CONCIERTO NÚMERO 5
La música la atrapó cuando comenzaba
a relajarse. No sabía bien cuánto tiempo transcurrió desde su último momento de
soledad. Se sentía extraña, casi
aturdida recostada en el sillón, mirando la casa vacía. Esas paredes que parecían
hablarle de otro modo ahora que estaban deshabitadas de voces, de rostros, de apremios. Pero no se
quejaba. Quince años pasaron desde su casamiento y casi todo le fue concedido. Pablo,
principalmente. Su amor siempre atento, vigilando que nunca le faltara nada. Recordó
las dificultades de los primeros tiempos, cuando él, apenas recibidos, casi no
tenía pacientes. Pero éstos fueron llegando de a poco y ahora podía
considerarse un médico de prestigio. Y luego
los niños. Uno tras otro como ambos lo
quisieron, planearon en esas primeras noches en que todo era un descubrirse, un
ir labrando espacios para un futuro en donde la palabra costumbre no tuviera
cabida. Les costó llegar a un entendimiento cabal de sus ritmos, a las
profundidades de una recíproca entrega en un territorio hasta entonces vedado. Sí,
realmente debía estar contenta con su suerte. Los chicos absorbieron todas sus
horas. Eran incontables las que en ellos habían invertido ambos, sobre todo
ella, que decidió no trabajar para mejor cumplir con ese compromiso libremente
aceptado.
Muchas veces llegaban a verla sus amigas. En realidad las entendía poco.
Casi todas eran solteras y le hablaban de sus búsquedas, de sus fracasos, de
sus problemas de la oficina. Ella las escuchaba tratando de ponerse en su lugar
pero sabía que algo las separaba. Y ni podía dejar de sentir el privilegio de
su posición. Esas inquietudes le fueron evitadas, la mano de Pablo separó cuidadosamente
todo cuanto pudiera herirla, sacara de esa placidez en la cual transcurrieran
sus quince años de matrimonio. Se miró las manos. Inconscientemente comenzó a
jugar con la alianza. El anular mostraba un surco en el lugar que ella ocupaba.
Siguió escuchando, La música de Mozart parecía forzarla a entrar en profundidades
de las que hasta ahora no tenía la más remota idea. Era como si algo despertara
en su interior, algo que ella temía y a la vez deseaba con un ímpetu casi adolescente.
El teléfono sonó en el cuarto contiguo. No lo atendió. Aún quedaban, esparcidas
en el suelo, las revistas con las que Inesita, la más chica, jugara un rato
antes. No pensó siquiera en levantarlas. Se acordó del día anterior, cuando
desde su auto vio aquella muchacha que leía en un banco de la plaza. Dio dos o
tres vueltas. La muchacha anotaba algo en un cuaderno. Tenía unos jeans
desteñidos y el pelo desarreglado. Se la notaba abstraída, compenetrada en un
algo que ella presintió para siempre ajeno. La música se le volvía ya
insoportable. Pensó en Alejandra, en su vida de soledad, en sus dificultades
económicas, también en su libertad.
Lentamente se puso de pie. Eran las seis y media y pronto llegarían
Pablo y los chicos. Abrió el placard. Sacó los jeans, definitivamente
arrumbados desde aquella vez que los manchó con pintura. Se los puso. Decidida,
abrió la puerta. El aire de la calle le llegó como un doloroso renacer.
Extraño de ojos grises. Piedra de toque, México.
No hay comentarios:
Publicar un comentario