En un
principio México me resultó una ciudad hostil. Una honda melancolía se apoderó
de mí en aquellos primeros tiempos de nuestra llegada. A la sensación de
pérdida se unía la herida en mi identidad. ¿Quién era yo? Todo lo que diera
sentido a mi existencia se había evaporado y sólo me sentía un madero golpeado
por las aguas del dolor que el exilio dejara en nosotros. Pero Alfonso no
parecía tener tiempo para tales elucubraciones. Su trabajo en un periódico
prestigioso le absorbía muchas horas de su vida y, al regresar, se zambullía en
la máquina de escribir como un poseso. Por aquella época, yo casi no me sentía
escritora. Tampoco tenía trabajo. Era difícil conseguir algo pues migraciones
sólo concedía la visa si se tenía una oferta concreta de trabajo y, a la vez,
para obtenerla, se necesitaba la visa. Era un círculo vicioso en el que me
debatía y contra el cual ya ni luchaba, menguada mi energía por la
desesperanza.
Alfonso
trataba de sacudirme de ese letargo. "¿Por qué no vas al Museo de
Antropología?" me impulsaba. "Aprovechá ahora que tenés tiempo".
Pero en verdad mucho tiempo no tenía ya que Violeta, mi hija de tan sólo cuatro
años, requería de toda mi atención. Por otra parte, la abulia me impedía
afrontar lo que me parecía una epopeya. Tomar el metro apretujada por la
multitud, transitar aquellas calles por las que se desplazaba un río de autos y
casi ningún peatón. No podía creer cuando me contaban que aquella fuera la
región más transparente del aire, una ciudad luminosa cubierta de valles
resplandecientes y verdores perpetuos. Pero aquí parecía haberse vuelto verdad
esa antigua maldición de que "todo verdor perecerá".
Aquella mañana
de primavera, luego de dejar a Violeta en el kinder, obedecí al impulso de
continuar por la
Avenida Universidad. De modo
que pasé de largo por aquel condominio de rejas negras y amplio patio de
ladrillos donde se ubicaba nuestro departamento y seguí caminando. Una
callecita estrecha llamó mi atención y me interné en ella. Apenas penetré en
ese lugar mágico donde las ramas formaban una campana verde sobre el empedrado,
me enteré de su nombre por el cartel de la esquina: Francisco Sosa. Tuve la
sensación de haberme internado en un mundo que nada tenía que ver con aquél del
cual yo provenía, con sus casas bajas y elegantes, las veredas (banquetas les decían
allí) angostas me llevaban al recuerdo de mi lejana Sacrosanto. Largo rato
estuve vagando por aquel laberinto de callejas, atravesé el centro en cuya
plaza el sol se derramaba en una fuente con dos coyotes, me senté en un banco
del mercado a tomar jugo de horchata. Algo nuevo y desconocido me hormigueaba
en las venas y sentía que, por alguna misteriosa razón, yo había ido a parar a
aquel lejano país.
Al llegar a
una esquina la casa atrajo mi atención. Estaba ubicada entre las calles Londres
y Allende y no se diferenciaba demasiado de otras en aquella colonia ubicada al
sudoeste de la ciudad de México. Tal vez lo que me atrajera tan poderosamente
fuera el azul intenso de sus muros, avivados por altas ventanas de muchos
cristales y postigos. Me quedé parada largo rato en la vereda de enfrente,
observándola. De pronto percibí que uno de los postigos se abría y una hermosa
mujer de rostro ovalado y ojos de una intensa negrura se fijaban en mí. Llevaba
unos aros de plata de estilo colonial y un collar de perlas de jade se
entreveía entre los pliegues de un chal parecido al que veía en las indias que
se cruzaban a cada rato a mi paso. Me llamó la atención la negrura de sus
cejas, que se juntaba por encima de la nariz. su boca frutal. Era fresca y
hermosa y mostraba una gran seguridad en sí misma. La visión no duró mucho
tiempo pero pude sin embargo notar en su rostro una tristeza que no parecía de
este mundo. Antes de desaparecer de mi vista me di cuenta de que la única
espectadora era yo. La calle estaba desierta de peatones, seguramente
porque era ya más de mediodía.
Esa noche
llamé por teléfono a mi amiga Corina y le conté lo sucedido. No tardó un minuto
en decirme que la casa de mis desvelos era la de Frida Kahlo, una pintora. Me
contó también que fue la mujer de Diego Rivera, el muralista. Por esa época
sólo los expertos la conocían, aun cuando ya la casa hubiera sido convertida en
un museo. Cuando le conté lo que había visto en una de las ventanas, Corina
lanzó una carcajada: "Estás loca", me dijo. "Frida murió hace
muchos años".
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