lunes, 21 de septiembre de 2015

PARA QUE NO ESTÉS TRISTE- Paulina Movsichoff




  Faltaban sólo veinte días para regresar a la patria luego de siete años de exilio, cuando Luisa se dio cuenta de que estaba perdidamente enamorada. Y no precisamente de su marido. El destinatario de ese amor que le desacompasaba el corazón y que le devolvió la sensación de arraigo que ya creía perdida para siempre era Abelardo Hurtado, su compañero en la editorial en la que se desempeñaba como correctora. Ahora, casi en la víspera de su partida, comprobaba asombrada que la había abandonado aquel sentimiento de nostalgia que la acompañó de una manera persistente y desesperada desde que pusiera los pies en México. Ya no caminaba por las calles o manejaba su Volskwagen en medio del tráfago infernal extrañando los cafecitos de Buenos Aires, que tienen, como las callecitas, ese qué sé yo, ni se quedaba horas enteras tirada en la alfombra de su departamento junto al tocadiscos escuchando a Homero Manzi en la voz de la tana Rinaldi. Ahora se internaba por las callejuelas de Coyoacán dejándose acariciar por la luz mañanera de aquella región que en alguna época fuera la más transparente del aire pero que aún conservaba esa textura, ese sabor blando y sosegado como no viera antes en ningún lugar. Se preguntaba cómo podría subsistir allá sin la música del organillero, sin los helados de mango o de guayaba. Y sin Abelardo. Llevaba ya diez años de casada con Fabián Ortúzar, un hombre medido en sus demostraciones con el que se quisieron en un primer momento con un afecto tranquilo en el que la pasión, que ahora era sólo un recuerdo, nunca levantara demasiado vuelo. El exilio se les había presentado como la última alternativa cuando una mañana seis hombres entraron en el consultorio, dejándolo como si hubiera pasado un huracán. Por suerte, él estaba ausente y, a la semana, ya tenían decidido partir.
  No habían podido tener hijos y eso le permitió a Luisa dedicarse con mayor ahínco a su trabajo. Pero aquellos años les parecieron a los dos un largo páramo. Fabián era psicólogo y comenzó a tener una cantidad nada despreciable de pacientes con lo que pudieron comprarse una casa de fin de semana en Cuernavaca. Pero Luisa no se conformaba con estar lejos de los suyos. Sólo la salvaron de no despeñarse demasiado en la nostalgia las cartas de su madre, que llegaban semana a semana con una infaltable regularidad y en donde la ponía al tanto, con cuidadoso  esmero, de los avatares de la familia.
  Fabián le comunicó una tarde, con ese tono tan suyo en donde a ella le parecía percibir una orden, que regresaban en dos meses. Habitualmente se plegaba a las decisiones de su marido pues éstas le parecían ajustarse a sus necesidades. Aquella vez no fue una excepción, No veía la hora de pisar tierra argentina.
    Esa mañana en la editorial el teléfono no funcionaba así que se dispuso a pedir el de la gerencia. Rocío, la secretaria, la saludó con una mueca distraída pues en ese momento clasificaba la correspondencia. Antes de que pudiera insinuar su pedido, escuchó: "estás guapísima". Era Abelardo quien, sentado a un costado en la oficina, esperaba que el gerente lo recibiera. Ella se rió pero, muy dentro de sí, algo quedó encendido por el resto del día. Esa tarde le grabó el cassette de la tana Rinaldi y se lo entregó a la mañana siguiente musitando un "para que te acuerdes de mí". Se dio vuelta para volver a su cubículo cuando oyó la voz de él: "¿Querrías comer mañana conmigo?". Luisa le contestó que sí, que le gustaría.
  A Fabián le dijo que a la salida del trabajo iba a encontrarse con Consuelo, su amiga mexicana, para despedirse. No era demasiado creíble pues nunca faltaba a comer a su casa, a las tres en punto, hora en que los dos se habían ya desocupado de sus tareas del día. Pero estaba decidida a no faltar a la cita. Prometió, eso sí, estar de vuelta antes de las seis. Abelardo la llevó a la posada del Ángel. Ella pidió chiles en nogada y él Huachinango. Luego de comer brindaron con tequila. A medida que hablaban, Luisa comprendía cuánto le había faltado en aquellos años ser escuchada. La voz de Abelardo la internaba en vericuetos desconocidos de su persona y la llevaban a evocar aquellos versos de Agüero, el poeta de su provincia: "Bajo su voz yo me sentía leve / como la nube que navega al viento". Envidiaba a los poetas que podían expresarse con esa justeza. "Te invito al cine", oyó que le decía. Alguna vez en la oficina, entre charla y charla, él le contó que era viudo y que vivía con su hija Eva. "Eva se queda hoy con su abuela".     
   Aceptó la invitación sin pensar en qué le diría a Fabián. En verdad, si unos meses antes alguien le hubiera dicho que actuaría de esa manera, se le habría reído en la cara. Estaba totalmente adaptada a esa vida que casi podría llamarse rutinaria.
  Le costaba concentrarse en la película. A pesar de que ambos miraban a la pantalla, sentía la presencia de él como un refugio de tibieza al que le resultaba difícil sustraerse. De pronto la asaltó el deseo de reclinar la cabeza en su hombro. Pero se llamó a la cautela. La invitación de Abelardo la tomó desprevenida: "¿Y si fuéramos a hacer el amor?"
  Se encontró en los brazos de Abelardo como si desde toda la vida hubiera navegado en busca de aquel puerto. Lo supo en el mismo instante en que él le quitó la ropa y abrazó su cintura con la precisión de un músico que tocara su instrumento.
  Llegó a su casa a las doce y se tendió al lado de Fabián que dormía como si ella no se hubiera ausentado. Agradeció ese desapego. Los días que siguieron fueron de una intensidad agotadora. Luego de salir de la editorial, ella y Abelardo paseaban por el botánico, y él se entretenía en enseñarle el nombre de las plantas. Ese fin de semana se fueron juntos a Tepoztlán. Fabián tenía un almuerzo de despedida con sus colegas de la Universidad y ella pretextó un leve resfrío. Llevó su guitarra y le cantó canciones de Argentina, las zambas que tocara una y otra vez en aquella larga ausencia. Él le decía: "Alguna vez le voy a contar a mis nietos que amé una argentina y que cantaba con su guitarra".
  Luisa se preguntaba si Fabián sospecharía algo. De ser así, nada dejaba entrever. La veía llegar a veces de la calle con la mirada brillante y las mejillas arreboladas pero parecía estar a mil leguas de todo. Para disipar cualquier duda, ella se ponía a empacar los libros y las artesanías con fanática aplicación, como para que no quedaran dudas de que nada había cambiado en sus vidas. Con la venta de los muebles, la casa se fue vaciando de a poco. Sólo les quedaban la cama y la mesa que Carmelita, la vecina, entregaría al día siguiente de su partida. A Luisa se le estrujaba el corazón cuando miraba por la ventana el jacarandá florecido, o cuando se asomaba a su ventana y contemplaba las cimas lejanas del Ajusco. Comprendió cuánto se había apegado a todo aquello.
  La tarde del último encuentro se puso el vestido hindú que llevaba el día que salieron por primera vez. La partida estaba fijada para el día siguiente y quería que él la recordara para siempre con aquel atuendo que le daba una apariencia de una de esas pinturas del medioevo. Se amaron durante cinco horas. Cuando él entraba en su cuerpo, Luisa se mordía los labios hasta sacarse sangre. Era la primera vez que gozaba con aquella intensidad. Tirados uno al lado del otro, conversaban. Por momentos él le fabricaba sombras chinas en la pared y ella se reía hasta quedar sin aliento: "Para que no estés triste", le decía Abelardo, recorriéndole todo el cuerpo con sus besos. Ninguno de los dos tocó el tema de la inminente separación. Cuando la dejó en la puerta de su casa, él le dijo: "No te olvidaré jamás".
  En el aeropuerto la aturdió el gentío. No pensaba que ya faltaban pocas horas para el tan anhelado regreso. La obsesionaba el pensamiento de Abelardo solo en su departamento, o conversando con Eva, tratando de disimular la tristeza. Fabián se acercó al mostrador de Aerolíneas y subió las valijas a la báscula. Fue sólo entonces cuando Luisa lo envolvió en un abrazo largo y estrecho y lo besó en la mejilla mientras le decía: "Tal vez algún día me perdones". Y, sin más, se volvió y corrió hasta la salida.    


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