Nada
más que un indefenso corazón enamorado.
Olga Orozco
Margarita miró
los pimientos, lavados por la lluvia. La plaza se había quedado desierta
después de esa tormenta de verano. Algunos pájaros se bañaban en los
charcos. Un olor a tierra húmeda le
impregnó los sentidos. Pese a todo se sentía acongojada. Demoraba el paso,
quería llegar a su casa lo más tarde posible. Hoy le resultaba demasiado penoso
enfrentarse nuevamente, como todas las tardes desde hacía quince años, con la
monotonía de su soledad. Pensó en
sentarse en algún banco, pero no. Lo mismo daba antes o después. Por la vereda
de enfrente pasó doña Genoveva con su hija. Mucho tiempo había pasado desde que
la viera la última vez. Casi después de la muerte de su madre. No pudo evitar
el recuerdo de ese tiempo. Doña Genoveva era quien las ayudaba, a su madre y a
ella, en la confección del ajuar para su próximo casamiento. No le costaba nada
imaginarse en el corredor de los geranios, bordando en la largas siestas del
verano, acompañada del ronroneo de la máquina de coser. Y luego aquello.
Carmencita, la menor, fugándose con Roberto, con quien ella debía casarse al
mes siguiente. La madre murió poco después. Desde entonces ella vivía sola,
trabajando de vendedora en la perfumería. Al llegar junto a la puerta de su
casa le pareció que algo fuera de lo habitual iba a ocurrir. Se encogió de
hombros y entró. Un desacostumbrado olor a tabaco la envolvió ya desde el
zaguán. En el patio, un hombre de ojos grises le apuntaba con el cañón de su
revólver. Tragó saliva y esperó. “Necesito un lugar para esconderme, me andan
buscando así que tendrá que resignarse”. “Proceda como si estuviera sola”,
agregó. Margarita se dirigió a la cocina y allí se afanó en la cocina. Al
tender la mesa debajo del parral, como lo hacía en las noches de calor, sus
manos temblaban imperceptiblemente. En sus ojos había una sombra de miedo y sus
pasos no eran tan firmes como de costumbre. Puso dos cubiertos. Comieron en
silencio. Los ojos del hombre recorrían la casa, los árboles de la quinta, las
paredes de resplandeciente blancura. “Le pondré un catre en el comedor”, dijo
Margarita. “Yo salgo temprano a trabajar. Si se piensa quedar aquí trate de no
mostrarse. Todos saben que vivo sola, de modo que si los vecinos lo ven, van a
sospechar”.
Transcurrió un mes sin sobresaltos. Margarita
ya se había acostumbrado a la presencia de ese hombre de ojos grises que liaba él mismo sus cigarrillos. A
su parquedad. No le preguntó qué hizo ni de dónde venía. Él tampoco se lo dijo.
Pero se iba creando en ellos una complicidad que trascendía las palabras. Ya la
soledad no la oprimía como antes. Era agradable sentir la respiración
acompasada del extraño en el cuarto de al lado, antes de dormirse.
Aquella noche se desveló más que de
costumbre. Un desasosiego inusual la llevaba a moverse en la cama, sin encontrar
postura. “Todavía no sé cómo te llamas”, dijo la voz cálida a su lado.
“Margarita”, respondió ella y sus brazos lo recibieron. Así, a los treinta y
cinco años, conoció por primera vez la fuerza y la ternura del hombre. El
vértigo del amor y su saciedad. A veces se acongojaba al pensar en la
incertidumbre del futuro. Pero nunca se lamentaba. Recostada a su lado,
pensativa y absorta, las manos de él jugaban con su cuerpo.
Aquella tarde, en la perfumería, sintió una
imperiosa necesidad de salir antes de hora. Quería estar con él desde temprano,
hablarle del hijo que esperaban. Deseaba sentir sus brazos ciñéndola,
acariciando el vientre donde una vida había fundido las suyas para siempre. El aire traía la inminencia del
otoño. Una llovizna leve mojaba las calles y los árboles. Lo llamó al abrir la
puerta. Se extrañó de que, como lo hacía habitualmente, no saliera a recibirla.
En el comedor el catre estaba como siempre, no así la ropa de la silla. Esa
ropa que ella había cosido y planchado tantas veces. Fue hasta el patio. Ni
señales. Un fuerte viento acompañaba a la lluvia que ya comenzaba a arreciar.
Caminó por la casa definitivamente silenciosa, buscando una huella, una señal.
Pero no encontró nada.
Se sentó en la cama. Con las manos cruzadas
sobre el vientre, comenzó a llorar.
Extraño de ojos grises SEP, México, 1982
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