jueves, 28 de noviembre de 2013

DE RODILLAS- Paulina Movsichoff


Ponte de rodillas y encontrarás el árbol
El cosmos  gira
Tus pasos lo siguen para que la luna te fecunde
A tu alrededor el saxo del silencio
Todo es antiguo y nuevo
Flores salvajes se trepan a tu cama
como invitándote a mirarte en el espejo de la piedra
esa que sin saberlo  te habita desde siempre
Tal vez puedas saborear la fruta prometida
Quizá conozcas los siempres de lo efímero

martes, 26 de noviembre de 2013

AVENTURA Y PAISAJE EN LOS CUENTOS


  Si tuviésemos que sintetizar en pocas palabras el mensaje general de los cuentos, el meollo más significativo de las leyendas maravillosas, la lección de los relatos de aventuras, esas pocas palabras podrían ser: vocación de independencia, arrojo, y generosidad.  Cantan los cuentos la conciencia perpleja y acechada, finalmente jubilosa, del hombre en sí mismo. O de cada hombre en sí mismo. O de cada hombre en sí mismo y de los hombres en lo que todos los hombres tienen de humano. Esa confianza es más fuerte y más honda que la búsqueda a toda costa del “final feliz”.
  Aunamos aquí cuentos, leyendas, poemas épicos y novelas de aventuras, todas las formas de ficción que den prioridad a la acción sobre la pasión, a lo excepcional sobre lo cotidiano, a lo ético sobre lo psicológico, a la riqueza de la invención sobre la fidelidad de la descripción.
  Los cuentos ilustran los ensueños de los niños y perfilan el vigor de los adolescentes, nos acompañan sin desertar a lo largo de nuestra vida.
  Hemos hablado de independencia y arrojo: es decir, de salir afuera, de romper con el calorcillo adormecedor y rutinario de un hogar en donde el alma se constituye pero también se esclerotiza y se asfixia. Palpita en los cuentos la constante tentación de la intemperie.  Recordemos que tentación es lo que atrae y repele, lo que seduce y espanta. El protagonista del cuento suele salir a correr mundo, a ver qué hay más allá de las montañas; en algunas ocasiones quiere descubrir lo que es el miedo, presintiendo que el lugar del miedo son los confines del espacio y que todo  lejano horizonte se prestigia con un halo tenuemente pavoroso: pero sabiendo también que el alma del hombre, para alcanzar la estatura que merece, debe afrontar al menos una vez el pánico de lo remoto. El hogar no basta: si el joven aventurero no lo abandona, nunca sabrá lo que es el miedo, conocimiento indispensable para su maduración, ni siquiera conocerá la nostalgia. Sin noticia del miedo ni de la nostalgia nada podrá saber tampoco de la forma humana de habitar un hogar que supone, ante todo, haber vuelto.
  El niño vive en una casa que aún no se ha ganado, en un marco de reglas y preceptos para él tan irremediables y tan poco elegidos como las leyes de la naturaleza. Debe distanciarse del hogar para volver a él dándose cuenta y sentarse junto a un fuego encendido con la brasa que él mismo haya traído de lejos, robada de algún remoto volcán.
  Correr mundo es correr riesgos, asumir la posibilidad de perderse, ofrecerse la oportunidad de un extravío. Quien no ha estado alguna vez perdido, completa y atrozmente perdido, vivirá en su casa como un mueble más y ni sospechará lo que de hazaña y conquista tiene el sosegado edificio de la cotidianeidad.
  Cada hogar es una aventura per para el niño se trata de la aventura del otro. La lección de los cuentos es que no basta sencillamente con ser heredero: todo legado ha de reconquistarse, ha de ser perdido para que pueda ganárselo triunfalmente de nuevo. Sólo quien rompe con lo cotidiano merecerá tener una casa, sólo el rebelde que ante nada se doblega merecerá ser buen yerno par el rey, pero también sólo el que retorna puede decir que ha corrido mundo y sólo en el sosiego de la rutina reinventada puede digerirse provechosamente la revelación del pavor. En consecuencia, lo fundamental de los cuentos es el viaje que aleja al protagonista del ámbito cerrado de las seguridades familiares y lo abre a lo imprevisto, a la aventura. Todos los medios son buenos para alejarse, desde los más sencillos hasta los más extraordinarios. Caminar es bueno y tonificante pero aún mejor calzar las siete leguas de Pulgarcito para huir del ogro. Incluso la caída es una posibilidad de transporte aceptable, como lo comprobó por sí misma Alicia al precipitarse por la madriguera que la llevó al País de las Maravillas. De lo que se trata es de llegar lejos, de alcanzar cuanto antes la plenitud antidoméstica de la libertad.
  Los diversos elementos del paisaje que aparecen en los cuentos tienen también su significación. No se trata de un simple decorado. Por el contrario, el marco en que sucede la acción del cuento forma parte de la acción misma. No hay ninguna relación de indiferencia entre el paisaje y el joven héroe. Un cierto animismo de la naturaleza es esencial a la eficacia del cuento. No rigen aquí las leyes de la causalidad físico-química que la ciencia nos enseña: cualquiera puede triunfar, en cualquier situación dada, siempre que posea los conocimientos precisos. Pero lo que el cuento exige de su héroe son recursos de índole muy diferente: sólo quien sea de determinada manera podrá saber lo que hay que saber, se nos enseña. La astucia del joven héroe, las informaciones que posee y maneja (proporcionadas generalmente  por mágicos aliados a los que antes ha debido ganarse), no sirven tanto para descubrir los mecanismos de funcionamiento de lo real como para demostrar el temple y la condición de quien lo utiliza.
  En primer lugar hay que destacar el misterio umbroso del bosque. El bosque es la sede del lobo y el terreno  de caza del ogro: es un lugar de perdición y extravío, de oscuridad hostil y zarzas que detienen al cansado caminante. Sólo cabe esperar la colaboración de algunos pequeños animales (pájaros, ardillas, conejos) que se alíen con los niños perdidos. Y más allá del Bosque, tendríamos que mencionar esas otras maravillas menos accesibles: el Volcán, por donde descendimos hasta el centro de la tierra con los personajes de Verne, la Cueva en que se ocultan tesoros mágicos o reyes olvidados y que custodian dragones melancólicos. Y sobre todo el mar. El mar de Ulises y el de Moby Dick y el de la sirenita de Andersen.
  Por los cuentos y con los cuentos viaja nuestra alma, y también se arriesga, se compromete, se regenera.    
El niño o el adolescente que se entregan al embrujo de la narración están desafiando en su ánimo lo inexorable y abriéndose a las promesas de lo posible. De ese insustituible aprendizaje del valor y la generosidad por vía fantástica depende en gran medida el posterior temple de su espíritu, la opción que determinará su vida hacia la servidumbre resignada o hacia la enérgica libertad.  




lunes, 25 de noviembre de 2013

Rosa y niña- Paulina Movsichoff


La rosa gira en el jardín del aire
La niña contempla su estar resplandeciente
sus manos ofrecidas a llevarla
a galerías húmedas de trinos
a verdores donde la sombra vislumbra ese fervor tan nuevo
ese trote pausado del sol entre las hierbas
La rosa sabe las consejas del tiempo
pero la niña camina como un agua recién amanecida
como un rocío tierno que desconoce
la llaga de la ausencia
En su bolsillo guarda la llave que le abrirá las puertas imposibles
Sus manos acarician un plumón de relámpago
Allá
Más adelante
El viento aguarda con sus sandalias de ceniza

viernes, 25 de octubre de 2013

CONCIERTO NÚMERO 5- Paulina Movsichoff

CONCIERTO NÚMERO 5

La música la atrapó cuando comenzaba a relajarse. No sabía bien cuánto tiempo transcurrió desde su último momento de soledad.  Se sentía extraña, casi aturdida recostada en el sillón, mirando la casa vacía. Esas paredes que parecían hablarle de otro modo ahora que estaban deshabitadas de  voces, de rostros, de apremios. Pero no se quejaba. Quince años pasaron desde su casamiento y casi todo le fue concedido. Pablo, principalmente. Su amor siempre atento, vigilando que nunca le faltara nada. Recordó las dificultades de los primeros tiempos, cuando él, apenas recibidos, casi no tenía pacientes. Pero éstos fueron llegando de a poco y ahora podía considerarse un médico de prestigio.  Y luego los niños.  Uno tras otro como ambos lo quisieron, planearon en esas primeras noches en que todo era un descubrirse, un ir labrando espacios para un futuro en donde la palabra costumbre no tuviera cabida. Les costó llegar a un entendimiento cabal de sus ritmos, a las profundidades de una recíproca entrega en un territorio hasta entonces vedado. Sí, realmente debía estar contenta con su suerte. Los chicos absorbieron todas sus horas. Eran incontables las que en ellos habían invertido ambos, sobre todo ella, que decidió no trabajar para mejor cumplir con ese compromiso libremente aceptado.
  Muchas veces llegaban a verla sus amigas. En realidad las entendía poco. Casi todas eran solteras y le hablaban de sus búsquedas, de sus fracasos, de sus problemas de la oficina. Ella las escuchaba tratando de ponerse en su lugar pero sabía que algo las separaba. Y ni podía dejar de sentir el privilegio de su posición. Esas inquietudes le fueron evitadas, la mano de Pablo separó cuidadosamente todo cuanto pudiera herirla, sacara de esa placidez en la cual transcurrieran sus quince años de matrimonio. Se miró las manos. Inconscientemente comenzó a jugar con la alianza. El anular mostraba un surco en el lugar que ella ocupaba. Siguió escuchando, La música de Mozart parecía forzarla a entrar en profundidades de las que hasta ahora no tenía la más remota idea. Era como si algo despertara en su interior, algo que ella temía y a la vez deseaba con un ímpetu casi adolescente.
  El teléfono sonó en el cuarto contiguo. No lo atendió. Aún quedaban, esparcidas en el suelo, las revistas con las que Inesita, la más chica, jugara un rato antes. No pensó siquiera en levantarlas. Se acordó del día anterior, cuando desde su auto vio aquella muchacha que leía en un banco de la plaza. Dio dos o tres vueltas. La muchacha anotaba algo en un cuaderno. Tenía unos jeans desteñidos y el pelo desarreglado. Se la notaba abstraída, compenetrada en un algo que ella presintió para siempre ajeno. La música se le volvía ya insoportable. Pensó en Alejandra, en su vida de soledad, en sus dificultades económicas, también en su libertad.
  Lentamente se puso de pie. Eran las seis y media y pronto llegarían Pablo y los chicos. Abrió el placard. Sacó los jeans, definitivamente arrumbados desde aquella vez que los manchó con pintura. Se los puso. Decidida, abrió la puerta. El aire de la calle le llegó como un doloroso renacer.



Extraño de ojos grises. Piedra de toque, México.           


lunes, 14 de octubre de 2013

FELICIDAD CLANDESTINA- Clarice Lispector




  Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
  No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad con que vivíamos con los puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicia" y "Recuerdos".
  Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
  Hasta que llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de naricita, de Monteiro Lobato.
  Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
  Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado al otro.
  Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba  el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
  Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "Día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
  Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la la hiel no se escurriese completamente de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había empezado a sospechar, es algo que sospecho a veces, que me había elegido para que sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra.
  ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde,pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
  Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con una enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
  Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de s hija desconocida, la niña rubia ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: "Y tú ye quedas con el libro todo el tiempo que quieras". ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
  ¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
  Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí siempre la felicidad había sido clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
  A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.
  Ya no era una niña con un libro: era una mujer con su amante.



Felicidad clandestina- Grijalbo  

EL GÉNESIS DE LOS APAPOKUVA- GUARANI- Augusto Roa Bastos



 Versión libre y notas de Augusto Roa Bastos
(Fragmentos)


EL PRIMER HOMBRE (ÑANDERU ARANDU)*

La primera mañana,
como una garza hiriendo con sus alas la piedra,
amaneció volando sobre el mundo
desde la noche antigua hasta los hombros
del Gran Padre.

Ñanderusuvú pasó la mano
sobre el plumaje blanco de la claridad,
y cubriéndose el rostro
con la es espuma naciente de la primera mañana,
llamó a su lado al Hombre,
al primer Hombre,
al abuelo.

Ñanderú Mba’é Kua’á
Ñanderú-Arandú,
Oíma Ñanderúvusú-ndie***  

-        Tú eres el primer hombre;
en ti comienza el tiempo,
y así como eres el principio.
también eres el fin.

-        El último hombre
tendrá tu mismo rostro,
tu misma edad,
tu misma boca llena de preguntas…

La voz de Ñaderusuvú
llenó el mundo de grandes suspiros.

Ñanderú-Arandú
-        el hombre que siente el tiempo, el primer Hombre-
sintió bajo sus dedos deslizarse
las vértebras suaves de su edad,
como una tenue fiera
que le lamía los pies
comiéndoselos casi sin sentirlo,
como la cerrazón come las piedras.
Subido en la rama más alta del árbol más alto
buscaba la faz de Ñanderusuvú
con sus ojos opacos,
pero sólo podía ver el gran sol de su gran pecho
de donde el día manaba a borbotones
resplandecientes.

Porque así como Ñaderusuvú
sólo en la obscuridad aparece,
Ñanderú- Arandú, hijo de la claridad,
sólo en el día muestra su presencia.

Ñanderusuvú, con un silbido,
llamó a los animales y a los pájaros,
que pasaron trotando y volando,
buscando su color, su propio grito, sus manchas,
sus guaridas, sus árboles, sus distintas violencias.

Y en la orilla del mundo,
arropado en vapores azules
el Gran Tigre primitivo
de piel de cielo y fuego,
dormitando los miraba pasar…
Ñanderú-Arandú, sin poderlo evita,
volcó su primera pregunta en las manos
del Gran Padre Brillante:

-        ¿Cómo eres, Ñanderusuvú,
cómo es tu rostro?

Ñanderusuvú hizo entonces el agua,
no dijo nada,
    pero los árboles y las montañas y las nubes
empezaron a mirar su tamaño
desde lo alto a lo bajo en el agua.
Cuando Ñanderú-Arandú
se encontró con su imagen
se puso a temblar, y temblando
miró nacer con la noche,
en el lugar de su rostro en el agua,
la luna de ojos verdes y mansos. 


* Ñanderú- Arandú: El Adán guaraní, el Hombe que siente el tiempo.
** Nuestro Padre que todo lo sabe,
Nuestro Padre que siente el tiempo,  



NACIMIENTO DE KUÑA*

Vestida de agua, con su anillo de agua,
con su pecho de arena pero adornada de agua
la tierra en su soporte
de cuatro vientos estelares
comenzando a girar se fue embutiendo
en su pellejo trémulo
de animal verde recién amanecido.

Todo ya estaba hecho pero aún
el Gran Padre Brillante deformaba y formaba
estambres, plumajes, direcciones, semillas,
con manos impregnadas de cigarras
en el zumbido musical de sus gestos profundos.

Alzando más la voz:

- Ahora debemos a la mujer encontrar…
Yayuhú vaerá kuña**,
La dueña de la  fecundidad.

Ñanderú- Arandú
bajando los ojos hasta el barro,
ignorante de su sabiduría pregunta:

-¿Dónde? La mujer no está aquí.
¿Tal vez está dentro de ti,
o bajo algún inmenso pájaro que la empolla
como un huevo de nácar tostado por la noche?

Y el Gran Padre le dice:

- No: la mujer no está aquí,
sumergida en el agua,
transparente como el agua,
como el agua llorando alevemente,
sin que la sientas tú…

-Esperarás que caiga la obscuridad,
destaparás este cacharro
cuya arcilla mojada
puse a secar bajo la luna,
y en el fondo hallarás a la mujer.

-Mirándola en los ojos,
que aún ven correr sus venas de agua
en lo más hondo de su sueño,
la abrazarás, la enredarás ardiendo
en tus caricias, hasta hacer que despierte
por la hendidura de su vientre roto y florido…

Ñanderú- Arandú, por la noche,
destapó la vasija de arcilla.
Color de tierra y agua, medialuna morena,
se le apoyó en el pecho durmiente temblando,
y él yaciendo como ella
la fecundó como un gran río
que entra cantando en una selva gorjeante,
hasta que poco a poco,
ella quedó despierta y solitaria,
y él inmóvil, al lado, con su inútil carbón
de hombre quemado en su llama olorosa.



* Kuñá: la mujer, dueña de la fecundidad
** Debemos encontrar a la mujer.


  


miércoles, 12 de junio de 2013

Poemas- Paulina Movsichoff

Canción de otoño

Las hojas tienen sabor a encuentro
Desde tu verano parte un pájaro
Un abedul llameante
El mar es un capullo
Ventana irreparable que se inmola en adioses
Tal vez debas calzar sus sandalias traslúcidas
Acaso su flor alucinada escale por tu pecho
tal como la canción que devana su espera
en la brisa que atesora tus germinaciones
La piedad ha cerrado sus fronteras
y sin embargo
aún te adorna el coral con el que enfrentarás a la tiniebla
Latido empecinado para esperar tu nombre
Huracán donde pones a girar tus desmesuras


Coral en la tiniebla 




Palabra

Abrir la palabra como el arca
que guarda los enigmas
como ese animal que nos expresa con sus ojos
en rellanos donde el silencio nos distrae
Porque hemos aprendido a no saber
a no mirar la frente donde aletea ese fulgor nocturno
a vestirnos ta sólo con las plegarias de la vigilia
Si embargo también pertenecemos a aquello
que sin nombrarnos nos describe
a esa orilla llameante cuyos gestos
tienen el resplandor de un olvidado poderío
Allí se ha cumplido todo
Allí recibes huidizas confidencias
El zumbido de una ley más fugaz que el relámpago

Coral en la tiniebla


El viento que nace de la sed del pájaro

También yo no espero sino al viento

ARTAUD


El viento que nace de la piel del pájaro
el que mueve las alas del poema
el que golpea su espuma contra los arrecifes de la libertad
Aún te pertenecen ciertos signos
Aún hospedas a las criaturas nocturnas
Con ellas podrás desafiar los cerrojos de la luz
El alba acecha tanto suceder acongojado
Sin embargo la atraviesas
portando el talismán de lo que aún te será dado
Una nodriza tenue te enseñará
a no abjurar de los consejos del silencio

Coral en la tiniebla


Ausencia

Puedes tocar la ausencia con tu lengua
Olerla en el estrépito de la ciudad vencida por la lluvia
o mirarla tal vez en ese espejo donde la niebla ejercita sus papeles
Porque ella es más cercana que tu sombra
que las palabras con que intentas asir aquello que respira
Pero las palabra se cansan de volar y se posan debajo de todo lo que nombran
Por eso las  despliegas por el mundo para vestirlas de sucesos
de sonidos arrancadas a ellas mismas como un cuerpo
que va encontrando su tibieza
Estuviste mirando hacia la luz y sin embargo
era la oscuridad la que guiaba tus pasos
esa mujer azul que atraviesa la noche cargada de leyendas enigmáticas

Coral en la tiniebla


Latido salvaje

Musgo que pueda cobijar el latido salvaje en tanto
escapa del trino la dignidad de los preceptos
Lanzarse hacia el poema
Reclamar el principio que aletea
mientras el tiempo entrelaza las imágenes
y la máscara atisba cambiantes decorados
Barco ebrio sin iceberg a la vista
obediente a los huracanes del amor
Desanclado  desaposentado
Oteando esos territorios fantasmales
en que el ángel de los desvaríos dilucida su secreto
Atrévete en su comarca intransitable
Abre tu corazón para que su noche te encandile

Coral en la tiniebla

martes, 11 de junio de 2013

El bisabuelo- Paulina Movsichoff




  Evangelina nació escuchando de labios de su madre la historia de aquel bisabuelo que estuvo exiliado en Chile durante doce años. Muchas de aquellas noches de invierno, mientras el Chorrillero con su furia implacable, lijaba puertas y postigos como pidiendo entrar, Irene se sentaba junto a la cama de ella y de Florencia y les narraba aquellas historias. No eran relatos maravillosos sino que casi todos versaban sobre sus antepasados, pero a Angelina le parecían tan sorprendentes como las de los cuentos.
  La que más le gustaba era la de aquel bisabuelo que Sarmiento había mandado a la cárcel por rivalidades políticas. Allí, decía Sherezade, los ojos brillándole de entusiasmo, sublevó a la  tropa policial y la revolución corrió como reguero de pólvora por las provincias vecinas. Desde el norte llegó Felipe Varela para apoyarlos. De la sala de música colgaba aquel retrato en donde se los veía abrazados, al bisabuelo y al caudillo riojano.  Evangelina pasaba largos momentos contemplando la espesa barba y los ojos claros de su antepasado, que vestía frac y sombrero de copa. Pensaba entonces que, si alguna vez llegaba al matrimonio, le gustaría tener por marido a un hombre de aquellos ojos abarcadores, sus manos de artista y la sonrisa festiva.  Felipe, en cambio, llevaba grandes bigotes canosos y un sombrero claro de anchas alas que sombreaba su rostro de mejillas consumidas
.  El retrato fue también testigo de la vez que Ernesto se le declaró. Esa noche de marzo la casa se alborotó con la fiesta que su madre decidió organizar con motivo de sus quince. Invitó a

ella a lo más granado de la juventud de aquel entonces.
  Irene encargó el vestido a la mejor modista de la capital. Cuando Evangelina contempló en el espejo aquella figura frágil y su talle de palmera enfundado en el vestido de organza blanco cuyo único adorno era el moño rosa en el canesú, pensó en Octavio y tuvo el presentimientote  que no le pasaría desapercibida.
  Casi no habían hablado desde que lo divisara en la plaza al comienzo de la temporada, su metro ochenta y seis sobresaliendo de la escuadra de amigos que daban vueltas en sentido contrario al de ella y de las suyas. Pero su memoria quedó imantada por el pelo negro cayéndole en mechón sobre la cara, los ojos verdes que bajaron hacia ella contemplándola con una mezcla de  distracción admirativa. Fue Lucila, su mejor amiga, quien la puso al tanto de que su nombre era Octavio y de que, estudiante de arquitectura, llegó a a Sacrosanto a principios del verano para pasar las vacaciones. Desde ese día las dos figuras, la de él y la del bisabuelo escoltaban su entrada en el sueño. A veces le parecía que una y otra eran la misma persona.
  Irene, que disponía de todo en la casa bajo la mirada benevolente de Edgardo, su marido, destinó el primer patio de baldosas para pista de baile y en el segundo, de tierra, distribuyó las mesitas con sus sillas y colocó luces entre las ramas de la higuera, en cuya hamaca Evangelina se columpiaba durante las eternas siestas luego de llegar de la escuela cantando La vie en rose o Les feuilles mortes.  También el terreno debajo del parral fue aprovechado para que los mozos contratados especialmente sirvieran refrescos. Irene se pasó dos tardes enteras acarreando la granza que daría el color rojizo que lo convertiría en un lugar nuevo y exótico.  
  Cuando Evangelina y Octavio entraron en la salita, el patio era un hervidero de hombres y mujeres, apenas salidos del sueño de la adolescencia, que bailaban al compás del Trío Los Panchos o de ese nuevo invento, el Rock and Roll con el cual se veían acalorados y felices saltando al ritmo de quel one, two, three, and five o clock.
 Estaban solos y se miraron como descubriéndose. Octavio le dio un beso en los labios y le dijo que desde que la vio pensaba en ella. Le preguntó entonces si a ella le pasaba lo mismo. Totalmente ignorante de los tejes y manejes del amor, Evangelina pensó que la sinceridad no era lo más apropiado para estos casos, pues su madre la había instruido de que una niña que se precie no debe tener el sí fácil. Así es que le dijo que le contestaría el sábado en la plaza. Volvieron al patio y estuvieron juntos y separados, mezcladamente.
  Se preparó para el sábado toda la semana. Esa mañana comprobó que el destino le jugaba una mala pasada pues amaneció frío y ventoso. Gruesos nubarrones cubrían el cielo y Evangelina veía con gran frustración el derrumbe de su sueño. Ya no podría ufanarse el lunes, contándoles a sus amigas que estaba de novia. Ninguna de ellas estuvo dispuesta a acompañarla, así que decidió ir sola. Irene estaba totalmente ajena al asunto, por lo que no se sorprendió cuando ella le dijo que se iba a lo de Lucía.  Fue ésta quien hizo cundir la alarma, cuando llegó en busca de Evangelina. Irene puso el grito en el cielo y Lucía se acordó del llamado de esa mañana de su amiga pidiéndole que la acompañara. Si bien Evangelina guardó una absoluta reserva sobre el motivo de la urgencia en asistir aquella tarde,  el corazón intuitivo de Irene dio un vuelco. Conocía a su hija y había notado sus mejillas arreboladas luego de bailar unas piezas con  Octavio. Se tiró como pudo un chal sobre los hombros y salió seguida de Edgardo, que no entendía bien lo sucedido, pero quiso ser útil si la ocasión lo requiriese.
  Eran ya las nueve de la noche y la plaza se veía desierta. Nadie se atrevió aquel día a desafiar las iras del Chorrillero. Escoltados por Lucía dieron una vuelta entera por ella. Hasta los pitojuanes parecían haberse decidido por el recogimiento, aun cuando fuese todavía verano. Fue Lucila la que descubrió el diario sobre uno de los bancos, cuyas hojas el viento ya comenzaba a dispersar. Edgardo lo tomó y vio la fotografía, la misma que colgaba de la sala de música. Decía La Gaceta y tenía la fecha de 1863. En grandes letras de molde podía leerse: “Felipe Varela apoya el movimiento insurgente de las provincias”. Entre lágrimas, Irene miró la figura amada del bisabuelo. De Evangelina no volvieron a tener noticias.    

      

De Marrakesch            

viernes, 7 de junio de 2013

La interminable carencia. "Una mujer silenciosa" de Paulina Movsichoff- Hernán Lavín Cerda

Conocí a Paulina Movsichoff en 1980, si la memoria no me es infiel. Había llegado a México en 1978, luego de permanecer algún tiempo en Ecuador. La escritora nació en Argentina y vivió hasta 1982 en en el Distrito Federal: primero en Avenida Universidad y luego en Avenida Pacífico. Poco antes de regresar a Buenos Aires (actualmente vive en el barrio legendario de Boedo), obtuvo en 1981 el Premio Juan Rulfo por su primera novela "Fuegos encontrados". Esta misma novela obtuvo el Premio del Círculo de Lectores de Argentina en 1985 y se reeditó lujosamente. Los jurados fueron algunos novelistas de prestigio como Eduardo Gudiño Kieffer, Marta Lynch y pedro Orgambide, además de Isidoro Blastein y Oscar Hermes Villordo.
Volví a ver a Paulina (su abuelo vino de Odesa, aquel puerto en el Mar Negro, la vieja Ucrania) en el Museo Rufino Tamayo, durante la entrega de los premios Xavier Villaurrutia a los escritors Álvaro Mutis y Ernesto de la Peña, el 16 de febrero de este año. Fue una sorpresa encontrarme con la poeta y novelista argentina después de tanto tiempo: "No te puedes imaginar cómo deseaba volver a México, anque sea por unos días. He soñado con volver a este país donde pasé años tan felices; aquí creció mi hija Sol, aquí apareció mi primera novela, en fin. Esto del exilio ha sido terrible: estamos escindidos y creo que sin remedio; presiento que mi vida y mi escritura cambiaron en lo más profundo. Necesitaba venir de nuevo a México, casi de una manera compulsiva; quería otra vez ver sus paisajes, hablar con su gente, ver lo que están haciendo sus artistas. Me iré a Oaxaca; su luz, su transparencia, el ritmo de sus colores es algo muy difícil de olvidar..."
 Antes de su regreso a Buenos Aires, Paulina Movsichoff me regaló un ejemplar de su libro más reciente, "Una mujer silenciosa", publicado en la capital argentina por Torres Aguero Editor, en enero de 1989. La edición es bella, está muy cuidada, y leí los textos en unos cuantos días. De inmediato pude apreciar cómo se ha desarrollado en su autora la estética del exilio, un exilio de ida y vuelta.
 Recuerdo que Augusto Monterroso me lo advirtió hace más de quince años, cuando recién habíamos llegado a México: "No hay exilio en singular. Es una experiencia múltiple".
 En los catorce cuentos de Paulina, como bien lo advierten los editores en la contraportada del volumen, hay "atmósferas, pequeños climas en que el yo parece expuesto, más que a fuerzas exteriores, a profundas y pertubadoras fuerzas internas. Historias que nacen de una fragilidad o de un delirio y en donde lo concreto y lo  abstracto pierden sus contornos para producir una alucinada sensación de ambiguedad".
 En los mejores textos de la escritora argentina, todo sucede bajo la línea de flotación del lenguaje, aunque éste no parece como un simple vehículo de transmisión al servicio de alguna idea preconcebida. Es justamente en el tejido- esa enigmática línea de sombra - donde habrán de constituirse las las atmósferas, más o menos densas, en cuyo interior deambulan los personajes como fantasmas, comunicándose no siempre a través de las palabras. Paulina Movsichoff proviene del sitema elítptico que, como sabemos, se reconoce en la poesía. Ella es oficiante del rito sagrado y, como tal, sabe dar en el blanco o desaparecer, esfumándose, cuando es preciso. Su universo de ficción es de intimidades y sutilezas, y sus personajes son figuras de identidad improbable: más bien espectros encarnados por medio del lenguaje, pero que han debido soportar el peso de la historia: olvidos de autodefensa, memorias a veces autodestructivas, pasiones transfiguradas en el recuerdo, guerras de ayer contra el indio, guerras de hoy entre casi todos, desapariciones, crueldades de signo político, erotismo imaginario como en aquellos personajes de Luis Buñuel en su película "El discreto encanto de la burguesía". Lo que estuvo a punto de ocurrir y no ocurrió: la estética del deseo jamás consumado. La interminable carencia.
 En varios de los cuentos, el nudo de la tensión argumental se resuelve, fácticamente, mediante alguna información significativa que tiene la virtud de funcionar como una especie de luz que alumbra todo el texto en diferentes direcciones. Dicho de otro modo: la coda iluminante o el final sorpresa. En otros relatos, son las profundas y perturbadoras fuerzas internas las que van provocando la espesura psicológica y la densidad linguistica; no obstante, hay que señalar que la narrativa de Paulina Movsichoff no está orientada hacia el barroco latinoamericano de las úlitmas décadas. Para decirlo de manera general, su lenguaje pertenee a cierto coloquialismo que consigue eludir las tentaciones de la simple y devaluada imitación callejera; no hay en su escritura una copia fiel de los registros de la oralidad, sino más bien uan transformación artística a partir de dicha oralidad.
 También deseo referirme, aun cuando sea fugazmente, al buen tratamiento que la autora le confiere - desde el punto de vista técnico - a sus narraciones. En líneas generales, hay una buena utlización de los monólogos interiores, así como de ciertos dialogos incorporados, a veces, a dichos monólogos; otro de los recursos técnico-estilísticos es el cambio de los puntos de vista del narrador (o de los narradores) per dentro de una misma cadena o bloque narrativo. Un tanto a la manera de Julio Cortázar, y como si fuese un fraseo jazzístico, a través de una velocidad que tiene que ver con el uso del polisíndeton o de las pausas breves marcadas por comas, se desarrollan algunos de los cuentos de Paulina Movsichoff. En ortos momentos, como en "Esos señores muy altos", el texto adquiere su propia esatura mediante el sutil manejo del punto de vista en los labios de una niña que, como si fuera un testigo inocente, descubre la persecución y el miedo de los adultos durante aquellos años terribles: "A mí lo mismo me gusta el campo, sobre todo esos días en que se nubla para llover y las hojas y las flores parece que cambiaran de color y hay un perfume que sube de la tierra, como de limones. También me encantan las luciérnagas y esos bichos más grandes, los tuco pan, papá me pilló uno la úlitma vez que estuvimos y me lo puso en una cajita de fósforos. Yo la abría de noche,cuando se dormían,  y era como tener una linterna, una linterna viva, toda patas y alas y ojos." De pronto la visión de la niña cambia cuando surge la violencia desde el exterior: "Papá saca la llave para entrar en casa y de repente se pone pálido cuando ve a unos señores muy altos que esperan carca de la puerta. Están parados junto a un auto negro y entonces nos dice bajito y con una voz como de enojado vayan para adentro, rápido, pero nosotras no entramos nada, qué querrán esos señores que ahora agarran a mamá por el cuello, a mamá que lleva la botella de sidra y le dan un empujón para meterla en el auto. Ana se agarra de su pollera pero ellos la desprenden y la alejan, entonces las dos lloramos no se lleven a mamá y papá quiere defenderla y le pega una trompada al más alto, pero él saca una pistola como las de la tele y ahora a papá le corre sangre por la cara y lo empujan también adentro y se van rápidamente mientras Ana y yo nos quedamos en la puerta..."
  Diremos, por último, que Paulina Movsichoff demuestra poseer una poderosa sensibilidad que, en sus mejores momentos, se convierte en literatura de alto nivel cuando se crea ese equilibrio básico entre lo sensible y la facultad expresiva. Tal fenónemo ocurre en varios de sus cuentos y, de modo muy intenso, en ese relato de progresiva alteración psicológica que da titulo al libro: "Una mujer silenciosa". Un texto de primera categoría: ¿fetichismo mayor? ¿sucedáneo buñuelesco o fellinesco? Inolvidable muñeca de plástico (más carnal que la carne misma), impasible ante los juegos eróticos de Juan Carlos, pero con la cualidad misteriosa de embarazarse lentamente. Dije alteración psicológica, pensando en Juan Carlos, pero empiezo a tener dudas. Creo que esa muñeca, que es el doble de Elvira, su mujer muerta, es aún más real que la propia realidad de la difunta del recuerdo.

Paulina Movsichoff. "Una mujer silenciosa". Buenos Aires, Torres Aguero Editor, 1989.

Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México. Vol. XLIV   número 465  octubre 1989
       

lunes, 3 de junio de 2013

"Fuegos encontrados" de Paulina Movischoff- Luis Ricardo Furlan

Precedida por el Premio "Juan Rulfo" para Primera Novela, nos llega desde México este libro de la escritora argentina Paulina Movsichoff. No dudamos en afirmar que la obra es representativa de nuestra raigambre nacional y que la autora se descubre con la singularidad, poco frecuente en esta época, de asumir el compromiso narrativo desde un tema que, por lo sustancialy anecdótico, refleja vertientes creadoras todavía escasamente exploradas. Sorprenden, de esta manera, la consolidación de la línea rgumental, la fluidez expresiva y  el halo preceptible de nostalgia poética que afloran del texto.
  En buena hora Paulina Mosichoff ha recurrido a nuestra historia para escanciar sucesos y dramas reveladores de que existen motivaciones suficientes para exaltar las peculiaridades de hombres y mujeres, sufridos en los vaivenes del tiempo y la memoria, coyunturales en sus actos inesperados, pero permanentes en cuanto a al indomable voluntad de los espíritus, acerados en deseperanzas y agonismos. En estas páginas, de lectura atrapante, la existencialidad de los seres consustancia arraigos y dramatiza efectos, válidos siempre.
  Con seguro oficio y diestro lenguaje, Movsichoff relata las peripecias de los personajes de su historia, donde se cruzan, en variados planos, acontecimientos reales e imaginarios, paisajes ardientes y palpables, rasgos viriles, en fin, la corte de señales y símbolos propicios para que la obra constituya un verdadero modelo literario. Nada queda librado al azar sino a la orientación de la escritora, que surge de los párafos como una metódica hilvanadora de reminiscencias.
 Hacía mucho tiempo que la literatura rgentina no encontraba cauces propicios para mostrarse en su alcance total. Esta novela es la afirmación de la tradición novelística que enraiza en el reencuentro del ser nacional. Y, para lograrlo, no ha necesitado Paulina Movsichoff otra cosa que retornar a las fuentes. En ellas abrevó para lograr que "Fuegos encontrados" la incorpore a la más auténtica legión de escritores argentinos y, por añadidura, latinoamericanos.
  Con su primera novela, justamente premiada, Paulina Movsichoff atestigua la experiencia en una disciplina nada fácil, pero puede estar segura de que su estreno en el género tiene los más altos auspicios. Naturalemnte, también la responsabilidad futura le concierne. La literatura argentina está de parabienes.
 Publicó Ediciones Tierra Adentro, México.

Comentario leído enla audición Biblioteca de Radio Nacional. 20 de mayo de 1982    

miércoles, 22 de mayo de 2013

INTRODUCCIÓN AL TEATRO DE SÓFOCLES, de María Rosa Lida. Paulina Movischoff



   Si volviéramos los ojos a la cultura griega, a pesar del tiempo y del espacio que de ella nos separa, veríamos no sólo la fuente de nuestra cultura sino también el reflejo de cuanto nos preocupa a nosotros, mujeres y hombres de del siglo XX. El hombre de hoy busca su esencia, se plantea problemas de identidad y de conducta, se debate a veces sin rumbo, otras fabricando sus propias normas, en un mundo irracional e incomprensible. Leyendo a los griegos no podemos menos que admirarnos al ver cómo ellos plantearon los mismos interrogantes, cómo sintieron y pudieron representar de una manera admirable sus sentimientos, en esa forma de expresión llamada “tragedia”.
  María Rosa Lida, investigadora de fama internacional, nos acerca ahora a Sófocles, un trágico por excelencia.
  Por la amenidad y sencillez con que expone, esta obra no sólo es una ayuda para el especialista, sino también un puente para que el profano penetre y se entusiasme en este ámbito en el que el hombre de hoy pueda encontrarse y reconocerse. Y éste es el rasgo que señala a los clásicos: su arte es arte universal. Para decirlo con las propias palabras de la autora: “Por eso, en la economía del arte clásico se descubren sentidos tan densos, y lo que se dice acerca de tal o cual héroe… despierta eco perenne y se cumple tan hondamente en cada individuo.”
  A medida que recorremos la obra nos encontramos con los rasgos característicos del poeta: su humanismo, su realismo riguroso, su desconcierto ante los inevitables designios de los dioses.
  En sucesivos capítulos analiza tres de sus tragedias más representativas: Antígona, en donde las fuerzas del Estado se enfrentan con la libertad del individuo. Filoctetes con el tema de la enfermedad, que degrada al hombre y el de la necesidad de conocerse a sí mismo encarnada en Neptólemo. Edipo rey en donde el hombre sucumbe bajo un fatalismo inexplicable, pero es grande en su miseria y magnánimo en la adversidad. Nos muestra asimismo la ceguera de nuestros actos y de nuestro verdadero ser, simbolizada en la vista y la ceguera de Edipo. Sófocles nos hace ver, pues, la realidad tal como se presenta: ciega, oscura, incomprensible, sin pretender explicarse o explicarnos. De allí el valor moderno de las tragedias. En este exhaustivo análisis de María Rosa Lida, entra también la forma, que no puede desgajarse del contenido sino que con él crea una unidad de fuerza y significado. Nos recreamos con fragmentos en los que nos da su propia traducción, fiel a la poesía de su lengua original.  
  La Introducción al teatro de Sófocles es una obra que penetra profundamente en el alma de un poeta, sin duda porque su autora lo conoció y amó y por sobre todo porque demuestra estar animada del mismo humanismo, de la misma emoción por los asuntos de los hombres.

Comentario realizado para "Biblioteca de Radio Nacional" en agosto de 1971

martes, 21 de mayo de 2013

LA MARQUESA DE ROSALINDA de José del Valle Inclán- Paulina Movsichoff





  En los artículos en que aborda su obra, Valle Inclán se presenta como esencialmente lírico. “Poeta ultralírico – dice- no creo, sin embargo, en lo sobrenatural; en mi obra he procurado únicamente hacer jardín y hacer valle; y entiendo que unos colores, unos sonidos, unas claridades de esta vida son más que suficientes; las armonías, las melodías, he ahí todo; Dadme siempre una mujer, una fuente,  una música lejana: rosas, la luna – belleza, cristal, ritmo, esencia, plata – y os prometo una eternidad de cosas bellas.” Estas palabras pueden ser la llave que nos introduzca en esta pequeña obra donde la belleza y el ritmo se unen a la caricatura, precursora de los “esperpentos”, en donde la palabra es música, color, sugerencia. En donde el gusto por lo exótico se entremezcla y se impregna con lo auténtico español.
  La marquesa Rosalinda se vincula con  la etapa modernista de Valle Inclán. Vemos pasar la sombra de Darío en sus personajes. Marqueses y abates, en el paisaje versallesco, cisnes y lagos, jardines de ensueño, lunas plateadas. La obra es, además de esto, una sátira en donde las criaturas humanas alternan con figuras de fantasía: Arlequín, Pierrot, Polichinela. Todo esto en un conjunto de frivolidad, ligereza y ritmo que contribuyen a acentuar la estructura de verso y la variedad de la rima. La obra es denominada por su autor como farsa “grotesca”. En ella se narran los amores de la Marquesa Rosalinda con Arlequín, todo envuelto en una atmósfera de humor y romanticismo, de preciosismo y caricatura. “En el jardín métrico de mirto y ciprés / con cisnes y rosas. La decoración/ clásica, del siglo dieciocho francés, que amaba la corte del primer Borbón”. Y  más adelante: “Traviesas meninas del cortejo real/ con polichinela tejen un dancil./ Promueven  las risas Babel de cristal, / suena la joroba como un tamboril”. Un deleite sensual se desprende de la descripción de los trajes: sedas, puntillas, gayas plumas, brillo de joyas. En la descripción del paisaje en donde abundan las sinestesias, las sensaciones cromáticas, auditivas, táctiles: onda que gime, rosas frescas, fronda que tiembla con rumor de raso. Sus personajes son a la vez humanos y caricaturescos, hay un sentido del honor español envuelto en un halo de pirueta y  burla, de farsa y dolor.  La marquesa de Rosalinda, publicada esta vez por Editora Nacional de Madrid, implica un esfuerzo por captar la subjetividad de las cosas, la música, el color y sonido de las apariencias, una peculiar manera de abordar el mundo, y presentarnos sus criaturas en la ficción.  

Comentario leído en la audición BIBLIOTECA DE RADIO NACIONAL- 27/ 4/ 71

domingo, 19 de mayo de 2013

Rosario Castellanos y Nahum Megged. El largo camino a la ironía- Silvia Cherem S.



                                                                                  por Silvia Cherem S.

La mañana del 7 de agosto de 1974, Nahum Megged y Raúl Ortiz, los dos amigos más cercanos de Rosario Castellanos, recibieron una llamada inesperada. Era Rosario desde Israel, donde era Embajadora de México, gozosa de informarles que el presidente Echeverría la había invitado a viajar al DF para participar en una reunión de mujeres destacadas. Aseguraba que de inmediato tomaría el vuelo de Tel Aviv para estar al fin “todos juntos”: su hijo Gabriel, quien estaba en esos días en México, Raúl, Nahum y ella, que tanto extrañaba la tierra que la vio nacer.
Ninguno de los cuatro imaginó que tan sólo unas cuantas horas después estarían “juntos”; los tres primeros desfigurados de tanto llorar ante el féretro de Rosario. Esa misma tarde, María del Carmen Millán, Directora de Canal 13, crítica literaria y amiga de la escritora, llamó a casa de Raúl, donde vivía temporalmente Nahum, para avisarles que Rosario había muerto, víctima de una descarga eléctrica fulminante al conectar una lámpara. No le creyeron. Tan sólo unas horas antes, escucharon su alegre voz, su añoranza de futuro. Si no contestaba en su casa, era porque seguramente venía ya sobrevolando el Atlántico. Fue Emilio Rabasa, entonces Secretario de Relaciones Exteriores, quien confirmó el trágico deceso. 
Para Nahum Megged, condecorado en 1994 con la Orden Mexicana del Águila Azteca, la máxima distinción que otorga el gobierno de México a extranjeros prominentes, y a quien Miguel Ángel Asturias se refería como su alter ego o su nagual, sólo quedaría el entrañable recuerdo de una amistad sin paralelo. En su amiga Rosario Castellanos, encontró un nuevo espejo donde mirarse. Fue ella, con su sabiduría ancestral, quien lo incitó a hallar su “alma vieja”, su origen trashumante que le ha permitido deambular entre la certeza de su orgullosa nacionalidad israelí y la sabiduría reencarnada del mundo indígena y chamánico. Y fue él, y su Jerusalén adorada, quienes liberaron a Rosario. Decía ella que “dejó sus piedras, es decir la carga de su vida, en Jerusalén, la ciudad que le permitió liberar su pluma”.
Nahum, quien escribió Rosario Castellanos. Un largo camino a la ironía, dice: “Rosario vivía perseguida por la violencia de su destino, se sentía presa de su condición de mujer y, sobre todo, del presagio que la condenó a morir desde que era una niña. Se sabía condenada. Sumisa por decreto, llegó a Israel esperando su sacrificio, como lo hacía desde niña cada mañana; pero, para su sorpresa, allí se liberó del yugo. Fue feliz, fue mujer, y creó con la libertad que jamás lo había hecho”.
En Israel, de 1971 a 1974, Rosario logró vencer el miedo, despertó una nueva voz en su poesía y escribió El eterno femenino, su primera obra teatral, en donde fue capaz de burlarse de su género. La paradoja, sin embargo, fue que justamente cuando había hallado la paz, en un país que sobrevivía entre guerras, el destino arremetiera finalmente en su contra.
“En Israel cerró su círculo, un círculo sagrado.  Ahí transitó de lo trágico a la risa liberadora, fue su largo camino a la ironía”, señala Megged, catedrático en literatura y antropología de la Universidad Hebrea de Jerusalén, un experto en culturas indígenas y quien aprendió de la mano de Miguel León Portilla a leer los códices precolombinos.
Una amistad entrañable
Nahum y Rosario se conocieron en 1971. Rosario, en proceso de separarse de Ricardo Guerra, el único hombre de su vida (“virgen a los 33 años” dice en Poesía no eres tú), viajó a conocer Israel. Nahum fue su guía, los ojos que le permitieron enamorarse del Estado. Era Director interino del Departamento de Estudios Españoles y Latinoamericanos de la Universidad Hebrea de Jerusalén, estudioso del mundo indígena mágico, y uno de los más destacados especialistas en la obra de Miguel Ángel Asturias. Desde el primer momento se identificaron, los unía la erudición literaria, el humor irónico y la llana sensibilidad, y muy pronto  Nahum llegaría a ser “el más querido de mis amigos en Israel”, como tantas veces escribió de él Rosario. 
“Fue un encuentro fulminante”, dice Megged, apodado por sus amigos colombianos “el filósofo hebreo” por su capacidad quijotesca para escuchar y conciliar intereses. Las anécdotas de Nahum son numerosas, pero quizá ninguna tan memorable como aquella que aconteció cuando él aún no cumplía 25 años y emigró temporalmente a Colombia para ganarse la vida como maestro de una preparatoria. Corría 1960 y, recién desempacado, quiso celebrar la Independencia de Israel con la presencia del gobernador, el arzobispo, el comandante de las fuerzas armadas, y representantes de las distintas religiones. Parecía un sueño adolescente, pero con la ingenuidad y el corazón abierto lo logró sin chistar (- “¿Tiene usted cita con el gobernador?”-, le preguntaron. – “No” – respondió sabiendo que ni siquiera lo conocía -,  “pero seguramente se alegrara él de verme”.)
 Al poco tiempo, ya estaba arreglando problemas entre católicos y protestantes, gozaba de la amistad del sacerdote guerrillero Camilo Torres a quien le enseñaba palabras en hebreo, del Arzobispo de Medellín Tulio Botero Salázar y del Comandante de la Tercera Brigada. Para 1963, cuando Colombia estaba inserta en una cruenta guerra civil, Nahum regresó a Israel. ¡Cuál no fue su sorpresa cuando la gran Golda Meir, a quien tampoco tenía la suerte de conocer, lo mandó llamar en 1967! El Arzobispo de Medellín y el Alcalde le habían mandado una carta, firmada por un sinfín de personalidades colombianas, rogándole que de inmediato mandara a Megged como embajador de Israel en Colombia porque “era el único con la capacidad para hacer la paz”.  Nahum, ajeno a los rigores de la vida diplomática, se sintió halagado y, aunque fue innumerables veces a Colombia como pacificador, desdeñó el cargo de embajador. Prefirió continuar sus estudios sobre temas bíblicos, religiosos y literarios en la Universidad Hebrea de Jerusalén, y su tesis doctoral sobre Asturias.
En aquel encuentro en 1971, Nahum le prometió a Rosario, comenzar a leer su obra: Balún Canán, Oficio de tinieblas y Ciudad Real, así como Álbum de familia  y Mujer que sabe latín, aún sin editarse. Durante casi un año, se cartearon. Rosario estaba recién separada de Guerra: “contraje un matrimonio monoándrico por mi parte y totalmente poligámico por la parte contraria”  (cita Megged una entrevista que le hizo Elena Poniatowska a Rosario, en Un largo camino a la ironía), y con el ánimo de darle un respiro a su vida, le pidió a Emilio Rabasa que le otorgara el cargo de Embajadora de México en Israel.
“Nadie entendía nuestra amistad, una cercanía de corazones, no de cuerpos – recuerda Nahum–. Ella intimidaba conmigo de lo que sentía, de lo que vivió. Mi mujer decía que no se encelaba, sólo porque lograba entender el entrañable cariño y la enorme admiración que nos unía. Por su inteligencia brillante, su humildad y su humor fresco, me prendí de Rosario, como en algún momento lo hice con Asturias”.
Cuenta Megged que Rosario se ganó el corazón de los israelíes desde el primer momento. Comenzó dando clases de cultura mexicana en la Universidad Hebrea de Jerusalén, y su nombre figuraba constantemente en emisiones radiales y conferencias en los que expresaba su gozo de vivir en Israel.  “La recibían con euforia de heroína. Los periódicos le dedicaban programas y titulares, y quien la conocía, la adoraba por su simpatía e inteligencia”, dice.
En 1972, Miguel Ángel Asturias, ya Nóbel, fue invitado a Israel y Nahum organizó los encuentros entre sus dos lealtades: “los dos reyes magos mayas”.  Estuvieron juntos en Tel Aviv y en Jerusalén, y según cuenta Megged, Asturias se mostraba inquieto por conocer la opinión de Rosario en torno a sus ponencias. Eran tiempos de las protestas en contra de la guerra de Vietnam y las aulas de la universidad estaban desbordadas de la agitación de los jóvenes.
Megged fue quien tradujo la poesía de Rosario al hebreo, misma que ella pudo escuchar en una velada con escritores en Jerusalén, cuando recibió el Premio Sourasky. “La paz israelí”, decía ella, le permitía olvidar el presagio de su muerte.
El implacable destino
            En Balún Canán, por el que ganó el Premio Xavier Villaurrutia en 1958, Rosario Castellanos alude en lenguaje simbólico a su dolorosa niñez y a la condena a muerte que cargó como un lastre, lesionando irremediablemente su autoestima. El cacique César, su padre, a menudo se enfrentaba a las rebeliones y amenazas de los indígenas chiapanecos, hartos del injusto e inhumano trato que les propinaba. Como buen terrateniente se mostraba impermeable ante cualquier reclamo, hasta que un tzotzil lo cimbró clavándole en el vientre una maldición: “uno de sus hijos, tendrá que morir”.
Ese presagio penetró en el pensamiento mágico de la familia Castellanos. Rosario y su hermano, con el pánico a flor de piel, comenzaron la guerra de supervivencia y en sus juegos exteriorizaban el deseo de que fuera el otro quien muriera. Su madre, presa del mismo ánimo supersticioso, caía en constantes depresiones y, como “remedio”, en aquellos tiempos de persecución religiosa, decidió someter a sus hijos a los baños de pureza de la Iglesia: primera comunión, rezos y devoción fanática para liberarlos de “las brujerías de los indios”. Nada servía, sin embargo, para exorcizar el miedo.
Cuenta Nahum que Rosario le confesó que su madre, una joven mestiza, en un momento de franca desesperación tomó a sus dos pequeños de la mano, salió a la calle y decidida emprendió la marcha tocando de puerta en puerta. A quien abría le gritaba: “¿Verdad que no es verdad?” Para luego añadir: “Y si es verdad, ¿cierto que no será el varón?”
            Rosario fue elegida por su madre para morir. Cargó desde niña con el humillante lastre de ser mujer: esclava, inferior, condenada. Decía que comenzó a escribir poesía cuando se vio al espejo y lo encontró vacío, y que sólo exorcizaba a sus fantasmas cuando lograba convertirlos en expresión estética. Se sentía negada por su feminidad, y cada amanecer imaginaba que quizá ese día hallaría finalmente el sitio y la hora esperados.
Su hermano fue, sin embargo, el elegido por el destino. Murió de peritonitis a muy temprana edad y Rosario jamás se repuso de haber sobrevivido, de haber deseado su muerte. Se abrumó de soledad y culpa, hasta que, afirma Megged, llegó a un país elegido para la muerte, un país amenazado por todos sus vecinos, un país en el que logró ella fundir su micro historia con la realidad de un pueblo que también sobrevivía entre soledad, dolor y culpa.
            “Ella, igualmente soñadora, comprendió nuestra tragedia como israelíes: vivimos una muerte sin fin en la búsqueda de una vida sin fin”, dice.
Cuenta Megged en Un largo camino a la ironía, que Elena Poniatowka, amiga de ambos, al tratar de captar la identificación de Rosario Castellanos con Israel, decía que: “Rosario llegó a un país que en cierta forma se parecía a ella: dolido, pequeño, inteligente, expuesto a todos los vientos”. Rosario calificó más de una vez su estadía en Israel como los “mejores años” de su vida, y así lo decía porque ahí logró liberarse de la costra de orfandad. Se sintió orgullosa de ser mujer, de su capacidad para crear no obstante sus heridas (“prefiero una que otra cicatriz, a tener la memoria como  un cofre vacío”, escribió en  Poesía no eres tú).
            Desde Israel escribía poesías, cuentos y su columna en Excélsior, que sólo silenció cuando estalló la Guerra de Yom Kipur en 1973. Decía que no podía escribir mientras “los suyos” se estuvieran muriendo. Nahum, por amor a su patria, fue al frente. Podía haberlo evitado porque su único hermano había ya muerto en combate y el código militar lo eximía de servir. Herido en la columna y sin poder caminar, regresó intempestivamente. Rosario, por mera intuición, le llamó ese mismo día. El teléfono timbró cuando apenas abría la puerta de su casa: “¿Nahum, estás bien? ¿Y tus pies?”
¿Cómo podía ella saberlo? Sus pies estaban heridos, uno inmóvil. Aunque la información pública era que se había caído de un camión, la verdad era que en el frente egipcio un mortero lo había hecho volar por los aires. Sobrevivió de milagro. Escribió en Excélsior que Nahum sarcástico le respondió: “¿Mis pies? Espérate que los estoy contando”. Una hora después de aquella llamada, Rosario ya estaba en Jerusalén. “Tenía una percepción mágica –señala Megged-. Decía: ‘no creo en brujos, pero de que los hay, los hay’.”
            Aunque Rosario vivía en Herzlya y Nahum en Jerusalén, a diario estaban juntos desarmando el rompecabezas de sus vidas: “Ella insistía a menudo que ahora sí quería vivir, eludir la muerte. No se sentía ya negada ni como mujer, ni como escritora, hija o hermana. En broma decía: ‘lo ideal sería que un israelí me proponga matrimonio para poder quedarme aquí’.” Dejaba atrás el diálogo sordo, la condena de ser “Rosario Soledad”, como dice Nahum que la llamaba uno de sus alumnos.
Aunque se había transformado, su destino resultaría implacable. Rosario, a quien Héctor Azar llamó “una bola de cristal bajo el pie de los caballos”, cumplió con su legendaria sentencia aquel 7 de agosto de 1974.  En ese presente nuevo en el que –según cuenta Megged-  al fin se sentía segura, feliz e iluminada, el destino golpeó a su puerta para dejar la oscuridad. Conectó ella la pequeña lámpara que compró en la Ciudad Vieja, estaba lista para partir. Quería dotar de luz su equipaje.  Ni su chofer, que estaba a su lado, ni nadie, pudieron arrancarla de aquel sino fulminante.
En Poesía no eres tú  ella intuyo su muerte: “Yo no voy a morir de enfermedad/ ni de vejez de angustia o de cansancio”.  Para luego añadir la presencia de aquella “ciega lámpara”: “Ya no tengo más fuego que el de esta ciega lámpara/ que camina tanteando, pegada a la pared/ Si muriera esta noche/ sería solo como abrir la mano/ como cuando los niños la abren ante su madre,/ para mostrarla limpia, limpia de tan vacía.”
 Rosario Castellanos concibió la esperanza como una lápida. Llegó a México fulminada para cerrar repentinamente, con exactitud y perfección, su periplo de vida. Aquella mujer elegida para la muerte, falleció a los 49 años, en aquel momento en que la crisálida rompió el espejismo del sacrificio y logró liberarse de la condena de mutilación y ostracismo.
Finalmente se llenó de luz. Es Rosario Castellanos un símbolo no sólo de virtud literaria, sino también de fortaleza femenina. Rosario, quien a lo largo de la vida concibió lo femenino como una condición de inferioridad, exigencia de sumisión obligada y “tributo de la especie”, logró sobrevivir y convertirse en un modelo que irradia sabiduría. “Mujer, esencialmente mujer”, dijo a su muerte Agustín Yáñez.
“Rosario – concluye Megged- , fue un gigante que supo reír: para ella la risa era una forma de liberación y, con ella, supo convertir el dolor en fina ironía. Logró tocar el abismo, y escalar la cúspide. Rosario fue una hoguera en pleno campo, una toma de conciencia, un despertar, una materia que arde. Solo vino a que la conociéramos aquí sobre la tierra y regresó muy pronto a la casa del sol. Solo vino a dejarnos su risa, sus flores, y su canto de filosofía náhuatl, de tierra lavada por el agua...”