domingo, 23 de agosto de 2009

El niño Eusebio- Paulina Movsichoff

No voy a llorar por vos, niño Eusebio, aunque me encuentre ahora en
este lugar en donde ya todo me da lo mismo, aunque haya abandonado para
siempre aquel cuartito que daba a los fondos, aquel cuartito que adorné con
tanto cariño, las fotos y estampas con que decoré las paredes que pinté yo
misma cuando la señora Otilia me llevó a la casa, aquí estarás bien, Isidora, ya
no serás una salvaje que anda descalza y comiendo las porquerías que tu
abuela encuentra por las noches en las bolsas de basura, tan buena y
suavecita la señora Otilia, me parece estar viéndola cuando bajo del auto con
su sombrilla de tafetán y su cuello de cola de zorros plateados, vengo a llevarla
a la ciudad, allí podrá estudiar en la escuela después de los quehaceres de la
casa, aprenderá a leer y escribir y quién sabe, tal vez más adelante pueda
trabajar en la fábrica, la señora Otilia abrazando a mi abuela y diciéndole
vendrá a verla seguido, se lo prometo, los chicos agarrándose de su pollera
con los mocos colgando y las uñas negras de tierra, vámonos Isidora, dale un
beso a tu abuela, la casa después con sus patios de mármoles y su palomar, la
casa que yo debía dejar reluciente, hincada en cuatro patas para pasar en las
alfombras la bayeta embebida en agua y amoníaco, estirarme hasta donde no
daban mis brazos para limpiar el espejo de cristal de roca y orillas biseladas
con papeles de diario mojados en alcohol, sacar fuerzas de flaquezas para
lustrar la platería hasta contemplar en ella mi cara cenicienta, destornillar uno a
uno los caireles de la lámpara del centro de la sala y frotarlos con una badana
húmeda para devolverles su brillo diamantino, sacudir los almohadones de raso
carmesí, baldear el patio, ayudar a la vieja Bonifacia en la cocina a preparar los
flanes, las yemas dobles, los capuchinos, mazapanes y buñuelos para los
invitados de la señora Otilia, lavar las sábanas de Holanda y los manteles de
hilo bordados con las iniciales de la familia, planchar las camisas y los cuellos
almidonados del niño Eusebio, del señorito Eusebio, el único hijo de la señora
Otilia, viuda desde poco después de que naciera el niño, el tesoro más
preciado de su madre, el niño Eusebio con su pelo del color del trigo maduro y
sus ojos dormidos que a veces, cuando yo servía la mesa se me quedaban
mirándome y yo me ponía turulata, fijate en lo que hacés, Isidora, cuando
tendrás compostura, cuando aprenderás a servir en una casa decente, la siesta
después allá en el cuarto del fondo con su catre de madera, cerrar los ojos y
dejarse ir por encima del cansancio del cuerpo, olvidarse de todo y ver la cara
del niño Eusebio, contemplar clarito su sonrisa, sus modales de señorito,
entrando del brazo de su novia la tarde aquella en que recibió su diploma de
abogado, Isidora, sacá las tazas de porcelana para el té, no andes así vestida,
para algo te dimos el uniforme, si señora Otilia, corro a ponérmelo, su novia de
cintura de avispa y labios rojos como me quedaban a mí después de
frotármelos con las flores de papel que hacía mi mamá cuando estaba viva, se
van a casar muy pronto y vendrán a vivir conmigo, dice la señora Otilia, yo me
siento muy sola y aquí hay espacio de sobra para andar sin encimarnos, cerrar
los ojos hasta que el sueño va llevándose los pensamientos a otra parte, a
aquel río en donde yo me metía con mis hermanos con vestido y todo y estar
así semiadormecida con los recuerdos que se le amontonan a una en la
cabeza cuando las manos están quietas sin tantos afanes y entonces pareciera
que mamá está con nosotros, que todavía puedo disfrutar esa sonrisa que se le
iba poniendo cada vez más triste, la mirada que nos dirigía cuando levantaba la
vista de la mesa en donde fabricaba sus flores, una mirada en donde
agonizaban ternuras, resignaciones y cansancios y una siesta de ésas sentir
que lentamente se abre la puerta, al principio pensás que es la vieja Bonifacia
que viene a preguntarte alguna cosa, pero no, no es la Bonifacia sino el niño
Eusebio que se acerca en puntas de pie mientras yo allí temblando como un
pajarito asustado, estás dormida, Isidora, y se sienta en el borde y me mira con
las dos lagunas en reposo de sus ojos y yo voy sintiendo cómo mi cara se
acalora, no te asustés, me gustás mucho Isidora, hablándome al oído muy
bajito como nunca nadie, levantando poco a poco las sábanas y estirando la
mano hasta tocar mi hombro, corriendo el bretel hasta dejar mi pecho al
descubierto, su mano que comienza temblorosa a acariciarlo, a bajar por mi
vientre hasta llegar allí, a ese triangulo negro en donde, sus besos todo el
tiempo y mi cuerpo que poco a poco se endurece y le hace un lugar para que él
se tienda a mi lado y me vuelva a pasar la mano por tus senos que son como
dos conejitos y no quiero que se me escapen, tus pezones de virgen esquiva,
tu concha de rechupete, Isidora y mis muslos abriéndose lentamente para dar
paso a sus gemidos, te quiero, Isidora, mientras yo paso mis manos de fregona
por su cuerpo fino, la garganta seca y los ojos húmedos, sí niño Eusebio, yo
también te quiero, aquí estaré esperando que vuelvas, todas las siestas
dejándote que hagás conmigo lo que mejor te plazca, las caricias que no podés
hacerle a la otra porque ella tiene una cachucha de seda que no debe
rasgarse, porque dónde se ha visto que una niña bien, él sólo puede trajinar
aquí en mi cuerpo, objeto no prohibido de su deseo, chupando mis pezones,
mordiéndomelos hasta arrancarme un grito pero igual quiero más niño Eusebio
y te compraré un chal Isidora y unos zapatos blancos y una cartera, tendido a
mi lado con la risa suelta jugando con una de mis trenzas, ya verás Isidora qué
envidia te van a tener tus amigas cuando salgas a pasear el domingo, y yo esta
vez cerrando los ojos para imaginarla a ella entrando en la iglesia con su
apariencia de nube, de gota de agua, su pelo recogido en la corona de
azahares, si niño Eusebio, como usted quiera, niño Eusebio, imaginándomela
como a un ángel vaporoso que avanza a los sones del órgano mientras vos
Eusebio la esperás envarado en tu traje de etiqueta sin pensar en los pezones
de Isidora, en la vulva de rechupete de Isidora, olvidado por un tiempo de este
cuerpo anhelante en donde trajinaste tu gozo, de mis ojeras, porque ahora ella
ha tomado las riendas de la casa y nunca está contenta, los almohadones no
están bien sacudidos, Isidora, hay una tela de araña en la moldura del yeso,
Isidora, y yo hurgando en los mercados para encontrar la bergamota de flores
lilas que deberé echarle en la bañera con los manojos de albahaca, el agua de
melisa que deberé prepararle después del almuerzo para la buena digestión,
hincándome para arreglar los pliegues de su vestido de noche bordado con
azabaches, volveremos tarde, Isidora, podés irte a dormir y yo no me voy nada,
cierro la puerta y me pongo a sacar de los cajones de la cómoda las medias
color carne, las hebillas de strass, los collares perlados, me pruebo alguno
encima de la tela descolorida del uniforme pero me distraigo de mi imagen en
el espejo para contemplar el retrato en donde se la ve con su nueva melena y
el ala del sombrero agachada sobre los ojos, esos ojos color verdemar que
contemplan el mundo desde sus alturas ociosas de mujer rica, mientras yo
deslomándome para que reciba a sus amigas por las tardes y hablé con ellas
de partos y malpartos, niños, maridos, noviazgos, fechorías de mucamas,
aunque igual estoy contenta porque después de dos meses él ha vuelto al
cuartito del fondo, seguramente surtió efecto el hechizo de la Nela, tenés que
poner vino con romero, una rama de ruda y una rosa de Alejandría al sereno y
yo lo hice tal como me lo ordenó la Nela aquella vez que me adivinó en la cara
el mal de amores, la Nela ducha en ardides para enamorados, y él diciéndome
de nuevo no hay como tus tetas Isidora, como tus ancas de yegua, dejamé que
pruebe tu pastel, dejamé que me empache en tu merengue, abrime tus puertas
para jugar como antes, Isidora.
No, no voy a llorar por vos, niño Eusebio, no voy a recordar tus
promesas ni las siestas en que hacíamos nuestros juegos hasta quedar
exhaustos, mejor prefiero pensar que algún día nos encontraremos en al algún
rinconcito del cielo y vos me preguntés por qué Isidora y yo te diré que no
quería, niño Eusebio, que ya no quiero saberte de la otra, teniendo con ella
señoritos que heredaran tu nombre y tus riquezas mientras yo aquí con mi
vientre hinchándose para echar al mundo un guacho, para que mi hijo crezca a
escondidas de los otros, de los niños decentes que sin duda tendrás con esa
yegua paridora, de los niños envueltos en mantillas de espuma que yo tendré
que cuidar mientras el mío berrea en el cuarto del fondo porque qué es eso de
andar mezclando ganado, mejor que ya no, que tus manos no puedan acariciar
a nadie, que no puedan abrir ya más sus muslos para hacerle un hijo como me
lo hiciste a mí, niño Eusebio, por eso es que aquella noche me levanto cuando
todos duermen, cuando la señora Otilia sueña sobre sus almohadas con olor a
lavanda, mientras vos Eusebio descansas tu cuerpo adorado junto a la otra en
esa cama que yo tiendo cada día como si estuviera asomándome al paraíso,
en esas colchas en que aspiro su perfume de jazmines y almizcle, buscando
las huellas de tus besos en los desórdenes de las sábanas, siguiendo tus
urgencias de marido en las manchas del semen, recogiendo los rizos de tu
bello para metérmelos entre los senos, no niño Eusebio, no serás de ella, por
eso aquella noche voy rociando con nafta las orillas de la casa, nadie me ve, la
noche está oscura como boca de lobo, como mi desconsuelo de ahora en
adelante, voy regando mi desdicha con esta lata de nafta y después le acerco
un fósforo, sí, niño Eusebio, ahora estoy aquí, en esta casa del Buen Pastor
que le llaman, sin importarme nada, esperando el momento en que pueda verte
en alguna esquinita del otro mundo, Isidora por qué hiciste eso y yo te abrace y
te diga que ahora serás mío para siempre, mío para toda la eternidad.
Una mujer silenciosa- Torres Agüero Editor

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