sábado, 3 de noviembre de 2018

PALABRA-



Abrir la palabra como el arca
que guarda los enigmas
como ese animal que nos expresa con sus ojos
en las tardes en que la lluvia nos distrae
Porque hemos aprendido a no saber
a no mirar la frente donde aletea ese fulgor nocturno
a vestirnos tan sólo con las plegarias de la vigilia
Sin embargo también pertenecemos a aquello
que sin nombrarnos nos describe
a esa orilla llameante en donde todos los gestos
tienen el resplandor rojizo de un olvidado poderío
Allí se ha cumplido todo
Allí recibimos el beso de la revelación
el zumbido incansable de una ley más fugaz que el relámpago


Paulina Movichoff- Coral en la tiniebla 

viernes, 2 de noviembre de 2018

UN PASEO

UN PASEO
 

  Evangelina Allende decidió que era hora de ir a dar una vuelta aquella tarde nublada de principios de septiembre, cuando la soledad se le volvió irrespirable entre las cuatro paredes de su departamento. Vivía como una reclusa luego de dicidir que la vida no valía la pena sin su marido. Justamente un día de septiembre, veinte años atrás, él se había ido con la otra. En realidad fue ella quien tomó la decisión de no seguir compartiendo el techo con un traidor, mostrándose inflexible a ruegos y promesas por parte de Emilio, quien le aseguraba que aquello no era más que una aventura pasajera. Evangelina se negó a escucharlo. “Vamos a ver si además de ponerse perfume francés para la cama se atreve a pasar el resto de sus días ocupándose de tus camisas y calzoncillos”, le dijo, tratando de que él no notara sus lágrimas.
  Emilio no había sido un marido perfecto, pero  los cinco hijos en común y el haber envejecido juntos podría haberse tomado como un augurio de que así continuarían hasta el final. Sin embargo, a los sesenta cumplidos, él se había buscado una de treinta.  Cuando se enteró, Evangelina pasó toda una noche hamacándose en la mecedora de floripondios color borra vino. Al amanecer decidió que no compartiría un día más de su vida con él. A pesar del agudo dolor, de su orgullo mancillado, la vida siguió por los carriles normales, o casi. Aún le quedaban dos hijas sin casar. Los tres varones lo habían hecho tiempo atrás y una pléyade de nietos alborotaba la quietud de sus horas.  Silvia y Laura, las dos menores, estudiaban y trabajaban. El esperarlas cada tarde, velar por sus necesidades, la ayudaba a sentir que estaba aún al resguardo de la intemperie. Sin embargo, el frágil hilo de sus fervores se cortó de pronto cuando ellas se casaron con un año de diferencia. Entonces se quedó sola con sus fantasmas en el enorme piso que con tanto esmero decorara al instalarse en Buenos Aires luego de pasar la mitad de la vida en Nueva Medina. A veces, cuando sentada en la mecedora contemplaba las sombras que comenzaban a lamer de a poco paredes y muebles, creía escuchar el sonido de la llave y ver a Emilio avanzando hacia ella para poner en su mejilla el beso con que la saludaba cada tarde durante sus años de vida en común. Su solitario corazón renacía los domingos, día en que los hijos iban a visitarla. Por breves pero felices momentos podía sentirse como una gallina cobijando a sus polluelos, igual que en el pasado. Algunas amigas la llamaban a veces para invitarla a interminables tés de los que salía prometiéndose no volver. La cansaban aquellas reuniones en donde sólo se hablaba de quehaceres domésticos, modas y chismes televisivos. Pero por la noche, en las largas noches de insomnio, pensaba que algo estaba descompuesto en ella, como si la máquina que llevara adelante sus fervores hubiera empezado a oxidarse.
  La última sensación de que “la vida estaba viva”, como solía decir, la invadió en aquellos viajes a México que Emilio, quien nunca se desentendió del todo de su suerte le regalara, preocupado y sintiéndose tal vez culpable de aquella progresiva melancolía. No fueron precisamente excursiones de turismo. Iba a visitar a Silvia, su hija mayor, exiliada con el marido y los chicos en la noche oscura del Proceso. Al buscar las fotos en donde se la veía con el fondo de las pirámides del Sol o de la Luna o paseando por Xochimilco mientras escuchaba a los mariachis que aún a los setenta parecían desacompasarle el corazón, no podia evitar que la nostalgia la anegara como una marea inevitable. Por esa época comprobó la exactitud de aquella frase que durante tantos años viera colgada de una de las paredes del escritorio de Emilio : “¡Ay de los ilusos, que suponene el mundo quieto porque no tienen ganas de andar !” Porque México era un bullicio de colores, una fiesta para los oídos y el gusto. En esos paseos que Silvia organizaba en su viejo volkswagen pudo entrever que le resultaba fácil apartar a sus demonios y que el olvido era más accesible de lo que pensara. Pero, como todo en su vida, aquello también acabó. Silvia regresó con la democracia y a Evangelina los días se le fueron amontonando en el cuerpo como el polvo en los muebles. No importaba si el mundo seguía moviéndose. Ella no tenía ya la más mínima gana de andar. Para colmo, una incipiente sordera la llevaba a aislarse cada vez más de la gente. Se negó rotundamente a seguir asistiendo a los tés de sus amigas pues le resultaba muy difícil seguir el hilo de aquellas conversaciones de las que renegara ¡ay ! anteriormente.
  Esa tarde se vistió con parsimonia. Descolgó el vestido azul con una rosa blanca en el cuello que sus hijos le regalaran el día de la madre y que nunca usó, se maquilló con cuidado, cepilló varias veces el pelo entrecano y lo acomodó como pudo, rematando el areglo con un baño de spray, eligió del enorme canasto en donde guardaba la bijouterie el collar de perlas cultivadas y se puso el tapado de zorro que hacía años bostezaba en el placard. Cuando echó una última mirada al espejo se preguntó si aquella mujer de figura espesa y gesto fatigado era ella misma. Sin embargo,  al cerrar la puerta tras de sí, una inefable sensación de aventura le aceleró el corazón,
  Laura la encontró en la esquina, cuando empezaban a caer las primeras gotas. Fue inútil tratar de convencerla de que no siguiera adelante. “No salgo nunca y ahora que me decidí quieren que me vuelva. No se hagan ilusiones”. Y siguió caminando a pasos cortos e inseguros por la vereda empapada. Su objetivo era “Las Violetas”, la confitería que quedaba a dos cuadras de allí. Cuando Laura llegó a su casa, comprendió que aquella no era una tormenta común. La radio daba cuenta de apagones en varios puntos de la ciudad, de que una mujer se había ahogado al cruzar el barrio de Flores, del transporte parado.  Dijeron también que, por el lado de La Boca, comenzaban a evacuar. Se puso de inmediato en contacto con el resto de la familia. Pero los teléfonos de la policía y de los otros servicios de emergencia daban continuamente ocupado, las líneas seguramente atestadas de pedidos de auxilio. Resolvió armarse de paciencia y esperar.

  Evangelina llegó a “Las Violetas” empapada y sin aliento pero no le importó. Se sacó el tapado de piel que pesaba como plomo a causa del agua que se había filtrado hasta el forro y aguardó la llegada del mozo. La espera no duró demasiado pues la gente se escabulló cuando la lluvia comenzaba a arreciar, por lo que pudo disfrutar de una esmerada atención.  Pidió un Gancia y lo paladeó con morosidad, comoquien recupera un placer largamente sepultado en los recovecos de la memoria. Luego un café y un merengue relleno con crema. También le rogó al mozo que le consiguiera un cigarrillo. Él le informó que no fumaba mientras miraba a su alrededor como buscando el socorro de algún improbable cliente. Evangelina lo acompañó con la mirada y se percató entonces de la presencia, en la mesa cercana a los vitraux, de un hombre mayor de aspecto distinguido. Llevaba un traje oscuro y miraba fijamente a la mesa donde ellos estaban. Se levantó con celeridad y caminó hacia la mesa, alargándole el paquete de Marlboro. Ella tomó el cigarrillo y él le ofreció la llama de un viejo encendedor a kerosene.
  -¿Por causalidad no es usted Evangelina Allende ? - preguntó con una cortesía no exenta de timidez.
­­  -La misma que viste y calza - contestó Evangelina, que oía mucho mejor cuando el interlocutor era uno solo, ya que tantos años de sordera le habían enseñado a leer en los labios -. Todavía - añadió en un tono festivo que acababa de resucitar.
  -Yo soy Enrique Vasserman. Tal vez no me recuerde,
  Evangelina sintió que su corazón daba un tumbo. Claro que recordaba. Aquellos ojos azules que todavía brillaban bajo las cejas blancas y espesas, las manos finas. El mismo, a pesar de los años, que la festejara allá en Nueva Medina, antes de conocer a Emilio y al que su familia se opuso con furor vaya a saber por qué anacrónicos prejuicios. Lo invitó a sentarse con ella.
  El mozo se acercó a informarles que los teléfonos estaban descompuestos y que por ende les resultaba imposible avisar a las respectivas familias. Les anunció también que, por su parte, ellos, los dos mozos y el gerente, pasarían la noche allí. Pero estaban preocupados por los señores, ojalá la ayuda llegue antes de la madrugada.
  -Para dormir, la eternidad -. Evangelina repitió la frase favorita de su madre como si la hubiera conservado en la memoria para usarla en la ocasión.
  Pasaron toda la noche en una charla voraz, contándose sus vidas, felices de que aqueul accidente los hubiese reunido.
  Evangelina agradecía al cielo no necesitar aquella noche de sus diez rosarios para vencer el insomnio, ni  tener  que repetir en voz baja los cien versos que su memoria retenía aún de sus épocas juveniles, cuando dejaba en vilo a su auditorio al recitar Los motivos del lobo, La tristeza del Inca y tantos otros en todas las fiestas a las que asistía. Las horas se le iban sin sentir enfrascada en la charla con su antiguo conocido. Porque si bien él le estaba diciendo que siempre la había amado y ella, coqueta, bajaba los ojos al mantel, también Evangelina lo había amado. Era como si el tiempo se empeñase en demostrarle que no era tan tarde y su apariencia de decrepitud no pudiese ahogar al olvidado corazón de niña que ahora agitaba de nuevo sus cascabeles.
  Sólo a la tarde del día siguiente  pudieron rescatarla. La lluvia había cesado a las tres y el helicóptero de la prefectura se asentó en el techo como una inmensa mariposa plateada, Cuando se lo dijeron, Evangelina sacó una polvera y se miró en el pequeño espejo mientras se empolvaba las mejillas. Luego se levantó con gesto cansino y dejó que Enrique la ayudara a ponerse el mojado abrigo. Le ofreció galantemente el brazo y subieron juntos la empinada escalera con la misma parsimonia con que escalarían la escalinata de un castillo. A sus espaldas, los mozos y el gerente formaban  un extraño séquito.
  Mientras se elevaba en el aire, Evangelina agitaba la mano a modo de saludo con una sonrisa satisfecha que no se borró de sus labios durante muchos meses.       

         

Canción de cuna

CANCIÓN DE CUNA
                                  A la mamá


Cuando pasó por su casa ya vacía y a punto de ser demolida, empujó la puerta semi abierta y entró. Vio el primer patio, los muros descascarados, la fuente de lajas con el león despintado. Se sentó en el borde y comenzó a cantar la canción de cuna con que su madre  le combatía los insomnios en la niñez. Era una musiquita simple en la que enumeraba los sucesos de la familia, ese río perdido de nacimientos y muertes, de amores y despedidas. Mientras la entonaba las enredaderas crecían sobre los muros desnudos, el jazmín del cabo se desperezó en la maceta y no tardó en envolver con su perfume aquella tarde de verano. Caminó al segundo patio y asistió al crecimiento del parral y los racimos invadiéndolo como esperando su boca anhelante. Se columpió en la hamaca que su padre le hiciera colgar bajo la higuera nuevamente henchida de higos. Cuando terminó de cantar empezaba a anochecer. Pensó en tomar un taxi pero en la calle sólo vio acercarse un coche de plaza. Entonces supo que resultaría muy lento para devolverla a sus setenta y seis años.