Evangelina nació escuchando de labios de su madre la historia de aquel
bisabuelo que estuvo exiliado en Chile durante doce años. Muchas de aquellas
noches de invierno, mientras el Chorrillero, ese viento implacable que lijaba
puertas y postigos como pidiendo entrar sacudía la casa, Irene se sentaba junto
a la cama de ella y la de Florencia y les narraba aquellas historias. No eran
relatos maravillosos sino que casi todos versaban sobre sus antepasados, pero a
Angelina le parecían tan sorprendentes como las de los cuentos.
La que más le gustaba era la de aquel
bisabuelo que Sarmiento había enviado a la cárcel por rivalidades políticas.
Allí, decía la Sherezade
que era mi madre, los ojos brillándole de entusiasmo, sublevó a la tropa policial y la revolución corrió como
reguero de pólvora por las provincias vecinas. Desde el norte llegó Felipe
Varela. De la sala de música colgaba aquel retrato en donde se los veía
abrazados, al bisabuelo y al caudillo riojano. Evangelina se demoraba
contemplando la espesa barba y los ojos claros de su antepasado, que vestía
frac y sombrero de copa. Pensaba que, si alguna vez llegaba al matrimonio, le
gustaría tener por marido a un hombre de aquellos ojos abarcadores, las manos
de artista y esa sonrisa festiva que parecía dirigirle desde el cuadro. Felipe, en cambio, llevaba un sombrero claro
y de grandes alas que sombreaba su rostro de mejillas consumidas y grandes y
erguidos bigotes canosos.
El retrato fue
también testigo de la vez que Ernesto se le declaró. Esa noche de marzo la casa
se alborotó con la fiesta que su madre decidió organizar con motivo de sus
quince. Fue invitada lo más granado de la juventud de aquel entonces.
Irene encargó
el vestido a la mejor modista de la capital. Cuando Evangelina contempló en el
espejo aquella figura frágil de una donosura de gacela enfundada en el vestido
de organza blanco, cuyo único adorno era el moño rosa en el canesú, pensó en
Ernesto y tuvo el presentimiento de que él se fijaría en ella.
Casi no habían
hablado desde que lo divisara en la plaza al comienzo de la temporada, su metro
ochenta y seis sobresaliendo de la escuadra de amigos que daban vueltas en
sentido contrario al de ella y sus amigas. Su memoria quedó imantada por el
mechón negro cayéndole sobre la frente, los ojos verdes que bajaron hacia ella
contemplándola con una mezcla de admiración y negligencia. Fue Lucila, su mejor
amiga, quien la puso al tanto. Su nombre era Octavio. Estudiante de
arquitectura, llegó a Sacrosanto a principios del verano para pasar las
vacaciones. Desde ese día las dos figuras, la de él y su bisabuelo, escoltaban
su entrada en el sueño. A veces le parecía que una y otra eran la misma
persona.
Irene, que
disponía de todo en la casa bajo la mirada benevolente de Edgardo, su marido,
destinó el primer patio de baldosas para la pista de baile y en el segundo, de
tierra, distribuyó las mesitas con sus sillas y colocó luces entre las ramas de
la higuera. De ella colgaban todavía las hamacas, que su padre colocó para ella
y Florencia a los seis años, Evangelina se columpiaba durante las eternas
siestas luego de llegar de la escuela mientras cantaba La vie en rose o Les feuilles
mortes y soñaba con ser Grace Kelly y Audrey Hepburn. También el terreno
debajo del parral fue aprovechado para que los mozos contratados especialmente
sirvieran refrescos, helados, sandwiches y macitas. Irene se pasó dos tardes enteras acarreando
la granza que daría al suelo ese color rojizo que lo convertiría en un lugar
nuevo y exótico.
Cuando
Evangelina y Ernesto entraron en la salita, el patio era un hervidero de hombres
y mujeres, apenas salidos del sueño de la adolescencia, que bailaban al compás
del Trío Los Panchos o de ese nuevo
invento, el Rock and Roll. Se veían acalorados y felices saltando al ritmo de
aquel one, two, three, and five o clock.
En cuanto
estuvieron solos se miraron, como
descubriéndose. Ernesto le dio un beso en los labios y le dijo que desde que la
vio pensaba en ella. Le preguntó entonces si le pasaba lo mismo. Totalmente
ignorante de los tejes y manejes del amor, Evangelina pensó que la sinceridad
no era lo más apropiado para estos casos. Tenía muy presentes las instrucciones
de su madre, de que una niña que se precie no debe tener el sí fácil. Así es
que le dijo que le contestaría el sábado en la plaza. Volvieron al patio y
estuvieron juntos y separados, mezcladamente.
Se preparó
para el sábado toda la semana. Esa mañana comprobó que el destino le jugaba una
mala pasada pues amaneció frío y ventoso. Gruesos nubarrones cubrían el cielo y
Evangelina los contemplaba gemebunda, comprobando el derrumbe de su sueño. Ya
no podría ufanarse el lunes contándoles
a sus amigas que estaba de novia. Ninguna de ellas estuvo dispuesta a
acompañarla, así que decidió ir sola. Irene, totalmente ajena al asunto, no
opuso ninguna objeción cuando ella le dijo que se iba a lo de Lucía. Fue ésta
quien hizo cundir la alarma cuando llegó en busca de Evangelina poniéndola al
descubierto involuntariamente, pues nada sabía de lo dicho por su amiga. Irene
puso el grito en el cielo y Lucía se acordó del llamado de esa mañana de su
amiga pidiéndole que la acompañara. Si bien Evangelina guardó una absoluta
reserva sobre el motivo de la urgencia en asistir aquella tarde a la plaza, el
corazón intuitivo de Irene dio un vuelco. Conocía a su hija y se dio cuenta de
sus mejillas arreboladas cada vez que el nombre de Ernesto aparecía en las
conversaciones. Se echó con premura un chal sobre los hombros y salió seguida
de Edgardo, que no entendía bien lo sucedido, pero quiso ser útil si la ocasión
lo requiriese.
Eran ya las
nueve de la noche y la plaza se veía desierta. Nadie se atrevió aquel día a
desafiar las iras del Chorrillero. Escoltados por Lucía dieron una vuelta
entera por ella. Hasta los pitojuanes parecían haberse decidido por el recogimiento,
aun cuando fuese todavía verano. Fue Lucila quien descubrió el diario sobre uno
de los bancos, cuyas hojas el viento ya comenzaba a dispersar. Edgardo lo tomó
y vio la fotografía, la misma que colgaba de la sala de música. Decía La Gaceta
y la fecha era de marzo de 1863. En grandes letras de molde podía leerse:
"Felipe Varela apoya el movimiento insurgente de las provincias".
Entre lágrimas, Irene miró la figura amada del bisabuelo. De Evangelina no
volvieron a tener noticias.
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