lunes, 19 de octubre de 2009

Por la Amazonas




La despertó el alboroto de los pájaros en la palmera. Abrió lentamente
los ojos y, a través de la cortina, pudo comprobar un cielo insistentemente azul.
Le gustaba quedarse así, en esa duermevela en donde los pensamientos se
deslizaban fugaces como sombras y podía aún creerse allá, en aquellas otras
mañanas, ya perdidas. Ese día no tenía ganas de salir a trabajar. Quien lo
hubiera dicho: vendedora. Ella, que en la vida hizo otra cosa que leer y escribir.
Recordó su cuarto de investigadora, en la Facultad. Era muy pequeño pero
resultaba cálido con las plantas que fue acumulando mes a mes, los afiches de
Rosseau. ¿Quién lo ocuparía ahora? Quizás estuviera vacío, esperándola. La
investigación sobre Carpentier quedó trunca y aquí no había tenido fuerzas ni
tiempo para retomarla. Debían ganarse un lugar, sobrevivir como fuera en ese
país en donde recalaran, náufragos en la gran isla del exilio. Sintió en su
cuerpo la mano, aún adormilada, de Carlos y la rechazó con suavidad. No le
gustaba ser interrumpida en esos momentos, los únicos que se permitía, de
nostalgia. De la penumbra del inconsciente surgió la cara de Juan, con quien
soñara toda la noche. Lo encontró en la calle, poco tiempo antes de la partida.
Tomaron juntos un café. Ahora volvía a ver esos ojos, ensombrecidos por la
rabia, las manos que destrozaban la servilleta mientras ellos hablaban de
cualquier cosa para no nombrar lo que estaba allí, vivo, como una fiera al
acecho. “Cuidate”, le dijo ella al despedirse. No podía dejar de sentir por él una
tierna preocupación. Sin embargo, conociéndolo tan bien (la relación había sido breve pero intensa), se alejó segura de que su súplica caería en saco roto. La mano insistía y el deseo comenzó a ganarla, como una marea inevitable. Eso es. Hacer el amor, anudarse hasta espantar los miedos, hasta que la tristeza retroceda. La tristeza. De un tiempo a esta parte siempre estaba allí, agazapada, lista para saltar en cualquier momento de descuido.
Mientras se vestía miraba el Pichincha, a lo lejos, las casas que
comenzaban a llenarse de apuros y de ruidos. Pensó que volvería por la
Amazonas. Era la única calle que reunía las oficinas más importantes de la
ciudad; esa vez no podía darse el lujo de perder el tiempo. Nada de sentarse
en un banco de La Alameda, entre una venta y otra, con un libro en la mano.
Carlos no recibía un peso desde hacían varias semanas, y debían el arriendo,
las provisiones comenzaban a escasear. Subió por la Humboldt. Contempló los
jardines simétricos, el césped aún mojado de rocío, todo envuelto en esa
atmósfera de seguridad y sosiego que parece emanar de los barrios
adinerados.
En la parada del Chaguarquingo, la misma india de todos los días le
tendió la mano. Ella sacó un sucre del bolso y se lo dio. Dos otavaleñas corrían
ya hacia el bus que avanzaba desde la esquina con su panza de un azul
desteñido. Un olor a fruta podrida, a sudor, la golpeó mientras trataba de
acomodar las piernas en el breve espacio del asiento. A su lado, el niño atado
a las espaldas de la india estiraba la mano, tratando de tocarla. Miró sus ojos,
negros y alertas, los cachetes de una aceitunada palidez y le sonrió. Mientras
el bus bajaba por la 6 de Diciembre trató de concentrarse en la limpidez del
aire, en la exaltada transparencia de esa mañana andina. Al llegar a La
Alameda decidió bajar y recorrer a pie las dos cuadras que le faltaban. Se
detuvo en un edificio moderno, de vidrios color sepia. A la entrada se leía, con
letras doradas: Edificio Proinco Calixto. Al 14, pidió al ascensorista, luego de
cerciorarse en el tablero de que era el último piso. Antes de comenzar, se
detuvo en el hall y, por la ventana, miró fugazmente la ciudad, allá abajo, los
toldos de las confiterías, los tapices y ponchos que los indios desparramaban
en la vereda, preparándose para la llegada de los turistas. ¿Qué ofrecería
primero? ¿El Quijote ilustrado por Dalí? Quizá fuera conveniente comenzar por la Enciclopedia Infantil, con sus cuatros tomos: todos los porqués, los dónde,
los cuándo, los cómo. Por su mente pasó, fugaz, el recuerdo de su abuela, con
el Tesoro de la juventud, en la falda. Siempre dejaban de lado el Libro de los
por qué
para zambullirse en el de Narraciones interesantes. Ahora se acercaba
Navidad. No estaría mal trabajarle a los ricachos por el lado del amor paternal.
Cerró los ojos y la imagen de la abuela se le dibujó con tal fuerza que debió
contenerse para no llorar allí mismo. O bien Los Grandes políticos. Hitler y
Marx. Qué ensalada. Kennedy y Ataturk. Golpeó tímidamente la puerta en
donde se leía: “Inversora V & U”. La secretaria, una yanqui oxigenada, le
preguntó: “¿Qué deseas querrida?” arrastrando la erre. “Hablar con el gerente”, dijo ella, con una voz que trataba de parecer segura. Las secretarias eran huesos duros de roer.“¿Por qué asunto, querrida?” insistió la rubia. “Personal”, contestó, instalándose en un sillón de cuero mullido. La contempló alejarse moviendo las caderas. “Está ocupado. Vuelve mañana”. Esta vez fue “Promepar, S. A.”, en el piso de abajo. Sentado ante el escritorio, un muchacho
de cara lampiña leía una revista con aire indolente. La introdujo sin preámbulos en un despacho profusamente decorado. Caminó por la alfombra de largos pelos, apoyando voluptuosamente los pies. El gerente era un hombre moreno y afable, con una sonrisa de aviso publicitario. Desplegó los folletos sobre la mesa en donde descansaban, enrollados, algunos planos. La sed comenzaba a
torturarla cuando dejó de hablar, no muy segura de haber estado convincente. “¿De dónde es usted?” y el hombre la miraba, entre complacido y curioso. “De Argentina”, contestó ella. “Bueno, pero sucede que estoy muy gastado. Hábleme más de lo que tiene”. Y luego, como si se arrepintiera, agregó: “¿Qué le parece si tomamos un trago por la noche?” a la vez que paseaba los ojos por su cuerpo, calzado en un enterito celeste. Salió de allí diciéndose que aquel no
era su día, que habría que decirle al dueño del departamento que siguiera esperando, que. Se animó frente a la puerta de Mc Kann Erikson. La respuesta fue la misma: “El gerente está ocupado, vuelva otro día”.
Sentada en un escalón, entre dos pisos, permanecía ahora quieta, indiferente a la mañana que avanzaba, cautelosa, hacia el mediodía. Una profunda lasitud comenzaba a invadirla. Se encontró de pronto pensando en Luisa. Que diría al ver su ardua lucha por vender aquellas enciclopedias. Pero Luisa no estaba allí para verla. Ni allí ni en ninguna parte, seguramente. Aún llevaba, en su bolso, la carta donde le avisaban su desaparición. Apenas se dio cuenta del hombre de espesos bigotes y espalda fornida que subía por las escaleras y pasaba ahora a su lado. “¿Se siente mal?” oyó que le preguntaba, con una voz no exenta de preocupación. Y luego, al ver el portafolios: “¿Vende algo?” sacando fuerzas de flaquezas ella contestó que sí, que vendía libros, enciclopedias para ser más exactos. ¿El señor querría ver? “Estaremos más cómodos en mi despacho”, invitó él. Ella se fijó en su traje de corte impecable, en el gesto de hombre de mundo con que le cedió el paso. Nuevamente el despliegue de folletos sobre la mesa. Me llevo el Marketing, dijo él ante su
mirada de asombro. Cinco tomos, una de las más jugosas comisiones.
También El Quijote y Los clásicos de la literatura universal, y La enciclopedia
infantil
. Sus pensamientos se atropellaban. Alcanzará para el arriendo. Incluso
sobrará. Podremos comer por lo menos un mes. Tal vez pueda comprar el
tocadiscos.
El portafolios, al caer, la sobresaltó. Se dio cuenta de que tenía una pierna adormecida. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que se sentara en aquel escalón? No se molestó en averiguarlo. Decididamente, no volveré más por la Amazonas, pensó mientras bajaba, arrastrando levemente la pierna por la escalera.

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