miércoles, 16 de septiembre de 2009

La orilla del mundo - Novela








































A mi hija María del Sol




































Pasamos mucha pena,
pasamos los caminos.
FEDERICO GARCÍA LORCA


Pero se dirige siempre a un testigo invisible,
jugando naturalmente con la tierra y el ángel,
el infinito a su lado y el presente en el confín...

JUAN L. ORTIZ

Palabras del nido que en él, dentro de él, hallan vida.

MARÍA ZAMBRANO



Tú ya no esperas nada,
sino aquella palabra
que brotará del fondo
como un fruto entre ramas

CESARE PAVESE




































La niña Luciana llegó una tarde de septiembre, poco antes de la puesta del sol. Todo el día había corrido el Chorrillero, ese viento desapacible y hostil que pone a prueba los nervios de quienes se atreven a desafiar sus iras. Las casas se veían clausuradas desde la noche anterior, cuando empezaron a crujir las puertas, a cerrarse de golpe los postigos y a escucharse ruidos extraños en los techos. Cada vez que esto ocurría nadie se aventuraba por las calles. Las mujeres se apresuraban a poner bajo techo todo lo que pudiese volar, pues no era raro que, bajo el ímpetu de su paso, quedasen para siempre deshechos los juegos de sábanas de Holanda, los manteles con iniciales, los sombreros, las mantillas de ñandutí que el temido huésped arrancaba de la cabeza de sus víctimas. Las urpilas perdían el rumbo de sus vuelos y había que tapiar las jaulas que guardaban el sueño de los gallos de riña, pues se mataban entre ellos, como si el viento les corriese por dentro y alborotase su sangre en un repentino furor. Era habitual ver a los vecinos merodeando por los alrededores afanados en la búsqueda de sillas, mesas y otros enseres de menor peso que olvidaron de poner al resguardo. Todavía se hablaba de Jesús Garmendia, el vagabundo que encontró a dos leguas de Sacrosanto la botija de recortados, de la que nunca supo nadie cómo había ido a parar allí y que jamás fue reclamada por sus dueños, lo que cambió su vida de manera radical. Era como si el mundo entero estuviese lleno de viento y solamente el viento sostuviera al mundo.
Emeterio Godoy golpeó nerviosamente la puerta de su vecina doña Melisia para decirle con un hilo de voz: “Me parece que viene el malón”. Pero no. Eran ellos. Los Vargas y sus huestes que llegaban de Tierra Adentro luego de siete años de ausencia.
Donaciano, Julián y Augusto eran tres herma-nos, provenientes de una antigua familia de Sacrosanto. Su padre, Melitón Vargas, había llegado a Buenos Aires a fines del siglo XVIII como teniente al servicio del Rey de España y era conocido por su erudición, por ser dueño de la más nutrida biblioteca y por su facilidad para las coplas. Su madre, doña Antonina Juárez, era hija del pudiente colonial don León Juárez de Arana.
El destino dotó a los tres de un carácter fogoso y de una indomable energía que desde temprano pusieron al servicio de una severa disciplina, ya que, apenas asomados a los umbrales de la pubertad, se enrolaron en las milicias. La figura de Rosas se erguía en ese entonces poderosa sobre el país y ellos decidieron sumarse a las filas de quienes luchaban para verse algún día libres de lo que consideraban un flagelo para la patria. Así que no dudaron en unirse a la causa unitaria. A La Rioja se encaminaron aquella mañana, a encontrarse con Lavalle, pero no llegaron a destino. Antes de salir de la provincia fueron sableados y derrotados por las huestes del fraile Aldao. Lograron, sin embargo, reunir a los dispersos y poner sitio a Sacrosanto. La ven-ganza no se hizo esperar. Porfirio Costa, que por entonces gobernaba la villa, tomó prisioneros a unos cuantos vecinos de reconocida prosapia unitaria y a algunas señoras distinguidas, entre las que se encontraba doña Antonina Juárez de Vargas. Desde las afueras de la villa, los her-manos Vargas intimaron a la fuerza gobernante a que se rindiera, pero don Porfirio les mandó a contestar que al primer asalto serían fusilados sus amigos de causa y llevadas a las trincheras, como blanco de las balas, las señoras detenidas. No tuvieron otra alternativa que tomar el rumbo de la rastrillada. Allí permanecieron siete largos años, sin que los pobladores supiésemos nada de ellos salvo que estaban vivos y que seguramente las excursiones que asolaban las distintas ciu-dades de frontera contaban con su ayuda.
La niña Luciana llegó, pues, aquella tarde. La vimos atravesar la villa a la grupa del alazán de su padre, el coronel Donaciano Vargas, el mayor de los hermanos. La comitiva estaba formada por unas veinte personas, al frente de la cual venían ellos. A pesar de que la oscuridad iba tornando cada vez más difícil distinguir los detalles, los que salimos a la puerta a verlos pasar, le calculamos no más de seis años. Llevaba una ajada falda roja, una camisa azul de flores blancas y zapatos negros con hebillas. Sólo más tarde pudimos comprobar la forma almendrada de sus ojos claros y el pelo pesado cayéndole como cortina alrededor de la cintura. Al poco rato todo el pueblo conocía el suceso y allegados y curiosos, olvidados de las molestias del viento, no tardaron en agolparse frente a la casa.
Yo, que fui compañero de Donaciano, pude verla de cerca esa noche y le aseguro a usted que supe enseguida que la pobre niña crecería con la identidad extraviada. Bajaba los ojos cuando alguien quería acariciarla y corría a refugiarse en la falda de doña Antonina. Tenía una piedra incrustada debajo de la piel de su mano derecha. Alguien dijo más tarde que era un cálculo que los indios extraían del buche de un guanaco y que lo insertaban en aquel lugar para dar seguridad o suerte. Nadie supo si hablaba el castellano porque no abrió la boca, como si la tuviera cerrada con un candado, a pesar de que muchos de los que habíamos concurrido a la casa a saludar al coronel le preguntamos entre caricias cómo se llamaba. “Luciana”, contestaba doña Antonina en su lugar, acariciándole la cabeza.
Los días se fueron aquietando, de a poco. Yo volvía algunas veces a aquella casa ancha y alta a conversar con Donaciano. Era una construcción inconfundible con la veleta en el vértice de su tejado, consistente en un gallo de metal herrumbroso. Daba a la plaza, con su gran zaguán de piedras rectangulares y un laurel rosa ante la puerta. Donaciano era el único que vivía con sus padres desde que enviudó y ahora seguía haciéndolo, tal vez para no abandonar a la niña. Yo lo encontraba siempre bajo el patio techado de parras. Se hamacaba interminable-mente en la mecedora de bejuco chupando su pipa con la mirada perdida, como si estuviese envuelto en innombrables nostalgias. Doña Antonina nos servía mates con tortas al rescoldo y me decía: “A ver si el conversar con gente civilizada le quita esa morriña que le han contagiado los salvajes”. Pero él sólo parecía animarse cuando se acercaba Luciana. Por aquellos días supimos que no ignoraba totalmente el castellano. Doña Antonina se empeñó desde un comienzo en enseñarle la palabra “mamita”, con la intención de que en adelante la llamase de esa manera. Pero no pudo con ella. Luego de días de mover los labios delante de sus ojos para que repitiese el término, la niña dijo solamente “señora”. Ésa sería la forma en que se dirigiría a ella durante toda la vida.








Tuve ocasión de ver cómo la niña Luciana iba amoldándose poco a poco a su nueva vida. Pero no sé si amoldarse es el término que mejor conviene en este caso, pues doña Antonina tenía mucho trabajo con ella. Andaba por todas partes descalza, a pesar de que el coronel había orde-nado que la vistiesen como si fuera una princesa. La mensajería que llegó esa primavera trajo varas de tafetán, bayeta catalana, encaje de Brujas, lienzo fino para camisas, cortes de rengue blanco con floripones de seda violeta entreverados de argentería, que doña Antonina encargó a la capital. Su aspecto cambió con el nuevo atuendo, pero no se le quitó eso de andar descalza. Por aquella época se había desatado su lengua y la escuchábamos decir algunas palabras, aunque el coronel le había ordenado que no hablase delante de las visitas. Sin duda temía que lanzase delante de nosotros su rosario de palabrotas, porque era zafada y bocona. También se orinaba en la cama. Me di cuenta de ello uno de esos mediodías en que llegué a jugar al dominó con el coronel antes que de costumbre y vi el colchón oréandose al sol. “Es una montuna”, decían en la villa. Porque ya se había empezado a sentir aquella resistencia a aceptarla entre lo más granado de la sociedad. Pero el coronel tenía locura con ella. A veces, sin cuidarse de mi mirada, la sentaba en sus hombros y la paseaba por el comedor y los cuartos entre palmadas y canciones festivas.
Por aquella época estuvieron de acuerdo en cristianarla. Les inquietaba la cantilena que todas las tardes Luciana dirigía a la hora del poniente. Caminaba hasta lo profundo del huerto y allí, sentada en un tronco, comenzaba a desgranar aquello que no se sabía si era rezo o lamento. Luciana, que sin duda se dio cuenta de lo que se proponían, escapó. Esa mañana, cuando Petro-nila fue a despertarla, vio la cama vacía y sin abrir. Sin duda había salido por la noche, aprovechando el sueño de sus moradores. La tarde anterior Juliana, la mujer que llamaron para que le confeccionara el nuevo ajuar, le había probado el vestido de tafetán con guardas de terciopelo. El coronel envió una partida de soldados a buscarla. La encontraron luego de dos días de rastrearla en vano por todas partes como a un animal ahuyentado y la trajeron con las manos atadas, toda arañada y la ropa convertida en hilachas. Cuando la vio, el rostro del coronel se ensombreció. Todos pensamos que iba a azotarla allí mismo. Pero sólo dijo, dirigiéndose a los soldados: “Desátenla. ¿Acaso se creyeron que mi hija es una delincuente?” Y él mismo la bajó del caballo, la cubrió de besos y, sin decirle una sola palabra de reproche, la cargó en brazos hasta la galería. Allí la recibió doña Antonina, quien ordenó que la metiesen en la tina con ramos de albahaca y bergamota de flores lilas.
Al día siguiente llegó el padre Anuncio. No querían que la noticia cundiese por Sacrosanto, así es que armaron allí mismo el altar, con la tinaja de barro de la galería que obró de pila bautismal en la sala con sillones de jacarandá y raso azul. Llenaron los jarrones chinos con los jazmines del Cabo y las rosas blancas que Petronila cortó esa misma mañana en el jardín. La niña tenía la mirada sosegada. Llevaba el cabello trenzado y vuelto a trenzar con cadenitas de oro y esmeraldas que seguramente doña Antonina decidió sacar del cofre que guardaba bajo siete llaves en uno de los cajones del secreter. El padre Anuncio era parte integrante de la villa, aunque no hubiese nacido en ella. Había llegado de la capital diez años atrás, cuando era un joven imberbe recién salido del Seminario. Tenía estudios de filosofía y se rumoreaba que había sido alumno de Lafinur en el colegio de San Carlos. Se había hecho querer en el pueblo por su bondad seráfica y por su práctica de exor-cismos. Sacaba los diablos de los cuerpos de los enfermos, ahuyentaba brujas y duendes y conju-raba pestes en hombres y animales. Pero esta vez se negó a los pedidos de doña Antonina quien, influenciada por los consejos que le daban sus amigas, decía que la niña estaba poseída por el demonio y le rogaba que la exorcisase luego de la ceremonia. “Ella no tiene la culpa de haberse criado entre paganos”, decía el padre, en una obstinada negativa. Sin embargo, esas señoronas de pro no la aceptaron nunca. Se reunían hoy en una casa, mañana en otra, entregándose a las delicias del chocolate y a las voluptuosidades de la maledicencia. Allí decían que no permitirían que sus hijas se juntasen con esa india que había nacido vaya a saber de qué clase de amores y aseguraban que estaba poseída porque comía abejas y le gustaba montar en pelo.


Esa misma tarde ocurrió el eclipse. Comenzó como a las cuatro de la tarde. La luna parecía querer pelearle su reinado al sol y todo estaba envuelto por una oscuridad cada vez más sobrecogedora. Las gallinas se encaramaron a los palos y los pobladores nos mirábamos unos a otros ante esa noche que cubrió las casas con su manto repentino. Unos decían que el sol había muerto y rezaban a gritos escribiendo sus pecados en los muros: estafé a mi mejor amigo, robé un par de alpargatas en la tienda, he fornicado con mi hermana y hasta hubo algunos que se murieron allí mismo de un síncope o se quedaron mudos.
El coronel salió al patio en calzoncillos para ver cómo se acababa el mundo. Le parecía que de un momento a otro las casas se iban a derrumbar como un montón de naipes. No vio llegar a Luciana, que le tomó la mano mientras le decía con una voz tenue: “Madre me dijo que entre el día y la noche no hay ninguna diferencia. Y también que cuando creemos ver estamos ciegos”. Entonces él se acordó de allá, de ese umbral que debió traspasar para que su vida se llenara de un significado diferente, de la mujer de pechos menguados y silueta taciturna a la que amara por las noches y, sin importarle que Luciana lo viera, lloró.
















De Marina, su primera mujer, Donaciano tuvo dos hijos: Virgilio y Romeo. Los había bautizado de esa manera en homenaje a sus autores preferidos, Virgilio y Shakespeare. Los ratos de ocio, que no eran muchos en aquellos primeros tiempos de persecuciones y combates, los pasaba en la lectura y relectura de los dos autores. Se sabía de memoria parlamentos enteros que recitaba a cualquier oído que tuviese la paciencia necesaria. Cuando marchó a tierras de indios en calidad de exiliado llevó los dos volúmenes que constituían sus obras completas y no era raro verlo tirado bajo el chañar copudo que abrigaba el toldo repasando aquellos textos por los que, decía, podía soportar cualquier sinsabor que la vida le trajese. Es que, si bien se habían integrado de tal manera que los indios los trataban como a uno más de los suyos, la añoranza por los días perdidos los golpeaba a veces con una fuerza capaz de derrumbar al más estoico, particularmente a Donaciano que, bajo esa máscara de salvaje aspereza ocultaba un corazón sensible a la nostalgia. Sin embargo lo respetaron de inmediato, tal vez por su arrojo y valentía. Luego del regreso, su hermano Augusto solía demorarse en charlas de sobremesa refiriéndose sobre todo a aquella vez que la indiada se batió en tres oportunidades contra las fuerzas veteranas de Buenos Aires, siendo rechazada igual número de veces.
Habían ya decidido abandonar la empresa, cuando Donaciano se paró enfrente del cacique y le espetó sin más preámbulos: “Un tigre defiende su presa hasta el final”, aludiendo a su nombre en mapuche, Wehucheu, que significaba: “Parece tigre”. Volvieron entonces una vez más contra los cuadros mazorqueros, rompieron la línea y arremolinaron dentro del cuadro, quitando sabla-zos y ensartando sus picas. El caballo del cacique cayó muerto dentro de aquel infierno de sables, pero Donaciano tuvo tiempo de alzarlo a la grupa, escapando rápidamente de aquel za-farrancho. Desde entonces Wehucheu le tes-timonió un gran afecto y una admiración que nunca se preocupó por ocultar. No bien llegaron a los toldos le preguntó:
—¿Qué debiendo, con qué pagando peñito, que salvau vida. Allí están mi cahuello, uaca, prenda... tomar qué queriendo, hermano, todo mío es tuyo. También mi hija Aimé.
Donaciano había ya entrevisto a Aimé en alguna de las visitas al cacique. Advirtió su cintura de jarilla y su andar de venado, su boca grande hecha para las mieles del amor y por las noches, aquella silueta a la vez armoniosa y fuerte, la llama cobriza de aquel rostro que parecía iluminarla desde adentro, no le permitía dormir.
— A ella quiero — respondió Donaciano. Y esa misma noche la amó en su tienda.
Una de esas tardes Donaciano leía La Eneida tirado en su poncho, cuando su hermano Augusto se acercó:
— Un indio ha venido a desafiarnos, te toca a vos.
Era ya costumbre que grupos de indios llegaran bebidos a la tienda de los hermanos en son de provocación, pues no se cansaban de querer comprobar su valentía. Por ello habían esta-blecido que lucharían una vez cada uno. Donaciano no se resignó a interrumpir la lectura:
— Peleen ustedes. Yo nadita de rabia tengo hoy día.
Marina, su mujer, era hija de Onofre Andrade, un rico hacendado que llegó años atrás a Sacrosanto a experimentar el cultivo de la vid. Donaciano la descubrió en un baile de carnaval, entre las colombinas, los pierrots y las madames Pompadour y se enamoró a primera vista. Tenía unos ojos intensos y acariciadores y un cuerpo pequeño pero bien proporcionado. Aún no había cumplido los quince y estudiaba en el convento de las Teresas de Córdoba. Donaciano fue a pedirla a sus padres en matrimonio y, cuando ellos la llamaron para comunicárselo, contestó con una serena firmeza que primero terminaría sus estudios. Pero él no era hombre de ami-lanamientos, así que un día se apersonó en el convento y pidió hablar con la Priora.
— Usted dirá — le dijo ésta, al tiempo que se sentaba en una rústica silla y le ofrecía el sillón de madera dorada y terciopelo carmesí que perteneciera al conde de Baylén.
— Vengo a llevarme a Marina Andrade — contestó él, permaneciendo de pie.
La priora llamó a Marina a su presencia. A pesar de que sus formas estaban ocultas por la tosca bayeta del uniforme, Donaciano sintió que lo consumía una ardorosa impaciencia por hacerla suya cuanto antes. La monja advirtió a Marina que no tenía obligación de asentir y que se respetaría su decisión. Ella comprobó aquella mirada a la vez tierna y arisca, el cuerpo levemente inclinado hacia delante como si lo venciese la carga del amor y del deseo y no supo resistirse. Escribiría a sus padres contándoles su determinación de casarse ese verano.
La boda se celebró en los primeros tiempos de la gran sequía. Pero aún las aguadas no se ha-bían transformado en esos caminos arenosos donde luego crecerían caldenes y alpatacos ni se verían los campos infectados de las ovejas que morían de sed entre balidos lastimeros. La fiesta se recordaría durante mucho tiempo, no sólo por la apostura del novio y la belleza de la novia sino por los pavos con apio, los vinos traídos especialmente de Francia, los escabeches de perdiz. Donaciano llevó a su mujer a vivir en una casa céntrica de cuatro ventanas a la calle que se distinguía de las demás por la pérgola que se levantaba en medio de un laberinto de naranjos al fondo del jardín. Los cuartos eran espaciosos y frescos y Marina y Donaciano viajaron espe-cialmente a la capital en donde encargaron las consolas fernandinas, los armarios embutidos de nácar y sobre todo la cama de jacarandá con baldaquino. En ella nacerían sus hijos. El primero en venir a este mundo fue Virgilio. Marina salió del parto como si nada, sin que se notara ningún cambio en su silueta ni en la vivacidad de sus movimientos. La cosa se complicó dos años después, con la llegada de Romeo. El médico se instaló al lado de la parturienta por tres días con sus noches sin probar casi la comida que Petronila le dejaba sobre el velador. En aquella noche trabajosa de su malparto, la cabeza de Marina se tornó tan cana y blanca que causaba admiración a cuantos pudieron verla. Nunca se recuperó. Cuando vieron que el niño trataba en vano de apresar con su pequeña boca el pezón de su madre, quien permanecía horas enteras sentada en la galería mirando sin ver la silueta parda de los cerros al fondo de la calle, llamaron a una nodriza para que lo amamantara.
Por esa época ya todos tomaban la sequía como una maldición bíblica y se organizaron pro-cesiones y rogativas, que Marina siguió sin inmutarse pues parecía haberse ausentado de los afanes de este mundo. Ni siquiera se dio cuenta cuando la chuña comenzó a gritar, signo ine-quívoco de lluvia, ni cuando el cielo se tornó plomizo y los truenos comenzaron a retumbar como si fueran la trompeta de Dios anunciando a sus fieles que había escuchado sus preces. En el río volvió a escucharse el sonsonete del agua y la luz tomó ese matiz tierno y verdoso del pasto recién crecido.
Al ver la decadencia irremediable de su esposa, Donaciano pidió a su suegra que se ocupara de ella. Se llamaba Doralisa y era una mujer menuda pero de un don de mando inocultable que llegó a poner orden en la casa, segura de que Marina se reanimaría si escuchaba la filípica que le traía preparada. Pero todo resultó en vano. El coronel se despertó una mañana con una inquietud que le roía el corazón desde las orillas mismas del sueño y, cuando miró hacia el costado donde descansaba su mujer, no tardó en darse cuenta de que ya no vivía. Luego del entierro, Evarista llevó a los niños a su casa, en donde estarían mejor atendidos, decía, que con un hombre que no supo cuidar a su mujer por andar metido a conspirador. Era, en efecto, la época en que la lucha contra el poder de Rosas se tornó más cruenta y decisiva. Poco después tomaba el rumbo de la rastrillada junto a sus dos hermanos.















Desde el mismo momento en que pisó Sacrosanto, Luciana comprendió que el mundo estaba dividido en dos mitades y que, si quería continuar en esta vida, debía sepultar una de ellas en los medanales de la memoria. Lo primero que tuvo que aprender fue su nuevo nombre. No aquel nombre de rocío y miel que oyera de labios de Aimé, su madre, y de sus abuelos de “allá”, aquel Millaray que significa “Flor de oro”, sino éste, tan distinto, de Luciana, con el que su padre, el coronel Vargas, la presentó en su nuevo mundo. Se lo había dicho en su lengua cuando salieron. Se lo dijo mientras atravesaban un médano, antes de entrar en lo que escuchó llamar la “travesía”, esos pedregales y arenales que se extendían hasta donde no alcanzaba la mirada. “Desde ahora te llamarás Luciana”. Y ella escuchó ese nombre y lo retuvo en su boca como un fruto cuyo sabor no le gustaba porque no era el dulzón de las vainas del algarrobo sino amargo y áspero y se le atascaba en la garganta como si hubiera tragado un abrojo. Con él la conoció doña Antonina y ya nunca volvería a escuchar aquel otro, el de Millaray. Luciana repetía en secreto el vocablo a punto de ahogarse pues no se parecía a nada de lo que hasta entonces oyera. Y tuvo que apartar de su cabeza el hermoso valle con los piñones matizando el verde, el espejo del lago en donde aprendiera a mirarse y a descubrir sus facciones, el círculo alrededor de las hogueras por las noches para aprender la casa y sus corredores largos y sombreados y sus bargueños y sus vigas y sus alacenas y sus limoneros. La casa y sus cristaleros y sus aguamaniles de porcelana. Tuvo que aprender el chirrriar de la cadena del aljibe y su cama de nogal con las sábanas olorosas a jabón de Marsella y la colcha de damasco, la mesa tendida con manteles de ñandutí y candelabros de plata, tuvo que apren-der el Alabado que doña Antonina le hacía repetir cada noche antes de dormirse, con las manos juntas y arrodillada junto a la cama. Ese rezo que a ella le resultaba incomprensible a pesar de los meses de catecismo, porque no entendía, por más explicaciones que le diesen, aquello de que Dios estuviera en el Santísimo Sacramento del Altar ni aquello del sin mancha de pecado original con que la Virgen fuera agraciada como si su condición no consistiera en la de una simple mortal, menos aún lo de aquella mancha que todos traíamos al nacer. Y también le costaba entender el significado de aquel Buenos días su Señoría que jugaba con su amiga Rosario, a quien el coronel le buscó entre sus amistades para que a su niña no se la tragara la travesía de la soledad. Rosario, que era hija de su íntimo amigo Bernabé Aráoz y que tenía la misma edad de Luciana. A veces llegaban otros niños del vecindario y Luciana fue aprendiendo aquel juego cuyos versos guardaba en la memoria para decirlos antes de dormirse:

Hilo de oro, hilo de plata
Que jugando al ajedrez
Me decía una mujer
Lindas hijas tiene usted.
Yo las tenga o no las tenga
Yo las sabré de mantener
Con el pan que Dios me ha dado
Y el jarro de agua también.

Hasta aquí la cosa le gustaba. Qué era eso de andar pidiendo las hijas de otro. Y la madre qué bien las defendía. Pero el mensajero no tenía ninguna intención de dejar allí a su elegida e insistía, insolente:

Pues me voy muy enojado
Al palacio del rey
A contárselo a la reina
Y al hijo del rey también.

Ante la amenaza, la madre cesaba en su resistencia:


Vuelva, vuelva pastorcillo
No me sea tan descortés
Que de dos hijas que tengo
La menor yo le daré.

Entonces la entrega se consumaba y la niña se marchaba con el pastorcillo, igual que Luciana aquella mañana de primavera, desobedeciendo la orden de su padre de no mirar hacia atrás, hacia el llanto de las mujeres y la mirada de desamparo dibujada en los ojos del abuelo. Y se preguntaba a qué rey debía ser entregada ella y si ésa sería la causa para haber abandonado aquel mundo en el que se movía con tanta facilidad como los choiques en medio de la llanura.
Debió aprender también las enaguas almi-donadas que le oprimían la cintura y las blusas con cuello de encaje de Malinas y botones de nácar que se pasaba media mañana tratando de hacer coincidir con los ojales. Pero por sobre todo debió darse cuenta de que madre no estaba en ninguno de los recovecos de aquella casa por más que la buscase y caminase por los corredo-res. Aunque se internase en el huerto y forzase los ojos para atisbar el final del callejón por si la veía venir con su paso de princesa que ha perdido su reino, con sus collares de colores y el tupu con que abrochaba la iquilla. Poco a poco comenzó a saber que no vería tampoco nunca más al abuelo ni se sentaría calladita junto al crisol en donde fundía la plata para fabricar las espuelas, los aros, los estribos, las sortijas y yesqueros ni iría con sus hermanas a buscar huevos de ñandú porque todo pertenecía a allá, a ese mundo que aquí era una realidad sepultada y prohibida y que a su sola mención las mujeres se encogían sacudidas por escalofríos y del cual se la pasaban murmurando cosas que interrumpían apenas ella entraba en la sala, llamada por doña Antonina para que saludes a las señoras que ponían en su mejilla un beso frío, un beso que más bien daban al aire, como si ella fuese la portadora de un gualicho, de uno de los wecufú, de ésos que se metían en las casas y en el corazón en forma de flechas invisibles y oca-sionaba las desdichas de los cristianos. Y cuando repetía la palabra “cristianos”, no la asociaba con ese señor que veía colgando todo lastimado de dos palos cruzados, ni con la mujer de rostro compasivo que sostenía en sus brazos a un niño de pelo de oro y ojos celestes, sino con lo otro, con ese infierno en llamas de que hablaba el padre Anuncio en los sermones que decía cada domingo en la iglesia y al que, según él, irían todos los que no hubiesen recibido en su cabeza esas gotas que a ella le habían echado no hacía mucho. Y el corazón se le quedaba adentro del pecho como un puño cerrado cuando pensaba que allí irían todos los de “allá”: madre, her-manos, abuelos, porque no conocían ni les interesaba Jesús, sólo amaban a Chachao, el padre de todos. Pero a veces se tranquilizaba pensando que el padre Anuncio bien podía equivocarse y que ese señor todo lastimado tal vez no fuera tan poderoso como para hacer eso con los que ella amaba pues de ser así no colgaría como un pingajo de los palos. Entonces se dormía pensando que su madre estaba allí, al lado de su cama y le cantaba el canto del Uñefe, el lucero de la mañana, el que ampara a los huérfanos y a los que se extraviaron en la noche.
Algunas de las cosas de este nuevo mundo le gustaban. Un domingo de verano doña Antonina la llevó de la mano por las calles olorosas a tierra recién regada para que escuchara la retreta. En su corta vida en el acá Luciana se dio cuenta de que éste también se dividía en dos mitades bien marcadas: el adentro y el afuera. El adentro era Petronila que pasaba las horas con un gigantesco cucharón avivando los caldos, el tazón de chocolate con bizcochos que le servía cada mañana, la olla de hierro llena de agua que borboteaba rumorosamente. El adentro era un tiempo penumbroso y suave que pasaba detrás de los visillos de los espaciosos cuartos, los días en que la esperaba la ardua tarea de lavarse las trenzas con ayuda de Petronila. Inclinada sobre la jofaina de loza, Luciana veía sus cabellos des-parramdos en el fondo como algas inmóviles y oscuras. Petronila le echaba un chorro de agua en la cabeza para enseguida enjabonarlo por segunda vez con ayuda de una porción de jabón de Marsella. Entonces Luciana sentía que sus cabellos empezaban a rechinar porque ya estaban limpios. Petronila los enrollaba sin piedad alrededor de su mano, retorciéndolos y secándolos con la toalla.
El adentro eran los retratos al pastel de los bisabuelos, de los paternos, porque de los otros no tenía la menor idea de sus facciones, aunque a veces los imaginaba allí, sus retratos colgando de la pared, con su piel cobriza y sus rasgos de piedra, parecidos a los de mamá Aimé. Se los imaginaba cubiertos con el poncho recién salido de los telares y la vincha sosteniendo el pelo de un negro azulado. Se los imaginaba montando un caballo blanco, al igual que el bisabuelo de aquí, salvo que no con aquella chaquetilla de botones y alamares dorados sino con el torso desnudo y la lanza en la mano. El adentro era también el abuelo Melitón que acudía todas las mañanas a tomar el desayuno, perfumado y peinado con esmero, ataviado con una levita negra impecable y una corbata de satén blanco, con esa mirada viva y alerta que conservó hasta su muerte. Era muy poco lo que Luciana veía del afuera, de ese vasto mundo que se extendía más allá de los umbrales de su casa y del cual ella fuera extraída. Por eso aquel día en que doña Antonina le ordenó que se pusiera el vestido rosa de organdí con el lazo de seda azul Francia, sintió que algo importante se avecinaba. Los ojos se le agrandaron por el asombro cuando vio los músicos delante de esos palos que llamaban atriles y que terminaban en unas especies de bandejas en las que descansaban unos papeles que Antonina le dijo eran las partituras. Las madres paseaban con sus hijos y las parejas de novios caminaban tratando de disimular los ardo-res del sentir y los soldados también paseaban en busca de alguna moza que les endulzara las horas que faltaban para volver al fortín. Luciana descubrió al director con su uniforme abotonado hasta el cuello y sintió un escalofrío cuando el estruendo de los tambores tapó el sonido de los clarinetes, arreciaron los platillos, se recogieron y extendieron las trompetas en un tañido lacerante y todo enmudeció inesperadamente, como si la voz de la música llegada al ápice cayese a tierra zumbando.
Luciana no fue la misma después de aquella experiencia. Luego del paseo circular que recorrió con el alma alborotada por el descubrimiento, preguntó a su abuela si cuando grande ella podría tocar en una banda. Antonina le contestó que aquello eran menesteres de varón y sintió entonces que otra vez debía dividir el mundo en dos mitades casi irreconciliables.

















Luciana continuaba sus aprendizajes sin prisa pero también sin pausa pues comprendió que, si quería que la considerasen igual a todos esos seres que pululaban a su alrededor, debía esconder en lo más profundo de su corazón todo lo conocido hasta entonces y esto, de ninguna manera, era algo fácil. Debió resignarse a que el aseo ya no fuesen aquellos baños en el río adonde su madre la llevaba junto a las otras mujeres y niños de la tribu y en donde se sumergían desnudos en el agua cristalina y verdeante para salir luego brillantes y frescos como estrellas o como la luna que mostraba en el cielo su cara recién lavada, su pelo que crecía hasta la cintura tocado apenas por el peine de hueso que mamá Aimé le pasaba después del baño. Acá era la tina que Petronila llenaba cada tarde y en donde flotaban los manojos lilas de la bergamota que ella misma le agregaba y también eran las trenzas con las que mortificaba su cabellera, tan tirantes y dolorosas por las que sentía le quedaban atados los pensamientos, como si la vida fuera una inmensa trenza en donde debían permanecer sujetos para que no se le desbocasen, esos pensamientos que la dejaban con los ojos abiertos a la oscuridad sin que el sueño viniese en su busca y que doña Antonina la ayudaba a espantar cuando por las madru-gadas se levantaba en el infaltable rito de arroparla porque a Luciana le gustaba dormir descubierta como una salvaje, decía, cantándole aquella interminable canción de cuna que inventó exclusivamente para ella y a la que cada noche iba agregando nuevas estrofas. Canción en donde contaba la historia de la familia, la de Antonina, con sus nacimientos y muertes y bautismos y casamientos.
Debió aprender que aquella palabra que allá era tan mentada, Chachao, aquí no debía ser pro-nunciada so pena de quedar encerrada en su cuarto a pan y agua, pues era Nuestro Señor Jesucristo, decía doña Antonina, el verdadero Padre y todo lo demás eran puras tonterías, paparruchadas de las que debía olvidarse, así como de gualicho y saber de una vez y para siempre que no era éste sino el diablo el que nos llevaba a decir mentiras y a contestar mal y a hacer todas esas cosas que no debían nombrarse y que a Luciana, al no poder imaginárselas, le despertaban una terrible curiosidad. Y también debió acostumbrarse a que ya no fuera la Machi, esa mujer de cabellera en desorden y larga túnica la que rezara en presencia de todo el pueblo rogando por la salud de las personas y de los animales y por el éxito de las cosechas, sino aquel hombre distante y misterioso vestido de negro y que tanto se parecía a las mujeres en sus vestiduras, con aquellas polleras negras que llamaban sotanas y al que sin embargo todos llamaban padre y lo trataban con gran respeto como si estuviese separado del resto de la gente por una cualidad incomprensible para sus cortos años. Era él quien conducía aquella ceremonia que llamaban Misa en un recinto abarrotado de pinturas y de estatuas de otros hombres y mujeres vestidos de terciopelos y de tules y encajes y con una aureola en la cabeza a quienes llamaban santos. Y cuando Luciana preguntaba por el significado de esa palabra le contestaban que se trataba de personas que dedicaron su vida a rezar y hacer el bien a nuestros hermanos y ella dudaba mucho si los suyos entrarían en esa categoría, pues por lo que escuchaba se asemejaban mucho más al demonio. Pero lo que le gustaba por encima de todo eran los ángeles, aquellos seres con alas que revoloteaban alrededor de la madre de Dios, esas pájaros blancos y rubios iguales a los humanos y de una belleza que le dejaba la respiración en suspenso, porque ella no era ni blanca ni rubia, sino más bien de piel aceitunada, parecida a la de la corteza de los algarrobos y caldenes de su tierra. Se quedaba como alucinada con aquella historia de que cada uno de los seres de este mundo tenía su ángel propio ¿y yo también? Sí, señorita, usted también tiene uno que ríe si se porta bien y llora cuando se vuelve insolente y bocona y cuando se empecina en no tomar la leche porque tiene nata. Y le informaron también que la seguía día y noche sin descansar jamás. A Luciana le parecía escuchar el rumor de las alas abani-cándola cuando el calor se volvía insoportable o sentir la suavidad de sus plumas sobre la piel protegiéndola del frío los días de invierno. Pasaba las noches en blanco pensando qué nombre le pondría y se daba cuenta de que ninguno de los de allá le servía. Se tranquilizaba entonces diciéndose que esperaría un poco, que tal vez con el tiempo surgiría solo, por eso escuchaba con atención las charlas de sobremesa para ver si de allí saltaba la palabra con que pudiera bautizar a su amado ángel.


Poco a poco Luciana fue tomándole cariño a doña Antonina, que cuando tenía fiebre le quemaba antiflogistina en el pecho y la cobijaba con un edredón de plumas de pato salvaje y le ponía agua de baldrana en las cortaduras, doña Antonina que se movía por la casa con el rosario suspendido de la cintura, esa especie de collar parecido a las chaquiras que usaban su madre y su abuela y que se sacaba por las tardes para pasar los dedos por sus cuentas recitando en cada una aquella oración dedicada a la Virgen, aquel Ave María que ella entendía todavía menos que el bendito, aún cuando le dijeran que estaban destinados a esa señora tan hermosa que veía en la iglesia como volando hacia el cielo sostenida por ellos, sus amados ángeles, esa señora que era la madre del hombre de la cruz, pero que antes fuera igual al niño que veía sobre la cómoda de doña Antonina bajo esa campana de vidrio, sosteniendo entre sus manos un mundo diminuto como un carozo.


































Había sin embargo cosas que Luciana hubiese querido guardar en su cofre de los recuerdos, que ella imaginaba igual al baúl mundo del abuelo Melitón, como por ejemplo la mirada de Aimé, su madre, cuando la abrazó a la puerta del toldo aquella mañana de la despedida y luego se tapó la cara para que Luciana no viera sus lágrimas con el rebozo que tejió en el telar aquel mismo invierno. O el encaje que dibujaba en la tierra la sombra de las casuarinas en aquellas mañanas de primavera. O el paso repen-tino de un choique en el atardecer de la pampa. O las manos de la abuela mientras molía el maíz en el mortero para preparar la mazamorra que luego le daría junto a los demás hermanos. O el galope del alazán de su padre aquella tarde que la subió en las ancas y le dijo que no se soltara de su cintura y luego partió en una carrera más veloz que el rayo hacia donde nacía el viento, que es como decir allá donde comenzaba el mundo. Ese mundo que, ahora lo iba sabiendo, se alargaba más y más a medida que sus pasos la iban conduciendo. O el lamento de la trutruca rebotando entre los cerros cuando los abuelos aseguraban que el Pillán echaba humaredas y la tierra se agitaba en una protesta que vaya a saber en qué terminaría, por eso es que había que amansarla con los rezos de la Machi trepada en el rehué. Y Luciana se imaginaba infinita la profundidad de ese cofre, como el lago al que se acercaba con los otros niños a recoger piñones y al que su madre les tenía prohibido asomarse demasiado, no fuera que le sucediera lo que al Nahuel, al que le gustaba tanto el reflejo de su rostro en las aguas que un día no regresó y, cuando fueron a buscarlo, sólo encontraron encima de una piedra la camisa mojada aún por el rocío mañanero. Porque si no fuera así no podría ahora agregarle las cosas de acá, como por ejemplo el farol que ella misma fabricó una tarde con el frasco de los orejones que le regaló Petronila luego de atormentarla días enteros con los ruegos de que se lo diese y después a la noche su cuarto se iluminaba como en el día con las luciérnagas que ella fue poniendo en su interior. O la muñeca de porcelana de ojos azules y rizos dorados que se arracimaban bajo el sombrero de muselina. O los dulces de membrillo y pasas de orejones que Antonina se pasaba las santas tardes cocinando y que luego les serviría con el chocolate de los domingos. O los cuentos de aparecidos con que cada tarde se despachaba Petronila cuando Luciana, cansada de treparse a los árboles junto a sus hermanos y luego de que ellos la dejaban sola para irse a hablar sus cosas de varones se acurrucaba en la falda empolladora de Petro y se los hacía repetir una y otra vez hasta que a la nana las cuerdas vocales le pedían basta, esos cuentos que hablaban de la gritona, o de la pericana, la que se aparecía en las siestas a los niños que desobedecían a sus padres y se escapaban a jugar en vez de quedarse quietitos en sus cuartos hasta que fueran a llamarlos. Se los contaba hasta que veía los ojos de Luciana velados por el sueño y entonces la alzaba en sus brazos y la transportaba a la casa con la misma delicadeza de quien encuentra a un pichón caído del nido y lo levanta para volver a colocarlo en él. Y también guardaría en el cofre los días que pasaban en La Encantada, el campo que su padre le compró a Florindo Negri, un compañero de armas que se lo vendió para pagar sus deudas de juego. Allí partían no bien el verano ardía al rojo vivo y ya no bastaban los baños en la tina ni los abanicos con sirenas pintadas e incrus-taciones de marfil que mamá Antonina sacaba de la cómoda, uno después de otro para apan-tallarse, como si el aire se gastase luego de unos instantes y necesitara del siguiente para que lo restableciera ni el vaho de frescura de la tierra recién regada con los baldazos de Petronila que se evaporaba ni bien las primeras gotas la rozaban y entonces sí, cargaban en la volanta los siete baúles de ropa blanca y partían hacia allá. Y también entonces guardaría la felicidad de correr hacia el estanque en el que se mojaban aquellas hojas de un rojo oscuro, así como el nombre de los yuyos que luego podría repetir cuando los cortara en alguna escapada solitaria al monte para volver con la falda atiborrada de manojos: husillo, toronjil, aroma, poleo, meloncillo de olor, liga de flor blanca y peperina. Y acuñaría también estas palabras para guardarlas en el cofre igual que acuñaba los piñones o los dedales de los eucaliptos. Las palabras de esta nueva lengua que eran como hilos atándola a las cosas. Y ahora no se sentía tan extraña, tan invisible, tan ajena a ese mundo de acá porque a fuerza de nombrar las cosas las iba otra vez haciendo suyas y veía entonces cómo recu-peraban su brillo y se ponían frescas y radiantes con su verdor reciente, como los yuyitos luego de que la lluvia los lavaba y adquirían esa belleza que ella creyera definitivamente perdida.























La primera vez que Luciana escuchó la palabra París fue por boca de la tía Aurora. Era la hermana menor de su padre y vivía desde tiempo atrás en Buenos Aires. Por eso, cuando aque-lla tarde de noviembre caminó detrás de Petronila hasta la puerta de calle luego de que sonaran los aldabonazos y se encontró a boca de jarro con la mujer que la miraba sonriente debajo del som-brero de paja con lazos rosados y amplio traje de muselina a lunares, se le antojó que aquello no era verdad sino un sueño del que no tardaría en despertar. Antes de que Petronila o ella pro-nunciaran una sola palabra, Luciana vio el cabello negro que enmarcaba la blancura ovalada del rostro, la cintura de una delgadez de junco, las pequeñas botas de cordobán oscuro blanqueadas por impensables peregrinajes que ocultaban unos pies diminutos y todo su ser se puso tenso y a la espera como si desde ese mismo momento supiera que algo importante se avecinaba. “¿Luciana?” preguntó la mujer, sin duda segura de la repuesta ya que le tendió los brazos en los que, ni lerda ni perezosa, ella corrió a refugiarse con el pálpito de que serían un abrigo para la soledad de su corazón. “Soy tu tía Aurora” anunció la aparición al tiempo que la levantaba y le cubría la cara de besos. Luego abrazó también a Petronila que se llevó el delantal a los ojos y dijo con una voz a la vez tierna y acusadora: “Qué gusto, niña Aurorita, los señores nada me dijeron de su venida”. “Es que nada saben”, respondió ella, mientras en sus labios se dibujaba una sonrisa de picardía.
La casa se alborotó con la llegada. Alertada por Petronila, doña Antonina se levantó de un salto de la cama donde se echara momentos antes, luego de batir a punto nieve las claras para el budín, tarea que le resultaba la más fastidiosa y aburrida de la tierra. Corrió a su encuentro y la abrazó largamente para luego tomar distancia y contemplarla con exclamaciones de alegría.
Alguna vez Luciana había escuchado hablar de esa tía distante, que partió a Buenos Aires a acompañar a Enriqueta, hermana del abuelo Meli-tón, inconsolable luego de su viudez, ocurrida dos meses antes. Pero nunca tal cosa fue para ella motivo de desvelo pues demasiado tenía con sus propias pérdidas. Sin embargo, en varias oca-siones notó que algo extraño se cernía sobre los habitantes de la casa cuando la nombraban. Alguna vez Petronila le contó que la pertinaz soltería de Aurora era debida a que nadie se atrevía a pedir su mano luego del romance que tuviera con un cómico de zarzuela llegado de España. Él la había dejado poco después para regresar a su tierra y todos pensaron que Aurora no iba a resistir el desencanto. La sorpresa de todos fue mayúscula cuando, luego de llorar encerrada en su pieza durante un mes seguido y de no probar casi bocado, una mañana se levantó como si nada, se puso su vestido de organza rosa viejo y salió a dar un paseo. Al día siguiente avisó a Enriqueta que volvía a Sacrosanto. Ante las quejas y recriminaciones de su tía le pidió que la perdonase y luego le dijo que la nostalgia de su tierra le había cavado un pozo de lágrimas en el corazón. Necesitaba, siguió diciendo, en-contrar nuevamente aquellos sitios en los que fuera reina exclusiva, donde por primera vez sintió la caricia de la hierba y descubrió el zumbido de la luz en la miel de la siesta. Aquel espacio de encantamiento en que experimentó el mundo como un milagro erizado de secretos. Andaba con la memoria extraviada y los sentidos desazonados. Entonces Enriqueta la dejó partir pero antes pasó y repasó de su propia mano con la plancha preñada de carbones al rojo vivo los cuellos y los puños almidonados de sus blusas, puso en el enorme baúl los pañuelos de Madrás, las faldas de muselina, la bata solferina, los guantes de media mano, el bolso de mostacilla, el abanico pintado y el cofre con el collar de corales que le dejó su reciente amor y que Aurora se resistió a abandonar y luego le dio mil consejos de despedida. Aurora conocía los peligros a que se exponía pero se negó a dar pábulo al temor. Aceptó la imagen de la Virgen Niña que tía Enriqueta colgó de su cuello y escuchó la larguísima fórmula con que la bendijo antes de subir a la diligencia de las tres de la tarde.
Petronila corrió a avisar al resto de la familia y al poco rato la casa se asemejaba más a una feria que a una reunión de gente de pro porque poco a poco se había ido llenando de hombres y mujeres que venían a comprobar con sus propios ojos tamaño acontecimiento y aprovechaban para pre-guntar si era verdad que en la capital el terror cundía por las calles y que los verdugos tenían mucho trabajo por andar degollando a los opo-sitores del gobierno. Se sirvió pavo relleno con pasas, guiso de lomo de guanaco, perdiz marti-neta en vinagre con cebollitas y ajíes en esca-beche y de postre dulce de alcayota, guindas en almíbar y una pasta de almendras con sorpresas y confites.
Luciana no aceptó esta vez ser enviada a la cocina con los criados para evitar que escuchara las inconveniencias de los mayores. Permaneció sentada al lado de la tía, devorándola con los ojos mientras ella se quejaba de tener el cuerpo descoyuntado por los zangoloteos del camino y contaba del caballero francés que le tocó como compañero de viaje y al que fue encomendada por tía Enriqueta, quien se aterrorizaba de pensar que los salvajes pudieran asaltarla y por los mil peligros que deberían afrontar en la travesía. Contó también que el francés recorría el país recolectando datos para escribir un libro y que continuó con la diligencia rumbo a Mendoza. Dijo con orgullo que habló con él en su idioma durante los veintitantos días que duró la travesía y que la había invitado a visitarlo en París cuando qui-siera. La concurrencia no se desbarrancó en hablar de zonceras retorcidas sino que escuchó ávida el relato del encuentro, en un pueblo ve-cino, con el carruaje pintado y dorado que descansaba junto a una tienda improvisada con palos, frazadas y chales y que pertenecía nada menos que a la prima donna Edelvira, al tenor Guglielmini y a algunos otros artistas que via-jaban en sentido contrario, pues su destino era Buenos Aires. Luciana advirtió el silencio de embarazo que siguió a estas palabras y el repentino interés de su padre en la sequía que asolaba los campos y que hacía peligrar las cosechas. En toda aquella larguísima conver-sación sólo obedeció una vez la orden de no hablar en la mesa, derecho sólo reservado a la gente grande, para preguntar mirando direc-tamente a los ojos color agua marina de la tía Aurora.
—¿Qué es París?
— Es una de las ciudades más bellas del mundo. Alguna vez te llevaré — dijo la tía.
Como Aurora expresara su decisión de vivir sola para no causar molestias, el abuelo Melitón le ofreció la vivienda ubicada frente a la plaza, recientemente adquirida para usarla como bufete. Allí se instaló pocos días después. Era una casa sólida y amplia, con cocheras, habitaciones enormes y sombreadas y un huerto con naranjos, limoneros y granados y también dos o tres aguaribayes adonde Luciana se trepaba junto a los varones los días de visita, antes de que ellos se cansaran de su presencia y la mandaran a descular hormigas. Ella bajaba entonces del árbol sin una palabra de protesta y corría a buscar a la tía Aurora. Se paraba silenciosa junto a la cómoda de palo rosa con mesada de mármol y espejo de luna biselada ante el cual Aurora se alisaba el pelo con un cepillo francés de plata que llevaba escritas sus iniciales o paseaba por la habitación mirando los mantones de flores coloradas y verdes del tiempo de los virreyes desplegados en el sillón de damasco carmesí, o le pedía por favor que me abras el bargueño con enconchado e incrustación de piedra de Hua-manga que heredaste de tu madre y que perteneció a la nieta de Monclova, virrey del Perú, quien lo recibió como regalo de su boda con el tercer marqués de la Torre Tagle. Insistía también para que por favor me leas la inscripción que ostentaba su escudo y la tía se la repetía por milésima vez con esa paciencia de santa que, decía, la llevaría a los altares. Pero Luciana, no conforme con esto, le suplicaba que abriera el cajón de la derecha y sacara de allí las reliquias de cuando fue a Tierra Santa: los nomeolvides del Huerto de los Olivos, las arenitas del río Jordán, el escapulario de lana del cordero de Belén o que se acercara una vez más al piano y con su voz despaciosa y musical le cantara aquellas melodías que ella sabía entonar como nadie, o que me recites ese romance que dice salió un paje que era rubio / dejando a su rey dormido/ y se fue donde la infanta,/ señora de aquel castillo, o que me cuentes otra vez de París, aquella ciudad a la que designaban con un nombre tan parecido al mío, la “Ciudad Luz”, y donde tuvo lugar esa revolución que le cortó la cabeza a unos reyes para que la gente humilde tuviera su pan y su jarra de agua también y en donde vivía aquella mujer con atuendo y nombre de varón, Jorge Sand, que había cambiado por el suyo, igual al de la tía Aurora, para poder dedicarse a escribir sin ser molestada en ese mundo en donde sólo los hombres podían hacerlo y a quien ella, Luciana, tuvo entonces la certeza de que conocería algún día quizá no tan lejano.










El coronel Donaciano Vargas casi se cae de la reposera donde se instalara a leer La Gaceta luego de que Luciana se colocó a sus espaldas y le preguntó sin más preámbulo: “¿Qué es la Mazorca?”. No le gustaba ser molestado cuando se sumergía en el periódico, de modo que le contestó con tono de fastidio que era la policía de Rosas, y para que no hubiera ocasión a más preguntas añadió que así le decían en alusión a la espiga de maíz, llamada del mismo modo, a lo apretado de sus granos que simbolizaban la unión, y volvió a enfrascarse en la lectura cre-
yendo que ahora lo dejaría tranquilo, pero ella continuó mirando por encima del hombro y luego le tiró la manga de la cazadora y le preguntó por qué a los unitarios se les decía salvajes y asque-rosos y él se quedó en suspenso sin saber qué contestarle porque cómo le explicaba a una niña de ocho años que así era como andaba el mundo, que los que mandaban debían echar esa sarta de agravios y hasta matar a quienes se les oponían ya que, de lo contrario, su poder corría peligro y no vio la hora de que su hija lo dejara en paz para averiguar por fin si Urquiza entraba o no con su ejército en Buenos Aires, pero ella


quiso saber si los unitarios eran como su madre y sus hermanos y cuando el coronel le preguntó a qué venía eso ella le contestó que porque les llamaban igual y entonces el coronel apartó de un manotón las páginas y la subió sobre sus rodillas y entre dos besos quiso saber quién le contaba todas esas cosas y Luciana, de lo más fresca y oronda, le dijo que lo había leído en el diario.
—¿Y desde cuándo sabes leer? —
Entonces, para sacarse la duda, colocó delante de sus ojos la segunda hoja de La Gaceta y puso su dedo índice en un párrafo pidiéndole que le leyera lo que allí estaba escrito y Luciana recitó de corrido y sin trabarse ni una sola vez que el salvaje unitario Justo José de Urquiza, con-trariando la opinión del pueblo entrerriano, se ha rebelado contra la Confederación y su exce-lentísimo gobierno general, que presidido por el Ilustre general don Juan Manuel de Rosas, merece la más absoluta confianza de la Nación y el profundo reconocimiento de los argentinos y el coronel la miró con la boca abierta y los ojos saliéndosele de las órbitas por el asombro y Luciana no tuvo ningún empacho en reconocer que había aprendido escuchando las lecciones que Calixto Herrera, el maestro de Evaristo, le diera a sus ruegos. Entonces el coronel com-prendió la insistencia repentina de Luciana en ir todos los días a lo de su primo.
Desde un comienzo, Evaristo y Luciana estu-vieron unidos por una mutua adoración. Evaristo con sus ojos verdes tan parecidos a los de Luciana y sus grandes orejas y su boca enorme siempre encendida de risas, sus rodillas sucias y las manos de pianista y cuando Evaristo no pudo ya ir a la escuela por aquella nefritis que lo tumbó tres meses en cama y Augusto decidió contratar un maestro para que le diera lecciones en la casa Luciana, que había caído de visita con la tía Aurora, entró a la habitación y, luego de escuchar en silencio los deletreos de su primo, le pidió que le enseñase también a ella, asegurándole que era su padre quien lo ordenaba y les suplicó que no dijeran nada hasta que hubiera aprendido, así sería mayor la satisfacción de Donaciano.
Desde que llegó a Sacrosanto, Luciana se devanaba los sesos pensando la forma de comunicarse con su madre y hacerle saber todos los sucesos de su nueva vida y preguntarle también una infinidad de cosas, como por ejemplo si el abuelo seguía fabricando las espuelas de plata, o si Amancay, su hermana mayor se había iniciado por fin como Machi y lo primero y principal si ella, Aimé, se acordaba de Millaray de la misma forma en que su hija pensaba en ella a cada rato, debería haber una forma de contarle, se decía, que las cosas eran aquí tan distintas como ella jamás podría imaginarse y que rezaba todas las noches, a Gnechén y a Jesús, a los dos juntos, para regresar allá aunque fuera sólo unas horas o jugar con los demás chicos a bolear avestruces con los cardos florecidos o a ayudarla a fabricar los tintes con que tejía las matras en el telar.
Por eso, cuando vio que Evaristo ponía las palabras en el papel, se le ocurrió que ella también podría y que éstas serían su voz, voz secreta pero voz al fin, que llegaría hasta donde su madre estuviese pensando en ella para asegurarle que jamás la olvidaría y que no sabía qué hacer con esa nostalgia que le venía cada madrugada cuando se despertaba en su cama de aquí, esa tristeza de ya no poder verla que era como la manea con que ataban a los caballos para que no se escapasen y que le habían puesto a ella para que estuviese entre cosas y gentes tan diferentes. Esa nostalgia de su falda tibia y de su voz acariciante entonando la salmodia que espantaba a los wecufú antes de que le robaran el sueño. Por eso se le antojó que escribir era como los dibujos que su madre bordaba en los ponchos, porque entonces las palabras ya no saldrían de la boca para perderse en el aire y volver a caer en el mismo lugar o apenas un poco más lejos, igualito a esas hojas que se arre-molinaban con el viento sino que se quedarían allí, fijas en el papel, ese pájaro que un día podría volar hasta ella, pero mientras tanto lo guardaría en el bargueño de la tía Aurora hasta saber cómo se las ingeniaría para que ese deseo se cumpliera.











CANTATA DE MAMÁ AIMÉ

Tallito de glicina, vellón de oropéndola, ojitos de traricú. Abro la boca y la sombra se me mete y me falta luz para llegar al sitio donde la risa suena mansa, allí donde el tiempo continúa tejiendo las historias. El hilo de las anchaquiras ha sido cortado. Corazón de rocío, agujita de pehuén, pasos de luna en el jagüel de mis sueños. Venado acribillado por lanzas de despedida, volido de diuka ensangren-tada. Nememapún hallará la huella de tus pasos, te dará una frescura en lo más ardiente del verano, te llevará mi quegüipé para que te adornes en el invierno. Con los colores de mis tintes bordo tu nombre, Millaray, huahua de arrayán, galopito de viento, plumita de avestruz, paloma madrugadora. Canoa que partió de mi sangre dejándome para siempre con la mirada como chihuai.
Que tus horas sean leves como la sombra en los arenales, que el furufü hue lleve el amor a tu toldo cuando te conviertas en una ulcha domo, que te dé musgo para cobijar tu risa, que tus pasos no tropiecen con la piedra de la soledad.
Como el humo de las hogueras te fuiste, como huanguén cuando las nubes la ocultan. Pero yo sigo pariéndote en mitad de mis lunas, sigo alimentándote con mi leche, sigues colgada de mis pechos, igual que tus hermanos.
Talón de la lluvia, cuenco para guardar los soles más antiguos, dulzura de kolleñ. Millaray, gajito de collimamill, almohada donde pongo a anochecer mi corazón.
















A pesar de las protestas de Antonina, a quien no le resultaban suficientes las horas del día para afirmar que sólo la higuera da fruto dos veces y que ella ya no estaba en condiciones para hacer entrar en vereda a niños malcriados, al mismo tiempo que preguntaba a su hijo qué esperaba para sentar cabeza y casarse de nuevo de una buena vez, él parecía no escucharla o, si le prestaba alguna atención, la perorata de su madre parecía entrarle por un oído y salirle por el otro. Por ese tiempo había crecido su fama de donjuán que se la pasaba sembrando hijos en el primer vientre que se le presentara y las comadres lo señalaban como el padre de varios mocosos desarrapados que se colgaban de la pollera de sus madres, generalmente mujeres que estuvieron al servicio de la casa. Antonina conocía estos rumores y pasaba los días en rogativas y novenas para que su hijo se aviniese a darle una nueva madre a Luciana, quien andaba como alma en pena arrastrando esa orfandad que le ponía una nube de desamparo en los ojos y la llevaba a incurrir en súbitas e indomables rebeldías. Le resultaba ya sumamente trabajoso reducir los impulsos y rabietas de su nieta, rabietas que alcanzaban su punto culminante cuando la obligaba a ponerse los zapatos, sobre todo para que no fuese a la misa con esos pedazos de suelas con correas con los que se le había dado por presentarse en todos lados.
Eran días de susto para Luciana quien apenas abría los ojos se decía que no se saldrían con la suya y no lograrían jamás que sus pies entraran en esas prisiones duras y estrechas que eran los botines que Antonina encargara a una tienda de la capital y que la mensajería trajo tardes atrás. Durante esas sesiones de furia se oían bramidos y gritos que consumían las ya escasas energías de Antonina. A veces debían partir solos en el tílbury que esperaba en la puerta porque Luciana se escondía tan bien que no podía encontrarla por más que la buscasen debajo de la cama, por detrás de los cortinados damasquinos o en la glorieta de los naranjos del segundo patio.
Por ese tiempo debió también dejarla un día entero en su habitación por haberla sorprendido hablando en mapuche con Ermelinda, la india que Antonina contrató como cocinera. Nadie supo muy bien cómo fue que aquella mujer de unos veinte años y de andar pausado y silencioso había ido a parar a Sacrosanto pues ella hablaba lo estrictamente indispensable y se movía por la casa como una sombra. Sólo Luciana pudo entablar alguna comunicación con ella pero luego guardó un obstinado silencio cuando la interrogaron al respecto sin importarle ruegos y amenazas y la reconvención de que una niña de su condición no debía hablar aquel idioma de Lucifer. Luciana, sin embargo, sentía que éste era lo único que la ataba al mundo de allá, a mamá Aimé y los cheches, sus abuelos y que no se lo arrancarían ni siquiera cortándole la lengua pues era como una raíz adentro de su cuerpo y ni ella sabía dónde empezaba y dónde terminaba. La sentía atada a su garganta, al cuello, al estó-mago, quién sabe si al mismo corazón. No obstante, había comenzado a amar a la otra, a la de acá, la que usaba su padre y que le servía para no caer en un pozo de aislamiento y también para expresar las cosas más urgentes. Y se reconcilió aún más con ella cuando aprendió a leer y a escribir. Entonces ya nada pudo de-tenerla y se abalanzaba a la biblioteca de Donaciano con fiebre de posesa, primero leyendo tímidamente los títulos de aquellos lomos escritos con letras doradas y forrados en cuero y por las que pasaba su pequeña mano como queriendo arrancarle sus secretos. No bien la descubrían en la penumbra del escritorio la mandaban al patio a remontar volantines con sus hermanos o a visitar a su prima Estefanía, porque a una niña no le conviene saber tanto. Por aquellos días Petronila debió redoblar su vigilancia y seguirla a todos lados pues se reavivó el temor de que quisiese repetir su fuga. Esto sucedió cuando Estefanía la llevó a con ella a lo de su amiga Josefita, una de las hijas del gobernador de la provincia e íntima amiga de su prima. Cuando la madre de Josefita abrió la puerta sólo permitió entrar a Estefanía, dejando a Luciana en la calle pues arguyó que ella estaba acostumbrada a rozarse sólo con gente bien nacida. También vivían con el cons-tante temor de que se la llevase el malón que, decían, se preparaba a invadir la villa. Donaciano tenía un cariño por Luciana que llegaba casi a la idolatría y no hubiese soportado perderla. Por todas estas cosas era que Antonina rogaba al cielo y todos los santos y ánimas del purgatorio que su hijo tomase estado nuevamente.


















Le aseguro a usted que me encontraba junto al coronel Donaciano Vargas aquella tarde en que Joaquina Maciel pasó ante su vista y él supo que no pararía hasta convertirla en su mujer. Esto sucedió en La Encantada, el verano siguiente de la manga de langostas. Yo había llegado esa mis-ma tarde a llevarle los partes de la guerra, como acostumbraba a hacerlo todas las semanas. Sentados al amparo fresco del corredor escuchábamos el tempranero alboroto de las bumbunas mientras mi coronel limpiaba el trabuco naranjero con el que se proponía salir a cazar al día si-guiente el puma que los peones vieran merodear por los alrededores cuando vio acercarse aquella aparición de sueño que le dejó el aliento en suspenso. Pude ver entonces cómo el rostro ha-bitualmente impasible del coronel se teñía de un anhelo secreto. Porque ya iban para muchos los años que nos conocíamos y yo podía adivinar los movimientos más íntimos de su corazón. A partir de ese instante cayó en un silencio meditativo del que no pude menos que alegrarme porque supe que aquella mujer de la que huyera años atrás ya no le tenía absorbido el seso. No me diga que porque fuera una salvaje él no podía quererla. Sé de algunas que hipnotizan a los blancos y les dejan un escozor en la sangre y una pezuña de nostalgia en el corazón. Sin embargo, el coronel nunca me habló de ella. Sólo pude sonsacarle que Luciana tenía el mismo porte de corzuela y el color nocturno de su pelo aunque la claridad de sus ojos se la debiera a él.
Lo primero que vimos fue el gran quitasol de flores lilas y luego aquella cintura de una cim-breante somnolencia que se mecía al ritmo de los pasos de su bayo claro. Montaba de costado y de su sombrero de cintas se escapaban unos mechones del color de la miel silvestre. Al pasar, ella clavó los ojos en Donaciano pero su cara guardó la misma apacible inexpresividad que traía, como si nada hubiese la hubiese apartado del hilo de sus pensamientos.
Donaciano no tardó en averiguar que se trataba de la hija del nuevo ingeniero, el que llegara esa misma semana para comenzar la reconstrucción de la mina. Ya sabe usted que él era un con-sumado jinete, cualidad a la que sin duda contribuyó su vida allá, en tierra adentro. Poseía excelentes caballos de silla, entre los que se contaban una tropilla de un pelo y buenas monturas. Por eso tal vez no se le ocurrió mejor idea para acercarse a Joaquina que enviar a Rosendo, su peón de mano, con un caballo ya ensillado invitándola a cabalgar con él esa tarde. Poco después ella llegó en compañía del muchacho y montada en el zaino pinto que él le enviara, esta vez no a mujeriegas sino igual que los hombres. Vestía una indumentaria extraña a la zona: bombachas grises, muy parecidas a las de Donaciano, una blusa de bombasí con pasacintas y un chal de lana sobre los hombros para protegerse del frío del atardecer. Esta vez no llevaba sombrero. Había recogido su pelo en una larga trenza que enmarcaba el aire de contenida firmeza de sus facciones. Sostenía en la mano una pequeña fusta con la que daba breves y nerviosos golpes en el anca de su cabalgadura. Yo los vi alejarse por el camino de los paraísos que llevaba al río, conversando como si se hubiesen conocido desde siempre. Parecía que ella no se sentía intimidada por la fama de hombre duro que Donaciano había adquirido por ese entonces, o tal vez no tuvo tiempo de conocerla, ni por la diferencia de edad que era también considerable, ya que Joaquina contaba apenas veinte años mientras Donaciano había pasado ya al rubicón de los cuarenta.
Pocos meses después se casaban. Esto suce-dió un mes antes de la muerte de doña Antonina. Cuando él le comunicó la noticia, ella levantó los brazos al cielo con un suspiro de satisfacción y, a pesar del tono casi inaudible de su voz, pude escuchar que decía: “Por fin puedo irme en paz de este mundo”.











Para Luciana, su abuelo Melitón era una figura un tanto distante que veía sólo en el desayuno y al que nunca se le hubiera ocurrido treparse en sus rodillas o pedirle que le contara historias. La mayor parte del tiempo él se encontraba ausente, pues empleaba casi todas su horas en la administración de sus tierras. Eran famosos sus campos de pastoreo, a los que hacendados de todos los rumbos traían sus ganados para el engorde. De tener que elegir, ella se hubiera decidido por Onofre Andrade, que si bien sólo era abuelo de sus hermanos Virgilio y Romeo, no vaciló en adoptar como propio. Onofre llegaba de visita sólo muy de tarde en tarde pero éstas constituían toda una fiesta para Luciana que se desternillaba de risa ante la seguidilla de chistes y morisquetas que él le dedicaba y lle-vaban a pensar a Donaciano que el manantial de alegría de su hija no estaba segado del todo. Lo que más gustaba a Luciana era que Onofre la sentara en sus rodillas para contarle cómo había conocido a la abuela Adelaida aquella tarde que saltaba a la cuerda en medio de la calle. No necesitó más que verla, decía, para quedar perdidamente enamorado. Cuando pidió su mano, sus padres se la concedieron sin más trámite ya que aquélla era época de malones y, con diez niños más en su haber, no las tenían todas consigo. Sólo le recomendaron que esperara que le vinieran sus reglas, para conver-tirla en su mujer.
Así que en los dos años que transcurrieran antes de que ella pasara a ser verdaderamente su esposa, Adelaida jugaba de lo más tranquila con sus muñecas como si el casamiento no hubiese significado otra cosa en su vida que un cambio temporario de domicilio. De estos detalles Luciana se enteraría mucho después, pues por ahora Onofre los pasaba por alto, consciente de que aún era muy niña para enterarse de ciertas cosas. Aquel hombre alto y de risa jovial había formado parte junto a San Martín de la campaña de los Andes y Luciana le suplicaba una y mil veces que le contara de aquel rey que tenía su palacio en un lejano país y del cual ellos fueran súbditos. La impresionaba sobremanera la historia de aquel otro, cuya residencia quedaba tan cerca del París de sus sueños, a quien cortaron la cabeza cuando el pueblo se cansó de no tener arte ni parte en sus decisiones y comenzó a darse cuenta de que la vida no valía nada si no se cumplían aquellas tres palabras que en adelante serían su bandera: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Y le contaba también de cuando los del pueblo de acá echaron al virrey poniendo en su lugar a personas que ellos mismos eligieron. Sin embargo, lo que más gozo le daba era el relato de cómo Sacrosanto fue anoticiada del suceso por el chasqui que los cabildantes enviaran a tal fin, quien llegó a matacaballo una tarde de principios del invierno. Y Onofre terminaba repitiendo con aire festivo aquella copla que quedaba zumbando en los oídos de Luciana por largo rato: “Allá viene Corvalán / de posta en posta / matando sarracenos / como langostas”.
Pero quizás prefería a todo la descripción del cruce de la cordillera llevada a cabo por aquel hombre, José de San Martín, que todos nombraban como si les hubiesen puesto en la boca un panal de miel. Ella había visto allá, en su otra vida, los abruptos picos de esas altísimas montañas a la que acá llamaban cordillera y que a alguien se le ocurriera atravesarlas le parecía tarea por demás imposible. Se preguntaba en-tonces por qué tan osado general no se había llegado hasta allá, adonde su madre y sus hermanos y sus abuelos vivían para ayudarlos a que Mapu, la amada tierra, fuera de ellos otra vez. Porque los cheches decían que ella les pertenecía, que Chachao se las había dado y que también habían sido dañados por aquel lejano y desconocido monarca. Sin embargo, oscuramen-te sentía que esos pensamientos no debían ser expresados porque no serían bien recibidos por abuelo Onofre ni por ninguno de los de acá. Entonces razonaba que aquellas palabras no se aplicarían más que a unos pocos, pues ella de ninguna manera podía considerarse una igual. Todo esto se le aclararía más tarde, cuando ya el tiempo hubiese dado innumerables vueltas en aquel laberinto infinito que se le antojaba su vida. Por aquella época no eran sino leves malestares que no alcanzaban a abrirse paso del todo en las brumas de su conciencia, pero que punzaban su corazón como los amores secos del monte. Allí estaba, si no, Ermelinda, como testigo viviente de la verdad. Ermelinda, que debía decirle niña, la niña Luciana y no Luciana a secas como a ella le hubiese gustado. Ermelinda, que cocinaba los guisos y los traía al comedor arrastrando por las baldosas del patio sus pies desnudos y curtidos por la intemperie y que jamás debía sentarse a la mesa junto a la cual se ubicaban Antonina, su padre y sus hermanos y ella misma, Luciana, a saborearlos, así como a la ambrosía, o los pavos con apio o las frutas confitadas que ella preparaba en la cocina. Y retiraba luego los pla-tos en ese silencio de piedra que a todos les parecía muy natural pero que Luciana hubiese deseado quebrar como a la cáscara de una nuez para que de allí surgiese la pulpa de sus deseos y de sus llantos o lo que fuere que se encontrase adentro de su pecho, ese que palpitaba detrás de la tosca bayeta del vestido.
La Navidad estaba cerca y Petronila la llevó por la calle de los eucaliptos sin soltarla de la mano luego de ponerle el vestido de piqué con florcitas celestes que se paraba solo por lo almidonado hasta dejarla sana y salva en lo de su amiga Rosario. Junto a ella y su madre, la señora Margarita, iba sacando del arcón con incrus-taciones de marfil las piezas con las que luego armarían el nacimiento: la Virgen y San José, los Reyes Magos, los pastores, las vaquitas y ovejas y por sobre todo el niño, esa guagua rolliza y sonrosada de ojos de alfeñique que luego depositarían en la cuna con la paja que buscaran poco antes en el mercado, cuando escucharon aquellos aldabonazos que cambiarían para siem-pre el curso de sus vidas. Luciana corrió junto a Rosario y al abrir ésta la puerta se dieron de narices con aquellos dos seres, un hombre y una mujer que más se asemejaban a personajes de las historias de aparecidos que le contaba Pe-tronila que a seres humanos de carne y hueso. Iban vestidos apenas por unos harapos de lástima y su piel estaba cubierta de costras en donde se mezclaban la sangre y el barro. Con voz de ultratumba preguntaron por la señora Margarita. Cuando Rosario y Luciana se lo dijeron, agitadas por la corrida, Margarita se echó una pañoleta en los hombros y se encaminó con ellos a la puerta no sin antes tomar del frutero vidriado unas uvas pasas y pedirle a su hija que sacara unos bizcochos de la alacena pensando que eran unos vagabundos que llegaban a pedir limosna. Pero no alcanzó a extender la mano para dárselos pues la joven abrió los labios y dejó escapar una sola palabra: ”mamá”, que la hizo trastabillar y buscar apoyo en el dintel de algarrobo. “Soy Tránsito”, dijo la niña, que parecía ir recuperando el aplomo a medida que transcurrían los minutos. Luego, señalando al muchacho, dijo: “Él es Salvador”. Margarita entró en la casa como una exhalación llamando a su marido.
Si bien todos en el pueblo conocían la historia, hacía ya tiempo que habían dejado de hablar de ella, de aquellos dos niños que se llevó el malón la tarde en que Bernabé debió ausentarse por un problema de hijuelas. Los indios entraron y dejaron a su paso una estela de destrucción, amén de los objetos de valor que cargaron en sus alforjas sin que doña Margarita pudiera hacer nada para impedirlo. Pero lo que destrozó para siempre su corazón fue el ver como aquel indio de anchas espaldas y mirada de gato salvaje tomaba a sus dos pequeños, Tránsito de dos años y Gonzalo de cinco y luego de subirlos a su cabalgadura partía con ellos a las tolderías en un ágil y fatídico galope. Esto había sucedido trece años atrás y nunca más supieron de ellos. Cuando tiempo después Donaciano y sus huestes llegaron a Sacrosanto, Bernabé fue a visitarlo, con la esperanza de obtener algún indicio. Pero nada pudo decirle el coronel, quien afirmó que entre las numerosas cautivas del aduar del cacique en el que pasara tanto tiempo no vio a nadie con aquellas señas.
Rosario nació cuatro años después, cuando ya toda esperanza de encontrarlos se había des-vanecido. Nunca le hablaron del suceso pero ella no dejó de percibir, con la infalible intuición de los niños, que la suya no era una familia normal y que un aura de luctuoso misterio la rodeaba.
Tanto ella como Luciana presenciaron la escena como si de pronto hubiesen puesto ante sus ojos un tablado y esas personas tan conocidas y cotidianas se hubiesen transformado en los actores de un insólito drama. Miraban expectantes la actitud dubitativa de Margarita y Bernabé, que se negaban creer en la identidad de los jóvenes, como si quisiesen preservar su corazón de un nuevo golpe. Fue entonces cuando Salvador levantó el pedazo de tela que le cubría el muslo y le enseñó aquella marca color vino que llevaba desde el nacimiento. Salvador era un mocetón fornido de considerable estatura y tenía un pelo ensortijado y oscuro, igual al de la madre. Tránsito se había convertido en una adorable mujercita cuya belleza no conseguían opacar los harapos que la cubrían. Había heredado los ojos verdes de Bernabé pero éste no tuvo reparos en descubrir en ella la misma sonrisa frutal que años antes lo enamorara en su madre.
Nadie supo quién fue el propagador de la noticia. Lo cierto es que el gentío no tardó en agolparse en la puerta de la casa, tal como lo había hecho dos años antes, cuando Luciana llegara a Sacrosanto.
La narración de aquella increíble aventura duró más de tres horas, que Luciana escuchó junto a su amiga, con la pregunta por su madre atenazándole el corazón. Pero nadie la escuchó decir ni una palabra. Petronila llegó a buscarla en el preciso instante en que el padre Anuncio y el médico llamaban a la puerta. El primero había sido llamado para sacarles los diablos del cuerpo y el otro para averiguar si el virgo de la niña Tránsito se conservaba aún intacto.






























Lo que más disfrutaba Luciana era el momento en que Petronila entraba a despertarla con el desayuno y, sentada de un salto en la cama, quitaba la servilleta de la fuente para des-cubrir los bollos que la nana acababa de traer de lo de las Ortega, las solteronas que vivían a los fondos de la casa y luego enfundarse sin más trámite la falda de muselina y la blusa con pechera de holanes para cruzar saltando en un pie la calle que separaba su casa de la del primo Evaristo. Sin embargo por aquella época sus días se habían nublado y le parecían cubiertos por esos nubarrones idénticos a los que todos recibían con alborozo porque anunciaban lluvias. La causa de todo era el casamiento de su padre con Joaquina Maciel. Hasta ese momento ella se ha-bía sentido segura del lugar que ocupaba en el corazón de Donaciano. Sabía que cuando su padre la agobiaba con sus mimos y ternezas estaba de alguna manera queriendo compensarla de todo lo que le quitara alejándola de los suyos. Y también comprendía que en el mudo lenguaje de sus caricias rendía un homenaje a esa mujer que era su madre y de la que Luciana tenía la absoluta convicción que él guardaba un recuerdo indestructible.
Todo se derrumbó en el momento en que Joaquina entró en sus vidas y se convirtió en el ama y señora no sólo de la casa, sino también del corazón y la voluntad de Donaciano.
La boda fue celebrada en la recién inaugurada iglesia. Los invitados llegaban de todos los rum-bos y se agolpaban a ambos lados de la alfombra color borravino que Donaciano mandó tender a lo largo de las cuadras que separaban la iglesia de la nueva casa. La había mandado a levantar en menos que canta un gallo con una gavilla de indios y malentretenidos que envió a buscar a los rincones más perdidos de la provincia. La edificó en el terreno que lindaba con la casa de doña Antonina, pues ella decía a quien quisiera escu-charla que estaba próxima a partir al otro mundo y Donaciano no tuvo corazón para dejarla aban-donada a su suerte. Por otra parte no quiso se-pararla de Luciana, quien se aferraba a su abuela con una amor de posesa.
La fiesta duró dos días con sus noches. Luciana vio cómo la primera medianoche su padre y Joaquina se escabullían entre el gentío tratando de pasar desapercibidos encaminándose a su habitación y se disponía a seguirlos cuando la detuvo la voz de trompeta de Jericó de Petronila: “¿Adónde va señorita?” y la llevó luego casi en vilo a su habitación cerrando la puerta y cubriéndola con su cuerpo como infranqueable barrera. Pero debió dejarla salir, no tanto por los puntapiés con que Luciana expresaba su desacuerdo sino porque sus chillidos alertaron a la concurrencia y aturdieron a los músicos de la orquesta quienes se olvidaban de lo que estaban tocando y las parejas que bailaban la contradanza se veían de pronto enredados en algún cielito o brincando como locos al compás de la zamacueca. De manera que Antonina se levantó dispuesta a poner fin a ese alboroto de mercado y se precipitó al cuarto de la nieta para autorizarla a salir, no sin antes endilgarle un sermón de padre y señor mío.
Con el corazón contraído por el resentimiento, Luciana vio partir a los novios en la madrugada del tercer día en una calesa de dos caballos rumbo a La Encantada en donde pasarían la luna de miel. Jamás perdonaría a esa mujer el que le hubiese quitado a su padre y que ocupara el lugar que sólo le correspondía a su madre. En la cama daba una y otra vuelta sin poder dormir, preguntándose si mamá Aimé habría tomado ya otro marido, si alguno de los hombres que ron-daban la tienda habría por fin logrado ser el poseedor de aquellos ojos negros como el humo y de aquel regazo cuya calidez acogedora le quedaba en la memoria como una quemadura.
La pareja regresó a los diez días y se instaló en la nueva casa. Cuando se cercioraba de que nadie la veía, Luciana recorría con sus ojos la silueta de Joaquina tratando de descubrir en ella los signos de la intimidad con su padre, pero Joaquina se veía tan impasible y circunspecta como el día que la conoció, con lo que llegó a comprender que las cosas más importantes no suelen detectarse con los ojos.
A los diez años, Luciana era una criatura traviesa, delgada como un junco y oscura como una mora. Era capaz de trepar a los árboles con mayor rapidez y seguridad que un muchacho lo que llevó a Joaquina a comenzar a atormentarla con aquella cantinela de “femenina hasta la muerte” que Luciana seguiría escuchando duran-te toda su vida, hasta convertirse en la viejita de huesos temblorosos que trataba de horadar las tinieblas del tiempo para tratar de extraerle sus secretos. Pero lo peor de todo eran aquellas sesiones en que, sentada a los pies de Joaquina en una sillita de paja, debía guardar una in-movilidad de estatua mientras esa madre que ella no eligiera le llenaba la cabeza con los papelitos doblados que luego amarraba con cintas con el vano propósito de que su pelo abandonara esa lisura que delataba a gritos sus orígenes y que llevaba a Luciana a envidiar a su amiga Rosario, que no necesitaba de tantos afanes para lucir su lindo y ondulado pelo suelto mientras se balanceaba en la hamaca que, a su pedido, Donaciano mandó colgar de la copa de la higuera.









La vida de Luciana tomó un giro inesperado aquella tarde de octubre en que descubrió a su padre sentado debajo de la parra mateando con un desconocido.
—Acérquese niñita. Quiero que salude a un viejo amigo — llamó Donaciano atajándola con una mano cuando ella pasaba como una exha-lación pues esa tarde debía ayudar a Evaristo en la confección del volantín que remontarían al día siguiente. Depositó un beso tímido en la mejilla del hombre y no pudo dejar de sentir un olor acre, como de alguien que ha usado la misma ropa durante muchos días. Entonces estudió a hurtadillas aquella figura enjuta de pelos como crines y bombachas de un color indescifrable a causa del barro y las andanzas de vaya a saber cuántos caminos, vio las botas sin suelas y la camisa de bramante que se abría mostrando parte de su torso lampiño y se preguntó quién sería ese desarrapado con el que su padre guardaba tantas finezas. Poco le duraron aquellos pensamientos pues no tardó en ver a los correligionarios de Donaciano que llegaban a saludarlo alertados por Crisanto Lucero, el boticario, quien lo había divisado en el preciso momento en que anun-ciaba su presencia en la casa de los Heredia con dos recios aldabonazos. Formaron a su alrede-dor un corro anhelante que bebía las palabras del desconocido como si hubiese sido el mismísimo Jesucristo. Poco después se produjo esa atmósfera de encantamiento que se pro-longaría durante las tres largas horas en que el hombre recitó sus coplas acompañándose de una guitarra que alguien le alcanzó y a la que le faltaban dos cuerdas.
—Es Juan Gualberto Godoy — le susurró Crisanto a su oído sin que a ella ese nombre le dijera absolutamente nada, pero fue com-prendiendo algo de la identidad del viajero en ese diálogo continuamente interrumpido por excla-maciones de alegría y de sorpresa. Más tarde Antonina le explicaría que se trataba de un viejo conocido de la casa, oriundo de Mendoza, que había iniciado al abuelo Melitón en el cultivo de la vid. Era pulpero y poeta y, además de la caña, los cigarros y los lienzos que los clientes le pedían, vendía también sus composiciones poéticas a los gauchos cantores, entonadas con voz accesible a todos y con el lenguaje estropeado de la gente del pueblo. Estaba exiliado en Chile desde hacía unos años por opositor a Rosas, pero la nostalgia de su tierra fue más fuerte y decidió unirse a la tropa de arrieros que cruzaba por esos días la cordillera. Así llegó de incógnito a Mendoza desde donde decidió seguir viaje a Sacrosanto para ver a sus antiguos amigos. Luciana olvidó entonces su apuro y permaneció sentada al lado de su padre en la sillita que corrió a sacar del costurero en donde Joaquina la castigaba cada noche tratando de revertir el lacio indomable de su pelo. Mientras escuchaba aquellas coplas sentía que su corazón renacía como si en él cayese una lluvia vivificadora. Allí estaban esas florcitas que crecían solas a orillas del camino en La Encantada y que se pasaba horas contem-plando, allí el pasto recién nacido, los galopes en pelo a la mañana aspirando la frescura del trébol joven. Allí escuchaba de nuevo el sonido del agua del arroyo, la fiesta de la brisa en una rama y sintió entonces por vez primera que su libertad zumbaba como una abeja o volaba por el ámbito como una golondrina equivocada. Se juró en-tonces no descansar hasta que su padre le regalara una guitarra pues ella también quería sacar de sus cuerdas aquella música y componer los versos que servirían para acompañarla.
Pero su felicidad se vio enturbiada pocos días después cuando Petronila acudió a despertarla sin bandeja de desayuno ni bollos de anís sino tan sólo con aquellas breves palabras que la dejaron al borde del más absoluto desconcierto:
— Levántese niñita, venga a dar el último beso a mamá Antonina antes de que se la lleven.
La muerte de Antonina sorprendió a todos pues a pesar de que ella se la pasaba advirtiendo a los suyos sobre su inminencia, todos la veían tan bien y con esa energía indomable que siempre la caracterizó para conducir las tareas domésticas que pensaron que sólo era un recurso para llamar su atención, sobre todo la del abuelo Melitón, que a pesar de que ya rozaba los setenta no había dejado de ausentarse por las noches como lo hiciera desde que se cumplieran cinco años de su matrimonio, llegando a cualquier hora de la madrugada y eso cuando llegaba. Se murmuraba que tenía otra mujer en las afueras de la villa bastante más joven que Antonina y una caterva de niños a los que visitaba asiduamente. Luciana no dejó de advertir el mohín de tristeza de su abuela cada noche cuando Petronila apagaba el quinqué del corredor y aquélla se refugiaba en la penumbra solitaria de su cama de casi viuda escuchando el paso de las horas que las campanas de la iglesia parecían querer empeñarse en recalcarle.
Los médicos que llegaron a la consulta solicitada por Donaciano quince días antes se encogieron de hombros diciendo que su único mal era conservar un alma joven en un cuerpo de vieja. Esto era rigurosamente cierto. Muchas ve-ces Luciana la escuchó decir que la vida era un milagro del que no se cansaba de maravillarse pero que, al igual que las monedas, ésta tenía dos caras.
—Alguna vez tenemos que darla vuelta para verle la otra — terminaba con ese tono sentencioso que la caracterizaba.
Esa mañana no se levantó. No contestó a los requerimientos de Petronila y simplemente le pidió que llamara a sus hijos y a su marido por-que ése era el día de su muerte. Antes de que ésta abandonara la habitación para cumplir la orden le pidió:
— Abre los postigos, quiero ver la vida una vez más.
Sin embargo, ninguno pudo acudir a su llamado. Melitón había partido esa madrugada con rumbo incierto y Donaciano, Julián y Augusto se encontraban en un pueblo vecino reunidos en mane-jos conspiratorios. Joaquina alegó una indisposición. Solamente acudieron Aurora y Luciana. Aurora se sentó en el borde de la cama mientras Luciana salía al corredor a jugar con Trafalgar, el perro de aguas que su abuelo trajera pocos días antes. Se ofreció a llamarle un médico pero Antonina se opuso:
— Me tienen cansada esos inútiles – contestó.
Al verla en total posesión de sus facultades mentales y físicas ya que se levantaba a cada rato para ordenar que limpiasen las jaulas de los pájaros o para treparse a la escalera a revisar si las alacenas estaban en orden, Aurora dijo a Luciana que la llevaría a su clase de francés y prometió volver al día siguiente.
La llegada del crepúsculo sorprendió a Petronila sacando lustre a la platería pues se negó a abandonar a su patrona en esas circunstancias. Un rato antes Antonina la llamó y tomándole la mano le hizo prometer que nunca abandonaría a Luciana. Luego la bendijo. El vuelo alborotado del zorzal en la jaula la llevó a pensar que algo raro sucedía. Entonces se encaminó a la habitación de su patrona y la encontró atravesada en la cama con los brazos abiertos y una expresión de rara indiferencia en ese rostro que habitualmente mostraba tanta animación.
Luciana debió hacer un esfuerzo sobrehumano para no salir huyendo cuando su padre, que llegó a primeras horas de aquella lúgubre mañana, la levantó en brazos para que pusiera un beso en esa frente tan pálida como jamás viera en su vida y la impresión de hielo de su piel le quedó do-liendo en los labios como una quemadura durante varios días. Joaquina se ocupó de encargar a Mendoza las muselinas, tules y tafetanes con los que Himelda, la modista, confeccionaría el luto de las mujeres. Luciana se negaba a mirar esa imagen de susto que el espejo le devolvía y pre-guntaba cuánto tiempo debería llevar esos trapos de vergüenza. Le llamaba la atención la satis-facción y donaire con que su prima Estefanía los lucía en todas partes, como si por arte de magia se hubiese transformado en un personaje de novela.
Al entierro acudió toda la villa y en el recuerdo de muchos quedaría el sonido arrebatador de las campanas tocadas con la maestría de Apolonio Lucero, a quien unos días antes Antonina llamara pidiéndole que fuera él quien se encargara de doblar a difuntos. Apolonio era el antiguo cam-panero cuya fama por su manejo de las dos campanas del pueblo, Nieve y Bienvenida, había trascendido los límites de Sacrosanto pero debió alejarse del oficio por la cruel artritis que lo obligó a andar en silla de ruedas. Aquella mañana fue izado a la torre de la iglesia en el globo aéreo que Ulises Castellanos había terminado por esos días. Ulises había sido compañero de parrandas de Donaciano pero dejaron de verse desde que a Ulises le vino el berretín de volar. Se había encerrado en el establo de su casa para fabricar aquel aparato que le permitiría, afirmaba, volver-se semejante a los pájaros. Criseida, su mujer, le dejaba todos los días la cesta con comida en la puerta rigurosamente cerrada detrás de la cual Ulises trabajaba empeñado en convertir su sueño en realidad. Para la época en que Antonina anunció su inminente partida se decía que el globo estaba casi terminado. Entonces ella lo hizo venir y lo conminó a que en esos días lo tuviera listo porque era su única esperanza de que Apolonio pudiera alcanzar la cima de la torre sin tener que arrastrarse por la empinadísima escalera. Ulises le prometió que haría todo lo posible pero no se atrevió a asegurarle nada porque eso de volar no era moco de pavo aunque él anduviera en esos trajines desde hacía ya varios años. Ese día los pobladores vieron a Apolonio navegar por el aire diáfano de la mañana como por un lento río en aquel canasto rectangular de madera y mimbre que llegó arriba de una mula y al que Ulises agregó el tafetán que sacó de una valija y desplegó en tierra ante la mirada atenta e intrigada de los concurrentes. La gente se olvidó del motivo luctuoso que los había congregado y las mujeres suspendieron sus lloros y se quedaron en un silencio expectante al ver cómo la tela se iba hinchando y agrandando hasta convertirse en aquella enorme pera invertida que él y Criseida ajustaron al canasto al que luego, ayudados por una decena de comedidos, izaron a Apolonio.


Otro acontecimiento vino a desbaratar el endeble castillo de la rutina por donde Luciana había aprendido poco a poco a moverse y fue la partida de Petronila. Era oriunda de Chañar Ladeado, un rancherío perdido en medio de las sierras. Sus padres habían muerto cuando ella y su hermana Teodosia eran muy niñas. Fueron criadas por una tía y luego el coronel Donaciano la había cono-cido en una de sus excursiones por la provincia, llevándola a servir a la casa. Su hermana anda-ba ya por el sexto crío de padre desconocido, aunque la mayoría sabía que estaba aman-cebada con uno de los acólitos de Santos Gua-yama.
Una de esas tardes un hombre harapiento llamó a la casa y preguntó por ella. Petronila no tardó en reconocer a Mauro, uno de los vecinos de la zona.
— La Teodosia está muy enferma — le dijo, mientras daba una larga chupada al mate que Petronila le sirvió — El Olegario no ha vuelto por el pueblo. Los mocosos están con la Justina pero ella no da abasto y dice que tenés que hacerte cargo.
Justina había sido su compañera de juegos durante el breve paréntesis en que pudieron librarse de la temprana obligación de cuidar a sus hermanos más chicos y ayudar a sus madres en el lavado de la ropa en las casas acomodadas. De manera que Petronila, a pesar de la promesa que hiciera a doña Antonina, no tuvo más remedio que avisar a la señora Joaquina su necesidad de partir. Los días se le des-compusieron a Luciana. Sin acordarse de las amonestaciones de su flamante madre de que una niña fina no debía andar en los cuartos de la servidumbre, no se despegó de la pollera de Petronila en los dos días que, a pedido de Donaciano, consintió en quedarse para esperar que se encontrara a alguien en su reemplazo. Pasó la última noche acostada junto a ella en el mísero jergón que le servía de cama, la cabeza descansando en la turgencia de sus senos. Casi no durmieron porque Luciana le pedía a cada rato que le contara de nuevo sus historias de aparecidos y le hacía prometer una y mil veces que volvería en cuanto pudiera.
— Cada vez que sientas el viento sobre la cara es un beso que yo te he mandado – le decía Petronila.
— Cada vez que veas una mariposa volando a tu alrededor seré yo que he ido a visitarte — decía Luciana.
— Cada vez que haya luna llena yo te andaré buscando en ella — le anunciaba Petronila.
La mañana las encontró abrazadas en ese inacabable diálogo de amor que dejaría a Luciana el corazón fortalecido con la certeza de que la separación no interrumpe nada pues el cariño tiene secretos caminos que nunca llegamos a conocer del todo.





























Donaciano y Joaquina estuvieron de acuerdo en enviar por un tiempo a Luciana a lo de Aurora. Fue por la época en que la perseguían las pesadillas y despertaba llamando a Petronila con gritos de náufrago. Donaciano se levantaba y trataba de calmarla, pero se encontraba impoten-te ante la ignorancia total de las palabras que en esos casos la ternura dictaba a Petronila y lo único que acertaba era a preguntarle qué cosa tan terrible había visto en sueños que la llevaban a semejante estado, preguntas ante las que Luciana guardaba una mudez empecinada. Entonces despertaba a Joaquina y le pedía que le preparara una infusión de melisa y se quedaba al lado de su cama tratando de calmarla mientras le aseguraba que sólo de nosotros dependía que los caminos de los sueños se cruzaran con los de la vida y que apenas la luz se colara por las hendi-jas de los postigos las pesadillas se desva-necerían, ya lo vería. Estas circunstancias contri-buían a acentuar el alboroto de la casa pues por esos días Joaquina había informado a Donaciano que estaba esperando un hijo. Éste no tuvo más remedio que poner en práctica el aserto de Antonina: “A grandes males grandes remedios” y luego de que su mujer enviara a lo de Aurora el baúl con la ropa y las muñecas preferidas de Luciana, atravesó de la mano de su hija las calles polvorientas con su paso decidido y recomen-dándole compostura. Fue entonces cuando Lucia-na se atrevió a formularle aquella pregunta que hacía tiempo le quemaba los labios: “¿Quieres más a Joaquina que a mamá Aimé?” y que dejó a su padre en suspenso, contemplando con aire distraído la única nube que interrumpía la diáfana luminosidad del cielo para decir como quien no quiere la cosa que “el amor es un árbol atestado de ramas” y también que “el corazón es como una casa que tiene muchas puertas”, respuestas que no convencieron a Luciana pero que la dejaron con el alma ensimismada y preguntán-dose por cuál de las puertas del suyo vendrían a buscarla los cariños perdidos.
Aurora la recibió sin grandes alharacas pero con el cobijo cierto de quien tenía el convencimiento de que la hospitalidad era uno de los pocos atributos donde los seres humanos probábamos nuestra condición de tales.
En realidad las pesadillas de Luciana tenían mucho que ver con los sucesos que por esos días conmovieron a Sacrosanto. El padre Anuncio, que durante tanto tiempo cristianara a sus ha-bitantes, fue trasladado a la diócesis de Córdoba. Las comadres murmuraban a la salida de la misa que la causa de tan repentina decisión se debía a su amancebamiento con Perpetua Sánchez, la adolescente que le realizaba las tareas domés-ticas y que dejaba los manteles del altar más blancos que una hostia y más fragantes que un jardín en primavera. Lo cierto es que el padre Anuncio partió y Perpetua desapareció como si se la hubiera tragado la tierra. Algunos decían en secreto que se había convertido en mulánima. Los más audaces afirmaban haberla visto co-rriendo por el campo un día de viento fuerte y la describían como una mula de color marrón oscuro que arrojaba fuego por la nariz y la boca y destellos por los ojos. Otros afirmaban que habían escuchado el estremecedor crujido de su freno de oro y el rechinar que producían al arrastrarse sus pesadas cadenas.
Una tarde de sol quieto los pobladores vieron a la diligencia detenerse ante la parroquia, de la que bajó un hombre enjuto y de rostro afilado con apariencia de pájaro. Se trataba de Vicente Iñí-guez, el nuevo párroco.
Aquel primer domingo de Cuaresma, el padre subió con lenta parsimonia los peldaños del púlpito de algarrobo en donde se veían talladas las imágenes de los doce apóstoles y se despeñó en una furibunda monserga en la cual los fuegos y azufres del infierno encendían su elocuencia escolástica con tal intensidad que llenaban de diabólicas imágenes el insomnio de los feligreses, particularmente el de Luciana, lo que motivó las pesadillas que comenzaron a acosarla por ese entonces. Muchos de los fieles no pudieron entre-cerrar ya los ojos para echar un breve sueño como solían hacerlo con los benévolos sermones del padre Anuncio quien, si bien les hablaba del infierno, prefería referirse más bien a la benig-nidad de un Dios que siempre nos conducía por verdes praderas, porque la habilidad oratoria del nuevo párroco era tal que les parecía estar contemplando cómo los condenados se retorcían entre las llamas o escuchando los quejidos lastimeros de las almas del purgatorio pidiendo la oración que los transportara de una vez al Paraíso. Por eso es que las mujeres se propusieron retomar el hábito del rosario por las tardes, para alivio de los señores, que se evadían con cualquier pretexto cuando sus cónyuges se instalaban en el corredor a rezarlo y se largaban a lo de Zélia das Neves, la mulata que poco tiempo antes abriera su burdel a dos cuadras de la plaza en una casa de recios muros de ado-bones con techumbre de pajas y puertas de gruesa madera labrada con azuela.
Nadie sabía a ciencia cierta la procedencia de Zélia. Una tarde bajó del carromato de Justiniano Paredes y se dirigió derechito a la vivienda arrastrando por la calle polvorienta un pesado baúl mundo. La casa había quedado deshabitada luego de que sus moradores cayeran bajo la guadaña de la viruela negra, un año antes de que los Vargas regresaran a Sacrosanto. Pero el nombre y el acento de Zélia delataban a las claras su origen brasileño. No parecía tener más de treinta años, aunque las comadres murmuraban que ya se teñía las canas con fritanga de hollín. Porque en realidad desde que llegó vivían pendientes de ella y pasaban las mañanas alacraneando entre murmullos que conocía como nadie el arte de sazonar las carnes con salvia y las legumbres con eneldo y la ciencia de extirpar verrugas con cordoncillos de seda y que a Porfirio Costa, el gobernador, lo curó del dolor de muelas recomendándole morder un imán. A pesar de que pasaban junto a la casa con la vista fija en un punto impreciso del horizonte para que nadie pudiera sospechar que sentían curiosidad por las actividades que Zélia llevaba a cabo detrás de los grandes postigones pintados de verde y abiertos a la luz con toda inocencia como si se tratara de una mansión principal en vez de pertenecer a la morada de una mujer de vida equívoca, más de uno pudo verla depilándose las piernas con una pasta de caramelo y arsénico o viajó sin querer entre las dunas de sus caderas o se extravió adivinando la marea selvática de su pubis. Apenas se insinuaban las primeras sombras los señores comenzaban a merodear como quien no quiere la cosa las inmediaciones ante la vista gorda de sus mujeres esperando calmar su sed de marineros en tierra en el fulgor oceánico de sus senos o aspirar el aroma a sándalo y tulipán que emanaba de su piel.
El cariño y solicitud de Aurora calmaron poco a poco las angustias de Luciana y ya las llamas del infierno no hacían mella en su corazón, que poco a poco se iba desprendiendo de la soledad como de una vieja piel para mirar el mundo con la certeza de que aún guardaba para ella su maravilla de sorpresas.

































Aquellos calificativos de montuna y salvaje que le dieran ni bien llegara a Sacrosanto y que repetían de vez en vez las señoras de linaje generoso, como éstas acostumbraban a llamarse a sí mismas, se volvían de una matemática exactitud cuando ella llegaba a La Encantada para pasar los meses de verano. Allí la esperaba León, el alazán que Donaciano le regalara aque-lla vez que devanaba una madeja de dos colores en la galería y vio pasar a Nazareno Frías cabal-gando el animal que le dejó el corazón en sus-penso y el anhelo obstinado de poseerlo. Naza-reno era chileno y había llegado al pueblo como constructor. Luego de dedicarse al oficio un corto tiempo, ganó un campo en una partida de dados convirtiéndose así en el poseedor de una importante zona de pastoreo. Luciana le pidió que se detuviera.
— No se vaya — rogó, mientras se levantaba como un resorte y se dirigía al interior de la casa —. Justo hoy padre andaba diciendo que quería hablarle. Sin agregar palabra entró como tromba al escritorio, en donde Donaciano descifraba una proclama revolucionaria y le espetó, los ojos cruzados por una indomable decisión:
— Quiero el caballo de Nazareno Frías.
Donaciano era desde siempre un amante de los caballos. Le gustaba amaestrar él mismo sus silleros y ejercía sobre ellos una especie de hipnotismo que llevaba al animal a reconocerlo sólo por el silbido y a obedecerlo con admirable sumisión. Era muy comentada en la zona la elegancia de sus cabalgaduras, que armonizaban con su modo atildado de vestir. Se distinguía por sus monturas enchapadas en plata, que también lucía en el bozal y las riendas. Igualmente se ru-moreaba que aquellas afecciones quizás se le hubieran contagiado de su estadía en Tierra Adentro. Por lo general lo veían arriba de su lobuno y era capaz de entrar en la mejor sala o irrumpir en patios y galerías sin apearse.
Nazareno le informó que aquel extraordinario caballo era nieto de Herodías, el prolífico semen-tal de Los Molles, como bautizó a su campo. Donaciano lo miró con atención palmeándole en la tabla del pescuezo y él pareció reconocerlo, pues lo olfateó. Era un alazán de gran alzada, de recio esqueleto y de una velocidad de rayo. El nombre le quedó desde esa misma mañana, cuando luego de cerrar trato, Nazareno se lo dejó diciéndole:
— Tiene un corazón de león.
Cuando mucho más tarde Luciana devanara sus días a la sombra temblorosa del árbol de la vejez, se convencería de que aquél era uno de los momentos más intensos de su vida, cuando a horcajadas y en pelo sobre León galopaba todo el día, alejándose hasta ser un puntito insignificante en el horizonte. De nada valían ya aquellos “femenina hasta la muerte” que Joaquina le espetaba a cada rato, sin cejar en su empeño de que entrara en los cauces trazados desde el principio de los tiempos a una señorita. En esos vagabundeos solitarios aprendió la embriaguez de la libertad. Nunca se hartaba de disfrutar la inocencia dichosa del aire, las paredes de fres-cura del silencio. A veces desmontaba y, tirada sobre el pasto, se pasaba las horas contem-plando las sierras azuladas por la lejanía, viendo ondular bajo el viento las copas de los álamos, escuchando los rumores del árbol cuya sombra buscara. Era como si así pudiera compensar esa sensación de confinamiento que le quedó luego de aquel primer año que pasara en el Colegio de la Inmaculada Concepción de Mendoza, adonde iban las niñas distinguidas de Sacrosanto y hacia donde un día marchó con su padre en la diligencia que perteneciera a Sobremonte y que hacía años estaba arrumbada en el gallinero. Donaciano ordenó que se la pusieran en condiciones y él mismo ayudó en la tarea de res-taurar los asientos carcomidos por la polilla con varas de terciopelo carmesí que trajera por esos días la mensajería que llegara desde Valparaíso. La idea de internarla en el colegio había venido de Joaquina, quien le llenaba la cabeza con sus monsergas sobre cómo debía comportarse una cristiana.
— Quién va a querer casarse con esa hija de salvajes — le decía, sin darse cuenta de que aquel apelativo también comprendía a su marido, que tantos años pasara con ellos en las tolderías. Se lo decía cada noche cuando ambos estaban echados en la gran cama de nogal, agotada de los vanos esfuerzos para que su hijastra se sometiera a las tormentosas sesiones de enrularle el pelo con los bigudíes, o de aclarárselo a fuerza de enjuagarlo con manzanilla, tarea que ya había abandonado, dejándola a su suerte de andar por la vida con su pelo lacio, la cara alternativamente oculta o descubierta por su retinta melena.
Porque ahora que Luciana crecía y ya los pechos se le insinuaban debajo de la blusa, Joaquina entrevió que la única forma de liberarse de aquella indeseable carga era casándola con algún hombre de pro que supiera ponerla en vereda. No se lo dijo a Donaciano, pero éste no se resistió al argumento de que las monjas le quitarían esa traza cerril y la ayudarían a terminar de cristianarla. Tampoco le contó que había en-contrado el candidato. Se trataba de Alfonso Montenegro, quien acababa de enviudar y que tenía propiedades bajo riego al Noroeste de La Encantada. A veces llegaba a la casa a jugar con Donaciano al dominó y pasaban largas horas encerrados en el escritorio. Algunas de aquellas tardes Luciana entraba en ese ámbito que tanto amaba, con su globo terráqueo encima de la biblioteca y la esfera armilar sobre el escritorio y aquel cuadro que ocupaba toda una pared y que su padre le decía que representaba la batalla de Maipú. Se trataba de una olografía en la que se veía a San Martín y Osorno, San Martín con su bicornio y al otro, Osorno con su poncho blanco y que Donaciano tantas veces explicara a Luciana cuando la veía mirarlo, los ojos agrandados por una curiosidad asombrada. A veces Alfonso pal-meaba a Luciana en el hombro y le preguntaba por sus estudios, pero ella lo miraba con una sonrisa esquiva y le contestaba con distante circunspección.
Por aquella época sus pensamientos estaban absorbidos por una sola persona: su tío Huaquin-pán. Fue en una de sus cabalgatas solitarias cuando lo divisó, de pie en la cima de una lomada, mirando con aquellos ojos de lince que ella jamás olvidaría, hacia el lugar donde Luciana se encontraba. No tuvo ninguna dificultad en reconocerlo como uno de los suyos, de los que quedaran allá, en ese lugar innombrable que parecía haberse esfumado como tragado por la tierra. El hermano más amado de su madre estaba allí, si se apuraba podría tocarlo, pre-guntarle todo lo que se le ocurriera. En un breve segundo las imágenes la invadieron, como un antiguo y desplazado reclamo. Lo vio partir al malón con la lanza de colihue que su padre el Cacique hiciera traer del País de las Manzanas, adornado con aquel pompón de pluma de garza. Lo vio empavonándose el cuerpo con grasa de ñandú antes de salir a la guerra, escuchó de nuevo el alarido de júbilo con que anunciaba su regreso, entrecortado por las palmadas que se daba en la boca y levantándola en sus brazos mientras decía en una carcajada: “Huinca ser zonnnzo”, lo vio en el toldo servido por sus diecisiete mujeres, le pareció que el tiempo no había pasado desde aquella vez que la llevó en las ancas por la pradera y, una vez en tierra, clavó la lanza y le pidió que acercara su oído. Entonces ella escuchó el eco de galopes lejanos y ladridos inoíbles.
No se ocupó de poner la manea a León y corrió hacia la loma. Pero cuando llegó a la cima, el corazón desbarrancándosele en el pecho y la ropa desgarrada por los arañazos de los espinillos, Huaquinpán había desaparecido sin dejar rastros.





















Todos los días ella se encaminaba a su paraíso. Así llamaba a ese lugar recoleto y solitario al que llegaba cruzando el río saltando por las piedras y en donde se encontraba a salvo del rosario de gritos y aspavientos de Joaquina, a quien nada de lo que hacía o decía le parecía bien. Aunque este verano la cosa había cambiado un poco, pues casi toda la atención de su madrastra se veía capturada por el nuevo vástago. Nació una noche de octubre, de puertas clausuradas ante los rumores de la proximidad del malón. Joaquina se opuso a que su marido continuase la tradición de homenajear a autores literarios con el nombre de sus hijos y, cuando la comadrona lo puso en sus brazos, dijo con voz tajante:
— Se llamará Donaciano.
El silencio con que Donaciano acogió la noticia dio por terminada la cuestión.
Ante el nuevo hermano, Luciana experimentaba encontrados sentimientos. A veces, cuando dis-traídos en pláticas o quehaceres los otros no se fijaban en ella, se acercaba a la cuna de nogal con baldaquino que Donaciano encargó a un ebanista chileno y en la que el niño dormía plácidamente o abría los ojos del mismo azul aguamarina de los suyos. Entonces una emoción desconocida le trepaba por la sangre, como si ella misma se hubiese transformado en el niño y quien lo contemplaba no fuera otra que mamá Aimé. Le hubiera gustado tomarlo entre sus bra-zos y arrullarlo igual que como veía hacerlo a Joaquina. Extendía su mano y rozaba con ella la piel de su cara, que tenía la misma suavidad que imaginaba en el lugar más oculto de un ala o la cualidad de la luz en la madrugada. Sin embargo, en otras ocasiones lo odiaba. Sobre todo cuando lo veía prendido del pezón de Joaquina y su padre contemplaba la escena como si de pronto gualicho le hubiera dado una yerba mágica que cambiara definitivamente a aquel hombre de talla majestuosa y viril en ese ser lánguido y opaco que ni siquiera notaba su existencia. Luciana entonces era presa de un descontrol rabioso que no sabía cómo nombrar y montada en León galopaba varias horas para regresar luego a ese lugar en el que el misterio se volvía transparente y el sol de la primavera se rodeaba de murmullos de seda y de cristal. Ese lugar cercano a la laguna donde era tan bueno aspirar el olor de álamo temblón y masticar los brotes del hinojo. Ese sitio donde las retamas semejaban astros dorados y las cortaderas se dejaban acunar por la canción de cuna de la brisa. Con los ojos entrecerrados contemplaba a lo lejos las faldas azules de los cerros y escuchaba relinchos lejanos, el potente cuerno del asno o el hondo zureo de las palomas y le parecía que su corazón adquiría la dulzura de una fruta recién cortada. Se acercaba al borde del agua y contemplaba su imagen. Esa imagen que casi no reconocía, la cabeza desnuda como una almendra luego de que se despojara de su cabellera para dársela a la Virgen.
Fue en ocasión del Mes de María. Todos los años ella veía la imagen de Nuestra Señora, como le decían allí, tocada con los cabellos que las niñas de Sacrosanto le donaban. Es por eso que una temporada tenía la cabellera del color de la miel silvestre y sus rizos caían como ser-pentinas sobre el azul del manto y en otra eran negros y brillosos y sus ondas enmarcaban la porcelana del rostro, confiriéndole una delicada expresividad. Cuando Luciana expresó a su amiga Rosario el deseo de que la Virgen llevara ese año la suya, ésta le dijo con entusiasmo:
— Sí, claro. Cómo no se nos ocurrió antes.
Fue la misma Rosario quien dio los tijeretazos. Parecía la piel palpitante de algún astro lejano la melena que envolvieron en un pedazo de tafetán extraído del arcón donde dormían las ropas de Antonina. Esperaron la siesta, cuando era casi imposible que alguien advirtiera su presencia, para encaminarse a la iglesia sin ser vistas. La calle era un vaho de fuego pero ellas no se dieron cuenta, empujadas por la excitación de su deseo. El párroco se habría retirado seguramente a su casa, una construcción de recios adobones y te-cho de dos aguas que quedaba a dos cuadras. Con la rapidez de una flecha sacaron a la Virgen del nicho y, luego de peinarla, la cubrieron con el velo.
La primera en advertirlo fue Serviliona Lagos, quien llegó más temprano que de costumbre a llenar de agua los floreros. Al tiempo que se santiguaba como si estuviese viendo al mis-mísimo demonio, corría a la parroquia para poner sobre aviso al padre Vicente. Las mujeres no tardaron en acudir, alertadas por el rumor que atravesó el pueblo como una centella, de que la Virgen había sido profanada por manos sacrí-legas. La noticia llegó también a oídos de Joa-quina, quien comprendió que la autora no era otra que su hijastra, parecer que no tardó en confirmar cuando vio la cabeza huérfana de pelo y escrutó sus ojos brillantes de desafío. Esa noche Luciana fue a la cama sin comer pero con la resolución de que debía encontrar algo que la llevase lejos de aquella vida.
Las mujeres rodearon al Padre Vicente con encendidos argumentos de que no podían permi-tir que Nuestra Señora fuera profanada y, lo que era peor, afrentada con esas crines de hereje. Serviliona ofreció las trenzas rubias de su hija Elena, que esperaban el honor desde tres veranos atrás.
Joaquina dijo a Donaciano que ella no podría ya continuar en esas lides y que deberían preparar a Luciana para que se comprometiese con Alfonso Montenegro, quien no la miraba con indiferencia. Donaciano nada dijo, abstraído como estaba en los próximos acontecimientos que cambiarían la vida de la patria. Por esos días lo vieron ence-rrarse en su escritorio con un hombre fornido cubierto con un poncho vichará y que llegó a la casa preguntando por el coronel. Requerido de su identidad, no vaciló en mentir:
— Soy Eladio Gutiérrez. Acabo de comprar el campo de los Melián y quiero hablarle por un problema de linderos.
En efecto, el campo de los Melián limitaba con La Encantada y no era raro encontrar a sus vacas pastando en los potreros de aquélla. Pero Lu-ciana supo que algo más importante se jugaba en la visita pues no se le escapó la mirada de asombro y regocijo de su padre al reconocerlo y el abrazo estrecho y prolongado con que ambos hombres se confundieron antes de entrar al escritorio.
Cuando se acercó a darle el beso de las buenas noches, Donaciano le sopló en el oído:
— El hombre que hoy nos visitó se llama Justo José de Urquiza. Algún día te llevaré a San José, donde se levanta su palacio — y agregó, con aire sonámbulo a los pies de Joaquina. Vientos de libertad se aproximan para nuestra castigada patria.
Luciana deseó de todo corazón que esa palabra, de la que siempre le resultó imposible compren-der el significado— sólo sabía que le sonaba en el oído más parecida a padre que a madre — abarcara también a mamá Aimé y a todos los que junto a ella se quedaran.






La palabra a ella se le había perdido. Esa palabra cobija, esa palabra pez, esa palabra naranja. Ya ni se acordaba cuándo la dijera por última vez. Había sido allá, del otro lado del espejo. Y la dejó a la palabra, como quien abandona un guante que ya no volverá a usar. Dolía, sin embargo, como una brisa que se hubiese quedado sin su árbol. Vagamente intuía que ella, Luciana, era la mitad visible de sí misma, la que todos veían, la que obedecía órdenes todo el tiempo, la que su padre aca-riciaba cada vez con mayor distracción pues otro ser había llegado a acaparar su atención. Luciana-Millaray que no sabía cómo unir esos dos fragmentos. Flotaban dispersos como los dos pedazos de naranja que ella y Rosario tiraban al río luego de saborear su pulpa.
No menciones a mamá, era la orden que nadie le diera de manera explícita, pero allí estaba, dentro de ella como un soldado, como un cen-tinela en esos miradores de las casas para avistar la llegada de los malones. Y ella había sido el mi-rador desde el cual vigilaba que esa palabra no apareciera. No menciones a mamá. Y era como no ver el fondo del mar. Se había ido, mejor dicho la habían arrancado de la palabra como quien arranca una flor y ahora debía vivir sin ella, sin esa pierna que necesitaba para seguir. Porque quería darse permiso para continuar. Y contem-plaba esa palabra — mamá — como un territorio fascinante y misterioso cuya fidelidad su corazón nunca había dejado de guardar. Pero debía acu-dir a él para poder seguir siendo ella, Luciana. Esa palabra sol, esa palabra estrella, esa palabra pétalo, esa palabra viento que a veces sentía girar como un huracán en las entretelas del alma.
Aquello había terminado, se le había dicho. Sobre todo Joaquina, quien se empeñaba en arrancarle ese color cobrizo que denunciaba su procedencia frotándola sin piedad con la piedra pómez. Joaquina, que a pesar de que ella aca-bara de tener sus reglas y de que no dejaba de exasperarse por la catarata roja que cada mes le brotaba de vaya a saber qué rincones ocultos de su cuerpo, se empeñaba en darla, en entregarla a ese hombre que la recorría con la mirada como si ya fuera su propiedad. Esa mirada que tenía un brillo desagradable, como el repentino centelleo de una cascabel en la espesura del monte.














Luciana constataba con alivio el olvido de los proyectos matrimoniales que, sin dignarse a consultarla, Joaquina concibiera para ella. Ello se debió en gran parte a causa de su nuevo embarazo. Esta vez fueron dos mujeres las que vinieron a competir con Luciana por el ajetreado corazón de su padre. Joaquina ejerció una vez más su dominio indiscutido sobre la voluntad de Donaciano anunciando que se llamarían Mar-quesa y Pastora ni bien escuchó el primer berrido de las mellizas en la pieza contigua en donde las lavaba la comadrona. Los últimos tiempos del embarazo el vientre le había crecido de tal manera que le resultaba un triunfo desplazarse a cualquier punto de la casa y Donaciano, impo-sibilitado de ejercitar con ella los placeres conyugales, buscó consuelo en Perpetua Luna, la viuda de un capitán que cumplía servicios en la frontera y que murió defendiendo a Sacrosanto de una invasión de la indiada. Perpetua aún no cumplía los treinta años, y la caracterizaba la misma belleza candorosa de la Virgen María en aquella pintura de Murillo que adornaba la cabecera de la cama de Joaquina y Donaciano. Al verla, nadie podía dejar de pensar que en cualquier momento podría descubrir a su alre-dedor en pleno vuelo a ese ejército de ángeles rollizos y sonrosados que la acompañaban en el cuadro. Se decía que era hija de uno de los prisioneros enviados a Sacrosanto luego de las Invasiones Inglesas. Su madre era Robustiana Luna, que servía desde tiempos inmemoriales en casa de los Acuña, la misma que le sirvió de cárcel. Robustiana le llevaba la comida, se encargaba de lavarle la ropa y mantenerle los puños almidonados y las camisas con yabó y borde de puntillas con la misma blancura inmaculada con que las llevara en su tierra. No obstante, guardó celosamente la filiación de su progenitura y no se lo dijo ni a aquél, que fue liberado dos meses antes de que naciera Perpetua y enviado de regreso a Inglaterra. Es por ello que ésta fue bautizada con el mismo apellido de su madre. De Perpetua se rumoreaba que conocía como nadie filtros y enyerbos para producir amor volcánico u odio implacable, los que seguramente usó para provocar la encendida devoción de Donaciano. También decían que era una adivina tan formidable que ningún pliegue del pasado, del presente y del futuro podía escapár-sele y no era raro ver ante su humilde vivienda a remilgadas señoronas que llegaban a preguntarle por la fidelidad de sus maridos o a vírgenes que habían pasado ya la edad casamentera que querían conocer si el destino les tenía reservada una sorpresa de último momento.
Después del parto, Joaquina perdió su cintura de mimbre y todo interés por dedicarse a la crianza de sus hijas. Contrató a dos nodrizas para que las amamantaran y llamó a Bernarda Inda-lecio, la mujer que la crió, para que se hiciera cargo de la casa. Bernarda la gobernó con puño de hierro mientras Joaquina inauguró una sor-presiva pasión por jugar a las cartas. Su mayor encanto consistía en permanecer sentada en su reposera entre almohadones de hilo y bajo un pabellón de lienzo con una chuspa bordada en hilos de seda henchida de monedas de plata jugando al chinchón entre jícaras de chocolate y atracos de longaniza. Los vecinos comenzaron a evadir sus visitas a la casa pues no los dejaba ir sin que hubieran jugado con ella aunque fuese una partida y los más diestros no conseguían liberarse ni siquiera ante la aparición de las primeras luces de la madrugada. Cuando no encontraba compañía se enfrascaba en inter-minables solitarios. Poco a poco se fue poniendo obesa y llegaba a los pocos lugares en que se la veía en un palanquín que sostenían cuatro hom-bres forzudos a los que Donaciano relevó de sus tareas en la estancia para que cumplieran esa única función.
Luciana dejó de sentir que su vida le era ajena y aprovechó como pudo su libertad ya que Joa-quina había aflojado los cerrojos con que hasta entonces la tuviera cautiva. Se dejó crecer el pelo hasta más abajo de la cintura y a veces se lo trenzaba alrededor de la cabeza sin importarle que no correspondiera a la usanza de la época. Compadecía a Rosario que andaba todo el día con la cabeza atestada de bigudíes y sólo se los sacaba cuando debía asistir a misa de doce o a alguna tertulia y que trastabillaba sobre esos altísimos tacones de cordobán bordados de perlas que le quitaron toda la vivacidad de sus movimientos. Ella insistía en andar descalza. En invierno se ponía los zapatos parecidos a barcas que le regaló Evaristo luego de dar el estirón que llevó su metro y medio de lástima a casi dos metros de estatura. Veía también muy poco a su padre, quien por aquella época realizaba nume-rosas expediciones al interior de la provincia acompañando al gobernador en su inspección a la nueva línea de fortines. También lo sentía ausente cuando llegaba a la casa pues se abstraía en la lectura del periódico o en las constantes reyertas con Joaquina, quien se nega-ba a escuchar las protestas de su marido ante su obstinación en usar la platería que ésta aportara a la casa en ocasión del matrimonio. Porque, desde que iniciaran su vida en común, de plata eran los cubiertos y las teteras y azucareras y de plata eran los braseros las escupideras y las palanganas y de plata las jofainas del lavabo.
— Qué tanto relumbrón si somos un pueblo de mierda en medio del desierto — decía.
Esto era rigurosamente cierto. En su dura vigilia fronteriza la provincia había descuidado toda actividad productiva. Ya ni se sembraba la tierra ni se cuidaba el ganado pues para qué si luego se lo llevaban los indios y lo poco que se pro-ducía era arrebatado por ávidos mercaderes que arreaban los cueros, higos, quesos y grana a la capital para revenderlos a precios exorbitantes.
No obstante Melitón, que áun conservaba arres-tos juveniles, se dio en ensayar el cultivo de la morera para atender y alimentar gusanos de seda y comenzó a cavar en el terreno colindante con el huerto, convencido de que había descubierto el vellocino de oro. Pero había que esperar que los árboles crecieran para encargar los huevos y no encontró a nadie dispuesto a seguirlo en sus deli-rios en caso de que su vida finalizase.
Era una época de lanza y tercerola, de hambre y sacrificio que fue minando poco a poco el ánimo de los habitantes de Sacrosanto. Luciana pasaba largas horas en los fondos con la servidumbre o se escapaba al monte sin escuchar las recon-venciones de Bernarda, quien alertó a Joaquina, preocupada por los peligros que en aquellas soledades pudiesen acecharla.
— No te preocupes — le contestó ésta —. Le pondremos un cencerro, así podremos ubicarla adonde quiera que vaya. Pero este propósito se le olvidó a la primera partida de la noche.
De Donaciano surgió la idea de dirigirse a Rosas poniéndolo al tanto del estado de calamidad en que se encontraba Sacrosanto y solicitando la robusta mano de esa hermana opulenta que era Buenos Aires. Para defensa de la frontera y protección del tráfico solicitaban una fuerza de más de doscientos hombres al mando de un jefe acreditado.
El auxilio llegó en forma de doscientas terce-rolas con sus correspondientes correajes y la do-tación competente de municiones con trescientas lanzas.































La casa quedaba más allá del bosquecillo de chañares. Más allá también del lugar donde se alzaba el abuelo algarrobo, el mismo que a Esteban Cisneros, el poeta que solía frecuentar a Donaciano, le gustara describir como catedral de los pájaros. Aquél de esa leyenda que hablaba de dos niñas que se instalaron allí por siete días con sus noches para impedir que fuera derribado por los hacheros, años antes de que ella llegara a Sacrosanto. Sentada bajo aquella sombra per-forada de chicharras y navegada de súbitos vue-los, permanecía horas saboreando la frescura del pasto mojado de rocío mientras apoyaba su espalda en la corteza de paquidermo. A veces se colgaba de esas ramas que parecían los tentá-culos de un pulpo gigantesco o los miembros de un viejo dragón y se balanceaba suavemente mientras la envolvía la túnica fragante de la ma-ñana veraniega para luego caer sobre la tierra como una fruta madura con un golpe seco de los pies. Entonces bailaba esa danza que ni ella misma sabía de qué profundidades de su interior brotaba y dejaba en el aire una estela de ingravidez, como si todos los pájaros danzasen a su alrededor y el canto del chiu-chiu la acompañara igual que en aquellos primeros días, lejanos ya en el tiempo y el espacio. Se sentía entonces como una mariposa que acabara de despertar o como el trébol que reverdece luego de la lluvia. Allí había escuchado la voz que, apenas se alejaba, ya no podía recordar. Era un murmullo suave y velado que ella se esforzaba por entender aguzando el oído, pero comprendía que estaba dicho en una lengua desconocida. Sin embargo, a veces podía entreoír su nombre en ese oscuro ritmo: Millaray, Millaray, igual a un zumbido de abejas en la colmena.

Tu corazón es de agua y tus ojos tienen la frescura de la lluvia.

Y ella seguía bailando, sin saber si la voz pro-venía del aire oloroso a mastuerzo, de esa brisa que jugaba a acariciarla como una mano maternal o si salía de sus meros adentros.
A veces se le volvía canto, nana que la arropaba acomodándole todas las preguntas sin respuesta, musgo que cobijaba uno a uno sus latidos.

Llegará un agua del cielo para tu segundo nacimiento. La palabra será cortada del árbol de la vida. Ella te dará la miel amarilla, la miel verde para que puedas aquietar tus desamparos.

Por momentos ponía el oído sobre el tronco como para cerciorarse de que no era la savia del árbol la que hablaba o se quedaba inmóvil como esperando que la brisa la ayudara a descifrarla.


Vístete de alegría para los tiempos que vendrán. Adórnate con collares de palabras, borda tu historia con hilos de luna. Princesa exiliada de una patria de humo, vuelve a alegrarte para que recibas el amor. El oro de los días te será entregado antes de que los ríos se conviertan en sangre.






















La lluvia torrencial que se desató sobre Sacrosanto aquella tarde de fines de febrero llegó luego de la sequía más intensa que conociera la historia del lugar. Llegó después de meses de vanas y reiteradas rogativas. El señor del Espino era sacado en procesiones y paseado en palan-quín por las calles mientras la gente que no lo acompañaba salía a las rejas de las ventanas y se arrodillaba a su paso y los niños cantaban aquella copla cuya infalibilidad era tan grande que sólo la repetían en ocasiones desesperadas, pues temían que la lluvia los recluyera en sus casas sin poder remontar los volantines o voltear catas con la honda:

Agua San Marcos
Señor de los charcos,
para mi triguito
que está muy bonito
para mi cebada
que ya está granada
para mi melón
que ya tiene flor
para mi sandía
que ya está florida.

Bernarda sacó la imagen de San Isidro que presidía la entrada del zaguán y la dejó en medio del patio, allí donde quemaba el solazo del mediodía, para que comprobara en espíritu, ya que no en carne propia, los males que se sufrían por causa de la falta de agua. Todo fue en vano. El cielo continuaba de un azul esplendoroso que no era interrumpido por la menor nube. Dona-ciano resolvió llevarse a la familia a La Encantada pues allí padecerían menos el bochorno de la canícula. Ni bien llegaron, Luciana se arrodilló junto al nicho de la Inmaculada que presidía la casa hacienda y repitió seis veces “que llueva”, justo en el momento en que Joaquina pasaba a su lado recién bañada y perfumada con agua de rosas para esperar a sus compañeros de esa noche en la baraja. Hacía tanto calor que toda actividad quedó paralizada y hasta Luciana se privó de andar descalza pues el suelo era una brasa bajo sus pies. Así es que permaneció las interminables horas de la siesta en el corredor aprovechando que el resto de la casa se recluía en las habitaciones entregándose a las blanduras imposibles del sueño para sacar sonidos de la guitarra. Hacía mucho tiempo que esperaba esa ocasión. La esperaba desde que Evaristo le mostró con orgullo el instrumento que Rudecindo Heredia, el fabricante de guitarras más renom-brado de la región, le confeccionara a pedido de su padre. Luciana presenciaba las lecciones que Ignacio Allende impartía a su primo a domicilio dos veces por semana y por la noche no podía dormir luego de aquellas largas se-siones en que ella permanecía en un rincón aguzando el oído y devorando con los ojos los dedos de los ejecutantes, revolviéndose una y otra vez en la cama mientras pensaba en la manera de convencer a su padre que le regalara una guitarra. Una tarde en que lo vio de mejor humor que de costumbre, se animó a contarle el deseo que le desacompasaba la sangre. La respuesta de Donaciano no se hizo esperar:
— Ni se te ocurra. Eso es cosa de vagos.
Y se enfrascó de nuevo en el diario no sin antes murmurar entre dientes las terribles conse-cuencias que tendría sobre la vida de su sobrino el haberse desviado de sus obligaciones viriles. Pero Luciana ya había aprendido que no es tan fácil encerrar los deseos bajo siete llaves en el cofre del corazón pues ellos se las ingenian siempre para romper sus cadenas y convertir en un infierno la vida de su dueño. Así es que una de esas tardes se atrevió a decir a Evaristo “prestamela tantito, enseguida te la traigo.” Evaristo le lanzó una risotada en plena cara:
— ¿Y para qué la quieres, se puede saber? ¿Necesitas hacer leña?
Luciana le echó una mirada de desdén insolente y dijo con la mayor naturalidad del mundo:
— Para tocar.
— Pues si sabes hacerlo anímate ahora.
Evaristo se preparó para recuperar su guitarra de inmediato, convencido de la inutilidad de su prima.
Luciana la puso en su falda, paseó su mano pequeña por las cuerdas, acomodó sus dedos como viera hacerlo a Evaristo y luego se lanzó en un preludio, titubeante al comienzo pero que fue adquiriendo mayor seguridad a medida que la melodía avanzaba. Conmocionado por la sor-presa, Evaristo accedió a prestársela por dos días, hasta que terminara de rendir sus exá-menes. Luciana entró en su casa cuando estuvo segura de que nadie la vería y la escondió en el ropero de tres lunas de su cuarto esperando la ocasión propicia. Ésta se le presentó en aquella siesta canicular en que hasta las chicharras enmudecieron a causa del calor.
Fue también Joaquina quien la sorprendió cuando pasó a su lado a sacar agua de la tinaja para refrescarse la cabeza. Esa noche se quejó ante Donaciano.
— Ya no soporto más esta condena — se lamentó — ¿Por qué no la mandamos a París? Tal vez allí se le vaya esa traza montaraz.
Donaciano no tuvo más remedio que acceder, aunque sintió un secreto orgullo por las dotes musicales de su hija. Convinieron también en que lo mejor sería que aquella facilidad musical la empleara en el piano y Donaciano prometió ocu-parse de comprar uno en la primera ocasión que se le presentara y también se propuso hablar con las señoritas Gutiérrez, dos inefables solteronas que lo tocaban como los dioses, para que fueran las profesoras de su hija.
Aquella misma tarde vieron el cielo cubrirse de espesos nubarrones. Donaciano advirtió el ner-viosismo de los caballos que descargaban pata-das en la tierra de manera inusitada y pegaban desacostumbrados y enérgicos relinchos, con-templó a dos ñandúes que atravesaron el campo como una exhalación, vio a los zorzales, a las viuditas y a las tencas que volaban apresuradas a refugiarse en sus nidos y a las gallinas que se recogían más temprano que de costumbre y dijo en voz alta lo que ya todos se repitían en secreto con una alborozada certidumbre:
— Va a llover.
Luciana siguió la trayectoria de la primera gota, que resbaló por la hoja de la palmera dejando en la arena calcinada un rastro amenazador y supo que aquella no sería una lluvia común.
Luego se levantó el viento frío que retorció las copas de los árboles a su capricho y obligó a trancar puertas y ventanas mientras Bernarda, a pedido de Joaquina, le cosió una lámina de plomo al ruedo de su pollera pues esa noche tenía partida en lo de Gunther Singer, el alemán que no hacía mucho edificara su casa a poca distancia de La Encantada y ningún rigor climático la obligaría a perdérsela.
En pocas horas se desplomó tanta lluvia como la que acostumbraba a caer en varios meses en lugares considerados normales.
— Parece que el Monzón se hubiera equivocado de sitio — dijo Donaciano, que por aquellos tiempos invertía sus ocios en un farragoso estudio sobre la India.


Llovió quince días con sus noches. Las calles de Sacrosanto se transformaron en ríos y, en La Encantada, el arroyo ya no fue el hilito cantarín y verdeante que parecía querer demorarse a conversar con las piedras, sino que se convirtió en un animal rugiente y descomedido que des-cuajó árboles y arrastró animales y barrió como si nada viviendas con familias enteras en su interior.
Esa noche, luego de acomodar la bacinilla de porcelana debajo de la cama y mientras se abotonaba su largo camisón de Madrás, Joaquina dijo a Donaciano:
— Esto es obra de tu hija. Yo la oí repetir seis veces que llueva y ya sabes que de los extremos anda colgado el diablo —. Y entre ruegos y ternezas obtuvo de su marido la promesa de que llamarían al padre Vicente lo más pronto posible para que le practicara un exorcismo.
Esa tarde había sahumado ella misma toda la casa con romero mientras recitaba el conjuro que le enseñara Úrsula, la bruja: “Entre el bien y salga el mal”.



















No, no era una pesadilla, de esas que la atormentaban tiempo atrás. Lo escuchó de boca de la mismísima Joaquina una de esas noches en que el calor le impedía dormir y caminó a la galería para sentarse al fresco. Al pasar por el dormitorio oyó la palabra que la perseguía desde que llegó a la villa aquella tarde que se le antojaba ya tan lejana, como todo lo que dejó allá, en la orilla del mundo. Había sido dicha de una manera bien clara y contundente: “Debe-remos llamar de una vez al padre Vicente así le practica el exorcismo”. Luciana aguzó el oído y pudo escuchar también la terminación de la frase: “Y que sea aquí, en La Encantada, así no damos pasto a las fieras”. Esa palabra que para ella no significaba nada pero que cuando se la comentó a su amiga Rosario, que por esos días llegó a pasar una temporada, le explicó:
— El padre te rocía con agua bendita para que vomites al diablo.
Luciana se quedó de una pieza al saber que tenía un diablo adentro y estuvo muda y recon-centrada por el resto de la jornada. La atormentaba el terror de que, en cuanto pronunciase una sola palabra, de su boca saliese algo tan horrible como esos hombres de orejas enormes y largo rabo armados con tridentes, tal como había visto en un libro de grabados de Donaciano. Y se puso a pensar ella también que no era uno sino una multitud de diablos los que bullían en sus adentros, sobre todo luego de lo que pasara en la huerta el día anterior con Evaristo cuando recogían fruta. Luciana llevaba el canasto repleto de nueces y caminaban ya rumbo a la casa, cuando Evaristo se detuvo junto al manzano y comenzó a recoger las manzanas que se veían sobre el pasto para luego entregárselas a Luciana, quien las iba colocando en el canasto. Fue entonces cuando sintió junto ella el aliento jadeante de Evaristo y se encontró sin saber cómo tus manos afanándose en mis pechos, Evaristo, y me dijiste son más redondos que las manzanas y yo no sé por qué, tal vez por el diablo que habita en mí no las retiré pues algo más fuerte que yo misma quería que continuaras murmurando aquellas locuras mientras continua-bas acariciándome y besándome y diciéndome tus labios tienen el sabor de las uvas recién cortadas, tu pelo es una alfombra para que la caminen mis pensamientos, tus caderas son de luna, tus axilas están hechas con los pétalos de las estrellas y al escucharte sentía que mi piel ardía tal como arderán las llamas de ese infierno al que la hermana Mireya allá en Córdoba nos decía que iban las niñas que hacen cosas malas con los varones y yo seguramente ya no tengo salvación por haber dejado que me acariciaras aquel mediodía canicular de enero que no se me borrará nunca más de la memoria aunque todos los días me practiquen exorcismos y por las noches la sangre me hormiguea cuando voy imaginando tus manos que suben por mis piernas y se detienen allí donde hay esa mariposa negra como la noche que sólo espera que tus manos, Evaristo, se posen en ella y le enseñen a volar.






























Esa mañana Donaciano ordenó que enganchasen los caballos a la volanta y partió con Jacinta a Sacrosanto, no sin antes desba-rrancarse en protestas de que no estaba ya para esas paparruchadas, que mientras la patria se desangraba él debía postergar sus asuntos para ocuparse en manías de beatas, pero Joaquina lo escuchaba como quien oye llover mientras echaba una mirada indolente a los garabatales que se sucedían hasta el infinito y deseó ser ella la que fuese a París, porque ya también estaba harta y aburrida de aquel lugar perdido en esos mundos de Dios y siguió distraída el vuelo de un carancho que cruzaba el aire casi transparente de aquella mañana veraniega sin duda en busca de alguna presa para saciar su hambre.
Luciana se quedó en La Encantada al cuidado de Bernarda. No había vuelto a ver a Evaristo desde aquel mediodía en que la acarició en la huerta. Se debatía entre el deseo exasperado de que pasara por la casa y una vergüenza que la mantenía quieta y absorta hamacándose en la reposera, como si se hubiese internado en un territorio del que ya nunca podría regresar.
Sin saber cómo se encontró caminando hacia el monte, empujada por una súbita necesidad de refugiarse en su paraíso. Llevaba un leve vestido de muselina con flores azules y sombrero de paja con cinta del mismo tono con que la brisa mañanera se empeñaba en juguetear.
Antes de llegar advirtió su presencia. Era una mujer de edad indefinible, con la tez del mismo tono cobrizo que la suya y larga cabellera cayén-dole hasta la cintura. Estaba sentada en cuclillas, las piernas ocultas en una larga falda color grana. Un chal oscuro cubría sus hombros y a su alre-dedor revoloteaban los pájaros mientras algunos se posaban en sus hombros como si supiesen que poseía esa cualidad que sólo muy pocos mortales detentan, ese don tan peculiar que los hace idénticos a cualquier ser vivo de esta tierra.
Luciana supo que era mamá Aimé en cuanto la vio. Lo supo no tanto por la asombrosa seme-janza que había entre ellas sino porque en su corazón algo bailaba y la felicidad la recorría como una lluvia torrencial luego de una cruel sequía. Atravesó corriendo los pocos metros que las separaban y se refugió en los brazos que ya se extendían hacia ella. Entonces escuchó aque-lla voz hablándole en un idioma dormido que acababa de despertar y del que reconocía todas y cada una de las palabras como si jamás hubiese dejado de oírlas.
— Te esperaba hace tanto tiempo – dijo Aimé —. Y luego pronunció su nombre —: Millaray.
Ella se arrebujó en su cuerpo como una torcaza que hubiera encontrado su nido mientras la mujer dejó caer el chal y, luego de desabrocharse la blusa, puso uno de sus pechos en la boca de Millaray — Luciana.
Allí estaban, aquella mujer que tenía la con-sistencia de la tierra y que se mecía hacia delante y hacia atrás mientras le cantaba la misma canción con que la acunara en el toldo y la niña frágil a quien la ausencia estaba a punto de desintegrar. A veces la mujer interrumpía la can-ción para pasar la mano por la cabellera renegrida de su hija.
— Ya no tendrás que volver a buscarme — dijo — Mamá Aimé estará siempre con vos.
Y Luciana — Millaray sintió que algo descono-cido hasta ahora la recorría. La certidumbre de que su sed quedaba saciada y de que, en adelante, ya nada malo podría sucederle.
















Desde allá, desde la orilla del mundo donde fueron arrinconados sus mayores, llega Luciana a Sacrosanto, pueblo del interior del país. Es hija de una mujer mapuche y del coronel Vargas Chacón, quien debió pasar varios años tierra adentro junto a sus hermanos, desterrados por Rosas. Luciana crecerá entonces con una herida en su identidad. Deberá olvidar hasta su nombre de origen y aceptar una lengua y unos gestos que no le pertenecen. Por toda su vida llevará la marca de “lo diferente”. Vivirá, para decirlo en palabras de Julia Kristeva, “en el tiempo del olvido y del trueno, del infinito velado y el momento en que estalla la revelación”.


Paulina Movsichoff (San Luis), es poeta y narradora. Obtuvo, entre otras distinciones, el Premio “Juan Rulfo” en Méjico por su novela Fuegos encontrados. Algunas de sus obras son: Onírisis (poemas), Coral en la tiniebla (poemas), Una mujer silenciosa (cuentos) Las fábulas del viento (novela), Todas íbamos a ser reinas (novela).
Ilustración: El regreso de la cautiva- Rugendas
Ediciones del valle

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