domingo, 6 de junio de 2010

12. Blues del Albergue. Paulina Movsichoff




Se me dice : ese tipo de amor no es viable. Pero ¿cómo evaluar la viabilidad ? ¿Por qué lo que es viable es un bien? ¿Por qué durar es mejor que arder?

Roland Barthes

Anudada a tu carne por eso inconfundible.

Tomás Segovia

Debía reconocer que poco a poco, casi sin darme cuenta, había ido enamorándome. Al principio me resistía a aceptarlo. Sin embargo, ese sentimiento tantas veces experimentado, esa mezcla de angustia y alegría eran, sin lugar a dudas, el amor. Tenía un amante. Y me sentía culpable por ello. Soy una adúltera, me decía a veces con despecho. Adúltera, qué palabra tan rara. Más bien parecía algo referido a los adultos. ¿Una manera de llegar a la adultez? El diccionario no me ayudaba demasiado: “Ayuntamiento carnal ilegítimo de hombre con mujer, siendo uno de los dos o ambos casados.” Y la palabra venía del término latino: adulter, adulterado, averiado, falsificado. Pero me resultaba muy difícil convencerme de que aquel acontecimiento pudiera etiquetarse con una frase tan lapidaria. Ayuntamiento carnal, sí, pero también la magia, la alegría. El amor de Ángel me reconciliaba con la vida. Me daba permiso para amarme, por fin, a mí misma. Por primera vez, la pasión superaba a la culpa. Parecía que el destino me hubiera compensado de las amarguras pasadas, de ese desamparo del corazón que arrastrara durante tanto tiempo. ¿No era lo otro, más bien, lo adulterado, lo falsificado? Dos personas que viven bajo el mismo techo y duermen juntos en la misma cama sin tener ya ese diálogo profundo que era para mí la piedra de toque de la pareja. ¿Y de dónde provenía la ilegitimidad? ¿Quién la estableció y cuándo? Al leer aquello, se me antojaba haber regresado a la noche de los tiempos, a aquella aldea clánica que fijó la identidad del hombre en una casa, una mujer, un buey. La mujer sujeta al hombre de por vida, el hombre sujeto a la mujer. Como si fueran cosas. No importaba el hastío, la idílica unión convertida en una parodia de lo que fue. No importaban la fe burlada, las esperanzas deshechas. Si haces el amor con otro hombre que no sea tu marido o con una mujer que no sea la tuya caes en esa palabreja: adulterio. Lástima que no significara lo mismo para el hombre que para la mujer.

Ángel era el más maravilloso, galante y gentil de los hombres. Desde que me levantaba por la mañana temprano lo encontraba sosteniéndome, mirando pasar mis horas aún cuando no estuviera presente. Y esto me daba la sensación de estar viva, de ser única, exclusiva. A veces, cuando salía de casa por la mañana temprano para tomar el colectivo que me llevaría al trabajo, el auto de él venía a mi encuentro. “No podía esperar tanto para verte”, me decía. A la salida me iba a buscar y almorzábamos juntos mirándonos a los ojos, tomándonos de las manos como dos adolescentes. Algunas tardes acordábamos no vernos. Quería acompañar a Camila, que ya resentía el abandono. Al salir de la oficina lo divisaba parado en la esquina. No podía dejar de conmoverme ante la expresión de desamparo de sus ojos. “¿Tomamos aunque sea un cafecito?” suplicaba. Negarme resultaba superior a mis fuerzas. Una tarde en que caminábamos abrazados por San Telmo, un hombre se paró a contemplarnos. “¡Qué amor!”, exclamó en una especie de admirado homenaje.
Al lado de esto todo lo demás empalidecía. En el hotel, antes de desvestirse, él abría los brazos como para recibir a un tesoro. Percibía el éxtasis de Ángel al penetrarme. Me encontraba a mi vez cómoda en el cuerpo de él, mullido, afelpado. En ese coloquio oscuro de las pieles íbamos inscribiendo nuestros nombres en la lista de los grandes enamorados de la tierra: Isis y Osiris, Abelardo y Eloísa, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta.

Aún no podía decírselo a Marcos. Comprendí que, a pesar de mis cuidados, no estaba exenta de toda sospecha. Uno de esos días él entró como una tromba agitando algo en la mano.
—He comprado los pasajes. Nos vamos a Paraguay los tres. Visitaremos también las Cataratas.
Ay, Marcos. Las horas llegan siempre tarde. La noticia no me causó mucha gracia. ¿Tendría que ausentarme justo ahora, cuando el amor con Ángel brillaba como el sol en su punto más alto? Ausentarse. Penélope transformada en Ulises, abandonando a su amor en Itaca. La separación fue triste, casi desgarradora. En el ómnibus que me conducía a Misiones, cerré los ojos. Las lágrimas que Ángel derramó en la despedida no cesaban de caer adentro mío como una lluvia vivificadora.
Sentados adelante, Guiomar y Marcos conversaban y reían, olvidados de mí. Si esto es reconciliación empieza mal, pensé. Recuperaba, no obstante, mi gusto por el movimiento. Miraba compulsivamente por la ventanilla la sucesión de paisajes. Un viaje es siempre un desplazamiento interior. Pareciera que, sin quererlo, algo de uno se mueve hacia zonas desconocidas o postergadas. Un leve dolor de muelas comenzó a molestarme.
Llegamos a la frontera al amanecer. Una vez controlados los documentos, tomamos el taxi que nos conduciría a Asunción. El sueño y el cansancio no impidieron que descubriera con asombro aquella tierra empecinadamente roja, la exuberancia de la vegetación. En Asunción el calor era húmedo, agobiante. No obstante, mis poros se abrían a la sensualidad del aire, aspiraban el desfachatado aroma de los azahares. El dolor de muelas comenzó a arreciar.
El hotel elegido por Marcos no parecía tan malo. A la entrada, un patio con parras y palmeras me trasladó a territorios lejanos. Reviví aquella alegría infantil que siempre me asaltaba en los lugares que me recordaban la infancia. Algunas parejas desayunaban ya. Famélicos, nos sentamos nosotros también a una mesa mientras nos acondicionaban la habitación.
— Café con leche y medias lunas —pidió Marcos a una mujer gorda que arrastraba unos pies calzados en chinelas.
El café con leche no era tal. La taza enorme contenía pura leche con una gota apenas de café. Aquello no constituía para mí ninguna novedad. En todos los lugares de Latinoamérica sucedía lo mismo. Dejé la taza y devoré las medias lunas.
—Descansemos un rato — dijo Marcos —. Luego iremos a lo de los Mayoral. Conocimos a Ernesto y Teresita Mayoral en un viaje anterior, por la época dorada de nuestro matrimonio. Entre nosotros hubo un entendimiento inmediato, pero con Teresita nos unió una especial afinidad. Ahora, si no me derrumbaran el cansancio y ese maldito dolor, estaría impaciente por verlos. Vivían en una enorme casa con patios sombreados de árboles y muros cubiertos de enredaderas en el centro de Asunción. En el altillo, donde dormimos la vez anterior, había contemplado largamente aquella profusión de imágenes coloniales de vírgenes y santos además de una colección de artesanías de barro, pertenecientes a la cultura Tobatí, que me dejaron sin aliento.
Me tiré en la cama como quien se zambulle en el mar luego de un peregrinaje por el desierto. Al segundo me incorporé, asqueada. El olor a orina de las sábanas era insoportable. En la pared unas manchas oscuras anunciaban vaya a saber qué innobles actividades. Las cucarachas subían por el empapelado con toda desenvoltura.
—Marcos, esto es horrible — me animé a protestar. Sabía que mis palabras ponían en peligro la frágil paz en que hasta entonces nos moviéramos.
—Está bien — respondió él para mi asombro —.Buscaremos otro hotel.
El nuevo era mejor. Una vez instalados salimos en busca de los Mayoral. Abrazos, besos, risas. Amigos. No podía negar que aquello era una de las cosas mejores de nuestro matrimonio. Me preguntaba qué pasaría si Marcos y yo no separáramos. Mi vida social era casi exclusivamente a través de mi marido. Marcos era el puente por el que yo iba al mundo y regresaba de él. Pensaba que mi timidez me impediría ir en su busca una vez que me quedara sola. Tal vez si hubiera tenido un trabajo que me expresara, con interlocutores válidos, todo habría sido distinto. Pero, salvo alguna honrosa excepción, debí realizar siempre cualquier cosa ante la necesidad de subsistir. Cosas que él, Marcos, jamás habría aceptado. Mi actividad más urgente y perentoria era la escritura. Y eso no me articulaba con el mundo. Más bien me aislaba de él. Como antropólogo, Marcos tenía mucho más contacto con sus pares. Era solicitado, llamado, buscado, invitado a dar charlas en diferentes países.
—Mañana nos vamos a San Bernardino — anuncio Ernesto —. La casa está preparada para recibirlos.
Se trataba de una moderna y espaciosa casa de veraneo junto al lago Ipacaraí que pusieron a nuestra disposición para pasar todo el día siguiente. Ernesto y Teresita irían a la de sus padres, alejada sólo uno metros. Nuevamente charlas con los amigos, presentaciones a los invitados que acudieron a conocernos. Qué diferencia con la soledad de Buenos Aires. Desde que llegara de México, no había podido hallar en esa hostil ciudad un lugar en donde pudiera insertarme. Y no era que no lo buscara. Me había acercado a las feministas, a los ecologistas, ya no sabía a cuántos más istas, encontrando en todos ellos la misma frialdad.
El dolor de muelas se volvía cada vez más insoportable. Pedí disculpas y subí a mi habitación. Cuando bajé, Marcos y Ernesto, sentados frente a la mesa, comentaban la manera de ir de allí a las Cataratas. Teresita los acompañaba. Me senté a su lado.
— Podemos tomar el ómnibus que pasa por aquí a las cinco de la madrugada — decía Marcos.
La mano en la cara, escuché la noticia con una profunda desesperanza. Cómo afrontar lo que aún me esperaba en ese viaje con ese obstinado dolor.
—¿Sigues mal? — se interesó Teresita.
Asentí con la cabeza. Ya ni hablar podía y las lágrimas amenazaban con desencadenar un conflicto doméstico.
— Marcos —. La voz de nuestra anfitriona se oyó suave pero convincente —. Así no pueden seguir. Deberías llevarla esta noche a Asunción para que mañana a primera hora la vea el dentista.
— No —. Se empecinó Marcos —. Nos retrasaremos demasiado.
— A mí no me importa — dijo Teresita. Ella también podía ser empecinada —. A Sofía la llevas al dentista. Nos vamos todos esta noche. Pueden tomar el ómnibus siguiente, a mediodía.
Gracias, Teresita, ésas son mujeres. No me hubiera animado a plantearlo.
La dentista me dio una inyección calmante. Me aconsejó sacarme la muela en cuanto llegara a Buenos Aires.


En las Cataratas me olvidé de todo. Abrazada a Camila, contemplaba aquella masa de agua cayendo imperturbable, como si acabara de ser creada por la mano de Dios. Yo era Eva abriendo los ojos al Paraíso, Eva recién salida de la costilla de Adán, aunque Adán se encontrara en este caso, ay, dolorosamente ausente. Pero la ausencia era sólo física. Lo sentía en todo momento a mi lado, le comunicaba mentalmente mis impresiones.
— Vamos a comer — pidió Camila —. Tengo hambre.
Yo también había sentido el aguijón en el estómago pero esperaba la ocasión propicia para plantearlo.
— Después — dijo Marcos —. Ahora terminaremos de ver esto.
Habíamos caminado ya toda la mañana, yo casi dopada por los calmantes. Y de verdad hacía hambre. Y sed.
— Pero aquí hay un restaurante — aventuré —. Después seguimos. Aún no se me borraba de la memoria aquella vez en Paquetá, cuando en una circunstancia similar entré nomás en el lugar en contra de la opinión de Marcos. Esto me valió que él no me hablara por el resto del paseo.
— Es muy caro — concluyó él —. Y soy yo el que decido.
Me acordé de los pocos pesos que llevaba en la billetera.
— Vení — dije a Camila —. Vamos a comer las dos.
Cuando regresamos, Marcos se había esfumado. Debimos seguir solas. Lo cruzamos en uno de los tantos senderos de escalinatas pero pasó a nuestro lado como si no nos conociera. Ángel, me rezaba a mí misma con una nostalgia rayana en la desesperación, Ángel. Lenta, sigilosamente, el dolor de muelas me apresaba nuevamente, como los anillos de una inmensa boa.
— ¿Qué vamos a hacer mañana, papá? — quiso saber Camila. Estábamos ya en el hotel de Foz, preparándonos para dormir.
— Visitaremos el lado brasileño de las Cataratas. Dejaremos el hotel temprano. Por la tarde volveremos a buscar los bolsos para irnos a Asunción.
Todo dispuesto sin consultarme. El dolor me quitaba fuerzas para protestar.
A la mañana siguiente el asombro una vez más, la sensualidad del trópico, regresar nuevamente a aquella perdida unión con la naturaleza.
Atardecía ya cuando tomamos el micro que nos llevaba a Puerto Stroeesner. Era uno de esos lugares típicos de frontera, puerto libre por añadidura, en donde al pulular de los turistas se unía el bullicio de un enjambre de vendedores. Perfumes, electrodomésticos, artículos de toda laya eran ofrecidos a viva voz por hombres y mujeres que se acercaban todos tratando de vender al mismo tiempo, como si cada uno de nosotros fuese el único comprador de la tierra. Estos mismos artículos eran exhibidos a los costados de la calle en puestos que se alternaban con otros en donde se vendían fritangas, gaseosas y platos típicos, encima de los cuales las moscas revoloteaban incansables. Yo caminaba detrás de Camila, que a su vez seguía a Marcos. Los tres no abríamos paso a duras penas a través de esta abigarrada muchedumbre. No pude dejar de pensar que así sería el infierno pintado por un Dante de nuestra época.
—Espérenme aquí — dijo Marcos cuando encontramos un bar más o menos decente. — Veré si consigo comprar los boletos para Asunción. Elegí una mesa junto a la ventana para esperarlo junto a Camila.
—Mamá, tenés la cartera abierta —me avisó ella.
Miré y comprobé que mi hija no se equivocaba. Saqué una por una las cosas y las puse sobre la mesa. La billetera con los documentos había desaparecido.
Marcos no disimuló su fastidio.
—Ahora tendremos que gestionar un pasaporte para volver. Cuánto nos saldrá eso.
En la terminal, la voz de Mercedes Sosa saliendo por los altavoces me reconfortó. El recuerdo de Ángel volvió a caer sobre mí como un manto propicio y consolador.
— Me separaré — me juré a mí misma mientras atraía a Camila junto a mi pecho y la besaba —. Está decidido.
El reencuentro fue tan emocionante como lo previera en esos interminables días de ausencia.
— Te extrañé tanto — decía él abrazándome. Estábamos desnudos, el uno junto al otro en la cama del hotel. Ah, los hoteles. Qué hubiera sido sin ellos de nuestro amor. No podía dejar de verlos sino como santuarios en donde transcurrían las horas más felices de mi vida. O por lo menos de los últimos tiempos. Me parecía raro que nadie, ningún poeta, ningún autor de canciones hubiera compuesto la Oda al Albergue Transitorio o el Blues del Albergue. Llegar allí era despojarse de todas las máscaras, de todas las representaciones exigidas por la sociedad. ¿Era así? Soñaba con un encuentro en el que cada uno fuera exclusivamente él mismo. Pero a la vez me daba cuenta de lo ilusorio de mi sueño. El malestar de la cultura. De todos modos allí estábamos, desprovistos de toda otra cosa que no fuera nuestra pasión. Armados con ella derrotaríamos a la muerte, cambiábamos, en cierta manera, la historia. Él continuaba relatándome cómo pasó mi ausencia. Yo cerraba los ojos y me dejaba llevar por esa música inefable.
— Llamaba a tu casa como siempre todas las mañanas. Sabía que nadie atendería pero no importaba. En cuanto me quedaba solo en la editorial ponía tu cassette y lo escuchaba una y otra vez.
Antes de marcharme le había grabado un cassette en donde cantaba algunas canciones, acompañándome con la guitarra.
—Yo también te extrañé — dije, arropándome en su pecho.
—La idea de que te reconciliaras con Marcos me enloquecía. Tuve que llamar a una amiga y contarle lo niestro.
El propósito de separarme me volvió con fuerza. Él continuaba hablándome de su amor.
—Quiero terminar mi vida a tu lado. Confiá en mí, Sofía. Ya vas a ver que todo se arreglará.
— Sí, Ángel. Confío en vos.
La lengua de él abrasada, blanda y jugosa adentro de la mía. Abandonarse mutuamente a esa canción de los sentidos. A esa música de las esferas. Tocar la brecha que separa la locura del goce, esa brecha cada vez más delgada hasta que te rompe, Sofía, te disloca, dis-loca, te arroja a una tierra de promisión en donde vos y él. Nada más que vos y él.



Costa Salvaje. Novela (fragmento). Derechos reservados

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