Al llegar a Córdoba la pobreza los golpeó. Fue Isaac, su padre, quien decidió
darle otro destino a su hijo. Un destino diferente al suyo, que siempre
terminaba con las manos vacías. Había ensayado mil oficios: sastre, retocador
de fotografías, vendedor de chucherías. Pero David tendría una vida distinta,
afirmaba. Ese año terminó la secundaria en la Escuela Normal de Paraná. Ahora
podrían marcharse a Córdoba para que él estudiara. Y sería un doctor. Isaac
abrió un almacén de Ramos Generales. Sara, la madre, murió dos años después.
Nunca se había adaptado a esta nueva tierra. La melancolía era su sombra. Hasta
que se la llevó un cáncer de páncreas en poquísimas semanas. David decidió
seguir el consejo de su padre que le repetía al verlo llegar de esas interminables
colas para ver si lo tomaban en alguna parte. Pero todo era en vano. Isaac,
viendo su desesperanza, lo aconsejaba:
—
No
te conchabés.
Decidió que vendería periódicos. Esto le permitiría estar en la calle,
codearse con gente, mirar a los transeúntes. El invierno era duro y las manos
se le congelaban, Pero aquellos diarios le llenaron el alma con el ardor de
saber, de conocer. Se anotó en la Facultad de Medicina. Le parecía que desde
esa trinchera podría ofrecer un alivio a los demás. Se dio cuenta de que la salud
estaba íntimamente relacionada con la economía de la población, en una relación
estrecha con la vivienda, la educación, el empleo. Cada mañana leía el diario y
devoraba página tras página, acrecentando así su sed de aprender, de empaparse de
las nuevas doctrinas que la mayoría de las veces eran estigmatizadas. Un amigo
lo llevó una tarde a una Biblioteca. Allí leyó a Marx, a Lenin. Gozaba en esos
ratos en que podía hundirse en los pensamientos inmensos de los genios soñadores.
Contagiado de esos sueños, se anotó en el Partido Socialista. Ya en Paraná
había observado la injusticia que sufrían los colonos, favorecidos por
espléndidas cosechas, pero que no conseguían tener un centavo porque los
grandes acaparadores los habían explotado en forma nunca vista por medios que
la ley no impedía ni castigaba. Miraba las quintas en los alrededores de la
ciudad: la verdura se perdía porque no valía la pena conducirla a los mercados
donde media docena de individuos le ponían un precio ridículo que no pagaba ni
siquiera los gastos de explotación. Si embargo el pueblo estaba sometido a precios
exorbitantes.
Por las noches no podía dormir entusiasmado con otro mundo. Y se veía a
sí mismo hablándoles a los obreros, explicándoles que merecían un destino
mejor, denunciando, oponiéndose a todo
lo que los indujera a la miseria. Visitó fábricas y vio a niños cumpliendo
jornadas agotadoras, inhumanas.
Aquella tarde, en la esquina de Achával Rodríguez, la gente hormigueaba.
Algunos chicos curioseaban, parados en la vereda. El acto había sido organizado
por el Partido Socialista y el orador era David. Los días anteriores los pasó
encerrado en su pieza de la pensión. Decidió a irse de la casa porque su padre
no estaba de acuerdo con que se metiera en política. Tuvieron muchas
discusiones.
—Te atrasarás en los estudios —
protestaba Isaac. Él le respondía que no bastaban los estudios de medicina sino
que era necesaria una sensibilidad ante el dolor colectivo. No podrían ser
médicos quienes no tuvieran preocupación constante y viva por el trabajo, la
educación, la economía. Quienes sólo se preocuparan por los padecimientos
físicos de los enfermos sin que les quitara el sueño el que no tuvieran
vivienda aceptable, el que la leche fuera cara y mala, el que no tuvieran agua
potable.
David repetía su discurso una y otra vez. Temía olvidarse de algo. Era la
primera vez que hablaba al público. Y, aunque ya tuviera veintitrés años, la
timidez lo invadía, así como un nerviosismo incontenible. El mismo que lo embargaba
cuando en los exámenes el profesor lo llamaba por su nombre y entonces él
corría al baño a vomitar. Pero esta vez no le pasaría esto. Al repetir las
palabras que preparara sentía que por sus venas corría un nuevo fuego. Rosita
le trajo un yerbeado. Era la hija de Esther, oriunda de Varsovia, que cosía
para afuera. Siempre la veía con una mano en la cintura. Es que de tanto estar
sentada ante la máquina los dolores de
su cintura eran atroces. Rosita la ayudaba con los dobladillos y algunas tareas
menores. Tenía toda la frescura de los quince años. Eran amigos, ella y David. A
veces conversaban en el patio y él miraba su pelo rubio ondulado, los ojos
celestes, casi transparentes. Le hubiera gustado acariciar esa piel tersa, probar
la dulzura de esos labios que parecían dos damascos. Pero luego se reprimía. No
debí sucumbir a esas mieles. Se sentía llamado a un camino arduo y fascinante y
debería recorrerlo solo, sin distracciones. Agradeció el yerbeado y la miró
salir. Luego se enfrascó en sus papeles.
Un pequeño cajón se alzaba en la vereda. Allí se subió David. ¿Cómo
comenzaría su discurso? Iba a comenzar pero vio llegar al Diputado Guevara.
Manejaba él mismo su Ford T que estacionó en la vereda de enfrente. Los chicos
lo miraban, se subían al capot. Saludó al compañero quien se ubicó a su lado.
Guevara había sido ya amenazado varias veces y hasta trataron de incendiar su
casa. Sus verdades molestaban a muchos, especialmente al jefe de policía, que
era militar. De pie sobre el cajón que hacía las veces de tarima, vio llegar a la Legión Cívica. En su frente se
dibujó una arruga de preocupación ¿Por qué estaban allí? Los había visto
desfilando por las calles vestidos de cachiporras, insultando y provocando a la
gente. En su sede siempre había un vigilante en la puerta. Trató de hablar que su voz delatara ansiedad. Comenzó diciendo: “mis queridos
compatriotas”, pero se oyó una voz que gritaba: “Yo no, porque no soy ruso”.
Sin importarle, continuó. No había pronunciado diez frases cuando vio unos fogonazos
y escuchó un estampido. En un primer momento creyó que se trataba de petardos. La
gente le gritaba:
—
¡Bájese,
bájese!
Lo que David creyó eran petardos en realidad eran disparos de armas de
fuego cuyo destinatario era él. bajó de la tribuna y se escondió detrás de un
auto. Se dio cuenta de que había una persona caída en el suelo. Era Guevara.
Estaba muerto. Había recibido un balazo en la nuca que le salió por la frente.
Los “cosacos” como llamaban los estudiantes a la policía, tomaron a
David por los brazos y lo llevaron a la Cárcel de Encausados, que quedaba cerca.
Lo golpearon con las culatas de su máuseres en
la cabeza y lo tiraron en una celda, sangrando. Lo dejaron allí toda la
noche. Al día siguiente lo llevaron ante
el juez y éste lo dejó en libertad.
—
Tal
vez esto te sirva de escarmiento — le dijo con una cara donde se
notaba una desaprobación exasperada.
El sepelio de Guevara conmocionó al país. Una multitud enorme, algo
pocas veces visto, acompañó sus restos y concurrieron los cuarenta y cuatro
Legisladores Nacionales del Partido Socialista.
Debió cambiarse de pensión, pues al enterarse de que era socialista, la
dueña se negó a recibirlo.
Ahora en el tren, rumbo a Buenos Aires, rememoraba todo aquello. En los
disparos que no tocaron su cuerpo, en su compañero asesinado por ideales que
quienes los defendían eran vistos como “agentes” soviéticos. Iba allí, Diputado
a los veinticinco, y su corazón daba brincos de entusiasmo, como un caballo que
galopara por la llanura que el tren atravesaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario