vivos de los
muertos.
Aquellas historias eran la
historia. ¿Cómo separarlas? “Y donde habíamos pensado que estábamos solos
estaríamos con el mundo”, dice Joseph Campbell. Porque aquel territorio en
donde pululaban los fantasmas, aquellas palabras que me arropaban como caricia
de peluche fueron la sugerencia de un sistema de mundo, ojo de la llave por
donde entreví mi aventura, la aventura de convertirme en escritora. Porque las historias – dice también Campbell
– llevan las llaves que abre el reino entera deseada y temida del
descubrimiento del yo. La destrucción del mundo que nos hemos construido y de
nosotros con él; pero después una maravillosa reconstrucción de la vida humana
, más espaciosa y plena nos espera”. y eso fue lo que ocurrió cuando, lejos
dela patria, necesité reconstituir mi despoblado mundo personal. Aquel ámbito
mítico fue el hilo de Ariadna que me
guió por el laberinto para derrotar al Minotauro de la angustia y del
extrañamiento. El maná que me alimentó
en mi peregrinar por el desierto. Solitaria en medio de la muchedumbre miraba por
aquel ojo ese continente oscilante entre la luz y el sueño o caminaba a l
desván de la memoria para tocar sus vestidos de distancias, sus voces tatuadas
por el olvido, sus manos que tomaban mi pluma y me obligaban a escribir. “Los
hilos del destino llevan al pasado – señala James Miller en La Pasión de Michel
Foucault y luego lo cita -: “llevan al ser humano mediante esas extrañas
circunvalaciones hacia las formas de su nacimiento, a la tierra natal que lo
hizo posible”.
Y llevando estos conceptos a un plano más general, al plano de
Latinoamérica, no fueron aquí las ideologías lo que nos reveló nuestra
identidad sino que lo más esencial de ella se nos dio a través de esa larga
tradición de cronistas de la conquista que luego diera paso a nuestra literatura.
Pensemos por citar tan sólo unos pocos nombres, en el universo histórico de un
Asturias, de un Carpentier, de un García Márquez.
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