Faltaban sólo
veinte días para regresar a la patria luego de siete años de exilio, cuando Luisa
se dio cuenta de que estaba perdidamente enamorada. Y no precisamente de su
marido. El destinatario de ese amor que le desacompasaba el corazón y que le
devolvió la sensación de arraigo que ya creía perdida para siempre era Abelardo
Hurtado, su compañero en la editorial en la que se desempeñaba como correctora.
Ahora, casi en la víspera de su partida, comprobaba asombrada que la había
abandonado aquel sentimiento de nostalgia que la acompañó de una manera
persistente y desesperada desde que pusiera los pies en México. Ya no caminaba
por las calles o manejaba su Volskwagen
en medio del tráfago infernal extrañando los cafecitos de Buenos Aires, que
tienen, como las callecitas, ese qué sé yo, ni se quedaba horas enteras tirada
en la alfombra de su departamento junto al tocadiscos escuchando a Homero Manzi
en la voz de la tana Rinaldi. Ahora se internaba por las callejuelas de
Coyoacán dejándose acariciar por la luz mañanera de aquella región que en
alguna época fuera la más transparente del aire pero que aún conservaba esa
textura, ese sabor blando y sosegado como no viera antes en ningún lugar. Se
preguntaba cómo podría subsistir allá sin la música del organillero, sin los
helados de mango o de guayaba. Y sin Abelardo. Llevaba ya diez años de casada
con Fabián Ortúzar, un hombre medido en sus demostraciones con el que se
quisieron en un primer momento con un afecto tranquilo en el que la pasión, que
ahora era sólo un recuerdo, nunca levantara demasiado vuelo. El exilio se les
había presentado como la última alternativa cuando una mañana seis hombres
entraron en el consultorio, dejándolo como si hubiera pasado un huracán. Por
suerte, él estaba ausente y, a la semana, ya tenían decidido partir.
No habían
podido tener hijos y eso le permitió a Luisa dedicarse con mayor ahínco a su
trabajo. Pero aquellos años les parecieron a los dos un largo páramo. Fabián
era psicólogo y comenzó a tener una cantidad nada despreciable de pacientes con
lo que pudieron comprarse una casa de fin de semana en Cuernavaca. Pero Luisa
no se conformaba con estar lejos de los suyos. Sólo la salvaron de no despeñarse
demasiado en la nostalgia las cartas de su madre, que llegaban semana a semana
con una infaltable regularidad y en donde la ponía al tanto, con cuidadoso esmero, de los avatares de la familia.
Fabián le
comunicó una tarde, con ese tono tan suyo en donde a ella le parecía percibir
una orden, que regresaban en dos meses. Habitualmente se plegaba a las
decisiones de su marido pues éstas le parecían ajustarse a sus necesidades.
Aquella vez no fue una excepción, No veía la hora de pisar tierra argentina.
Esa mañana en la editorial el teléfono no
funcionaba así que se dispuso a pedir el de la gerencia. Rocío, la secretaria,
la saludó con una mueca distraída pues en ese momento clasificaba la
correspondencia. Antes de que pudiera insinuar su pedido, escuchó: "estás
guapísima". Era Abelardo quien, sentado a un costado en la oficina,
esperaba que el gerente lo recibiera. Ella se rió pero, muy dentro de sí, algo
quedó encendido por el resto del día. Esa tarde le grabó el cassette de la tana
Rinaldi y se lo entregó a la mañana siguiente musitando un "para que te
acuerdes de mí". Se dio vuelta para volver a su cubículo cuando oyó la voz
de él: "¿Querrías comer mañana conmigo?". Luisa le contestó que sí,
que le gustaría.
A Fabián le
dijo que a la salida del trabajo iba a encontrarse con Consuelo, su amiga
mexicana, para despedirse. No era demasiado creíble pues nunca faltaba a comer
a su casa, a las tres en punto, hora en que los dos se habían ya desocupado de
sus tareas del día. Pero estaba decidida a no faltar a la cita. Prometió, eso
sí, estar de vuelta antes de las seis. Abelardo la llevó a la posada del Ángel.
Ella pidió chiles en nogada y él Huachinango. Luego de comer brindaron con
tequila. A medida que hablaban, Luisa comprendía cuánto le había faltado en
aquellos años ser escuchada. La voz de Abelardo la internaba en vericuetos
desconocidos de su persona y la llevaban a evocar aquellos versos de Agüero, el
poeta de su provincia: "Bajo su voz yo me sentía leve / como la nube que
navega al viento". Envidiaba a los poetas que podían expresarse con esa
justeza. "Te invito al cine", oyó que le decía. Alguna vez en la
oficina, entre charla y charla, él le contó que era viudo y que vivía con su
hija Eva. "Eva se queda hoy con su abuela".
Aceptó la
invitación sin pensar en qué le diría a Fabián. En verdad, si unos meses antes
alguien le hubiera dicho que actuaría de esa manera, se le habría reído en la
cara. Estaba totalmente adaptada a esa vida que casi podría llamarse rutinaria.
Le costaba
concentrarse en la película. A pesar de que ambos miraban a la pantalla, sentía
la presencia de él como un refugio de tibieza al que le resultaba difícil
sustraerse. De pronto la asaltó el deseo de reclinar la cabeza en su hombro.
Pero se llamó a la cautela. La invitación de Abelardo la tomó desprevenida:
"¿Y si fuéramos a hacer el amor?"
Se encontró en
los brazos de Abelardo como si desde toda la vida hubiera navegado en busca de
aquel puerto. Lo supo en el mismo instante en que él le quitó la ropa y abrazó
su cintura con la precisión de un músico que tocara su instrumento.
Llegó a su
casa a las doce y se tendió al lado de Fabián que dormía como si ella no se
hubiera ausentado. Agradeció ese desapego. Los días que siguieron fueron de una
intensidad agotadora. Luego de salir de la editorial, ella y Abelardo paseaban
por el botánico, y él se entretenía en enseñarle el nombre de las plantas. Ese
fin de semana se fueron juntos a Tepoztlán. Fabián tenía un almuerzo de
despedida con sus colegas de la
Universidad y ella pretextó un leve resfrío. Llevó su guitarra
y le cantó canciones de Argentina, las zambas que tocara una y otra vez en
aquella larga ausencia. Él le decía: "Alguna vez le voy a contar a mis
nietos que amé una argentina y que cantaba con su guitarra".
Luisa se
preguntaba si Fabián sospecharía algo. De ser así, nada dejaba entrever. La
veía llegar a veces de la calle con la mirada brillante y las mejillas
arreboladas pero parecía estar a mil leguas de todo. Para disipar cualquier
duda, ella se ponía a empacar los libros y las artesanías con fanática
aplicación, como para que no quedaran dudas de que nada había cambiado en sus
vidas. Con la venta de los muebles, la casa se fue vaciando de a poco. Sólo les
quedaban la cama y la mesa que Carmelita, la vecina, entregaría al día
siguiente de su partida. A Luisa se le estrujaba el corazón cuando miraba por
la ventana el jacarandá florecido, o cuando se asomaba a su ventana y
contemplaba las cimas lejanas del Ajusco. Comprendió cuánto se había apegado a
todo aquello.
La tarde del
último encuentro se puso el vestido hindú que llevaba el día que salieron por
primera vez. La partida estaba fijada para el día siguiente y quería que él la
recordara para siempre con aquel atuendo que le daba una apariencia de una de
esas pinturas del medioevo. Se amaron durante cinco horas. Cuando él entraba en
su cuerpo, Luisa se mordía los labios hasta sacarse sangre. Era la primera vez
que gozaba con aquella intensidad. Tirados uno al lado del otro, conversaban.
Por momentos él le fabricaba sombras chinas en la pared y ella se reía hasta
quedar sin aliento: "Para que no estés triste", le decía Abelardo,
recorriéndole todo el cuerpo con sus besos. Ninguno de los dos tocó el tema de
la inminente separación. Cuando la dejó en la puerta de su casa, él le dijo:
"No te olvidaré jamás".
En el
aeropuerto la aturdió el gentío. No pensaba que ya faltaban pocas horas para el
tan anhelado regreso. La obsesionaba el pensamiento de Abelardo solo en su
departamento, o conversando con Eva, tratando de disimular la tristeza. Fabián
se acercó al mostrador de Aerolíneas y subió las valijas a la báscula. Fue sólo
entonces cuando Luisa lo envolvió en un abrazo largo y estrecho y lo besó en la
mejilla mientras le decía: "Tal vez algún día me perdones". Y, sin
más, se volvió y corrió hasta la salida.
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