Fue aquel verano
de la invasión de langostas. El cielo se oscureció de golpe cuando aparecieron,
convirtiendo el patio en un enorme colchón de alas y patas puntiagudas.
Recuerdo mi repugnancia. La manera en que mis hermanos me perseguían
amenazándome con tirarme alguna. Mamá nos había dado ollas viejas con las que
improvisábamos tambores para ahuyentarlas.
La ciudad era un infierno entre el polvillo
fino que la sequía depositaba en el aire y esa masa ondulante y marrón que no
nos daba tregua. “Iremos al campo”, dijo mi madre. Y yo sentí una incomunicable
alegría. Como si me hubieran dado un baño de luz. Olvidé las langostas y mi
asco inquebrantable. Olvidé también los juegos en que tratábamos de parecernos
a los mayores en su reposada seriedad. Todo quedó desplazado y opaco ante los
brillos de lo que se acercaba: los baños en el río, el serpentear del agua
entre los sauces. Los escondites en el maizal, las siestas intensas con e
entrechocarse de las piedras de la payana en el oscuro frescor de la galería. Y
mis primos. Sólo nos veíamos los veranos pues ellos vivían en Buenos Aires.
Encontrarnos era siempre una renovada algarabía. Un contarse y volverse a
contar las hazañas del año, tratando de adornarlas con visos de
inverosimilitud.
Pero aquel año era distinto. Un dolor fuerte
me turbaba al tocarme los senos, que ya empezaban a asomar. Apenas unas
palabras aclaratorias de mi madre: “Para que más adelante puedas ser mamá”.
El auto dobló la última curva y allí estaba,
en la loma, la casa de los Guevara, abandonada hacía años a telarañas y
murciélagos. El aire nos trajo ese olor a tierra húmeda, a árboles aún
agobiados de rocío. Callejones sombríos de álamos, desperezo de sauces en el
río.
Era el despertar de olvidadas sensaciones. La
impaciencia por cruzar el pueblo y llegar, por fin, a la casa.
Fue a Eduardo, el mayor de mis primos, el que
vimos primero. Llevaba bombachas y botas de montar. También él había crecido.
Una barba incipiente sombreaba sus tostadas mejillas. Al besarlo medí la
sensación del júbilo.
Todo sucedió según mi ansiedad lo previera:
los demás saliendo de la casa a empujones para ver quién llegaba antes. El
correr a ponernos los trajes de baño para zambullirnos en el agua cristalina y
verde. Eduardo dejaba a veces de leer su abstrusa novela y me agarraba las
piernas mientras nadaba. No sabía por qué me enorgullecía tanto el que se
dedicara a molestarme sólo a mí, aun cuando sus bromas fueran pesadas. Un hilo
delgado pero firme nos mantenía invisiblemente ligados.
“Corramos que ya los perdimos de vista”, y
las hojas del maizal me pegaban en la cara, el sudor me empapaba la ropa.
Los tobillos se me doblaban. Habíamos
salido a robar choclos en la chacra de don Sosa y disparábamos espantados por
los ladridos que creíamos haber oído a nuestras espaldas. Ahora los ladridos se
habían calmado, aunque los demás nos llevaban una considerable ventaja. Sólo
Eduardo y yo y la claridad cegadora de mediodía. Esa hora en que comienza la
siesta y hasta los insectos parecen adormecerse para acompañar su sopor. Me
dolía el pie que me había doblado en la corrida. Tuve que sentarme en el suelo,
en medio de los matorrales que nos cubrían por entero. Y ahora es tu mano la
que suavemente sube por mi garganta y se detiene en mi mejilla que quema más
que el sol. Y siento tus labios que arden también y se acercan a los míos. Y
nuevamente es tu mano que inicia un recorrido por mi cuerpo, descubriendo su
temeroso aletear, su latido virgen y hondo. Y ya no sé si es el sol o es mi
cuerpo el que quema y una vergüenza que es a la vez rechazo y ofrenda. Y la
certeza de que ese verano quedará para siempre en nosotros. En nuestra piel
confundida y secreta. En nuestro beso,
que nos llevó a un territorio que en adelante deberemos recorrer solos, con
toda su carga de soledad y fuerza. De alegría, de infinita e indomable
tristeza.
De EXTRAÑO DE OJOS GRISES. México, 1982
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