por
Silvia Cherem S.
La mañana del 7 de agosto de 1974, Nahum Megged y Raúl Ortiz, los
dos amigos más cercanos de Rosario Castellanos, recibieron una llamada
inesperada. Era Rosario desde Israel, donde era Embajadora de México, gozosa de
informarles que el presidente Echeverría la había invitado a viajar al DF para
participar en una reunión de mujeres destacadas. Aseguraba que de inmediato
tomaría el vuelo de Tel Aviv para estar al fin “todos juntos”: su hijo Gabriel,
quien estaba en esos días en México, Raúl, Nahum y ella, que tanto extrañaba la
tierra que la vio nacer.
Ninguno de los cuatro imaginó que tan sólo unas cuantas horas
después estarían “juntos”; los tres primeros desfigurados de tanto llorar ante
el féretro de Rosario. Esa misma tarde, María del Carmen Millán, Directora de
Canal 13, crítica literaria y amiga de la escritora, llamó a casa de Raúl,
donde vivía temporalmente Nahum, para avisarles que Rosario había muerto,
víctima de una descarga eléctrica fulminante al conectar una lámpara. No le
creyeron. Tan sólo unas horas antes, escucharon su alegre voz, su añoranza de
futuro. Si no contestaba en su casa, era porque seguramente venía ya
sobrevolando el Atlántico. Fue Emilio Rabasa, entonces Secretario de Relaciones
Exteriores, quien confirmó el trágico deceso.
Para Nahum Megged, condecorado en 1994 con la Orden Mexicana del
Águila Azteca, la máxima distinción que otorga el gobierno de México a
extranjeros prominentes, y a quien Miguel Ángel Asturias se refería como su
alter ego o su nagual, sólo quedaría el entrañable recuerdo de una amistad sin
paralelo. En su amiga Rosario Castellanos, encontró un nuevo espejo donde
mirarse. Fue ella, con su sabiduría ancestral, quien lo incitó a hallar su
“alma vieja”, su origen trashumante que le ha permitido deambular entre la
certeza de su orgullosa nacionalidad israelí y la sabiduría reencarnada del
mundo indígena y chamánico. Y fue él, y su Jerusalén adorada, quienes liberaron
a Rosario. Decía ella que “dejó sus piedras, es decir la carga de su vida, en
Jerusalén, la ciudad que le permitió liberar su pluma”.
Nahum, quien escribió Rosario Castellanos. Un largo camino a la
ironía, dice: “Rosario vivía perseguida por la violencia de su destino, se
sentía presa de su condición de mujer y, sobre todo, del presagio que la
condenó a morir desde que era una niña. Se sabía condenada. Sumisa por decreto,
llegó a Israel esperando su sacrificio, como lo hacía desde niña cada mañana;
pero, para su sorpresa, allí se liberó del yugo. Fue feliz, fue mujer, y creó
con la libertad que jamás lo había hecho”.
En Israel, de 1971
a 1974, Rosario logró vencer el miedo, despertó una
nueva voz en su poesía y escribió El eterno femenino, su primera obra teatral,
en donde fue capaz de burlarse de su género. La paradoja, sin embargo, fue que
justamente cuando había hallado la paz, en un país que sobrevivía entre
guerras, el destino arremetiera finalmente en su contra.
“En Israel cerró su círculo, un círculo sagrado. Ahí transitó de lo trágico a la risa
liberadora, fue su largo camino a la ironía”, señala Megged, catedrático en
literatura y antropología de la Universidad Hebrea de Jerusalén, un experto en
culturas indígenas y quien aprendió de la mano de Miguel León Portilla a leer
los códices precolombinos.
Una amistad
entrañable
Nahum y Rosario se conocieron en 1971. Rosario, en proceso de
separarse de Ricardo Guerra, el único hombre de su vida (“virgen a los 33 años”
dice en Poesía no eres tú), viajó a conocer Israel. Nahum fue su guía,
los ojos que le permitieron enamorarse del Estado. Era Director interino del
Departamento de Estudios Españoles y Latinoamericanos de la Universidad Hebrea
de Jerusalén, estudioso del mundo indígena mágico, y uno de los más destacados
especialistas en la obra de Miguel Ángel Asturias. Desde el primer momento se
identificaron, los unía la erudición literaria, el humor irónico y la llana
sensibilidad, y muy pronto Nahum
llegaría a ser “el más querido de mis amigos en Israel”, como tantas veces
escribió de él Rosario.
“Fue un encuentro fulminante”, dice Megged, apodado por sus amigos
colombianos “el filósofo hebreo” por su capacidad quijotesca para escuchar y
conciliar intereses. Las anécdotas de Nahum son numerosas, pero quizá ninguna
tan memorable como aquella que aconteció cuando él aún no cumplía 25 años y
emigró temporalmente a Colombia para ganarse la vida como maestro de una
preparatoria. Corría 1960 y, recién desempacado, quiso celebrar la
Independencia de Israel con la presencia del gobernador, el arzobispo, el
comandante de las fuerzas armadas, y representantes de las distintas
religiones. Parecía un sueño adolescente, pero con la ingenuidad y el corazón
abierto lo logró sin chistar (- “¿Tiene usted cita con el gobernador?”-, le
preguntaron. – “No” – respondió sabiendo que ni siquiera lo conocía -, “pero seguramente se alegrara él de verme”.)
Al poco tiempo, ya estaba
arreglando problemas entre católicos y protestantes, gozaba de la amistad del
sacerdote guerrillero Camilo Torres a quien le enseñaba palabras en hebreo, del
Arzobispo de Medellín Tulio Botero Salázar y del Comandante de la Tercera
Brigada. Para 1963, cuando Colombia estaba inserta en una cruenta guerra civil,
Nahum regresó a Israel. ¡Cuál no fue su sorpresa cuando la gran Golda Meir, a
quien tampoco tenía la suerte de conocer, lo mandó llamar en 1967! El Arzobispo
de Medellín y el Alcalde le habían mandado una carta, firmada por un sinfín de
personalidades colombianas, rogándole que de inmediato mandara a Megged como
embajador de Israel en Colombia porque “era el único con la capacidad para
hacer la paz”. Nahum, ajeno a los
rigores de la vida diplomática, se sintió halagado y, aunque fue innumerables
veces a Colombia como pacificador, desdeñó el cargo de embajador. Prefirió
continuar sus estudios sobre temas bíblicos, religiosos y literarios en la
Universidad Hebrea de Jerusalén, y su tesis doctoral sobre Asturias.
En aquel encuentro en 1971, Nahum le prometió a Rosario, comenzar a
leer su obra: Balún Canán, Oficio de tinieblas y Ciudad Real,
así como Álbum de familia y Mujer
que sabe latín, aún sin editarse. Durante casi un año, se cartearon.
Rosario estaba recién separada de Guerra: “contraje un matrimonio monoándrico
por mi parte y totalmente poligámico por la parte contraria” (cita Megged una entrevista que le hizo Elena
Poniatowska a Rosario, en Un largo camino a la ironía), y con el ánimo
de darle un respiro a su vida, le pidió a Emilio Rabasa que le otorgara el
cargo de Embajadora de México en Israel.
“Nadie entendía nuestra amistad, una cercanía de corazones, no de
cuerpos – recuerda Nahum–. Ella intimidaba conmigo de lo que sentía, de lo que
vivió. Mi mujer decía que no se encelaba, sólo porque lograba entender el
entrañable cariño y la enorme admiración que nos unía. Por su inteligencia
brillante, su humildad y su humor fresco, me prendí de Rosario, como en algún
momento lo hice con Asturias”.
Cuenta Megged que Rosario se ganó el corazón de los israelíes desde
el primer momento. Comenzó dando clases de cultura mexicana en la Universidad
Hebrea de Jerusalén, y su nombre figuraba constantemente en emisiones radiales
y conferencias en los que expresaba su gozo de vivir en Israel. “La recibían con euforia de heroína. Los
periódicos le dedicaban programas y titulares, y quien la conocía, la adoraba
por su simpatía e inteligencia”, dice.
En 1972, Miguel Ángel Asturias, ya Nóbel, fue invitado a Israel y
Nahum organizó los encuentros entre sus dos lealtades: “los dos reyes magos
mayas”. Estuvieron juntos en Tel Aviv y
en Jerusalén, y según cuenta Megged, Asturias se mostraba inquieto por conocer
la opinión de Rosario en torno a sus ponencias. Eran tiempos de las protestas
en contra de la guerra de Vietnam y las aulas de la universidad estaban
desbordadas de la agitación de los jóvenes.
Megged fue quien tradujo la poesía de Rosario al hebreo, misma que
ella pudo escuchar en una velada con escritores en Jerusalén, cuando recibió el
Premio Sourasky. “La paz israelí”, decía ella, le permitía olvidar el presagio
de su muerte.
El implacable
destino
En Balún Canán, por el que
ganó el Premio Xavier Villaurrutia en 1958, Rosario Castellanos alude en
lenguaje simbólico a su dolorosa niñez y a la condena a muerte que cargó como
un lastre, lesionando irremediablemente su autoestima. El cacique César, su
padre, a menudo se enfrentaba a las rebeliones y amenazas de los indígenas
chiapanecos, hartos del injusto e inhumano trato que les propinaba. Como buen
terrateniente se mostraba impermeable ante cualquier reclamo, hasta que un
tzotzil lo cimbró clavándole en el vientre una maldición: “uno de sus hijos,
tendrá que morir”.
Ese presagio penetró en el pensamiento mágico de la familia
Castellanos. Rosario y su hermano, con el pánico a flor de piel, comenzaron la
guerra de supervivencia y en sus juegos exteriorizaban el deseo de que fuera el
otro quien muriera. Su madre, presa del mismo ánimo supersticioso, caía en
constantes depresiones y, como “remedio”, en aquellos tiempos de persecución
religiosa, decidió someter a sus hijos a los baños de pureza de la Iglesia:
primera comunión, rezos y devoción fanática para liberarlos de “las brujerías
de los indios”. Nada servía, sin embargo, para exorcizar el miedo.
Cuenta Nahum que Rosario le confesó que su madre, una joven mestiza,
en un momento de franca desesperación tomó a sus dos pequeños de la mano, salió
a la calle y decidida emprendió la marcha tocando de puerta en puerta. A quien
abría le gritaba: “¿Verdad que no es verdad?” Para luego añadir: “Y si es
verdad, ¿cierto que no será el varón?”
Rosario fue elegida por su madre
para morir. Cargó desde niña con el humillante lastre de ser mujer: esclava,
inferior, condenada. Decía que comenzó a escribir poesía cuando se vio al
espejo y lo encontró vacío, y que sólo exorcizaba a sus fantasmas cuando
lograba convertirlos en expresión estética. Se sentía negada por su feminidad,
y cada amanecer imaginaba que quizá ese día hallaría finalmente el sitio y la
hora esperados.
Su hermano fue, sin embargo, el elegido por el destino. Murió de peritonitis
a muy temprana edad y Rosario jamás se repuso de haber sobrevivido, de haber
deseado su muerte. Se abrumó de soledad y culpa, hasta que, afirma Megged,
llegó a un país elegido para la muerte, un país amenazado por todos sus
vecinos, un país en el que logró ella fundir su micro historia con la realidad
de un pueblo que también sobrevivía entre soledad, dolor y culpa.
“Ella, igualmente soñadora,
comprendió nuestra tragedia como israelíes: vivimos una muerte sin fin en la
búsqueda de una vida sin fin”, dice.
Cuenta Megged en Un largo camino a la ironía, que Elena
Poniatowka, amiga de ambos, al tratar de captar la identificación de Rosario
Castellanos con Israel, decía que: “Rosario llegó a un país que en cierta forma
se parecía a ella: dolido, pequeño, inteligente, expuesto a todos los vientos”.
Rosario calificó más de una vez su estadía en Israel como los “mejores años” de
su vida, y así lo decía porque ahí logró liberarse de la costra de orfandad. Se
sintió orgullosa de ser mujer, de su capacidad para crear no obstante sus
heridas (“prefiero una que otra cicatriz, a tener la memoria como un cofre vacío”, escribió en Poesía no eres tú).
Desde Israel escribía poesías,
cuentos y su columna en Excélsior, que sólo silenció cuando estalló la Guerra
de Yom Kipur en 1973. Decía que no podía escribir mientras “los suyos” se
estuvieran muriendo. Nahum, por amor a su patria, fue al frente. Podía haberlo
evitado porque su único hermano había ya muerto en combate y el código militar
lo eximía de servir. Herido en la columna y sin poder caminar, regresó
intempestivamente. Rosario, por mera intuición, le llamó ese mismo día. El
teléfono timbró cuando apenas abría la puerta de su casa: “¿Nahum, estás bien?
¿Y tus pies?”
¿Cómo podía ella saberlo? Sus pies estaban heridos, uno inmóvil.
Aunque la información pública era que se había caído de un camión, la verdad
era que en el frente egipcio un mortero lo había hecho volar por los aires.
Sobrevivió de milagro. Escribió en Excélsior que Nahum sarcástico le respondió:
“¿Mis pies? Espérate que los estoy contando”. Una hora después de aquella
llamada, Rosario ya estaba en Jerusalén. “Tenía una percepción mágica –señala
Megged-. Decía: ‘no creo en brujos, pero de que los hay, los hay’.”
Aunque Rosario vivía en Herzlya y Nahum
en Jerusalén, a diario estaban juntos desarmando el rompecabezas de sus vidas:
“Ella insistía a menudo que ahora sí quería vivir, eludir la muerte. No se
sentía ya negada ni como mujer, ni como escritora, hija o hermana. En broma
decía: ‘lo ideal sería que un israelí me proponga matrimonio para poder
quedarme aquí’.” Dejaba atrás el diálogo sordo, la condena de ser “Rosario
Soledad”, como dice Nahum que la llamaba uno de sus alumnos.
Aunque se había transformado, su destino resultaría implacable.
Rosario, a quien Héctor Azar llamó “una bola de cristal bajo el pie de los
caballos”, cumplió con su legendaria sentencia aquel 7 de agosto de 1974. En ese presente nuevo en el que –según cuenta
Megged- al fin se sentía segura, feliz e
iluminada, el destino golpeó a su puerta para dejar la oscuridad. Conectó ella
la pequeña lámpara que compró en la Ciudad Vieja, estaba lista para partir.
Quería dotar de luz su equipaje. Ni su
chofer, que estaba a su lado, ni nadie, pudieron arrancarla de aquel sino
fulminante.
En Poesía no eres tú
ella intuyo su muerte: “Yo no voy a morir de enfermedad/ ni de vejez de
angustia o de cansancio”. Para luego
añadir la presencia de aquella “ciega lámpara”: “Ya no tengo más fuego que el
de esta ciega lámpara/ que camina tanteando, pegada a la pared/ Si muriera esta
noche/ sería solo como abrir la mano/ como cuando los niños la abren ante su
madre,/ para mostrarla limpia, limpia de tan vacía.”
Rosario Castellanos concibió
la esperanza como una lápida. Llegó a México fulminada para cerrar
repentinamente, con exactitud y perfección, su periplo de vida. Aquella mujer
elegida para la muerte, falleció a los 49 años, en aquel momento en que la
crisálida rompió el espejismo del sacrificio y logró liberarse de la condena de
mutilación y ostracismo.
Finalmente se llenó de luz. Es Rosario Castellanos un símbolo no
sólo de virtud literaria, sino también de fortaleza femenina. Rosario, quien a
lo largo de la vida concibió lo femenino como una condición de inferioridad,
exigencia de sumisión obligada y “tributo de la especie”, logró sobrevivir y
convertirse en un modelo que irradia sabiduría. “Mujer, esencialmente mujer”,
dijo a su muerte Agustín Yáñez.
“Rosario – concluye Megged- , fue un gigante que supo reír: para
ella la risa era una forma de liberación y, con ella, supo convertir el dolor
en fina ironía. Logró tocar el abismo, y escalar la cúspide. Rosario fue una
hoguera en pleno campo, una toma de conciencia, un despertar, una materia que
arde. Solo vino a que la conociéramos aquí sobre la tierra y regresó muy pronto
a la casa del sol. Solo vino a dejarnos su risa, sus flores, y su canto de
filosofía náhuatl, de tierra lavada por el agua...”
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