Estábamos allí,
en ese bar de Rivadavia, apenas separados por la blanca superficie de la mesa.
Decidimos instalarnos en la vereda, justo enfrente del parque y el resplandor
inasible del otoño acariciaba los árboles. Todo parecía envuelto en una luz de
sueño, leve y brumosa. La idea del encuentro partió de él, de Julio. Yo contemplaba
esa mirada atenta y a la vez reconcentrada, esos ojos a los que parecía nada
podía escapársele, ni siquiera lo que se agitaba en mi interior, las manos
finas de pianista, la sonrisa casi permanente que dejaba al descubierto esos
dientes separados que le daban ese aire de palpitante adolescencia.
Llegó puntual
y, luego de charlar un rato en el living de mi casa, le propuse caminar.
Accedió encantado. "Hace tanto que no recorro Almagro", me dijo.
"Las calles de París no tienen ese qué se yo de las de acá"
sonrió, mientras aplastaba el cigarrillo en el cenicero. Tomamos por Quito. El
tupido ramaje de los árboles arrojaba una sombra tersa y la brisa parecía
conversar con cada una de las hojas, con los viejos troncos que nuestros pasos
iban dejando atrás. Las calles estaban solitarias y la luz color miel nos
contenía como un agua silenciosa y frágil.
En el trayecto
él se explayó en mis cartas, en ese proyecto de tesis que le comenté en una de
ellas sobre la influencia del surrealismo en su obra.
Fue una amiga,
escritora también, quien me proporcionó el teléfono del hotel donde se alojaba.
Marqué, no sin nerviosismo. Luego de que le contara el motivo de mi llamado, me
propuso que nos viéramos. "La charla es a las ocho. Todavía tenemos unas
cuántas horas", dijo con voz tranquilizadora. Y ahora yo allí a su lado,
escrutando su larga figura, su andar pausado, me preguntaba si todo no sería
sólo un sueño.
Llegamos al
parque y lo atravesamos en silencio. Sin darnos cuenta, pronto estuvimos en el
sector de los libros. Se sumergió en ellos con el entusiasmo de un chico. De
pronto sus largos dedos extrajeron uno, que no tardó en mostrarme. Eran Los Himnos a la noche, de Novalis. Lo
compró de inmediato. "Hace tiempo que lo andaba buscando. La versión
alemana se me ha extraviado. Pero igual me gustará releerlo en español".
Ya en el café se explayó en hablarme del poeta alemán, del cual yo conocía sólo
el nombre. Me instruyó en su concepción de la poesía como la realidad mágica
del sueño, en la que éste se convierte en realidad y la realidad en sueño. Me
habló de la novela, ese gran proyecto que la muerte le impidió terminar — murió
de tuberculosis, como buen romántico — me aclaró. La novela trataba de un poeta
medieval que se lanza en busca de la flor azul, símbolo de la belleza, de la felicidad
y las ilusiones inalcanzables. Abrió una página al azar y leyó: Amada llegas / la noche ha venido ya / se ha
consumido el día. Nos quedamos un rato en silencio y de pronto le propuse,
no sin vencer mi timidez, una entrevista más larga, editar un libro con nuestras
conversaciones. Accedió, con esa sencillez que me demostró en todo momento,
como si él, Julio Cortázar, no fuera uno de los más grandes escritores
argentinos sino un autor incipiente, feliz de ser estudiado, reconocido.
"Te vienes en el verano, cuando mis tareas en la UNESCO me permiten un
respiro". Y concluyó, apretándome levemente el brazo: "Te gustará Saignon". La sensación de
irrealidad volvió a asaltarme. A eso de las siete nos despedimos. Él se inclinó
y, luego de decirme: "Ha sido un verdadero gusto", me rozó levemente
los labios.
El timbre del
teléfono me sobresaltó. Contrariada, salté de la cama. Hubiera deseado quedarme
allí, detenerme en la modorra gozosa de regodearme con aquel encuentro con mi
amado Cortázar, cuya imagen me miraba constantemente desde el afiche colocado
con chinches en la puerta del placard. La sonrisa mansa parecía querer
comunicarme algo inaprensible para mí.
La voz de Marcela:
"¿Dormías?" "Sí, Te llamo luego. Disculpame." Y luego
correr nuevamente a la cama a cerrar los ojos y tratar de revivir, de rescatar
algo de aquella imagen, las hilachas que quedaban en aquel naufragio del
despertar. Mi corazón se aceleró cuando, al acercarme, distinguí el pequeño
bulto sobre la sábana. Nada había dejado en ella. Pensé con susto en un insecto,
alguna de esas mariposas nocturnas aplastada sin duda por el peso de mi cuerpo
dormido.
Y ahora,
sentada junto al ventanal por donde la luz de la mañana se cuela como un río
dichoso, acaricio con lenta delectación el nocturno aterciopelado de mi flor
azul.
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