Al ser empujada
la puerta emitió un chirrido. Era una antigua verja de hierro, pintada de gris.
Irene reprimió un estremecimiento. El reencuentro con su pueblo no la había
impresionado tanto como la casa, destartalada y solitaria en ese atardecer de
abril. Miró detenidamente el pequeño jardín, invadido ahora por la maleza. No
pudo dejar de pensar en su padre, sentado en el césped, podadora en mano. Pero
de eso hacía mucho tiempo. Advirtió que las heladas estaban acabando con la
enredadera de jazmines que trepaban hacia la ventana del comedor. Formó un
pequeño ramos con los últimos que quedaban. Sacó luego las llaves del bolso y
buscó la que correspondía a la puerta de entrada. Un olor a humedad le llegó
desde las paredes del zaguán. Tuvo la sensación de penetrar en un mundo acabado
del cual ella era la última sobreviviente.
Por los postigos
cerrados de la sala se filtraba una débil claridad. Las paredes, altas y
desnudas, aumentaban la impresión de desamparo. Una gruesa capa de polvo cubría
los muebles. Al sacudir los almohadones del sillón volaron, asustadas, las
polillas. Allí estaba, intacto y majestuoso, el piano de cola en el que
Amelita, su hermana, solía pasar largas horas ensayando. Sólo ella se había
quedado luego de la muerte de sus padres, tratando de resguardar el pasado de
los embates del tiempo. Volvió a su memoria la alegría que le produjo, allá en
Buenos Aires, la noticia de su
casamiento y posterior embarazo. Tratando de desechar el recuerdo del
accidente, siguió recorriendo la habitación. Sus ojos tropezaron con la
consola. Sobre ella, un jarrón con calas secas era el único vestigio de la
tarde en que Amelita e Ignacio, su marido, fueron velados. Esto había ocurrido
poco antes de la fecha en que el niño debía nacer.
Un grillo ponía
su nota monocorde en el silencio del patio. Las gallinas escapadas del fondo
vecino pisoteaban la tierra. Se sentó en la vieja mecedora de su madre y se
hamacó un buen rato, abstraída y distante. En la fuente de lajas, el león
pintado parecía esbozar una sonrisa sarcástica. No había querido recorrer los
otros cuartos. Estaba bien así, en esa nostalgia silenciosa.
Algo parecido a
un quejido la sobresaltó. Volvió la cabeza. A su alrededor no había nada que
pudiera indicarle su procedencia. Pronto el quejido se fue haciendo más
continuo, hasta acabar en lo que no podía ser otra cosa que un llanto de niño.
Decidida, caminó hacia uno de los dormitorios. Todo estaba como antes. El
llanto procedía del cuarto vecino. Encendió la luz. El espejo de la cómoda reflejaba un bulto sobre la cama. Allí, en un canasto de mimbre, envuelto en
sábanas bordadas con la inicial de
Montero, el niño se adormecía.
Extraño de ojos grises- Mèxico, 1982
No hay comentarios:
Publicar un comentario