La despertó el alboroto de los pájaros en la palmera. Abrió lentamente los ojos y, a través de la cortina, pudo comprobar un cielo insistentemente azul. Le gustaba quedarse así, en esa duermevela donde los pensamientos se deslizan fugaces como sombras y podía creerse allá, en aquellas otras mañanas, ya perdidas. Ese día no tenía ganas de salir a trabajar. Quién lo hubiera dicho: Vendedora. Ella, que en la vida hizo otra cosa que leer y escribir. Recordó su cuarto de investigadora, en la Facultad. Era muy pequeño pero resultaba cálido con las plantas que fue acumulando mes tras mes, los afiches de Rousseau. ¿Quién lo ocuparía ahora? Quizás estuviera vacío, esperándola. La investigación sobre Carpentier quedó trunca y aquí no había tenido fuerzas ni tiempo para retomarla. Debían ganarse un lugar, sobrevivir como fuera en es país en donde recalaran, náufragos en la gran isla del exilio. Sintió en su cuerpo la mano, aún adormilada, de Carlos y la rechazó con suavidad. No le gustaba ser interrumpida en esos momentos, los únicos que se permitía, de nostalgia. De la penumbra del inconsciente surgió la cara de Juan, con quien soñara toda la noche. Lo encontró en la calle, poco tiempo antes de la partida. Tomaron juntos un café. Ahora volvía a ver esos ojos, ensombrecidos por la rabia, las manos que destrozaban la servilleta mientras ellos hablaban de cualquier cosa para no nombrar lo que estaba allí, vivo, como una fiera al acecho. “Cuidate”, le dijo ella al despedirse. No podía dejar de sentir por él una tierna preocupación. Sin embargo, conociéndolo tan bien (la relación había sido breve pero intensa), se alejó segura de que si súplica caería en saco roto. La mano insistía y el deseo comenzó a ganarla, como una marea inevitable. Eso es. Hacer el amor, anudarse hasta espantar los miedos, hasta que la tristeza retroceda. La tristeza. De un tiempo a esta parte siempre estaba allí, agazapada, lista para saltar en cualquier momento de despido.
Mientras se vestía miraba el Pichincha, a lo lejos, las casas que comenzaban a llenarse de apuros y de ruidos. Pensó que volvería por la Amazonas. Era la única calle que reunía las oficinas más importantes de la ciudad; esa vez no podía darse el lujo de perder el tiempo. Nada de sentarse en un banco de la Alameda, entre una venta y otra, con un libro en la mano. Carlos no recibía un peso desde hacía varias semanas, y debían el arriendo, las provisiones comenzaban a escasear. Subió por la Humboldt. Contempló los jardines simétricos, el césped aún mojado de rocío, todo envuelto en esa atmósfera de seguridad y sosiego que parece emanar de los barrios adinerados.
En la parada del Chaguarquincho, la misma india de todos los días le tendió la mano. Ella sacó un sucre del bolso y se lo dio. Dos otavaleñas corrían ya hacia el bus que avanzaba desde la esquina con su panza de un azul desteñido. Un olor a fruta podrida, a sudor, la golpeó mientras trataba de acomodar las piernas en el breve espacio del asiento. A su lado, el niño atado a las espaldas de la mujer estiraba la mano, tratando de tocarla. Miró sus ojos negros y alertas, los cachetes de una aceitunada placidez y le sonrió. Mientras el bus bajaba por la 6 de Diciembre trató de concentrarse en la limpidez del aire, en la exaltada transparencia de esa mañana andina. Al llegar a la Alameda decidió bajar y recorrer a pie las dos cuadras que faltaban. Se detuvo en un edificio moderno, de vidrios color sepia. A la entrada se leía, con letras doradas: Edificio Proinco Calixto. Al catorce, pidió al ascensorista, luego de cerciorarse en el tablero de que era el último piso. Antes de comenzar, se detuvo en el hall y, por la ventana, miró fugazmente la ciudad, allá abajo, los toldos de las confiterías, los tapices y ponchos que los indios desparramaban en la vereda, preparándose para la llegada de los turistas. ¿Qué ofrecería primero? ¿El Quijote ilustrado por Dalí? Quizá fuera conveniente comenzar por la Enciclopedia infantil, con sus cuatro tomos: todos los porqués, los dónde, los cuándo, los cómo. Por su mente pasó, fugaz, el recuerdo de su abuela, con El Tesoro de la juventud en la falda. Siempre dejaban de lado el Libro del los Porqué para zambullirse en el de Narraciones Interesantes. Ahora se acercaba Navidad. No estaría mal trabajarles a los ricachos por el lado del amor paternal. Cerró los ojos y la imagen de la abuela se le dibujó con tal fuerza que debió contenerse para no llorar allí mismo. O bien Los grandes políticos. Hitler y Marx. Qué ensalada. Kennedy y Ataturk. Golpeó tímidamente la puerta donde se leía: “Inversora V & U”. la secretaria, una yanqui oxigenada, le preguntó: “¿Qué deseas querrida?”, arrastrando la erre. “hablar con el gerente”, dijo ella, con una voz que trataba de parecer segura. Las secretarias eran huesos difíciles de roer. “¿Por qué asunto, querida?”, insistió la rubia. “Personal”, contestó, instalándose en un sillón de cuero mullido. La contempló alejarse moviendo las caderas. “Está ocupado”. Vuelve mañana.” Esta vez fue Promepar SA, en el piso de abajo. Sentado ante el escritorio, un muchacho de cara lampiña leía una revista con aire indolente. La introdujo sin preámbulos en un despacho profusamente decorado. Caminó por la alfombra de largos pelos, apoyando voluptuosamente los pies. El gerente era un hombre moreno y afable, con una sonrisa de aviso publicitario. Desplegó los folletos sobre la mesa donde descansaban, enrollados, algunos planos. La sed comenzaba a torturarla cuando dejó de hablar, no muy segura de haber estado convincente. “¿De dónde es usted?”, y el hombre la miraba, entre complacido y curioso. “De Argentina”, contestó ella. “Bueno, pero sucede que estoy muy gastado. Hábleme más de lo que tiene.” Y luego, como si se arrepintiera, agregó: “¿Qué le parece si tomamos un trago por la noche?”, a la vez que paseaba los ojos por su cuerpo, calzado en un enterito celeste. Salió de allí diciéndose que aquél no era su día, que habría que decirle al dueño del departamento que siguiera esperando, que. Se animó frente a la puerta de Mc Kann Erikson. La respuesta fue la misma: “El gerente está ocupado”, vuelva otro día.
Sentada en un escalón, entre dos pisos, permanecía ahora quieta, indiferente hacia la mañana que avanzaba, cautelosa, hacia el mediodía. Una profunda lasitud comenzó a invadirla. Se encontró de ponto pensando en Luisa. Qué diría al ver su ardua lucha por vender aquellas enciclopedias. Pero Luisa no estaba allí para verla. Ni allí ni en ninguna parte, seguramente. Aún llevaba, en su bolso, la carta donde le avisaban su desaparición. Apenas se dio cuenta del hombre de espesos bigotes y espalda fornida que subía por las escaleras y pasaba ahora a su lado. “¿Se siente mal?”, oyó que le preguntaba, con una voz no exenta de preocupación. Y luego, al ver el portafolios: “¿Vende algo?”. Sacando fuerzas de flaquezas ella contestó que sí, que vendía libros, enciclopedias para ser más exactos. ¿El señor querría ver? “Estaremos más cómodos en mi despacho”, invitó él. Ella se fijó en su traje de corte impecable, en el gesto de hombre de mundo con que le cedió el paso. Nuevamente el despliegue de folletos sobre la mesa. Me llevo el Marketing, dijo él ante su mirada de asombro, cinco tomos, una de las más jugosas comisiones. También El Quijote y los clásicos de la literatura universal, y la Enciclopedia Infantil. Sus pensamientos se atropellaban. Alcanzará para el arriendo. Incluso sobrará. Podremos comer por lo menos un mes. Tal vez pueda comprar el tocadiscos.
El portafolios, al caer, la sobresaltó. Se dio cuenta de que tenía una pierna adormecida. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que se sentara en aquel escalón? No se molestó en averiguarlo. Decididamente, no volveré más por la Amazonas, pensó mientras bajaba, arrastrando levemente la pierna por la escalera.
Una mujer silenciosa. Torres Agüero Editor
Mientras se vestía miraba el Pichincha, a lo lejos, las casas que comenzaban a llenarse de apuros y de ruidos. Pensó que volvería por la Amazonas. Era la única calle que reunía las oficinas más importantes de la ciudad; esa vez no podía darse el lujo de perder el tiempo. Nada de sentarse en un banco de la Alameda, entre una venta y otra, con un libro en la mano. Carlos no recibía un peso desde hacía varias semanas, y debían el arriendo, las provisiones comenzaban a escasear. Subió por la Humboldt. Contempló los jardines simétricos, el césped aún mojado de rocío, todo envuelto en esa atmósfera de seguridad y sosiego que parece emanar de los barrios adinerados.
En la parada del Chaguarquincho, la misma india de todos los días le tendió la mano. Ella sacó un sucre del bolso y se lo dio. Dos otavaleñas corrían ya hacia el bus que avanzaba desde la esquina con su panza de un azul desteñido. Un olor a fruta podrida, a sudor, la golpeó mientras trataba de acomodar las piernas en el breve espacio del asiento. A su lado, el niño atado a las espaldas de la mujer estiraba la mano, tratando de tocarla. Miró sus ojos negros y alertas, los cachetes de una aceitunada placidez y le sonrió. Mientras el bus bajaba por la 6 de Diciembre trató de concentrarse en la limpidez del aire, en la exaltada transparencia de esa mañana andina. Al llegar a la Alameda decidió bajar y recorrer a pie las dos cuadras que faltaban. Se detuvo en un edificio moderno, de vidrios color sepia. A la entrada se leía, con letras doradas: Edificio Proinco Calixto. Al catorce, pidió al ascensorista, luego de cerciorarse en el tablero de que era el último piso. Antes de comenzar, se detuvo en el hall y, por la ventana, miró fugazmente la ciudad, allá abajo, los toldos de las confiterías, los tapices y ponchos que los indios desparramaban en la vereda, preparándose para la llegada de los turistas. ¿Qué ofrecería primero? ¿El Quijote ilustrado por Dalí? Quizá fuera conveniente comenzar por la Enciclopedia infantil, con sus cuatro tomos: todos los porqués, los dónde, los cuándo, los cómo. Por su mente pasó, fugaz, el recuerdo de su abuela, con El Tesoro de la juventud en la falda. Siempre dejaban de lado el Libro del los Porqué para zambullirse en el de Narraciones Interesantes. Ahora se acercaba Navidad. No estaría mal trabajarles a los ricachos por el lado del amor paternal. Cerró los ojos y la imagen de la abuela se le dibujó con tal fuerza que debió contenerse para no llorar allí mismo. O bien Los grandes políticos. Hitler y Marx. Qué ensalada. Kennedy y Ataturk. Golpeó tímidamente la puerta donde se leía: “Inversora V & U”. la secretaria, una yanqui oxigenada, le preguntó: “¿Qué deseas querrida?”, arrastrando la erre. “hablar con el gerente”, dijo ella, con una voz que trataba de parecer segura. Las secretarias eran huesos difíciles de roer. “¿Por qué asunto, querida?”, insistió la rubia. “Personal”, contestó, instalándose en un sillón de cuero mullido. La contempló alejarse moviendo las caderas. “Está ocupado”. Vuelve mañana.” Esta vez fue Promepar SA, en el piso de abajo. Sentado ante el escritorio, un muchacho de cara lampiña leía una revista con aire indolente. La introdujo sin preámbulos en un despacho profusamente decorado. Caminó por la alfombra de largos pelos, apoyando voluptuosamente los pies. El gerente era un hombre moreno y afable, con una sonrisa de aviso publicitario. Desplegó los folletos sobre la mesa donde descansaban, enrollados, algunos planos. La sed comenzaba a torturarla cuando dejó de hablar, no muy segura de haber estado convincente. “¿De dónde es usted?”, y el hombre la miraba, entre complacido y curioso. “De Argentina”, contestó ella. “Bueno, pero sucede que estoy muy gastado. Hábleme más de lo que tiene.” Y luego, como si se arrepintiera, agregó: “¿Qué le parece si tomamos un trago por la noche?”, a la vez que paseaba los ojos por su cuerpo, calzado en un enterito celeste. Salió de allí diciéndose que aquél no era su día, que habría que decirle al dueño del departamento que siguiera esperando, que. Se animó frente a la puerta de Mc Kann Erikson. La respuesta fue la misma: “El gerente está ocupado”, vuelva otro día.
Sentada en un escalón, entre dos pisos, permanecía ahora quieta, indiferente hacia la mañana que avanzaba, cautelosa, hacia el mediodía. Una profunda lasitud comenzó a invadirla. Se encontró de ponto pensando en Luisa. Qué diría al ver su ardua lucha por vender aquellas enciclopedias. Pero Luisa no estaba allí para verla. Ni allí ni en ninguna parte, seguramente. Aún llevaba, en su bolso, la carta donde le avisaban su desaparición. Apenas se dio cuenta del hombre de espesos bigotes y espalda fornida que subía por las escaleras y pasaba ahora a su lado. “¿Se siente mal?”, oyó que le preguntaba, con una voz no exenta de preocupación. Y luego, al ver el portafolios: “¿Vende algo?”. Sacando fuerzas de flaquezas ella contestó que sí, que vendía libros, enciclopedias para ser más exactos. ¿El señor querría ver? “Estaremos más cómodos en mi despacho”, invitó él. Ella se fijó en su traje de corte impecable, en el gesto de hombre de mundo con que le cedió el paso. Nuevamente el despliegue de folletos sobre la mesa. Me llevo el Marketing, dijo él ante su mirada de asombro, cinco tomos, una de las más jugosas comisiones. También El Quijote y los clásicos de la literatura universal, y la Enciclopedia Infantil. Sus pensamientos se atropellaban. Alcanzará para el arriendo. Incluso sobrará. Podremos comer por lo menos un mes. Tal vez pueda comprar el tocadiscos.
El portafolios, al caer, la sobresaltó. Se dio cuenta de que tenía una pierna adormecida. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que se sentara en aquel escalón? No se molestó en averiguarlo. Decididamente, no volveré más por la Amazonas, pensó mientras bajaba, arrastrando levemente la pierna por la escalera.
Una mujer silenciosa. Torres Agüero Editor
No hay comentarios:
Publicar un comentario