Desde el mismo momento en que pisó
Sacrosanto, Luciana comprendió que el mundo estaba dividido en dos mitades y
que, si quería continuar en esta vida, debía sepultar una de ellas en los
medanales de la memoria. Lo primero que tuvo que aprender fue su nuevo nombre.
No aquel nombre de rocío y miel que oyera de labios de Aimé, su madre, y de sus
abuelos de “allá”, aquel Millaray que significa “Flor de oro”, sino éste, tan
distinto, de Luciana, con el que su padre, el coronel Vargas, la presentó en su
nuevo mundo. Se lo había dicho en su lengua cuando salieron. Se lo dijo
mientras atravesaban un médano, antes de entrar en lo que escuchó llamar la
“travesía”, esos pedregales y arenales que se extendían hasta donde no
alcanzaba la mirada. “Desde ahora te llamarás Luciana”. Y ella escuchó ese
nombre y lo retuvo en su boca como un fruto cuyo sabor no le gustaba porque no
era el dulzón de las vainas del algarrobo sino amargo y áspero y se le atascaba
en la garganta como si hubiera tragado un abrojo. Con él la conoció doña
Antonina y ya nunca volvería a escuchar aquel otro, el de Millaray. Luciana
repetía en secreto el vocablo a punto de ahogarse pues no se parecía a nada de
lo que hasta entonces oyera. Y tuvo que apartar de su cabeza el hermoso valle
con los piñones matizando el verde, el espejo del lago en donde aprendiera a
mirarse y a descubrir sus facciones, el círculo alrededor de las hogueras por
las noches para aprender la casa y sus corredores largos y sombreados y sus
bargueños y sus vigas y sus alacenas y sus limoneros. La casa y sus cristaleros y sus aguamaniles de
porcelana. Tuvo que aprender el chirrriar de la cadena del aljibe y su cama de
nogal con las sábanas olorosas a jabón de
Marsella y la colcha de damasco, la mesa tendida con manteles de ñandutí
y candelabros de plata, tuvo que aprender el Alabado que doña Antonina le
hacía repetir cada noche antes de dormirse, con las manos juntas y arrodillada
junto a la cama. Ese rezo que a ella le resultaba incomprensible a pesar de los meses de catecismo, porque no
entendía, por más explicaciones que le diesen, aquello de que Dios estuviera en
el Santísimo Sacramento del Altar ni aquello del sin mancha de pecado original
con que la Virgen
fuera agraciada como si su condición no consistiera en la de una simple mortal,
menos aún lo de aquella mancha que todos traíamos al nacer. Y también le
costaba entender el significado de aquel Buenos
días su Señoría que jugaba con su amiga Rosario, a quien el coronel le
buscó entre sus amistades para que a su niña no se la tragara la travesía de la
soledad. Rosario, que era hija de su íntimo amigo Bernabé Aráoz y que tenía la
misma edad de Luciana. A veces llegaban otros niños del vecindario y Luciana
fue aprendiendo aquel juego cuyos versos guardaba en la memoria para decirlos
antes de dormirse:
Hilo de oro, hilo de plata
Que jugando al ajedrez
Me decía una mujer
Lindas hijas tiene usted.
Yo las tenga o no las tenga
Yo las sabré de mantener
Con el pan que Dios me ha dado
Y el jarro de agua también.
Hasta aquí la cosa le gustaba. Qué era eso de andar pidiendo las hijas
de otro. Y la madre qué bien las defendía. Pero el mensajero no tenía ninguna
intención de dejar allí a su elegida e insistía, insolente:
Pues me voy muy enojado
Al palacio del rey
A contárselo a la reina
Y al hijo del rey también.
Ante la amenaza, la madre cesaba en su
resistencia:
Vuelva, vuelva pastorcillo
No me sea tan descortés
Que de dos hijas que tengo
La menor yo le daré.
Entonces la entrega se consumaba y la
niña se marchaba con el pastorcillo, igual que Luciana aquella mañana de
primavera, desobedeciendo la orden de su padre de no mirar hacia atrás, hacia
el llanto de las mujeres y la mirada de desamparo dibujada en los ojos del
abuelo. Y se preguntaba a qué rey debía ser entregada ella y si ésa sería la causa
para haber abandonado aquel mundo en el que se movía con tanta facilidad como
los choiques en medio de la llanura.
Debió aprender también las enaguas almidonadas que le oprimían la
cintura y las blusas con cuello de encaje de Malinas y botones de nácar que se
pasaba media mañana tratando de hacer coincidir con los ojales. Pero por sobre
todo debió darse cuenta de que madre no estaba en ninguno de los recovecos de
aquella casa por más que la buscase y caminase por los corredores. Aunque se
internase en el huerto y forzase los ojos para atisbar el final del callejón
por si la veía venir con su paso de princesa que ha perdido su reino, con sus
collares de colores y el tupu con que abrochaba la iquilla. Poco a poco comenzó
a saber que no vería tampoco nunca más al abuelo ni se sentaría calladita junto
al crisol en donde fundía la plata para fabricar las espuelas, los aros, los
estribos, las sortijas y yesqueros ni iría con sus hermanas a buscar huevos de
ñandú porque todo pertenecía a allá, a ese mundo que aquí era una realidad
sepultada y prohibida y que a su sola mención las mujeres se encogían sacudidas
por escalofríos y del cual se la pasaban murmurando cosas que interrumpían
apenas ella entraba en la sala, llamada por
doña Antonina para que saludes a
las señoras que ponían en su mejilla un beso frío, un beso que más bien daban
al aire, como si ella fuese la portadora de un gualicho, de uno de los wecufú,
de ésos que se metían en las casas y en el corazón en forma de flechas
invisibles y ocasionaba las desdichas de los cristianos. Y cuando repetía la
palabra “cristianos”, no la asociaba con ese señor que veía colgando todo
lastimado de dos palos cruzados, ni con la mujer de rostro compasivo que
sostenía en sus brazos a un niño de pelo de oro y ojos celestes, sino con lo
otro, con ese infierno en llamas de que hablaba el padre Anuncio en los
sermones que decía cada domingo en la iglesia y al que, según él, irían todos
los que no hubiesen recibido en su cabeza esas gotas que a ella le habían
echado no hacía mucho. Y el corazón se le quedaba adentro del pecho como un
puño cerrado cuando pensaba que allí irían todos los de “allá”: madre,
hermanos, abuelos, porque no conocían ni les interesaba Jesús, sólo amaban a
Chachao, el padre de todos. Pero a veces se tranquilizaba pensando que el padre
Anuncio bien podía equivocarse y que ese señor todo lastimado tal vez no fuera
tan poderoso como para hacer eso con los que ella amaba pues de ser así no
colgaría como un pingajo de los palos. Entonces se dormía pensando que su madre
estaba allí, al lado de su cama y le cantaba el canto del Uñefe, el lucero de
la mañana, el que ampara a los huérfanos y a los que se extraviaron en la
noche.
Algunas de las cosas de este nuevo mundo le gustaban. Un domingo de
verano doña Antonina la llevó de la mano por las calles olorosas a tierra
recién regada para que escuchara la retreta. En su corta vida en el acá Luciana
se dio cuenta de que éste también se dividía en dos mitades bien marcadas: el
adentro y el afuera. El adentro era Petronila que pasaba las horas con un
gigantesco cucharón avivando los caldos, el tazón de chocolate con bizcochos
que le servía cada mañana, la olla de hierro llena de agua que borboteaba
rumorosamente. El adentro era un tiempo penumbroso y suave que pasaba detrás de
los visillos de los espaciosos cuartos, los días en que la esperaba la ardua
tarea de lavarse las trenzas con ayuda de Petronila. Inclinada sobre la jofaina
de loza, Luciana veía sus cabellos desparramdos en el fondo como algas inmóviles
y oscuras. Petronila le echaba un chorro de agua en la cabeza para enseguida
enjabonarlo por segunda vez con ayuda de una porción de jabón de Marsella.
Entonces Luciana sentía que sus cabellos empezaban a rechinar porque ya
estaban limpios. Petronila los enrollaba sin piedad alrededor de su mano,
retorciéndolos y secán-dolos con la toalla.
El adentro eran los retratos al pastel de los bisabuelos, de los
paternos, porque de los otros no tenía la menor idea de sus facciones, aunque a
veces los imaginaba allí, sus retratos colgando de la pared, con su piel
cobriza y sus rasgos de piedra, parecidos a los de mamá Aimé. Se los imaginaba
cubiertos con el poncho recién salido de los telares y la vincha sosteniendo el
pelo de un negro azulado. Se los imaginaba montando un caballo blanco, al igual
que el bisabuelo de aquí, salvo que no con aquella chaquetilla de botones y
alamares dorados sino con
el torso desnudo
y la lanza
en la mano. El adentro era también el abuelo
Melitón que acudía todas las mañanas a tomar el desayuno, perfumado y peinado
con esmero, ataviado con una levita negra impecable y una corbata de satén
blanco, con esa mirada viva y alerta que conservó hasta su muerte. Era muy poco
lo que Luciana veía del afuera, de ese vasto mundo que se extendía más allá de
los umbrales de su casa y del cual ella fuera extraída. Por eso aquel día en
que doña Antonina le ordenó que se pusiera el vestido rosa de organdí con el
lazo de seda azul Francia, sintió que algo importante se avecinaba. Los ojos se
le agrandaron por el asombro cuando vio los músicos delante de esos palos que
llamaban atriles y que terminaban en unas especies de bandejas en las que
descansaban unos papeles que Antonina le dijo eran las partituras. Las madres
paseaban con sus hijos y las parejas de novios caminaban tratando de disimular
los ardo-res del sentir y los soldados también paseaban en busca de alguna moza
que les endulzara las horas que faltaban para volver al fortín. Luciana
descubrió al director con su uniforme abotonado hasta el cuello y sintió un
escalofrío cuando el estruendo de los tambores tapó el sonido de los
clarinetes, arreciaron los platillos, se recogieron y extendieron las trompetas
en un tañido lacerante y todo enmudeció inesperadamente, como si la voz de la música llegada al ápice cayese a tierra
zumbando.
Luciana no fue la misma después de aquella experiencia. Luego del paseo
circular que recorrió con el alma alborotada por el descubrimiento, preguntó a
su abuela si cuando grande ella podría tocar en una banda. Antonina le contestó
que aquello eran menesteres de varón y sintió entonces que otra vez debía
dividir el mundo en dos mitades casi irreconciliables.
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