domingo, 16 de agosto de 2015

LA LLAVE DEL MUNDO- Paulina Movsichoff

Cada vez que regreso a San Luis me encamino, en un rito infaltable, a mi vieja casa de la calle Lavalle.  Esa casa, que fuera la biblioteca y estudio jurídico de mi abuelo materno, a quien no llegué a conocer porque murió en 1912, en plena juventud. Casa en donde transcurrieron mis primeros años y que representaría para siempre en mi vida el rol mítico de “Ombligo del mundo”. Me pregunto si fue una mera casualidad la que me llevó a habitar precisamente en aquel ámbito momento hubiera sido morada de lo imaginario. Cuando comencé a venir, la puerta estaba sin llave. Me bastaba empujarla suavemente para encontrarme en su amplio zaguán y luego pasearme por el patio como si nunca me hubiera alejado de la  infancia y mi madre, con su voz de hornera infatigable , pudiera aparecer en cualquier momento para decirme la mesa está servida o ponete el vestido de viyela con florcitas porque vas a acompañarme a un Novenario. Dejaba ese espacio reconfortada y añorante, recordando aquella vieja estampa del Tesoro de la juventud  que heredé de mi abuela donde,  debajo de una preciosa niña sentada en un prado de flores se leen estos versos de Sevenson. “Era mío todo- cuanto me cercaba - : Del aire las aves, - los peces del agua -. El mundo era mío – en él yo reinaba-; por mí las abejas alegrez zumbaban – y las golondrinas movían sus alas.” Por desgracia, hoy la puerta está herméticamente cerrada y debo contentarme con mirarla desde el ojo de la cerradura, tal vez porque mi madre murió y he sido expulsada definitivamente del paraíso. Tal vez porque, como Alicia, no soy lo suficientemente pequeña para traspasar la abertura que me permitiría recobrarlo.   Entonces a mi memoria vienen aquello es versículos de Juan: “Yo soy la puerta, el que por mí entrare, se salvará y entrará y hallará pasto”.   Para acceder a aquel pasto, a aquella leche primordial, hoy sólo cuento con la llave de la escritura. Porque siguiendo con San Juan: “En el principio era el Verbo”. Alguna vez he contado cómo por las noches, luego de escuchar el Teatro Palmolive del Aire, mientras el Chorrillero afuera golpeaba como queriendo entrar, mamá se sentaba junto a nuestra cama para abrirnos su panteón de sueños, su mitología privada. Por ella se colaban las imágenes de mi bisabuelos, aquel hombre de niebla que galopaba contra el viento rumbo al exilio en Chile, luego de su derrota a manos de las fuerzas mitristas en la batalla de San Ignacio, mientras una mujer dulce y pensativa bordaba la tela de su desconsuelo junto a la ventana en una espera que duró poco más de doce años;  o la de aquella niña que, jugando a los espíritus junto a sus amigas en una bochornosa tarde de verano invocó a Beethoven y, cando despertó de su trance, supo que había tocado La Patética sin ninguna equivocación. Ella, que jamás se había sentado ante un piano. Y también estaba la del antepasado fusilado junto a Liniers en Cabeza de Tigre que grabó en un árbol con sus compañeros la palabra CLAMOR poco antes de morir, formada por las iniciales de sus apellidos. Tampoco faltaban las historias paternas que yo imaginaría, más que sabría, porque mi adre era parco en el contar. Historias originadas en ese país de nieves y de escritores alucinantes uno de los cuales. Sholem Aleijen, estaría emparentado con la rama paterna. La noche se deslizaba entonces como un barco fantasma con sus figuras de cera. En la sal del invierno indiferente ellas eran el fuego en que nos calentábamos. La lámpara a cuya luz antigua mi imaginación de niña se ponía a trabajar, tal vez avizorando la frágil línea que separa a los vivos de los muertos.
  Aquellas historias eran la historia. ¿Cómo separarlas? “Y donde habíamos pensado que estábamos solos estaríamos con el mundo”, dice Joseph Campbell. Porque aquel territorio en donde pululaban los fantasmas, aquellas palabras que me arropaban como caricia de peluche fueron la sugerencia de un sistema de mundo, ojo de la llave por donde entreví mi aventura, la aventura de convertirme en escritora.  Porque las historias – dice también Campbell – llevan las llaves que abre el reino entera deseada y temida del descubrimiento del yo. La destrucción del mundo que nos hemos construido y de nosotros con él; pero después una maravillosa reconstrucción de la vida humana , más espaciosa y plena nos espera”. y eso fue lo que ocurrió cuando, lejos dela patria, necesité reconstituir mi despoblado mundo personal. Aquel ámbito mítico fue el hilo de  Ariadna que me guió por el laberinto para derrotar al Minotauro de la angustia y del extrañamiento.  El maná que me alimentó en mi peregrinar por el desierto. Solitaria en medio de la muchedumbre miraba por aquel ojo ese continente oscilante entre la luz y el sueño o caminaba a l desván de la memoria para tocar sus vestidos de distancias, sus voces tatuadas por el olvido, sus manos que tomaban mi pluma y me obligaban a escribir. “Los hilos del destino llevan al pasado – señala James Miller en La Pasión de Michel Foucault y luego lo cita -: “llevan al ser humano mediante esas extrañas circunvalaciones hacia las formas de su nacimiento, a la tierra natal que lo hizo posible”.

  Y llevando estos conceptos a un plano más general, al plano de Latinoamérica, no fueron aquí las ideologías lo que nos reveló nuestra identidad sino que lo más esencial de ella se nos dio a través de esa larga tradición de cronistas de la conquista que luego diera paso a nuestra literatura. Pensemos por citar tan sólo unos pocos nombres, en el universo histórico de un Asturias, de un Carpentier, de un García Márquez.  




Palabras pronunciadas por mí el 15-8-2015 en el Museo Sarmiento con motivo de la presentación de mi libro Novelas en la Colección Bicentenario por San Luis Libro.   






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