Desde que te fuiste no sé sino ir enhebrando sombras, desandando claridades. Al principio fue sólo una sensación en lo hondo del pecho, como si de golpe me hubieran entregado el derecho a la tristeza. Al principio, digo, cuando vinieron a avisarme que te sacaron de la clínica y tu madre se quedó sola, con esa mirada perdida que asustaba a todos los que sabían que sin vos no tendría posibilidades ni ganas de curarse. Y yo. Fue todo tan extraño, tan de pronto ver abrirse un resquicio a cosas de las que nunca había querido dame cuenta, de lo que vos no querías y a la vez te sentías seguramente culpable de que yo no supiera. Pero todo esto lo vengo pensando ahora, después de acallar mi alarido en su zona más secreta y haber pensado en lo que tenía que hacer, sólo en lo que tenía que hacer. Y después llevar corriendo a los chicos al colegio, volver para cambiar a Leandro, darle el pecho, a decirle no llore pichoncito, hoy su mamá no tiene tiempo de mimarlo, de peinarle esos rulos que recién empìezan a crecerle en su cabeza pelada y Leticia, cierto, los remedios de Leticia, el bife que hay que dejarle para que al mediodía se lo prepare Rosario, las recomendaciones de que no se levante, que no lea demasiado, que quizás venga el médico hoy para ver cómo marcha esta hepatitis que vos, Mariano, tomaste tan a pecho, sacando a relucir las habilidades de enfermero que te quedaron de cuando la conscripción. Y, ahora sí, averiguar por vos, recorrer comisarías preguntando sin que nadie se digne a responder, está aquí Mariano Soler, me dicen que la policía se lo llevó. Aunque todo sea inútil. Aunque sepa hoy, mientras voy a toda velocidad por la General Paz, que esta mañana tomamos el último mate, te pedí por casualidad que antes de irte tocaras en la quena ese yaraví que compusiste, sin saber que esta vez sería la última y que no habrá más yaravíes, ni mates, ni tus manos de enfermero inquietándose en la cama de Leticia, hablándole despacio y persuasivo para que te deje ponerle la inyección. Sabiendo también que donde te encuentres estarás luchando por vivir, por darle un pedacito más de cuerda a la esperanza aunque te estén haciendo lo que no quiero pensar, aunque sienta en mi carne mil cuchillos y te imagine valiente, muriendo sin hablar. No dijiste nunca nada, lo diste todo por sobreentendido para no implicarme, pero cuando llegabas por las noches agitado, nervioso, cuando ya en la cama fumabas un pucho tras otro, los dos sabíamos que había algo más allá de las palabras y por eso mismo nos besábamos con más fuerza y nuestro deseo era tan salvaje como la primera vez y acurrucada en tu pecho comenzabas a redescubrirme, a decirme flaquita, putita, me gustás.
Y ahora por la General Paz, sacando fuerza de los recuerdos para ir, suplicar, joder, mover cielo y tierra hasta que te sepa vivo o muerto, aunque desde ya me agobie la inutilidad de todo y tenga la casi certeza de que nunca más sabré de vos y estoy pensando que quisiera seguirte, tomar tu lugar en la lucha pero están los chicos y voy tragando mi llanto silencioso, aprovechando este momento en que puedo cederle un terreno al desfallecimiento, a las ganas de estrellar el auto allí, contra ese eucalipto que sobresale en la vereda.
Este oficio de tinieblas, este yaraví triste que en adelante será mi vida sin vos, Mariano, con tu desnudez lejana, deshabitada ya para siempre.
Extraño de ojos grises. SEP. México, 1982
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¡Uffff! impactante cuanta fuerza y realidad en tu relato...enhorabuena...un beso desde la vieja españa de azpeitia
ResponderEliminarAzpeita: ¿Cómo fui tan negligente que me perdí este comentARIO? Un abrazo
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