domingo, 29 de noviembre de 2015

MUJER QUE MIRA EL MAR- Paulina Movsichoff



  El hombre miró el cielo. Se había nublado y un viento frío enmarañaba las aguas. Pequeñas olas sin espuma lamían los costados de la lancha. “Habrá tormenta”, pensó; por suerte ya estaba cerca de la costa. Venía contento. Era la primera vez en muchos días que la red venía repleta. Miraba las aletas filosas de los tiburones, su boca abierta, como para pelear la vida a dentelladas. Tuvo conciencia de la dureza de sus días; la lucha cuerpo a cuerpo con el mar, ese guardián iracundo. Vio las casas lejanas, la franja rojiza de la playa a la caída del sol. Ninguna mujer lo esperaba. Se acordó de la suya, muerta al dar a luz. Sus pechos tibios al amanecer. Después, nuca más. Sólo alguno que otro cuerpo los fines de semana, resaca del amor.
  La playa estaba desierta, como siempre en esa época. Algo, sin embargo, llamó su atención por el lado de las rocas. Miró con mayor detenimiento: una mujer, las manos cruzadas sobre las rodillas, se veía absorta en la contemplación del mar. Todo indicaba que no era de aquel pueblo: las facciones finas, la piel casi transparente. Un chal blanco envolvía su garganta, confiriéndole un dejo de irrealidad. El viento despeinaba su pelo rubio sin que ella se inmutara. Matías se quedó mirándola largo rato. Las gaviotas volaban bajo, buscando comida. El sol ya se ponía y gruesas gotas comenzaron a mojar su ropa. La mujer seguía allí, abstraída en su rito solitario.
  Esa noche, en la cantina, con un vaso de ginebra en la mano, no pudo dejar de recordar la visión. Por un momento pensó en relatar lo sucedido a uno de los pescadores que allí se divertían entre el humo y las voces enronquecidas de algunos marineros. Pero luego calló. Se acordó de la forma en que sus compañeros se burlaban de su sensibilidad; “el romántico”, le decían. Decidió guardar el secreto. Divulgarlo le pareció una especie de profanación. Sólo le intrigó que nadie hablara de la extraña aparición. Se preguntó si no la habría soñado.
  El día siguiente pasó más lento que de costumbre. Se sorprendía muchas veces distraído, la red en la lancha sin que él hiera el esfuerzo por arrojarla. Al atardecer enderezó la proa hacia la orilla. Como la tarde anterior, la mujer estaba allí, con su chal blanco y los cabellos sueltos. Parecía la sacerdotisa de alguna olvidada religión. No hizo ningún movimiento que le hiciera entrever que lo había advertido. Matías se quedó admirándola, fijándose en los detalles del rostro, en esa armonía que trasuntaba toda su persona. Esa noche, en la cama, pensaba en los motivos que tendría una mujer así para estar en un pueblito de pescadores. Se preguntaba dónde viviría, recordaba con nitidez sus ojos, sombreados por un sentimiento que era a la vez indiferencia y desamparo. 
     El invierno golpeó con fuerza. Un viento helado arañaba las casas, la arena era un latigazo por las casas. Pocos pescadores se aventuraban en el mar que, por esos días, se había tragado dos lanchas. Matías no cejaba. Seguía internándose mar adentro. El espacio, invadido por el frío y el silencio, concordaba con su estado de ánimo. Seguía viendo por las tardes a la mujer de las rocas. Ésta se le había convertido en una obsesión. No se animaba a hablarla, ni siquiera sabía si ella lo había visto. Pero su recuerdo era un tibio rescoldo para pasar las noches. La vida no le parecía ya tan vacía.         
  Aquella madrugada, al levantarse, sintió el hálito templado de la primavera. El mar era un esmalte plateado bajo la suave fosforescencia del cielo, en donde el sol aún no había salido. Caminó por el laberinto de callejuelas angostas mirando las casas, todavía envueltas en la bruma del sueño. Toda la mañana navegó por un sol caliente. Recuperó el gozo de mirar el mar; sus gavillas azules, verdes, rosadas. Alguna que otra bandada de pájaros formaba círculos alborotados por encima de su cabeza.se acordó de sus primeras experiencias como pescador, cuando cada jornada de mar era una tregua de felicidad. Lo atraía ese silencio, cargado de perfumes salvajes, de peligros latentes. Hacia el fin de la tarde emprendió el regreso. Pensó en la mujer de las rocas, en su enigmática tristeza. Se decidió a hablarle. Quizá ella no lo rechazara.
 Al subir por el muelle el corazón le latía con fuerza. Mientras se acercaba a las rocas, una aguda opresión se le hincó en el pecho. Subió, casi corriendo, la pendiente del acantilado. Pero no encontró a nadie. Sólo el chal blanco, que el viento comenzaba a arrastrar.    



De Extraño de ojos grises- México, 1982     

viernes, 27 de noviembre de 2015

LOS ÚLTIMOS JAZMINES- Paulina Movsichoff



Al ser empujada la puerta emitió un chirrido. Era una antigua verja de hierro, pintada de gris. Irene reprimió un estremecimiento. El reencuentro con su pueblo no la había impresionado tanto como la casa, destartalada y solitaria en ese atardecer de abril. Miró detenidamente el pequeño jardín, invadido ahora por la maleza. No pudo dejar de pensar en su padre, sentado en el césped, podadora en mano. Pero de eso hacía mucho tiempo. Advirtió que las heladas estaban acabando con la enredadera de jazmines que trepaban hacia la ventana del comedor. Formó un pequeño ramos con los últimos que quedaban. Sacó luego las llaves del bolso y buscó la que correspondía  a la  puerta de entrada. Un olor a humedad le llegó desde las paredes del zaguán. Tuvo la sensación de penetrar en un mundo acabado del cual ella era la última sobreviviente.
Por los postigos cerrados de la sala se filtraba una débil claridad. Las paredes, altas y desnudas, aumentaban la impresión de desamparo. Una gruesa capa de polvo cubría los muebles. Al sacudir los almohadones del sillón volaron, asustadas, las polillas. Allí estaba, intacto y majestuoso, el piano de cola en el que Amelita, su hermana, solía pasar largas horas ensayando. Sólo ella se había quedado luego de la muerte de sus padres, tratando de resguardar el pasado de los embates del tiempo. Volvió a su memoria la alegría que le produjo, allá en Buenos Aires, la noticia de  su casamiento y posterior embarazo. Tratando de desechar el recuerdo del accidente, siguió recorriendo la habitación. Sus ojos tropezaron con la consola. Sobre ella, un jarrón con calas secas era el único vestigio de la tarde en que Amelita e Ignacio, su marido, fueron velados. Esto había ocurrido poco antes de la fecha en que el niño debía nacer.
Un grillo ponía su nota monocorde en el silencio del patio. Las gallinas escapadas del fondo vecino pisoteaban la tierra. Se sentó en la vieja mecedora de su madre y se hamacó un buen rato, abstraída y distante. En la fuente de lajas, el león pintado parecía esbozar una sonrisa sarcástica. No había querido recorrer los otros cuartos. Estaba bien así, en esa nostalgia silenciosa.

Algo parecido a un quejido la sobresaltó. Volvió la cabeza. A su alrededor no había nada que pudiera indicarle su procedencia. Pronto el quejido se fue haciendo más continuo, hasta acabar en lo que no podía ser otra cosa que un llanto de niño. Decidida, caminó hacia uno de los dormitorios. Todo estaba como antes. El llanto procedía del cuarto vecino. Encendió la luz. El espejo de la cómoda reflejaba un bulto sobre la cama. Allí, en un canasto de mimbre, envuelto en sábanas bordadas con la inicial de  Montero, el niño se adormecía.



Extraño de ojos grises- Mèxico, 1982

martes, 24 de noviembre de 2015

Por la Amazonas- Paulina Movsichoff



La despertó el alboroto de los pájaros en la palmera. Abrió lentamente los ojos y, a través de la cortina, pudo comprobar un cielo insistentemente azul. Le gustaba quedarse así, en esa duermevela donde los pensamientos se deslizan fugaces como sombras y podía creerse allá, en aquellas otras mañanas, ya perdidas. Ese día no tenía ganas de salir a trabajar. Quién lo hubiera dicho: Vendedora. Ella, que en la vida hizo otra cosa que leer y escribir. Recordó su cuarto de investigadora, en la Facultad. Era muy pequeño pero resultaba cálido con las plantas que fue acumulando mes tras mes, los afiches de Rousseau. ¿Quién lo ocuparía ahora? Quizás estuviera vacío, esperándola. La investigación sobre Carpentier quedó trunca y aquí no había tenido fuerzas ni tiempo para retomarla. Debían ganarse un lugar, sobrevivir  como fuera en es país en donde recalaran, náufragos en la gran isla del exilio. Sintió en su cuerpo la mano, aún adormilada, de Carlos y la rechazó con suavidad. No le gustaba ser interrumpida en esos momentos, los únicos que se permitía, de nostalgia. De la penumbra del inconsciente surgió la cara de Juan, con quien soñara toda la noche. Lo encontró en la calle, poco tiempo antes de la partida. Tomaron juntos un  café. Ahora volvía a ver esos ojos, ensombrecidos por la rabia, las manos que destrozaban la servilleta mientras ellos hablaban de cualquier cosa para no nombrar lo que estaba allí, vivo, como una fiera al acecho. “Cuidate”, le dijo ella al despedirse. No podía dejar de sentir por él una tierna preocupación. Sin embargo, conociéndolo tan bien (la relación había sido breve pero intensa), se alejó segura de que si súplica caería en saco roto. La mano insistía y el deseo comenzó a ganarla, como una marea inevitable. Eso es. Hacer el amor, anudarse hasta espantar los miedos, hasta que la tristeza retroceda. La tristeza. De un tiempo a esta parte siempre estaba allí, agazapada, lista para saltar en cualquier momento de despido.
   Mientras se vestía miraba el Pichincha, a lo lejos, las casas que comenzaban a llenarse de apuros y de ruidos. Pensó que volvería por la Amazonas. Era la única calle que reunía las oficinas más importantes de la ciudad; esa vez no podía darse el lujo de perder el tiempo. Nada de sentarse en un banco de la Alameda, entre una venta y otra, con un libro en la mano. Carlos no recibía un peso desde hacía varias semanas, y debían el arriendo, las provisiones comenzaban a escasear. Subió por la Humboldt. Contempló los jardines simétricos, el césped aún mojado de rocío, todo envuelto en esa atmósfera de seguridad y sosiego que parece emanar de los barrios adinerados.
  En la parada del Chaguarquincho, la  misma india de todos los días le tendió la mano. Ella sacó un sucre del bolso y se lo dio. Dos otavaleñas corrían ya hacia el bus que avanzaba desde la esquina con su panza de un azul desteñido. Un olor a fruta podrida, a sudor, la golpeó mientras trataba de acomodar las piernas en el breve espacio del asiento. A su lado, el niño atado a las espaldas de la mujer estiraba la mano, tratando de tocarla. Miró sus ojos negros y alertas, los cachetes de una aceitunada placidez y le sonrió. Mientras el bus bajaba por la 6 de Diciembre trató de concentrarse en la limpidez del aire, en la exaltada transparencia de esa mañana andina. Al llegar a la Alameda decidió bajar y recorrer a pie las dos cuadras que faltaban. Se detuvo en un edificio moderno, de vidrios color sepia. A la entrada se leía, con letras doradas: Edificio Proinco Calixto. Al catorce, pidió al ascensorista, luego de cerciorarse en el  tablero de que era el último piso. Antes de comenzar, se detuvo en el hall y, por la ventana, miró fugazmente la ciudad, allá abajo, los toldos de las confiterías, los tapices y ponchos que los indios desparramaban en la vereda, preparándose para la llegada de los turistas. ¿Qué ofrecería primero? ¿El Quijote ilustrado por Dalí? Quizá fuera conveniente comenzar por la Enciclopedia infantil, con sus cuatro tomos: todos los porqués, los dónde, los cuándo, los cómo. Por su mente pasó, fugaz, el recuerdo de su abuela, con El Tesoro de la juventud en la falda. Siempre dejaban de lado el Libro del los Porqué para zambullirse en el de Narraciones Interesantes. Ahora se acercaba Navidad. No estaría mal trabajarles a los ricachos por el lado del amor paternal. Cerró los ojos y la imagen de la abuela se le dibujó con tal fuerza que debió contenerse para no llorar allí mismo. O bien Los grandes políticos. Hitler y Marx. Qué ensalada. Kennedy y Ataturk. Golpeó tímidamente la puerta donde se leía: “Inversora V & U”. la secretaria, una yanqui oxigenada, le preguntó: “¿Qué deseas querrida?”, arrastrando la erre. “hablar con el gerente”, dijo ella, con una voz que trataba de parecer segura. Las secretarias eran huesos difíciles de roer. “¿Por qué asunto, querida?”, insistió la rubia. “Personal”, contestó, instalándose en un sillón de cuero mullido. La contempló alejarse moviendo las caderas. “Está ocupado”. Vuelve mañana.” Esta vez fue Promepar SA, en el piso de abajo. Sentado ante el escritorio, un muchacho de cara lampiña leía una revista con aire indolente. La introdujo sin preámbulos en un despacho profusamente decorado. Caminó por la alfombra de largos pelos, apoyando voluptuosamente los pies. El gerente era un hombre moreno y afable, con una sonrisa de aviso publicitario. Desplegó los folletos sobre la mesa donde descansaban, enrollados, algunos planos. La sed comenzaba a torturarla cuando dejó de hablar, no muy segura de haber estado convincente. “¿De dónde es usted?”, y el hombre la miraba, entre complacido y curioso. “De Argentina”, contestó ella. “Bueno, pero sucede que estoy muy gastado. Hábleme más de lo que tiene.” Y  luego, como si se arrepintiera, agregó: “¿Qué le parece si tomamos un trago por la noche?”, a la vez que paseaba los ojos por su cuerpo, calzado en un enterito celeste. Salió de allí diciéndose que aquél no era su día, que habría que decirle al dueño del departamento que siguiera esperando, que. Se animó frente a la puerta de Mc Kann Erikson. La respuesta fue la misma: “El gerente está ocupado”, vuelva otro día.
  Sentada en un escalón, entre dos pisos, permanecía ahora quieta, indiferente hacia la mañana que avanzaba, cautelosa, hacia el mediodía. Una profunda lasitud comenzó a invadirla. Se encontró de ponto pensando en Luisa. Qué diría al ver su ardua lucha por vender aquellas enciclopedias. Pero Luisa no estaba allí para verla. Ni allí ni en ninguna parte, seguramente. Aún llevaba, en su bolso, la carta donde le avisaban su desaparición. Apenas se dio cuenta del hombre de espesos bigotes y espalda fornida que subía por las escaleras y pasaba ahora a su lado. “¿Se siente mal?”, oyó que le preguntaba, con una voz no exenta de preocupación. Y luego, al ver el portafolios: “¿Vende algo?”. Sacando fuerzas de flaquezas ella contestó que sí, que vendía libros, enciclopedias para ser más exactos. ¿El señor querría ver? “Estaremos más cómodos en mi despacho”, invitó él. Ella se fijó en su traje de corte impecable, en el gesto de hombre de mundo con que le cedió el paso. Nuevamente el despliegue de folletos sobre la mesa. Me llevo el Marketing, dijo él ante su mirada de asombro, cinco tomos, una de las más jugosas comisiones. También El Quijote y los clásicos de la literatura universal, y la Enciclopedia Infantil. Sus pensamientos se atropellaban. Alcanzará para el arriendo. Incluso sobrará. Podremos comer por lo menos un mes. Tal vez pueda comprar el tocadiscos.
  El portafolios, al caer, la sobresaltó. Se dio cuenta de que tenía una pierna adormecida. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que se sentara en aquel escalón? No se molestó en averiguarlo. Decididamente, no volveré más por la Amazonas, pensó mientras bajaba, arrastrando levemente la pierna por la escalera.



Una mujer silenciosa. Torres Agüero Editor                                    

jueves, 19 de noviembre de 2015

EXTRAÑO DE OJOS GRISES (cuento) Paulina Movsichoff


          Nada más que un indefenso corazón enamorado.
                               Olga Orozco


Margarita miró los pimientos, lavados por la lluvia. La plaza se había quedado desierta después de esa tormenta de verano. Algunos pájaros se bañaban en los charcos.  Un olor a tierra húmeda le impregnó los sentidos. Pese a todo se sentía acongojada. Demoraba el paso, quería llegar a su casa lo más tarde posible. Hoy le resultaba demasiado penoso enfrentarse nuevamente, como todas las tardes desde hacía quince años, con la monotonía de su soledad.  Pensó en sentarse en algún banco, pero no. Lo mismo daba antes o después. Por la vereda de enfrente pasó doña Genoveva con su hija. Mucho tiempo había pasado desde que la viera la última vez. Casi después de la muerte de su madre. No pudo evitar el recuerdo de ese tiempo. Doña Genoveva era quien las ayudaba, a su madre y a ella, en la confección del ajuar para su próximo casamiento. No le costaba nada imaginarse en el corredor de los geranios, bordando en la largas siestas del verano, acompañada del ronroneo de la máquina de coser. Y luego aquello. Carmencita, la menor, fugándose con Roberto, con quien ella debía casarse al mes siguiente. La madre murió poco después. Desde entonces ella vivía sola, trabajando de vendedora en la perfumería. Al llegar junto a la puerta de su casa le pareció que algo fuera de lo habitual iba a ocurrir. Se encogió de hombros y entró. Un desacostumbrado olor a tabaco la envolvió ya desde el zaguán. En el patio, un hombre de ojos grises le apuntaba con el cañón de su revólver. Tragó saliva y esperó. “Necesito un lugar para esconderme, me andan buscando así que tendrá que resignarse”. “Proceda como si estuviera sola”, agregó. Margarita se dirigió a la cocina y allí se afanó en la cocina. Al tender la mesa debajo del parral, como lo hacía en las noches de calor, sus manos temblaban imperceptiblemente. En sus ojos había una sombra de miedo y sus pasos no eran tan firmes como de costumbre. Puso dos cubiertos. Comieron en silencio. Los ojos del hombre recorrían la casa, los árboles de la quinta, las paredes de resplandeciente blancura. “Le pondré un catre en el comedor”, dijo Margarita. “Yo salgo temprano a trabajar. Si se piensa quedar aquí trate de no mostrarse. Todos saben que vivo sola, de modo que si los vecinos lo ven, van a sospechar”.
  Transcurrió un mes sin sobresaltos. Margarita ya se había acostumbrado a la presencia de ese hombre de ojos  grises que liaba él mismo sus cigarrillos. A su parquedad. No le preguntó qué hizo ni de dónde venía. Él tampoco se lo dijo. Pero se iba creando en ellos una complicidad que trascendía las palabras. Ya la soledad no la oprimía como antes. Era agradable sentir la respiración acompasada del extraño en el cuarto de al lado, antes de dormirse.
  Aquella noche se desveló más que de costumbre. Un desasosiego inusual la llevaba a moverse en la cama, sin encontrar postura. “Todavía no sé cómo te llamas”, dijo la voz cálida a su lado. “Margarita”, respondió ella y sus brazos lo recibieron. Así, a los treinta y cinco años, conoció por primera vez la fuerza y la ternura del hombre. El vértigo del amor y su saciedad. A veces se acongojaba al pensar en la incertidumbre del futuro. Pero nunca se lamentaba. Recostada a su lado, pensativa y absorta, las manos de él jugaban con su cuerpo.
  Aquella tarde, en la perfumería, sintió una imperiosa necesidad de salir antes de hora. Quería estar con él desde temprano, hablarle del hijo que esperaban. Deseaba sentir sus brazos ciñéndola, acariciando el vientre donde una vida había fundido las suyas para siempre. El aire traía la inminencia del otoño. Una llovizna leve mojaba las calles y los árboles. Lo llamó al abrir la puerta. Se extrañó de que, como lo hacía habitualmente, no saliera a recibirla. En el comedor el catre estaba como siempre, no así la ropa de la silla. Esa ropa que ella había cosido y planchado tantas veces. Fue hasta el patio. Ni señales. Un fuerte viento acompañaba a la lluvia que ya comenzaba a arreciar. Caminó por la casa definitivamente silenciosa, buscando una huella, una señal. Pero no encontró nada.
  Se sentó en la cama. Con las manos cruzadas sobre el vientre, comenzó a llorar.   



Extraño de ojos grises  SEP, México, 1982              

miércoles, 18 de noviembre de 2015

TERRITORIO INNOMBRADO (cuento)- Paulina Movsichoff



Fue aquel verano de la invasión de langostas. El cielo se oscureció de golpe cuando aparecieron, convirtiendo el patio en un enorme colchón de alas y patas puntiagudas. Recuerdo mi repugnancia. La manera en que mis hermanos me perseguían amenazándome con tirarme alguna. Mamá nos había dado ollas viejas con las que improvisábamos tambores para ahuyentarlas.
  La ciudad era un infierno entre el polvillo fino que la sequía depositaba en el aire y esa masa ondulante y marrón que no nos daba tregua. “Iremos al campo”, dijo mi madre. Y yo sentí una incomunicable alegría. Como si me hubieran dado un baño de luz. Olvidé las langostas y mi asco inquebrantable. Olvidé también los juegos en que tratábamos de parecernos a los mayores en su reposada seriedad. Todo quedó desplazado y opaco ante los brillos de lo que se acercaba: los baños en el río, el serpentear del agua entre los sauces. Los escondites en el maizal, las siestas intensas con e entrechocarse de las piedras de la payana en el oscuro frescor de la galería. Y mis primos. Sólo nos veíamos los veranos pues ellos vivían en Buenos Aires. Encontrarnos era siempre una renovada algarabía. Un contarse y volverse a contar las hazañas del año, tratando de adornarlas con visos de inverosimilitud.
  Pero aquel año era distinto. Un dolor fuerte me turbaba al tocarme los senos, que ya empezaban a asomar. Apenas unas palabras aclaratorias de mi madre: “Para que más adelante puedas ser mamá”.
  El auto dobló la última curva y allí estaba, en la loma, la casa de los Guevara, abandonada hacía años a telarañas y murciélagos. El aire nos trajo ese olor a tierra húmeda, a árboles aún agobiados de rocío. Callejones sombríos de álamos, desperezo de sauces en el río.
  Era el despertar de olvidadas sensaciones. La impaciencia por cruzar el pueblo y llegar, por fin, a la casa.
  Fue a Eduardo, el mayor de mis primos, el que vimos primero. Llevaba bombachas y botas de montar. También él había crecido. Una barba incipiente sombreaba sus tostadas mejillas. Al besarlo medí la sensación del júbilo.
  Todo sucedió según mi ansiedad lo previera: los demás saliendo de la casa a empujones para ver quién llegaba antes. El correr a ponernos los trajes de baño para zambullirnos en el agua cristalina y verde. Eduardo dejaba a veces de leer su abstrusa novela y me agarraba las piernas mientras nadaba. No sabía por qué me enorgullecía tanto el que se dedicara a molestarme sólo a mí, aun cuando sus bromas fueran pesadas. Un hilo delgado pero firme nos mantenía invisiblemente ligados.

  “Corramos que ya los perdimos de vista”, y las hojas del maizal me pegaban en la cara, el sudor me empapaba la ropa. Los  tobillos se me doblaban. Habíamos salido a robar choclos en la chacra de don Sosa y disparábamos espantados por los ladridos que creíamos haber oído a nuestras espaldas. Ahora los ladridos se habían calmado, aunque los demás nos llevaban una considerable ventaja. Sólo Eduardo y yo y la claridad cegadora de mediodía. Esa hora en que comienza la siesta y hasta los insectos parecen adormecerse para acompañar su sopor. Me dolía el pie que me había doblado en la corrida. Tuve que sentarme en el suelo, en medio de los matorrales que nos cubrían por entero. Y ahora es tu mano la que suavemente sube por mi garganta y se detiene en mi mejilla que quema más que el sol. Y siento tus labios que arden también y se acercan a los míos. Y nuevamente es tu mano que inicia un recorrido por mi cuerpo, descubriendo su temeroso aletear, su latido virgen y hondo. Y ya no sé si es el sol o es mi cuerpo el que quema y una vergüenza que es a la vez rechazo y ofrenda. Y la certeza de que ese verano quedará para siempre en nosotros. En nuestra piel confundida y secreta. En  nuestro beso, que nos llevó a un territorio que en adelante deberemos recorrer solos, con toda su carga de soledad y fuerza. De alegría, de infinita e indomable tristeza.    


De EXTRAÑO DE OJOS GRISES. México, 1982        

sábado, 31 de octubre de 2015

La orilla del mundo. (Novela)- Paulina Movsichoff. Fragmento


       Desde el mismo momento en que pisó Sacrosanto, Luciana comprendió que el mundo estaba dividido en dos mitades y que, si quería continuar en esta vida, debía sepultar una de ellas en los medanales de la memoria. Lo primero que tuvo que aprender fue su nuevo nombre. No aquel nombre de rocío y miel que oyera de labios de Aimé, su madre, y de sus abuelos de “allá”, aquel Millaray que significa “Flor de oro”, sino éste, tan distinto, de Luciana, con el que su padre, el coronel Vargas, la presentó en su nuevo mundo. Se lo había dicho en su lengua cuando salieron. Se lo dijo mientras atravesaban un médano, antes de entrar en lo que escuchó llamar la “travesía”, esos pedregales y arenales que se extendían hasta donde no alcanzaba la mirada. “Desde ahora te llamarás Luciana”. Y ella escuchó ese nombre y lo retuvo en su boca como un fruto cuyo sabor no le gustaba porque no era el dulzón de las vainas del algarrobo sino amargo y áspero y se le atascaba en la garganta como si hubiera tragado un abrojo. Con él la conoció doña Antonina y ya nunca volvería a escuchar aquel otro, el de Millaray. Luciana repetía en secreto el vocablo a punto de ahogarse pues no se parecía a nada de lo que hasta entonces oyera. Y tuvo que apartar de su cabeza el hermoso valle con los piñones matizando el verde, el espejo del lago en donde aprendiera a mirarse y a descubrir sus facciones, el círculo alrededor de las hogueras por las noches para aprender la casa y sus corredores largos y sombreados y sus bargueños y sus vigas y sus alacenas y sus limoneros. La  casa y sus cristaleros y sus aguamaniles de porcelana. Tuvo que aprender el chirrriar de la cadena del aljibe y su cama de nogal con las sábanas olorosas a jabón de  Marsella y la colcha de damasco, la mesa tendida con manteles de ñandutí y candelabros de plata, tuvo que aprender el Alabado que doña Antonina le hacía repetir cada noche antes de dormirse, con las manos juntas y arrodillada junto a la cama. Ese rezo que a ella le resultaba incomprensible  a pesar de los meses de catecismo, porque no entendía, por más explicaciones que le diesen, aquello de que Dios estuviera en el Santísimo Sacramento del Altar ni aquello del sin mancha de pecado original con que la Virgen fuera agraciada como si su condición no consistiera en la de una simple mortal, menos aún lo de aquella mancha que todos traíamos al nacer. Y también le costaba entender el significado de aquel Buenos días su Señoría que jugaba con su amiga Rosario, a quien el coronel le buscó entre sus amistades para que a su niña no se la tragara la travesía de la soledad. Rosario, que era hija de su íntimo amigo Bernabé Aráoz y que tenía la misma edad de Luciana. A veces llegaban otros niños del vecindario y Luciana fue aprendiendo aquel juego cuyos versos guardaba en la memoria para decirlos antes de dormirse:

Hilo de oro, hilo de plata
Que jugando al ajedrez
Me decía una mujer
Lindas hijas tiene usted.
Yo las tenga o no las tenga
Yo las sabré de mantener
Con el pan que Dios me ha dado
Y el jarro de agua también.

    Hasta aquí la cosa le gustaba. Qué era eso de andar pidiendo las hijas de otro. Y la madre qué bien las defendía. Pero el mensajero no tenía ninguna intención de dejar allí a su elegida e insistía, insolente:      
    
Pues me voy muy enojado
Al palacio del rey
A contárselo a la reina
Y al hijo del rey también.

 Ante la amenaza, la madre cesaba en su resistencia:


Vuelva, vuelva pastorcillo
No me sea tan descortés
Que de dos hijas que tengo
La menor yo le daré.

Entonces la entrega se consumaba y la niña se marchaba con el pastorcillo, igual que Luciana aquella mañana de primavera, desobedeciendo la orden de su padre de no mirar hacia atrás, hacia el llanto de las mujeres y la mirada de desamparo dibujada en los ojos del abuelo. Y se preguntaba a qué rey debía ser entregada ella y si ésa sería la causa para haber abandonado aquel mundo en el que se movía con tanta facilidad como los choiques en medio de la llanura.
  Debió aprender también las enaguas almidonadas que le oprimían la cintura y las blusas con cuello de encaje de Malinas y botones de nácar que se pasaba media mañana tratando de hacer coincidir con los ojales. Pero por sobre todo debió darse cuenta de que madre no estaba en ninguno de los recovecos de aquella casa por más que la buscase y caminase por los corredores. Aunque se internase en el huerto y forzase los ojos para atisbar el final del callejón por si la veía venir con su paso de princesa que ha perdido su reino, con sus collares de colores y el tupu con que abrochaba la iquilla. Poco a poco comenzó a saber que no vería tampoco nunca más al abuelo ni se sentaría calladita junto al crisol en donde fundía la plata para fabricar las espuelas, los aros, los estribos, las sortijas y yesqueros ni iría con sus hermanas a buscar huevos de ñandú porque todo pertenecía a allá, a ese mundo que aquí era una realidad sepultada y prohibida y que a su sola mención las mujeres se encogían sacudidas por escalofríos y del cual se la pasaban murmurando cosas que interrumpían apenas ella entraba en la sala, llamada por  doña  Antonina para que saludes a las señoras que ponían en su mejilla un beso frío, un beso que más bien daban al aire, como si ella fuese la portadora de un gualicho, de uno de los wecufú, de ésos que se metían en las casas y en el corazón en forma de flechas invisibles y ocasionaba las desdichas de los cristianos. Y cuando repetía la palabra “cristianos”, no la asociaba con ese señor que veía colgando todo lastimado de dos palos cruzados, ni con la mujer de rostro compasivo que sostenía en sus brazos a un niño de pelo de oro y ojos celestes, sino con lo otro, con ese infierno en llamas de que hablaba el padre Anuncio en los sermones que decía cada domingo en la iglesia y al que, según él, irían todos los que no hubiesen recibido en su cabeza esas gotas que a ella le habían echado no hacía mucho. Y el corazón se le quedaba adentro del pecho como un puño cerrado cuando pensaba que allí irían todos los de “allá”: madre, hermanos, abuelos, porque no conocían ni les interesaba Jesús, sólo amaban a Chachao, el padre de todos. Pero a veces se tranquilizaba pensando que el padre Anuncio bien podía equivocarse y que ese señor todo lastimado tal vez no fuera tan poderoso como para hacer eso con los que ella amaba pues de ser así no colgaría como un pingajo de los palos. Entonces se dormía pensando que su madre estaba allí, al lado de su cama y le cantaba el canto del Uñefe, el lucero de la mañana, el que ampara a los huérfanos y a los que se extraviaron en la noche.    
  Algunas de las cosas de este nuevo mundo le gustaban. Un domingo de verano doña Antonina la llevó de la mano por las calles olorosas a tierra recién regada para que escuchara la retreta. En su corta vida en el acá Luciana se dio cuenta de que éste también se dividía en dos mitades bien marcadas: el adentro y el afuera. El adentro era Petronila que pasaba las horas con un gigantesco cucharón avivando los caldos, el tazón de chocolate con bizcochos que le servía cada mañana, la olla de hierro llena de agua que borboteaba rumorosamente. El adentro era un tiempo penumbroso y suave que pasaba detrás de los visillos de los espaciosos cuartos, los días en que la esperaba la ardua tarea de lavarse las trenzas con ayuda de Petronila. Inclinada sobre la jofaina de loza, Luciana veía sus cabellos desparramdos en el fondo como algas inmóviles y oscuras. Petronila le echaba un chorro de agua en la cabeza para enseguida enjabonarlo por segunda vez con ayuda de una porción de jabón de Marsella. Entonces Luciana sentía que sus cabellos empezaban a rechinar porque ya estaban limpios. Petronila los enrollaba sin piedad alrededor de su mano, retorciéndolos y secán-dolos con la toalla.
  El adentro eran los retratos al pastel de los bisabuelos, de los paternos, porque de los otros no tenía la menor idea de sus facciones, aunque a veces los imaginaba allí, sus retratos colgando de la pared, con su piel cobriza y sus rasgos de piedra, parecidos a los de mamá Aimé. Se los imaginaba cubiertos con el poncho recién salido de los telares y la vincha sosteniendo el pelo de un negro azulado. Se los imaginaba montando un caballo blanco, al igual que el bisabuelo de aquí, salvo que no con aquella chaquetilla de botones y alamares dorados  sino  con  el  torso  desnudo  y  la  lanza  en  la  mano. El adentro era también el abuelo Melitón que acudía todas las mañanas a tomar el desayuno, perfumado y peinado con esmero, ataviado con una levita negra impecable y una corbata de satén blanco, con esa mirada viva y alerta que conservó hasta su muerte. Era muy poco lo que Luciana veía del afuera, de ese vasto mundo que se extendía más allá de los umbrales de su casa y del cual ella fuera extraída. Por eso aquel día en que doña Antonina le ordenó que se pusiera el vestido rosa de organdí con el lazo de seda azul Francia, sintió que algo importante se avecinaba. Los ojos se le agrandaron por el asombro cuando vio los músicos delante de esos palos que llamaban atriles y que terminaban en unas especies de bandejas en las que descansaban unos papeles que Antonina le dijo eran las partituras. Las madres paseaban con sus hijos y las parejas de novios caminaban tratando de disimular los ardo-res del sentir y los soldados también paseaban en busca de alguna moza que les endulzara las horas que faltaban para volver al fortín. Luciana descubrió al director con su uniforme abotonado hasta el cuello y sintió un escalofrío cuando el estruendo de los tambores tapó el sonido de los clarinetes, arreciaron los platillos, se recogieron y extendieron las trompetas en un tañido lacerante y todo enmudeció inesperadamente, como si la voz de la  música llegada al ápice cayese a tierra zumbando.
  Luciana no fue la misma después de aquella experiencia. Luego del paseo circular que recorrió con el alma alborotada por el descubrimiento, preguntó a su abuela si cuando grande ella podría tocar en una banda. Antonina le contestó que aquello eran menesteres de varón y sintió entonces que otra vez debía dividir el mundo en dos mitades casi irreconciliables.                  


           

                   


                     



Ediciones del valle. Buenos Aires, 2006

viernes, 23 de octubre de 2015

MOZART Y MAGDALENA- Paulina Movsichoff

El sol es un machetazo en el sendero
y Magdalena busca la sombra del guayabo
El niño se le prende del pezón
pero ella ni siquiera siente que sus trece años
le viajan furia adentro
pena arriba
como el naufragio de un beso en la inclemencia
De repente una música
se le instala en el pecho como una pajarera
o como un hipocampo enardecido
La ha escuchado temprano por la radio
y nunca oyó hablar de Mozart
Sin embargo ahora ese recuerdo
la baña de frescura como brisa instantánea
y de su seno comienzan a manar mieles recién improvisadas
dulzuras de calesita girando en el otoño
la desnudez de un ángel en la lluvia
Magdalena sube la cuesta de diciembre
con su crío en la espalda
y de pronto se descubre dorada
Una ternura de caléndulas
Le borda un regocijo en la cintura



Confesiones del relámpago

martes, 20 de octubre de 2015

CAMINANDO CON CORTÁZAR- Paulina Movsichoff



 Estábamos allí, en ese bar de Rivadavia, apenas separados por la blanca superficie de la mesa. Decidimos instalarnos en la vereda, justo enfrente del parque y el resplandor inasible del otoño acariciaba los árboles. Todo parecía envuelto en una luz de sueño, leve y brumosa. La idea del encuentro partió de él, de Julio. Yo contemplaba esa mirada atenta y a la vez reconcentrada, esos ojos a los que parecía nada podía escapársele, ni siquiera lo que se agitaba en mi interior, las manos finas de pianista, la sonrisa casi permanente que dejaba al descubierto esos dientes separados que le daban ese aire de palpitante adolescencia.
  Llegó puntual y, luego de charlar un rato en el living de mi casa, le propuse caminar. Accedió encantado. "Hace tanto que no recorro Almagro", me dijo. "Las calles de París no tienen ese qué se yo de las de acá" sonrió, mientras aplastaba el cigarrillo en el cenicero. Tomamos por Quito. El tupido ramaje de los árboles arrojaba una sombra tersa y la brisa parecía conversar con cada una de las hojas, con los viejos troncos que nuestros pasos iban dejando atrás. Las calles estaban solitarias y la luz color miel nos contenía como un agua silenciosa y frágil.
  En el trayecto él se explayó en mis cartas, en ese proyecto de tesis que le comenté en una de ellas sobre la influencia del surrealismo en su obra.
  Fue una amiga, escritora también, quien me proporcionó el teléfono del hotel donde se alojaba. Marqué, no sin nerviosismo. Luego de que le contara el motivo de mi llamado, me propuso que nos viéramos. "La charla es a las ocho. Todavía tenemos unas cuántas horas", dijo con voz tranquilizadora. Y ahora yo allí a su lado, escrutando su larga figura, su andar pausado, me preguntaba si todo no sería sólo un sueño.
  Llegamos al parque y lo atravesamos en silencio. Sin darnos cuenta, pronto estuvimos en el sector de los libros. Se sumergió en ellos con el entusiasmo de un chico. De pronto sus largos dedos extrajeron uno, que no tardó en mostrarme. Eran Los Himnos a la noche, de Novalis. Lo compró de inmediato. "Hace tiempo que lo andaba buscando. La versión alemana se me ha extraviado. Pero igual me gustará releerlo en español". Ya en el café se explayó en hablarme del poeta alemán, del cual yo conocía sólo el nombre. Me instruyó en su concepción de la poesía como la realidad mágica del sueño, en la que éste se convierte en realidad y la realidad en sueño. Me habló de la novela, ese gran proyecto que la muerte le impidió terminar — murió de tuberculosis, como buen romántico — me aclaró. La novela trataba de un poeta medieval que se lanza en busca de la flor azul, símbolo de la belleza, de la felicidad y las ilusiones inalcanzables. Abrió una página al azar y leyó: Amada llegas / la noche ha venido ya / se ha consumido el día. Nos quedamos un rato en silencio y de pronto le propuse, no sin vencer mi timidez, una entrevista más larga, editar un libro con nuestras conversaciones. Accedió, con esa sencillez que me demostró en todo momento, como si él, Julio Cortázar, no fuera uno de los más grandes escritores argentinos sino un autor incipiente, feliz de ser estudiado, reconocido. "Te vienes en el verano, cuando mis tareas en la UNESCO me permiten un respiro". Y concluyó, apretándome levemente el brazo: "Te gustará Saignon". La sensación de irrealidad volvió a asaltarme. A eso de las siete nos despedimos. Él se inclinó y, luego de decirme: "Ha sido un verdadero gusto", me rozó levemente los labios.
  El timbre del teléfono me sobresaltó. Contrariada, salté de la cama. Hubiera deseado quedarme allí, detenerme en la modorra gozosa de regodearme con aquel encuentro con mi amado Cortázar, cuya imagen me miraba constantemente desde el afiche colocado con chinches en la puerta del placard. La sonrisa mansa parecía querer comunicarme algo inaprensible para mí.
  La voz de Marcela: "¿Dormías?" "Sí, Te llamo luego. Disculpame." Y luego correr nuevamente a la cama a cerrar los ojos y tratar de revivir, de rescatar algo de aquella imagen, las hilachas que quedaban en aquel naufragio del despertar. Mi corazón se aceleró cuando, al acercarme, distinguí el pequeño bulto sobre la sábana. Nada había dejado en ella. Pensé con susto en un insecto, alguna de esas mariposas nocturnas aplastada sin duda por el peso de mi cuerpo dormido.
  Y ahora, sentada junto al ventanal por donde la luz de la mañana se cuela como un río dichoso, acaricio con lenta delectación el nocturno aterciopelado de mi flor azul.



martes, 13 de octubre de 2015

LA CASA AZUL- Paulina Movsichoff



    En un principio México me resultó una ciudad hostil. Una honda melancolía se apoderó de mí en aquellos primeros tiempos de nuestra llegada. A la sensación de pérdida se unía la herida en mi identidad. ¿Quién era yo? Todo lo que diera sentido a mi existencia se había evaporado y sólo me sentía un madero golpeado por las aguas del dolor que el exilio dejara en nosotros. Pero Alfonso no parecía tener tiempo para tales elucubraciones. Su trabajo en un periódico prestigioso le absorbía muchas horas de su vida y, al regresar, se zambullía en la máquina de escribir como un poseso. Por aquella época, yo casi no me sentía escritora. Tampoco tenía trabajo. Era difícil conseguir algo pues migraciones sólo concedía la visa si se tenía una oferta concreta de trabajo y, a la vez, para obtenerla, se necesitaba la visa. Era un círculo vicioso en el que me debatía y contra el cual ya ni luchaba, menguada mi energía por la desesperanza.
  Alfonso trataba de sacudirme de ese letargo. "¿Por qué no vas al Museo de Antropología?" me impulsaba. "Aprovechá ahora que tenés tiempo". Pero en verdad mucho tiempo no tenía ya que Violeta, mi hija de tan sólo cuatro años, requería de toda mi atención. Por otra parte, la abulia me impedía afrontar lo que me parecía una epopeya. Tomar el metro apretujada por la multitud, transitar aquellas calles por las que se desplazaba un río de autos y casi ningún peatón. No podía creer cuando me contaban que aquella fuera la región más transparente del aire, una ciudad luminosa cubierta de valles resplandecientes y verdores perpetuos. Pero aquí parecía haberse vuelto verdad esa antigua maldición de que "todo verdor perecerá".
  Aquella mañana de primavera, luego de dejar a Violeta en el kinder, obedecí al impulso de continuar por la Avenida Universidad. De modo  que pasé de largo por aquel condominio de rejas negras y amplio patio de ladrillos donde se ubicaba nuestro departamento y seguí caminando. Una callecita estrecha llamó mi atención y me interné en ella. Apenas penetré en ese lugar mágico donde las ramas formaban una campana verde sobre el empedrado, me enteré de su nombre por el cartel de la esquina: Francisco Sosa. Tuve la sensación de haberme internado en un mundo que nada tenía que ver con aquél del cual yo provenía, con sus casas bajas y elegantes, las veredas (banquetas les decían allí) angostas me llevaban al recuerdo de mi lejana Sacrosanto. Largo rato estuve vagando por aquel laberinto de callejas, atravesé el centro en cuya plaza el sol se derramaba en una fuente con dos coyotes, me senté en un banco del mercado a tomar jugo de horchata. Algo nuevo y desconocido me hormigueaba en las venas y sentía que, por alguna misteriosa razón, yo había ido a parar a aquel lejano país.
  Al llegar a una esquina la casa atrajo mi atención. Estaba ubicada entre las calles Londres y Allende y no se diferenciaba demasiado de otras en aquella colonia ubicada al sudoeste de la ciudad de México. Tal vez lo que me atrajera tan poderosamente fuera el azul intenso de sus muros, avivados por altas ventanas de muchos cristales y postigos. Me quedé parada largo rato en la vereda de enfrente, observándola. De pronto percibí que uno de los postigos se abría y una hermosa mujer de rostro ovalado y ojos de una intensa negrura se fijaban en mí. Llevaba unos aros de plata de estilo colonial y un collar de perlas de jade se entreveía entre los pliegues de un chal parecido al que veía en las indias que se cruzaban a cada rato a mi paso. Me llamó la atención la negrura de sus cejas, que se juntaba por encima de la nariz. su boca frutal. Era fresca y hermosa y mostraba una gran seguridad en sí misma. La visión no duró mucho tiempo pero pude sin embargo notar en su rostro una tristeza que no parecía de este mundo. Antes de desaparecer de mi vista me di cuenta de que la única espectadora era yo. La calle estaba desierta de peatones, seguramente porque  era ya más de mediodía.
  Esa noche llamé por teléfono a mi amiga Corina y le conté lo sucedido. No tardó un minuto en decirme que la casa de mis desvelos era la de Frida Kahlo, una pintora. Me contó también que fue la mujer de Diego Rivera, el muralista. Por esa época sólo los expertos la conocían, aun cuando ya la casa hubiera sido convertida en un museo. Cuando le conté lo que había visto en una de las ventanas, Corina lanzó una carcajada: "Estás loca", me dijo. "Frida murió hace muchos años".
                


miércoles, 7 de octubre de 2015

EL BISABUELO- Paulina Movsichoff




  Evangelina nació escuchando de labios de su madre la historia de aquel bisabuelo que estuvo exiliado en Chile durante doce años. Muchas de aquellas noches de invierno, mientras el Chorrillero, ese viento implacable que lijaba puertas y postigos como pidiendo entrar sacudía la casa, Irene se sentaba junto a la cama de ella y la de Florencia y les narraba aquellas historias. No eran relatos maravillosos sino que casi todos versaban sobre sus antepasados, pero a Angelina le parecían tan sorprendentes como las de los cuentos.
  La que más le gustaba era la de aquel bisabuelo que Sarmiento había enviado a la cárcel por rivalidades políticas. Allí, decía la Sherezade que era mi madre, los ojos brillándole de entusiasmo, sublevó a la  tropa policial y la revolución corrió como reguero de pólvora por las provincias vecinas. Desde el norte llegó Felipe Varela. De la sala de música colgaba aquel retrato en donde se los veía abrazados, al bisabuelo y al caudillo riojano. Evangelina se demoraba contemplando la espesa barba y los ojos claros de su antepasado, que vestía frac y sombrero de copa. Pensaba que, si alguna vez llegaba al matrimonio, le gustaría tener por marido a un hombre de aquellos ojos abarcadores, las manos de artista y esa sonrisa festiva que parecía dirigirle desde el cuadro.  Felipe, en cambio, llevaba un sombrero claro y de grandes alas que sombreaba su rostro de mejillas consumidas y grandes y erguidos bigotes canosos.
  El retrato fue también testigo de la vez que Ernesto se le declaró. Esa noche de marzo la casa se alborotó con la fiesta que su madre decidió organizar con motivo de sus quince. Fue invitada lo más granado de la juventud de aquel entonces.
  Irene encargó el vestido a la mejor modista de la capital. Cuando Evangelina contempló en el espejo aquella figura frágil de una donosura de gacela enfundada en el vestido de organza blanco, cuyo único adorno era el moño rosa en el canesú, pensó en Ernesto y tuvo el presentimiento de que él se fijaría en ella.
  Casi no habían hablado desde que lo divisara en la plaza al comienzo de la temporada, su metro ochenta y seis sobresaliendo de la escuadra de amigos que daban vueltas en sentido contrario al de ella y sus amigas. Su memoria quedó imantada por el mechón negro cayéndole sobre la frente, los ojos verdes que bajaron hacia ella contemplándola con una mezcla de admiración y negligencia. Fue Lucila, su mejor amiga, quien la puso al tanto. Su nombre era Octavio. Estudiante de arquitectura, llegó a Sacrosanto a principios del verano para pasar las vacaciones. Desde ese día las dos figuras, la de él y su bisabuelo, escoltaban su entrada en el sueño. A veces le parecía que una y otra eran la misma persona.
  Irene, que disponía de todo en la casa bajo la mirada benevolente de Edgardo, su marido, destinó el primer patio de baldosas para la pista de baile y en el segundo, de tierra, distribuyó las mesitas con sus sillas y colocó luces entre las ramas de la higuera. De ella colgaban todavía las hamacas, que su padre colocó para ella y Florencia a los seis años, Evangelina se columpiaba durante las eternas siestas luego de llegar de la escuela mientras cantaba La vie en rose o Les feuilles mortes y soñaba con ser Grace Kelly y Audrey Hepburn. También el terreno debajo del parral fue aprovechado para que los mozos contratados especialmente sirvieran refrescos, helados, sandwiches y macitas.  Irene se pasó dos tardes enteras acarreando la granza que daría al suelo ese color rojizo que lo convertiría en un lugar nuevo y exótico.
  Cuando Evangelina y Ernesto entraron en la salita, el patio era un hervidero de hombres y mujeres, apenas salidos del sueño de la adolescencia, que bailaban al compás del Trío Los Panchos o  de ese nuevo invento, el Rock and Roll. Se veían acalorados y felices saltando al ritmo de aquel one, two, three, and five o clock.
  En cuanto estuvieron  solos se miraron, como descubriéndose. Ernesto le dio un beso en los labios y le dijo que desde que la vio pensaba en ella. Le preguntó entonces si le pasaba lo mismo. Totalmente ignorante de los tejes y manejes del amor, Evangelina pensó que la sinceridad no era lo más apropiado para estos casos. Tenía muy presentes las instrucciones de su madre, de que una niña que se precie no debe tener el sí fácil. Así es que le dijo que le contestaría el sábado en la plaza. Volvieron al patio y estuvieron juntos y separados, mezcladamente.
  Se preparó para el sábado toda la semana. Esa mañana comprobó que el destino le jugaba una mala pasada pues amaneció frío y ventoso. Gruesos nubarrones cubrían el cielo y Evangelina los contemplaba gemebunda, comprobando el derrumbe de su sueño. Ya no podría ufanarse el lunes  contándoles a sus amigas que estaba de novia. Ninguna de ellas estuvo dispuesta a acompañarla, así que decidió ir sola. Irene, totalmente ajena al asunto, no opuso ninguna objeción cuando ella le dijo que se iba a lo de Lucía. Fue ésta quien hizo cundir la alarma cuando llegó en busca de Evangelina poniéndola al descubierto involuntariamente, pues nada sabía de lo dicho por su amiga. Irene puso el grito en el cielo y Lucía se acordó del llamado de esa mañana de su amiga pidiéndole que la acompañara. Si bien Evangelina guardó una absoluta reserva sobre el motivo de la urgencia en asistir aquella tarde a la plaza, el corazón intuitivo de Irene dio un vuelco. Conocía a su hija y se dio cuenta de sus mejillas arreboladas cada vez que el nombre de Ernesto aparecía en las conversaciones. Se echó con premura un chal sobre los hombros y salió seguida de Edgardo, que no entendía bien lo sucedido, pero quiso ser útil si la ocasión lo requiriese.

  Eran ya las nueve de la noche y la plaza se veía desierta. Nadie se atrevió aquel día a desafiar las iras del Chorrillero. Escoltados por Lucía dieron una vuelta entera por ella. Hasta los pitojuanes parecían haberse decidido por el recogimiento, aun cuando fuese todavía verano. Fue Lucila quien descubrió el diario sobre uno de los bancos, cuyas hojas el viento ya comenzaba a dispersar. Edgardo lo tomó y vio la fotografía, la misma que colgaba de la sala de música. Decía La Gaceta y la fecha era de marzo de 1863. En grandes letras de molde podía leerse: "Felipe Varela apoya el movimiento insurgente de las provincias". Entre lágrimas, Irene miró la figura amada del bisabuelo. De Evangelina no volvieron a tener noticias.   

lunes, 21 de septiembre de 2015

PARA QUE NO ESTÉS TRISTE- Paulina Movsichoff




  Faltaban sólo veinte días para regresar a la patria luego de siete años de exilio, cuando Luisa se dio cuenta de que estaba perdidamente enamorada. Y no precisamente de su marido. El destinatario de ese amor que le desacompasaba el corazón y que le devolvió la sensación de arraigo que ya creía perdida para siempre era Abelardo Hurtado, su compañero en la editorial en la que se desempeñaba como correctora. Ahora, casi en la víspera de su partida, comprobaba asombrada que la había abandonado aquel sentimiento de nostalgia que la acompañó de una manera persistente y desesperada desde que pusiera los pies en México. Ya no caminaba por las calles o manejaba su Volskwagen en medio del tráfago infernal extrañando los cafecitos de Buenos Aires, que tienen, como las callecitas, ese qué sé yo, ni se quedaba horas enteras tirada en la alfombra de su departamento junto al tocadiscos escuchando a Homero Manzi en la voz de la tana Rinaldi. Ahora se internaba por las callejuelas de Coyoacán dejándose acariciar por la luz mañanera de aquella región que en alguna época fuera la más transparente del aire pero que aún conservaba esa textura, ese sabor blando y sosegado como no viera antes en ningún lugar. Se preguntaba cómo podría subsistir allá sin la música del organillero, sin los helados de mango o de guayaba. Y sin Abelardo. Llevaba ya diez años de casada con Fabián Ortúzar, un hombre medido en sus demostraciones con el que se quisieron en un primer momento con un afecto tranquilo en el que la pasión, que ahora era sólo un recuerdo, nunca levantara demasiado vuelo. El exilio se les había presentado como la última alternativa cuando una mañana seis hombres entraron en el consultorio, dejándolo como si hubiera pasado un huracán. Por suerte, él estaba ausente y, a la semana, ya tenían decidido partir.
  No habían podido tener hijos y eso le permitió a Luisa dedicarse con mayor ahínco a su trabajo. Pero aquellos años les parecieron a los dos un largo páramo. Fabián era psicólogo y comenzó a tener una cantidad nada despreciable de pacientes con lo que pudieron comprarse una casa de fin de semana en Cuernavaca. Pero Luisa no se conformaba con estar lejos de los suyos. Sólo la salvaron de no despeñarse demasiado en la nostalgia las cartas de su madre, que llegaban semana a semana con una infaltable regularidad y en donde la ponía al tanto, con cuidadoso  esmero, de los avatares de la familia.
  Fabián le comunicó una tarde, con ese tono tan suyo en donde a ella le parecía percibir una orden, que regresaban en dos meses. Habitualmente se plegaba a las decisiones de su marido pues éstas le parecían ajustarse a sus necesidades. Aquella vez no fue una excepción, No veía la hora de pisar tierra argentina.
    Esa mañana en la editorial el teléfono no funcionaba así que se dispuso a pedir el de la gerencia. Rocío, la secretaria, la saludó con una mueca distraída pues en ese momento clasificaba la correspondencia. Antes de que pudiera insinuar su pedido, escuchó: "estás guapísima". Era Abelardo quien, sentado a un costado en la oficina, esperaba que el gerente lo recibiera. Ella se rió pero, muy dentro de sí, algo quedó encendido por el resto del día. Esa tarde le grabó el cassette de la tana Rinaldi y se lo entregó a la mañana siguiente musitando un "para que te acuerdes de mí". Se dio vuelta para volver a su cubículo cuando oyó la voz de él: "¿Querrías comer mañana conmigo?". Luisa le contestó que sí, que le gustaría.
  A Fabián le dijo que a la salida del trabajo iba a encontrarse con Consuelo, su amiga mexicana, para despedirse. No era demasiado creíble pues nunca faltaba a comer a su casa, a las tres en punto, hora en que los dos se habían ya desocupado de sus tareas del día. Pero estaba decidida a no faltar a la cita. Prometió, eso sí, estar de vuelta antes de las seis. Abelardo la llevó a la posada del Ángel. Ella pidió chiles en nogada y él Huachinango. Luego de comer brindaron con tequila. A medida que hablaban, Luisa comprendía cuánto le había faltado en aquellos años ser escuchada. La voz de Abelardo la internaba en vericuetos desconocidos de su persona y la llevaban a evocar aquellos versos de Agüero, el poeta de su provincia: "Bajo su voz yo me sentía leve / como la nube que navega al viento". Envidiaba a los poetas que podían expresarse con esa justeza. "Te invito al cine", oyó que le decía. Alguna vez en la oficina, entre charla y charla, él le contó que era viudo y que vivía con su hija Eva. "Eva se queda hoy con su abuela".     
   Aceptó la invitación sin pensar en qué le diría a Fabián. En verdad, si unos meses antes alguien le hubiera dicho que actuaría de esa manera, se le habría reído en la cara. Estaba totalmente adaptada a esa vida que casi podría llamarse rutinaria.
  Le costaba concentrarse en la película. A pesar de que ambos miraban a la pantalla, sentía la presencia de él como un refugio de tibieza al que le resultaba difícil sustraerse. De pronto la asaltó el deseo de reclinar la cabeza en su hombro. Pero se llamó a la cautela. La invitación de Abelardo la tomó desprevenida: "¿Y si fuéramos a hacer el amor?"
  Se encontró en los brazos de Abelardo como si desde toda la vida hubiera navegado en busca de aquel puerto. Lo supo en el mismo instante en que él le quitó la ropa y abrazó su cintura con la precisión de un músico que tocara su instrumento.
  Llegó a su casa a las doce y se tendió al lado de Fabián que dormía como si ella no se hubiera ausentado. Agradeció ese desapego. Los días que siguieron fueron de una intensidad agotadora. Luego de salir de la editorial, ella y Abelardo paseaban por el botánico, y él se entretenía en enseñarle el nombre de las plantas. Ese fin de semana se fueron juntos a Tepoztlán. Fabián tenía un almuerzo de despedida con sus colegas de la Universidad y ella pretextó un leve resfrío. Llevó su guitarra y le cantó canciones de Argentina, las zambas que tocara una y otra vez en aquella larga ausencia. Él le decía: "Alguna vez le voy a contar a mis nietos que amé una argentina y que cantaba con su guitarra".
  Luisa se preguntaba si Fabián sospecharía algo. De ser así, nada dejaba entrever. La veía llegar a veces de la calle con la mirada brillante y las mejillas arreboladas pero parecía estar a mil leguas de todo. Para disipar cualquier duda, ella se ponía a empacar los libros y las artesanías con fanática aplicación, como para que no quedaran dudas de que nada había cambiado en sus vidas. Con la venta de los muebles, la casa se fue vaciando de a poco. Sólo les quedaban la cama y la mesa que Carmelita, la vecina, entregaría al día siguiente de su partida. A Luisa se le estrujaba el corazón cuando miraba por la ventana el jacarandá florecido, o cuando se asomaba a su ventana y contemplaba las cimas lejanas del Ajusco. Comprendió cuánto se había apegado a todo aquello.
  La tarde del último encuentro se puso el vestido hindú que llevaba el día que salieron por primera vez. La partida estaba fijada para el día siguiente y quería que él la recordara para siempre con aquel atuendo que le daba una apariencia de una de esas pinturas del medioevo. Se amaron durante cinco horas. Cuando él entraba en su cuerpo, Luisa se mordía los labios hasta sacarse sangre. Era la primera vez que gozaba con aquella intensidad. Tirados uno al lado del otro, conversaban. Por momentos él le fabricaba sombras chinas en la pared y ella se reía hasta quedar sin aliento: "Para que no estés triste", le decía Abelardo, recorriéndole todo el cuerpo con sus besos. Ninguno de los dos tocó el tema de la inminente separación. Cuando la dejó en la puerta de su casa, él le dijo: "No te olvidaré jamás".
  En el aeropuerto la aturdió el gentío. No pensaba que ya faltaban pocas horas para el tan anhelado regreso. La obsesionaba el pensamiento de Abelardo solo en su departamento, o conversando con Eva, tratando de disimular la tristeza. Fabián se acercó al mostrador de Aerolíneas y subió las valijas a la báscula. Fue sólo entonces cuando Luisa lo envolvió en un abrazo largo y estrecho y lo besó en la mejilla mientras le decía: "Tal vez algún día me perdones". Y, sin más, se volvió y corrió hasta la salida.    


domingo, 16 de agosto de 2015

LA LLAVE DEL MUNDO- Paulina Movsichoff

Cada vez que regreso a San Luis me encamino, en un rito infaltable, a mi vieja casa de la calle Lavalle.  Esa casa, que fuera la biblioteca y estudio jurídico de mi abuelo materno, a quien no llegué a conocer porque murió en 1912, en plena juventud. Casa en donde transcurrieron mis primeros años y que representaría para siempre en mi vida el rol mítico de “Ombligo del mundo”. Me pregunto si fue una mera casualidad la que me llevó a habitar precisamente en aquel ámbito momento hubiera sido morada de lo imaginario. Cuando comencé a venir, la puerta estaba sin llave. Me bastaba empujarla suavemente para encontrarme en su amplio zaguán y luego pasearme por el patio como si nunca me hubiera alejado de la  infancia y mi madre, con su voz de hornera infatigable , pudiera aparecer en cualquier momento para decirme la mesa está servida o ponete el vestido de viyela con florcitas porque vas a acompañarme a un Novenario. Dejaba ese espacio reconfortada y añorante, recordando aquella vieja estampa del Tesoro de la juventud  que heredé de mi abuela donde,  debajo de una preciosa niña sentada en un prado de flores se leen estos versos de Sevenson. “Era mío todo- cuanto me cercaba - : Del aire las aves, - los peces del agua -. El mundo era mío – en él yo reinaba-; por mí las abejas alegrez zumbaban – y las golondrinas movían sus alas.” Por desgracia, hoy la puerta está herméticamente cerrada y debo contentarme con mirarla desde el ojo de la cerradura, tal vez porque mi madre murió y he sido expulsada definitivamente del paraíso. Tal vez porque, como Alicia, no soy lo suficientemente pequeña para traspasar la abertura que me permitiría recobrarlo.   Entonces a mi memoria vienen aquello es versículos de Juan: “Yo soy la puerta, el que por mí entrare, se salvará y entrará y hallará pasto”.   Para acceder a aquel pasto, a aquella leche primordial, hoy sólo cuento con la llave de la escritura. Porque siguiendo con San Juan: “En el principio era el Verbo”. Alguna vez he contado cómo por las noches, luego de escuchar el Teatro Palmolive del Aire, mientras el Chorrillero afuera golpeaba como queriendo entrar, mamá se sentaba junto a nuestra cama para abrirnos su panteón de sueños, su mitología privada. Por ella se colaban las imágenes de mi bisabuelos, aquel hombre de niebla que galopaba contra el viento rumbo al exilio en Chile, luego de su derrota a manos de las fuerzas mitristas en la batalla de San Ignacio, mientras una mujer dulce y pensativa bordaba la tela de su desconsuelo junto a la ventana en una espera que duró poco más de doce años;  o la de aquella niña que, jugando a los espíritus junto a sus amigas en una bochornosa tarde de verano invocó a Beethoven y, cando despertó de su trance, supo que había tocado La Patética sin ninguna equivocación. Ella, que jamás se había sentado ante un piano. Y también estaba la del antepasado fusilado junto a Liniers en Cabeza de Tigre que grabó en un árbol con sus compañeros la palabra CLAMOR poco antes de morir, formada por las iniciales de sus apellidos. Tampoco faltaban las historias paternas que yo imaginaría, más que sabría, porque mi adre era parco en el contar. Historias originadas en ese país de nieves y de escritores alucinantes uno de los cuales. Sholem Aleijen, estaría emparentado con la rama paterna. La noche se deslizaba entonces como un barco fantasma con sus figuras de cera. En la sal del invierno indiferente ellas eran el fuego en que nos calentábamos. La lámpara a cuya luz antigua mi imaginación de niña se ponía a trabajar, tal vez avizorando la frágil línea que separa a los vivos de los muertos.
  Aquellas historias eran la historia. ¿Cómo separarlas? “Y donde habíamos pensado que estábamos solos estaríamos con el mundo”, dice Joseph Campbell. Porque aquel territorio en donde pululaban los fantasmas, aquellas palabras que me arropaban como caricia de peluche fueron la sugerencia de un sistema de mundo, ojo de la llave por donde entreví mi aventura, la aventura de convertirme en escritora.  Porque las historias – dice también Campbell – llevan las llaves que abre el reino entera deseada y temida del descubrimiento del yo. La destrucción del mundo que nos hemos construido y de nosotros con él; pero después una maravillosa reconstrucción de la vida humana , más espaciosa y plena nos espera”. y eso fue lo que ocurrió cuando, lejos dela patria, necesité reconstituir mi despoblado mundo personal. Aquel ámbito mítico fue el hilo de  Ariadna que me guió por el laberinto para derrotar al Minotauro de la angustia y del extrañamiento.  El maná que me alimentó en mi peregrinar por el desierto. Solitaria en medio de la muchedumbre miraba por aquel ojo ese continente oscilante entre la luz y el sueño o caminaba a l desván de la memoria para tocar sus vestidos de distancias, sus voces tatuadas por el olvido, sus manos que tomaban mi pluma y me obligaban a escribir. “Los hilos del destino llevan al pasado – señala James Miller en La Pasión de Michel Foucault y luego lo cita -: “llevan al ser humano mediante esas extrañas circunvalaciones hacia las formas de su nacimiento, a la tierra natal que lo hizo posible”.

  Y llevando estos conceptos a un plano más general, al plano de Latinoamérica, no fueron aquí las ideologías lo que nos reveló nuestra identidad sino que lo más esencial de ella se nos dio a través de esa larga tradición de cronistas de la conquista que luego diera paso a nuestra literatura. Pensemos por citar tan sólo unos pocos nombres, en el universo histórico de un Asturias, de un Carpentier, de un García Márquez.  




Palabras pronunciadas por mí el 15-8-2015 en el Museo Sarmiento con motivo de la presentación de mi libro Novelas en la Colección Bicentenario por San Luis Libro.