viernes, 12 de junio de 2015

UN VIAJE EN TREN- Paulina Movsichoff





  Fui a estudiar a Buenos Aires. Tenía siete años. Mi  madre me dijo una noche:   
 —Vas a estudiar declamación. La tía Domi me asegura en la última carta que no hay problema en que parés en su casa. Yo no te puedo acompañar, así que irás solita en el tren y allá te recibe. La tía Domi era hermana de mamá. A veces venía a San Luis a visitarnos. Aquéllos eran momentos de alegría. Mi hermana Florencia y yo nos sentábamos en el umbral de la puerta de calle, recién bañadas y almidonadas, para ver pasar los coches de plaza. Bajaban lentos con sus caballos cansinos del fondo de la calle y traían a los viajeros del Cuyano. Y entonces, la sorpresa de que uno de ellos se detuviera ante la casa. Era la tía Domi que llegaba a instalarse por un tiempo con mi prima Elvira. Y luego los abrazos. La fiesta de mirarla abrir las valijas y aspirar el aroma inconfundible, ese perfume que emanaba de su ropa doblada y que era como la prolongación de su persona. Las noticias, la charla despeñándose como una catarata y nosotros sorbiendo sus palabras como un agua fresca que mitigara nuestra sed. Al día siguiente, en la escuela, miraba con lástima a mis compañeras que no tenían tías Domis ni primas que llegaran de Buenos Aires. Esas dos palabras mágicas para nosotras, como quien dice Europa. 
  —¿Te animás?  Preguntó mamá para concluir. Dije que sí, que me animaba. La aventura era por partida doble. Convertirme en eso que era mi madre cuando la veía declamar en el patio de casa las noches de los invitados. Entonces me parecía que la vida me abría una puerta desconocida y descubría un camino empedrado con diamantes. Y viajaría en tren.

 Torres nos vino a buscar a eso de las once en el coche de plaza. Se me antojó que los cascos del caballo avanzaban al ritmo de mi propio corazón. La estación estaba llena de gente ya que no faltaba mucho para la hora en que llegaría el Cuyano. Las familias formaban pequeños grupos. Era fácil darse cuenta de quién era el  que viajaba, porque un aura de excitación lo envolvía. El que se iba escuchaba las conversaciones de los suyos con  una expresión de condescendencia, como si ya estuviera en otra parte y no quisiera que nadie se diera cuenta. Mamá me condujo al grupo que formaban el tío Juan, la tía Leonor y Nicolás, el hijo mayor.  A la pregunta de quién viajaba, el tío Juan respondió: “Yo”. Mamá le explicó que yo iba sola y le preguntó si podría sentarme con él. “Por supuesto”, dijo, pasando la mano por mi cabeza. El tren entró, bufoso y humeante. Ni bien me acomodé en la ventanilla que el tío me ofreció gentilmente, lo vi despatarrarse en el asiento y comenzar a roncar. Dormía con la boca abierta, olvidado completamente de mi frágil existencia. De pronto me di cuenta de que quería ir al baño y miré con desaliento las piernas del tío, cerrándome toda posibilidad de paso. Suspiré para darme coraje y le toqué un brazo. Él abrió los ojos y se levantó para dejarme pasar. Se despertó sólo para ir al coche comedor y allí, luego de atravesar ese rubicón que era el cruce de los vagones sin que él tendiera la mano para ayudarme, como hacía mamá, comimos un guiso de lentejas y flan de postre. Cuando volvimos al vagón, el tío se echó a dormir de nuevo. El viaje se me hizo eterno. Todo el tiempo torturada por el miedo de que las ganas de ir al baño se repitieran. El tren entró en Retiro a la medianoche. Me olvidé de todo cuando vi a mi primo Pepe buscándome entre las cabezas que asomaban por la ventanilla. Ni bien me descubrió, me sacó por ella y me abrazó. Cómo me querían esos primos. Y yo a mi vez los quería a ellos de una manera un tanto desaforada. Pepe era mayor. Por esa época andaría por los dieciocho. Cuando llegamos a la casa me recibieron los otros primos con expresiones de alegría. Miguel, Rodolfo, Elvira y también Pepe me acosaban a preguntas por la familia. Me dijeron que la tía Domi llegaría tarde, porque esa noche tenía canasta con las amigas. Me estrujaban a besos y me decían “peine fino”. Esa noche no dormí tratando de descubrir qué querrían decir con eso.

—No la exciten — decía Miguel.  Miguel tenía un halo especial, con su figura grácil, sus labios sonrientes. La otra vez que fui con mamá él no estaba porque era marino y siempre viajaba. Tenía unas manos finas, como las del pianista que tocó una vez en el teatro del pueblo. Ésa sería la última vez que lo vi. Moriría un año después cuando venía en avión desde Usuhaia, el mismo día en que se casaba. El piloto aterrizó mal y no se salvó nadie. Pero aquello no podía saberlo esa noche. Ni yo ni ninguno de ellos.

  La casa era enorme y elegante. Más que la nuestra de San Luis. Me encantaba llegar de la calle y subir la empinada escalera de mármol que conducía a ese hall con sillones. Al comedor se accedía por una puerta de espejos. Lo más lindo de todo era no tener que ir a la escuela. Cuando me levantaba, apenas tomado el desayuno, subíamos a la terraza con Elvira, a jugar a la piola. Allí se alzaba la torre donde el tío Alfonso escribía. Me fascinaba a la vez que sentía curiosidad por cómo sería aquel lugar que parecía sacado de uno de los cuentos del Tesoro de la juventud. Un día la puerta se abrió y Alfonso nos dejó entrar. Entonces miré las estanterías repletas de libros, la mesa atiborrada de papeles. El que yo pudiera ejercer algún día ese mágico oficio no se me pasó por la cabeza. Además la tía Domi vivía protestando por que su marido se la pasaba allí sin hacer nada, “Es un vago”, decía. Y por otra parte lo lógico era que me casara y tuviera muchos hijos, como mis tías, como mi madre. Aunque aún no lo pensaba, en esa abstracción que es la infancia.     

  La profesora de declamación llegó al segundo día. Era baja y un poco gordita, pero la miraba como a una especie de hada, como la poseedora de un oficio sagrado. Su nombre hacía juego con su condición: Enriqueta Adesso de Cortínez La Palma.  Tenía en su brazo muchas pulseras de oro que tintineaban cuando al declamar hacía algún ademán.

  Aprendí muchísimos versos. Pero a mí gustaban más los que le enseñaban a Elvira, ya que ella era tres años mayor. Los míos me parecían pavos. Y escuchaba con envidia cuando Elvira declamaba:


Llamas de la Puna cargadas de sal

Ya vienen bajando, ya van a llegar.


Valientes llamitas se portan muy bien.

Sufren mil fatigas: mal tiempo, hambre y sed.


La profesora le dijo que tenía que decirla con tonada como los indios del Norte. Y se la repetía para que aprendiera:


Llaaamas de la puuuna caargadas de sal.


  A mi regreso me convertí en el número obligado de todas las fiestas escolares. Hasta recité en el teatro y, aunque las luces del escenario no me dejaban ver demasiado, alcancé a distinguir un montón de cabezas que me dejaron absorta. ¿Estaban allí por mí? El miedo me abandonó apenas comencé a recitar. Los aplausos resonaron en la sala pidiendo bis. Entonces me animé a declamar un poema de Elvira que me gustaba especialmente:          

De neglos padles nació este niño,

Como ellos neglo, neglo macizo.

Dice la gente: Lelampaguea.

¡Y es mi neglito que palpadea!


Las eles en lugar de las erres como decía la señorita Enriqueta que hablaban los negros. Me regalaron un dije de plata, pero no quedé muy contenta porque me parecía que no lo había dicho con la perfección de Elvira.


  Esa mañana la señorita Haydée avisó en la escuela que al día siguiente iríamos al asilo de ancianos. Pidió que lleváramos lo que pudiéramos: yerba, cigarrillos, galletas. Mamá compró unos papelitos blancos y el tabaco aparte. Yo protesté y me puse a llorar.

—   Estos no son cigarrillos — le reclamé.

—   Son para armar – me explicó—. Los viejitos tienen muchas horas libres y así se entretendrán más.
  Cuando iba en el ómnibus sentada al lado de mi amiga Teté, la señorita se acercó y me dijo:

—   ¿Te acordás de algún verso?

 Respondí que no estaba segura. Porque mamá me hacía practicar todos los días pero ahora, con el nacimiento de Alejandra, mi hermana menor, parecía haberse olvidado.

   Al llegar al asilo vimos a los viejitos que nos miraban desde el rabillo del ojo con una mirada pícara. Luego nos llevaron al salón de actos en donde se había instalado un numeroso público. Había chicos de otras escuelas. Entre ellos descubrí a mi primo Jorgito. El coro de la escuela terminaba de cantar el Buenas noches, mi bien y me puse nerviosa pensando que la próxima era yo. Subí ni bien el coro dejó el escenario. La gente me miraba expectante y me pareció percibir un dejo de orgullo en los ojos de Jorgito, varios años mayor que yo y cuya cabeza sobresalía de las demás. Yo a mi vez miraba a la gente y traté de empezar alguno de los versos que aprendiera con la señorita Enriqueta. Pero mis esfuerzos resultaron vanos. De mi boca no salía ni una palabra. Pensé en los versos de Elvira, en los míos, ése de las estrellas a las que su mamá luna abandona. Mi mudez se prolongaba y escuché que la señorita Haydée me decía bajito desde un costado: “Bajate, yo no te dije que subieras”.  Entonces Jorgito se abrió paso entre la gente y subió al escenario:

—   Vamos, no es nada — , me tranquilizó, mientras me tomaba de la mano y me empujaba fuera de la tarima. Pasó el brazo por mi espalda y me llevó hasta el patio, donde el sol brillaba, insolente.
   


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