miércoles, 26 de mayo de 2010

16. Un nacimiento y otras constelaciones- Paulina Movsichoff




Callar
Escuchando
Cada gota de sangre
Sobrecogida por el silencio

Muriel Rukeyser


Con la llegada de Camila a este mundo mi vida cambió. Yo, que siempre hasta el momento dispusiera de mi cuerpo, me encontraba ahora atada a ese bulto colorado y opaco que se convirtió, de golpe, en el tirano de mis horas. Nunca olvidaría la mañana en que Marcos fue a buscarme a la clínica para llevarme a casa. Los días que siguieron al parto habían sido los más excitantes y felices que recordara en mi vida. La niña permanecía todo el tiempo en la nursery, a pesar de mi insistencia en que me la dejaran. Aquello estaba expresamente prohibido en el reglamento, así que me la llevaban con cierta periodicidad para que le diera el pecho, aun cuando no todavía no tuviera leche sino esa sustancia acuosa de nombre tan poco poético: calostro, que hinchaba mis pechos y me mojaba el camisón. Una plenitud desconocida hasta entonces me embargó cuando acerqué a mi pezón la boca de Camila. Me parecía algo a la vez maravilloso y extraño tener entre mis manos a un ser formado en mi interior. Jamás había contemplado algo tan límpido y hermoso. Sus mejillas parecían capullos rosados. Esto es mío, mío, me repetía. No lo abandonaré. Pasaba las noches en vela, ansiando que amaneciera para que volvieran a traérmela. Y cuando la ponía sobre mi pecho la sentía brillante y extraña, como recién caída de una estrella. Tal vez tuviera razón aquella leyenda que los adultos contaban a los niños de que era la cigüeña la portadora de semejante maravilla. En verdad mi hija parecía fabricada con el material del rocío de países más allá del tiempo.
Con el regreso a casa la situación cambió. Allá, en el sanatorio, estaba contenida por todo un aparato de enfermeras, médicos, amistades. Cuando luego de abrir la puerta del departamento Marcos me dijo: “Me voy a trabajar” y poniéndome un distraído beso en la mejilla hizo mutis por el foro, sentí que la tierra se abría bajos mis pies. Acosté a Camila en la cuna y caminé hasta la cocina para prepararle la mamadera. Experimentaba una vaga culpa por no poder alimentarla con mi leche, de acuerdo a mi propósito inicial desde el momento en que supe que estaba embarazada. Pero la pediatra fue tajante. Se queda con hambre, habrá que completarle con S26. El tarro estaba allí, esperando. Abrí el cajón de los cubiertos en busca del abrelatas y en ese instante tomé conciencia de mi desgracia: no tenía. Jamás en mi casa hubo un artefacto de esa especie. Y ya no era posible bajar a comprar uno. A esas horas todo estaba cerrado y, por otra parte, no me animaba a dejar sola a Camila. Tomé un cuchillo e intenté hundirlo en la lata que cubría aquella sustancia más deseada que la que servía a los alquimistas para obtener el oro. Pero por más que me ayudara golpeando el mango con la moledora de carne, la lata no cedía. De pronto el cuchillo levantó una pequeña saliente y traté de ayudar con la mano. Entonces me corté un dedo y comencé a sangrar. En el cuarto, mi hija se despeñaba en un llanto desesperado. Sus chillidos eran larguísimas uñas que me arañaban la piel. Chiquita querida, ya voy, le hablaba. Rogaba a Dios que me entendiera, que alguna de mis palabras significara algo para el ser que ahora pataleaba y movía los brazos convertidos en furiosas aspas, como si estuviera atravesando una experiencia solitaria y aterradora. Todo en vano. Mis razones se estrellaban contra un muro infranqueable. La palabra, con la cual trabajaba, esa herramienta en la cual yo confiaba para decirme, expresarme, de nada servía aquí. Me di cuenta de que todo estaba por empezar de nuevo. El ser humano solo en el universo. El corazón se me estrujó por la piedad. Habría que buscar el camino para llegar a ella. Por ahora, lo urgente era el alimento. Salí corriendo y, dejando la puerta abierta, corrí hacia lo de una vecina y me pegué al timbre con desesperación. Hacía muy poco que se mudara al departamento contiguo al nuestro, de modo que era para mí alguien totalmente desconocido.
— Un abrelatas — pedí, con voz de náufrago.
La mujer me miró con intriga y, sin decir agua va, desapareció en el interior. Poco después me alcanzaba la imprescindible herramienta. Pero ni la leche que mi hija tragó, famélica, ni los mimos, ni el balanceo de la cuna ni las canciones que entresaqué de las telarañas de mis recuerdos, pudieron convencerla. Continuaba empecinada en un llanto salvaje, como si con él quisiera desquitarse de todos los sufrimientos futuros, de haber acabado de desembarcar en este planeta y de no tener nada que ver con esa mujer que no sabía cómo tratarla. Tanta tristeza e impotencia terminó por contagiarme y mal dormida y peor comida, resbalé hasta el suelo y allí, acurrucada al lado de la cuna, me desaté en sollozos.

Camila lloró catorce días con sus noches. En todo ese lapso no pegué los ojos. En algún momento me miré en el espejo. Cuando vi mi cara estragada por el insomnio, las cejas cubiertas por aquellos horripilantes canutos, el pelo cayéndome pajizo y sin vida sobre la frente, tuve un acceso de conmiseración. Por las noches llegaba Marcos y, entre los dos, tratábamos de calmarla. Una tarde en que él vino más temprano que de costumbre, dejé a la niña a su cuidado y corrí a un teléfono público. La promesa de los dueños de ponernos la línea ni bien nos mudáramos no se había cumplido. Así que desde que Camila estaba conmigo no había escuchado la voz de ningún otro ser humano que no fuera la de Marcos. Y esa voz, por qué no decirlo, no descollaba por su ternura. Siempre con algún reproche listo: no dejés los algodones tirados, tapá el alcohol. Estábamos en enero y los míos habían partido en busca de las anheladas vacaciones. Marqué el número del analista. La voz de Antonio me pareció llegada de otra dimensión del tiempo.
—Quiero tirarme por la ventana — dije, la voz quebrada por el llanto —. Camila no cesa de llorar.
Él preguntó: se alimentaba bien, la cambiaba con regularidad, todo, todo estaba hecho. Tome Valium, dijo. Protesté. El médico lo ha prohibido a causa de la leche. Tome Valium, insistió. Y si tienen otra habitación sáquela del lado de ustedes. Hasta el momento la cuna estaba junto a la cama matrimonial. La pieza del lado oficiaba provisoriamente de estudio. Allí Marcos escribía, olvidado de los berridos de su hija, del cansancio y del pánico de su mujer, tal vez de su propio pánico. Acaté la sugerencia de mi analista. Llevé allí la cuna y desde ese día Camila durmió sola. En adelante ya no tuvo problemas con el sueño.

Aquella tarde Marcos abrió la puerta y anunció:
— Me voy a Mar del Plata. Necesito descanso.
Lo inesperado de la noticia me hizo trastabillar.
—No sólo vos lo necesitás. De todos modos no me parece el momento.
—Está bien. Pero yo he tenido una operación. Necesito tomar sol.
Y sí. Se había operado. Tiempo atrás acudió al médico. Tenía muchas dificultades para respirar a causa de las vegetaciones, sobre todo en esa época de primavera, cuando las calles de Buenos Aires se exacerbaban de polen y aromas. Éste recomendó intervenir cuanto antes. Resolvimos que lo haría la semana siguiente. Faltaban aún veinte días para el parto, según los cálculos del médico, y Marcos estaría repuesto en dos o tres.
Aquella mañana fuimos juntos a la clínica. Yo me movía con dificultad debido a mi gran panza. En los últimos tiempos mi narcisismo había sufrido un rudo golpe al constatar, en el espejo, la deformidad de mi figura. Pero cuando, recostada en la cama, el libro apoyado en la abultadísima colina en que mi vientre se convirtiera, éste comenzaba a moverse de izquierda a derecha como una ballena enorme y retozona, llamaba a Marcos y juntos nos extasiábamos ante el prodigio.
La intervención duró alrededor de dos horas. Un Marcos desconocido apareció ante mis ojos.
— Me serrucharon por todas partes — me informó con la voz enronquecida. La anestesia lo iba abandonando y los dolores eran cada vez más insoportables. Para desahogarse daba golpes de puño contra la pared.
—Debo abandonarte por un rato. Tengo hora con el médico — le anuncié, traspasada por la compasión.
El obstetra era un hombre bien entrado en la madurez con apariencia de padre y una voz tranquilizadora que apartaba los miedos.
— Ya hay dilatación — dijo, luego de revisarme. Ah, esas horribles y degradantes revisaciones —. Mañana a las siete la quiero en el sanatorio. Empezaremos el trabajo de parto.
Corrí como si tuviera alas. Quería compartir con Marcos esa noticia, la experiencia más significativa de mi vida. Por desgracia, su aspecto no era nada tranquilizador. Tenía los ojos cerrados y de los labios le salía un leve gemido. Contemplé un buen rato aquel rostro amado, ahora contraído por el dolor y lo acaricié. Esperé a verlo más calmo para anunciarle:
— El médico dice que mañana nacerá nuestro hijo.
Él me miró como si acabara de llegar de la luna.
— Acompañame al baño — fue su único comentario. Caminamos por el pasillo, Marcos apoyado en mi brazo. Escuché el grito no bien la puerta se hubo cerrado. Al abrirla, lo encontré tendido sobre las baldosas. El color de sus labios era más blanco que el papel.
— Se muere mi marido — chillé, al borde de la histeria.
Una enfermera acudió en nuestro socorro.
— Señora, usted no puede seguir aquí en ese estado —. La enfermera se acababa de enterar por mi boca de mi inminente alumbramiento. Tampoco era algo que pudiera ocultarse así como así —. Debe internarse cuanto antes —. Y en su mirada se dibujó el terror de ver convertido como por arte de birli birloque en clínica de partos aquel lugar para pacientes otorrinolaringólogos y ellos tuvieran que actuar de improvisados parteros.
Lo de Marcos no fue más que un simple desmayo causado por la debilidad y el shock emocional de la noticia.
—Marcos, será mejor que me vaya a la clínica. Mañana en todo caso vas vos — dije. El alma se me partía al tener que abandonarlo en ese trance, pero no veía otra solución. Poco a poco mi propia situación comenzó a preocuparme. Pensé que en ese estado era una inconsciencia pasar la noche sola en el departamento. Y aquella habitación contaba sólo con una estrechísima cama en donde Marcos aún gemía. Asomada a la ventana, vi que empezaba a caer una lluvia espesa. Amaba la lluvia, pero ahora me parecía por demás inoportuna. Me acordé de la cruz de ceniza que Juliana, la nana de mi infancia, dibujaba en el patio, del cuchillo clavado en el centro. Ahora no había ninguna Juliana que me socorriera. Y yo me sentía una semilla a punto de reventar. Traté de asomarse a la calle, pero la furia del viento y las ráfagas de agua me asustaron. Imposible conseguir nada en ese trance.
— Llamá a César —. Acababa de contarle lo que pasaba y me lo pidió con la voz en un hilo.
Jamás había visto al tal César, aunque sabía que era amigo de mi marido. Agenda de Marcos en mano, me dirigí a la cabina del teléfono. César no se lo hizo repetir dos veces.
— Voy enseguida — anunció, solícito
Marcos me señaló el pequeñísimo espacio que quedaba junto a él.
—Acostate aquí — dijo. Me tiré a su lado y suspiré. Estaba tranquila. Con la calma que antecede a lo terrible.
César y Nora no tardaron en llegar. Mientras los esperábamos, Marcos me informó que él era un conocido director de teatro. Nora, su mujer, actriz. Trabajó en varias películas que yo no había visto pero que en su momento resultaron muy taquilleras. Nos encontraron echados en la estrecha cama, “cual Tristán e Isolda”, diría más tarde César con una sonrisa, al evocar las peripecias de aquella tarde. Nora era una mujer alta y rubia, de voz modulada y un impecable vestido de hilo beige. Se ofreció para llevarme al sanatorio mientras su marido se quedaba al cuidado de Marcos. A diferencia de Nora, César era un hombre menudo y moreno, con un brillo inteligente en la mirada. Supe que podía confiar en ellos.
Tendida en la camilla, contemplé la cara rubicunda de la enfermera que me ponía una inyección tranquilizante. Al día siguiente comenzarían el trabajo de parto. Nora estaba a mi lado y se despedía ya, cuando la puerta se abrió. Era Marcos, acompañado de su amigo. Marcos le había rogado que lo llevara a verme.
— Todo irá bien, ya lo verás. Mañana a primera hora estoy aquí — mientras hablaba me tomó la mano, me acarició la frente.
Tuve un sueño sin sobresaltos. Yo también tenía la certeza de que todo saldría bien. Para eso estuve preparándome durante aquellos largos nueve meses. Asistí a todas las sesiones de parto sin dolor, realicé en casa los ejercicios con infaltable puntualidad, leí toda la bibliografía a mi alcance. Más tarde recordaría aquellas siestas en la soledad del departamento cuando, tirada en la cama, me concentraba en relajarme con el disco que me prestara Antonio como un tiempo de esperanzado advenimiento. No había, pues, por qué temer. Confiaba en mí misma y en la vida.
A la mañana siguiente la enfermera de cara rubicunda entró a prepararme. La piel del pubis enrojecida por los desinfectantes, desamparada de su pelusa frutal, me encontraba presta al sacrificio. Me parecía que no era a mí a quien todo eso le sucedía. El médico se aprestaba a comenzar cuando Marcos entró. No pude sustraerme a la dolorosa impresión que me causaron sus labios hinchados, desfigurando de una manera casi monstruosa la armonía de aquellos rasgos amados. El médico también se inquietó. Nunca lo había visto, pero el aspecto de esa cara era a todas luces inusitado.
—Póngale hielo — ordenó a la enfermera, mientras acercaba el suero a mi cama.
Al ver que la enfermera abandonaba el puesto a mi lado para atenderlo, algo en mi interior se rebeló. Una vez más, aun sin quererlo, él se convertía en protagonista. La sensación de ser alguien de segunda me venía desde los primeros tiempos de la convivencia, sobre todo en aquellas ocasiones en que los amigos de él caían de visita al departamento. Así como suena. Los amigos de él. Los míos no interesaban a Marcos y yo no me atrevía a invitarlos por temor de que no se sintieran cómodos. A veces organizaba tés de amigas, pero no era lo mismo. Marcos no demostraba demasiado interés por mis conocidos. Los encontraba burgueses o sin ninguna pátina especial. Quizás tuviera razón. Siempre fui una tímida que no se atrevía a llamar a las puertas de las personas que por una u otra razón hubieran resultado “importantes”. A nuestra casa llegaban, pues, los elegidos de mi marido: pintores, publicistas, cineastas, alguno que otro escritor. También llegaban sus mujeres. En aquella época las mujeres solas casi no existían, así es que el ámbito se llenaba de parejas más o menos bien avenidas que poblaban el pequeño living con sus voces y sus risas. Marcos era el centro. Según su costumbre, desplegaba su discurso desde el comienzo. Y todos lo escuchaban, ávidos, le preguntaban por su escritura, expresaban por él una admiración rayana en la veneración. También yo lo admiraba. Leía con orgullo sus novelas, hablaba a mis conocidos de sus méritos, pero me hubiera gustado, alguna vez, ser escuchada. Mis palabras caían en el vacío y me quedaba casi siempre con una dolorosa sensación de inexistencia. Cuando nos quedábamos solos, le reprochaba:
—Otra vez no me dejaste hablar.
—Yo no hice nada — se defendía él —. Si querías decir algo, ¿por qué no hablaste?
Era cierto. No sabía defender mi palabra. Nada de lo que hubiera podido decir me parecía interesante, a pesar de que no hiciera mucho tiempo que terminara mi carrera de Letras y de que en ese tiempo trabajaba como investigadora en la Universidad. Pero no estaba acostumbrada al discurso pedante. O más bien al discurso a secas. Quizá por que me habían educado con aquello de que una mujer debe disimular lo que sabe para no caer antipática. Por el contrario, Marcos lo demostraba todo el tiempo. “Mujer Que sabe latín, no encuentra marido ni tiene buen fin”. Y yo acataba la terrible sentencia. Para parecerme a él, habría tenido que nacer de nuevo. Casi al final de la noche, Marcos me pedía que tocara la guitarra. Sin hacerme rogar demasiado, cantaba tonadas y zambas. Mi voz no estudiada, aunque cálida, llegaba a la concurrencia que me escuchaba con verdadera atención. Sentía entonces que recuperaba algo de ese perdido espacio.
Ahora aquí, en mi acontecimiento, era nuevamente desplazada. Como si oscuramente Marcos sintiese la necesidad de competir conmigo en cualquier circunstancia.
—Le veo la cabecita. Un esfuerzo más — me alentó el médico.
Tendida en la camilla, las piernas apoyadas en los soportes, me concentraba en pujar. A mi lado, de delantal y barbijo, Marcos me acompañaba. Me pareció una eternidad el tiempo que permanecí allí, las piernas abiertas y desgarrándome las entrañas para dar paso a ese ser que parecía no tener apuro en llegar a este mundo. Me incorporaba, respiraba hondo y luego empujaba con todas mis fuerzas para volver a caer, exhausta, en la camilla. ¿Moriría? Tal vez esto era el preludio de un silencio en donde ya no más las horas, no más ese dolor que me torturaba ante la indiferencia de las enfermeras, ante la mirada escrutadora de Marcos, que tal vez contemplaba aquella ordalía como un fenómeno que luego utilizaría en sus novelas. Pero mi tenacidad pudo más que las ganas de abandonarme. El aviso del médico me dio nuevas fuerzas. Me incorporé otra vez y pujé con la última energía que me quedaba. Las órbitas de los ojos me dolían y tuve la escalofriante sensación de que no les faltaba mucho para estallar.
El doctor me mostró el bulto sanguinolento y morado al extremo de una larguísima cinta roja. Era gruesa y sólida.
—¿Qué es eso? — pregunté.
— El cordón — me dijeron.
Así que ése era el famoso cordón que se necesitaba con urgencia cortar para poder vivir. ¿Habría cortado yo el mío? ¿Me habría separado de mi madre todo lo necesario para ser yo misma? No podría asegurarlo. Tal vez por ello llevaba años analizándome. Je est un autre, había dicho Rimbaud.
—Es una nena — anunció el médico y puso a Camila sobre mi pecho luego de lavarla y vestirla, mientras me iba cosiendo por abajo como si fuera una tela. Allí estábamos las dos. Habría que ver cómo se las arreglaba mi hija para cortar en la vida el cordón que la unía a mí. Por el momento me pertenecía. Sentí que la amaba. Y una calidez, mezcla de alivio y gozo me fue invadiendo mientras la reconocía, miraba sus ojitos cerrados, acariciaba el suave plumón de su pelo castaño.

Escuché el girar de la llave en la puerta. Es Marcos, me dije, mientras daba un hondo suspiro de alivio. No pude evitar que los cascabeles de mi corazón comenzaran a sonar. Esos cinco días me parecieron cinco siglos. Nos abrazamos. Alguien pasó una esponja que lavó las lágrimas, el abandono.
—Te traje esta blusa —. Y sacó del bolso una preciosa blusa de color celeste bordada en hilo de oro.
—Es linda, gracias — dije, exultante.
—¿Y la Pipi?
Nos acercamos juntos a la cuna y la miramos. Dormía, indiferente a todo. Marcos me atrajo hacia su cuerpo y me besó. “Te quiero”, me dijo. “Yo también”, musité.



Costa salvaje-Novela (fragmento)

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