Fui a estudiar a Buenos Aires. Tenía siete años. Mi madre me
dijo una noche:
—Vas a estudiar declamación. La tía Domi me asegura en la
última carta que no hay problema en que parés en su casa. Yo no te puedo
acompañar, así que irás solita en el tren y allá te recibe. La tía Domi era
hermana de mamá. A veces venía a San Luis a visitarnos. Aquéllos eran momentos
de alegría. Mi hermana Florencia y yo nos sentábamos en el umbral de la puerta
de calle, recién bañadas y almidonadas, para ver pasar los coches de
plaza. Bajaban lentos con sus caballos cansinos del fondo de la calle y traían
a los viajeros del Cuyano. Y entonces, la sorpresa de que uno de ellos se detuviera
ante la casa. Era la tía Domi que llegaba a instalarse por un tiempo con mi
prima Elvira. Y luego los abrazos. La fiesta de mirarla abrir las valijas y
aspirar el aroma inconfundible, ese perfume que emanaba de su ropa doblada y
que era como la prolongación de su persona. Las noticias, la charla
despeñándose como una catarata y nosotros sorbiendo sus palabras como un agua
fresca que mitigara nuestra sed. Al día siguiente, en la escuela, miraba con
lástima a mis compañeras que no tenían tías Domis ni primas que llegaran de
Buenos Aires. Esas dos palabras mágicas para nosotras, como quien dice
Europa.
—¿Te animás? — Preguntó mamá para concluir. Dije que sí,
que me animaba. La aventura era por partida doble. Convertirme en eso que era
mi madre cuando la veía declamar en el patio de casa las noches de los
invitados. Entonces me parecía que la vida me abría una puerta desconocida y
descubría un camino empedrado con diamantes. Y viajaría en tren.
Torres nos vino a buscar a eso de las once en el coche de
plaza. Se me antojó que los cascos del caballo avanzaban al ritmo de mi propio
corazón. La estación estaba llena de gente ya que no faltaba mucho para la
hora en que llegaría el Cuyano. Las familias formaban pequeños grupos. Era
fácil darse cuenta de quién era el que viajaba, porque un aura de
excitación lo envolvía. El que se iba escuchaba las conversaciones de los suyos
con una expresión de condescendencia, como si ya estuviera en otra parte
y no quisiera que nadie se diera cuenta. Mamá me condujo al grupo que formaban
el tío Juan, la tía Leonor y Nicolás, el hijo mayor. A la pregunta de
quién viajaba, el tío Juan respondió: “Yo”. Mamá le explicó que yo iba sola y
le preguntó si podría sentarme con él. “Por supuesto”, dijo, pasando la mano
por mi cabeza. El tren entró, bufoso y humeante. Ni bien me acomodé en la
ventanilla que el tío me ofreció gentilmente, lo vi despatarrarse en el asiento
y comenzar a roncar. Dormía con la boca abierta, olvidado completamente de mi
frágil existencia. De pronto me di cuenta de que quería ir al baño y miré con
desaliento las piernas del tío, cerrándome toda posibilidad de paso. Suspiré
para darme coraje y le toqué un brazo. Él abrió los ojos y se levantó para
dejarme pasar. Se despertó sólo para ir al coche comedor y allí, luego de atravesar ese rubicón que era el cruce de los vagones sin que él tendiera la mano para
ayudarme, como hacía mamá, comimos un guiso de lentejas y flan de postre.
Cuando volvimos al vagón, el tío se echó a dormir de nuevo. El viaje se me hizo
eterno. Todo el tiempo torturada por el miedo de que las ganas de ir al baño se
repitieran. El tren entró en Retiro a la medianoche. Me olvidé de todo cuando
vi a mi primo Pepe buscándome entre las cabezas que asomaban por la ventanilla.
Ni bien me descubrió, me sacó por ella y me abrazó. Cómo me querían esos
primos. Y yo a mi vez los quería a ellos de una manera un tanto desaforada.
Pepe era mayor. Por esa época andaría por los dieciocho. Cuando llegamos a la
casa me recibieron los otros primos con expresiones de alegría. Miguel,
Rodolfo, Elvira y también Pepe me acosaban a preguntas por la familia. Me
dijeron que la tía Domi llegaría tarde, porque esa noche tenía canasta con las
amigas. Me estrujaban a besos y me decían “peine fino”. Esa noche no dormí
tratando de descubrir qué querrían decir con eso.
—No la exciten — decía Miguel. Miguel tenía un halo
especial, con su figura grácil, sus labios sonrientes. La otra vez que fui con
mamá él no estaba porque era marino y siempre viajaba. Tenía unas manos finas,
como las del pianista que tocó una vez en el teatro del pueblo. Ésa sería la
última vez que lo vi. Moriría un año después cuando venía en avión desde
Usuhaia, el mismo día en que se casaba. El piloto aterrizó mal y no
se salvó nadie. Pero aquello no podía saberlo esa noche. Ni yo ni ninguno de
ellos.
La casa era enorme y elegante. Más que la nuestra de San
Luis. Me encantaba llegar de la calle y subir la empinada escalera de mármol
que conducía a ese hall con sillones. Al comedor se accedía por una puerta de
espejos. Lo más lindo de todo era no tener que ir a la escuela. Cuando me
levantaba, apenas tomado el desayuno, subíamos a la terraza con Elvira, a jugar
a la piola. Allí se alzaba la torre donde el tío Alfonso escribía. Me fascinaba a la vez que sentía curiosidad por cómo sería aquel lugar que parecía sacado de uno de los cuentos del Tesoro de la juventud. Un día
la puerta se abrió y Alfonso nos dejó entrar. Entonces miré las estanterías
repletas de libros, la mesa atiborrada de papeles. El que yo pudiera ejercer
algún día ese mágico oficio no se me pasó por la cabeza. Además la tía Domi
vivía protestando por que su marido se la pasaba allí sin hacer nada, “Es un
vago”, decía. Y por otra parte lo lógico era que me casara y tuviera muchos
hijos, como mis tías, como mi madre. Aunque aún no lo pensaba, en esa
abstracción que es la infancia.
La profesora de declamación llegó al segundo día. Era baja
y un poco gordita, pero la miraba como a una especie de hada, como la poseedora
de un oficio sagrado. Su nombre hacía juego con su condición: Enriqueta Adesso
de Cortínez La Palma. Tenía en su brazo muchas pulseras de oro que
tintineaban cuando al declamar hacía algún ademán.
Aprendí muchísimos versos. Pero a mí gustaban más los que
le enseñaban a Elvira, ya que ella era tres años mayor. Los míos me parecían
pavos. Y escuchaba con envidia cuando Elvira declamaba:
Llamas de la Puna cargadas
de sal
Ya vienen bajando, ya van a
llegar.
Valientes llamitas se
portan muy bien.
Sufren mil fatigas: mal
tiempo, hambre y sed.
La profesora le dijo que tenía que decirla con tonada como los
indios del Norte. Y se la repetía para que aprendiera:
Llaaamas de la puuuna
caargadas de sal.
A mi regreso me convertí en el número obligado de todas
las fiestas escolares. Hasta recité en el teatro y, aunque las luces del
escenario no me dejaban ver demasiado, alcancé a distinguir un montón de
cabezas que me dejaron absorta. ¿Estaban allí por mí? El miedo me abandonó
apenas comencé a recitar. Los aplausos resonaron en la sala pidiendo bis. Entonces
me animé a declamar un poema de Elvira que me gustaba especialmente:
De neglos padles nació este niño,
Como ellos neglo, neglo macizo.
Dice la gente: Lelampaguea.
¡Y es mi neglito que palpadea!
Las eles en lugar de las erres como decía la señorita Enriqueta
que hablaban los negros. Me regalaron un dije de plata, pero no quedé muy
contenta porque me parecía que no lo había dicho con la perfección de Elvira.
Esa mañana la señorita Haydée avisó en la escuela que al
día siguiente iríamos al asilo de ancianos. Pidió que lleváramos lo que
pudiéramos: yerba, cigarrillos, galletas. Mamá compró unos papelitos blancos y
el tabaco aparte. Yo protesté y me puse a llorar.
— Estos
no son cigarrillos — le reclamé.
— Son
para armar – me explicó—. Los viejitos tienen muchas horas libres y así
se entretendrán más.
Cuando iba en el ómnibus sentada al lado de mi amiga Teté,
la señorita se acercó y me dijo:
— ¿Te
acordás de algún verso?
Respondí que no estaba segura. Porque mamá me hacía
practicar todos los días pero ahora, con el nacimiento de Alejandra, mi hermana
menor, parecía haberse olvidado.
Al llegar al asilo vimos a los viejitos que nos
miraban desde el rabillo del ojo con una mirada pícara. Luego nos llevaron al
salón de actos en donde se había instalado un numeroso público. Había chicos de
otras escuelas. Entre ellos descubrí a mi primo Jorgito. El coro de la escuela
terminaba de cantar el Buenas noches, mi bien y me puse nerviosa pensando que
la próxima era yo. Subí ni bien el coro dejó el escenario. La gente me miraba
expectante y me pareció percibir un dejo de orgullo en los ojos de Jorgito,
varios años mayor que yo y cuya cabeza sobresalía de las demás. Yo a mi vez miraba
a la gente y traté de empezar alguno de los versos que aprendiera con la
señorita Enriqueta. Pero mis esfuerzos resultaron vanos. De mi boca no salía ni
una palabra. Pensé en los versos de Elvira, en los míos, ése de las estrellas a
las que su mamá luna abandona. Mi mudez se prolongaba y escuché que la señorita
Haydée me decía bajito desde un costado: “Bajate, yo no te dije que
subieras”. Entonces Jorgito se abrió paso entre la gente y subió al
escenario:
— Vamos, no es nada — , me tranquilizó, mientras me tomaba de la mano y me empujaba
fuera de la tarima. Pasó el brazo por mi espalda y me llevó hasta el patio,
donde el sol brillaba, insolente.
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