miércoles, 23 de junio de 2010

Todas íbamos a ser reinas -Novela (Nuevo fragmento)



Dormite niñito
que la luna arrulla tu sueño desnudo


¿Dice usted que fue la noche del pampero? La misma. Pues no, yo creo que fue mucho después que Miguel Petroff firmó el contrato de compra de la tierra. Le digo que sí, que esto sucedió la misma tarde que a mi comadre Encarna le dio aquel pasmo y que llamaron a la india Abigail para que la curara. ¿Una india, dice? Sí, la que andaba arrimada al gaucho Barrionuevo y que tenía la cara como un colador a causa de las viruelas.

que tu sueño sueña la luna dormida
Dormite niñito
antes que la tierra sea tu sudario


Tomados de la mano, Tania y Miguel veían acercarse aquella ciudad desconocida envuelta en la bruma de un día lloviznoso. Les parecía tocar esa franja de tierra parduzca por la que dejaran la suya. Cuando las chalupas llegaron al barco, Miguel palpó el vientre aún plano de Tania y luego, pasándole el brazo alrededor de los hombros lloró en silencio. "Ojalá el futuro nos ayude a olvidar las penurias de este viaje", murmuró. Nada de lo que les pasara sería peor que lo vivido, pensó.

antes que los ríos se cubran de sangre
Te canto bajito para que me escuches
Para que recuerdes que vienes de lejos


Acuérdese que vino por aquí a pedir una manta y que luego le hizo una frotación en todo el cuerpo de aceite de mostaza, semilla de algodón, sal tostada y alcanfor. ¿Que de dónde iba a sacar todo eso si estos andurriales hervían de yuyos y ganado salvaje? Sabrá el Señor- Pero déjeme que termine. Luego le dio un bebedizo de té con cogollos de orégano y un poquito de azufre. Esa india era muy entendida en los descalabros del cuerpo. ¿Se acuerda de ella? Andaba siempre con el gaucho Barrionuevo, como le termino de decir, en ancas de su barcino. Que de pueblo en pueblo, dizque. Por entonces no hacía mucho que habíamos llegado. Unos tres meses, a lo sumo. Acuérdese que la etapa de las carpas había quedado atrás. Después también de que Miguel defendiera a Grishenka, Grusha, la prostituta que salía por las noches y se sentaba en las afueras del campamento a entonar aquella cantinela que estrujaba el corazón.

de un canto de nieve
de una rama trunca
de un árbol que canta entre dos sollozos


No sabían si reír o llorar cuando vieron aparecer detrás de los yuyales las enormes ruedas. Llevaban más de tres horas esperando, apeñuscados con los otros, en aquella estación desolada desde donde les prometieron conducirlos a destino. La tarde venía fresca y Tania se arrebujaba en su chal blanco, tratando inútilmente de que Miguel no le notase el cansancio. No quería agregarle más preocupaciones. Un viejo de largo caftán negro leía el Talmud, masticando las palabras en voz baja. De a ratos levantaba la vista y escrutaba el horizonte. Era uno de los pocos que llegaron solos.


Te tapo en silencio
con mis dos harapos
cuna de miseria para un mundo nuevo
miseria de mundo para un niño bueno


Tania permanecía callada. Acodada en la borda junto a sus compañeros de viaje, semejaba la imagen de una muda pregunta. Miguel levantó el baúl y lo arrojó en brazo del dueño de la chalupa, que estiraba ya la mano para ayudar a los hombres y mujeres que bajarían a ella. La hilera de chalupas, abarrotadas de gente, se fue aproximando a tierra con lentitud.

Tendrás un osito y una mermelada
y una casa blanca que viaje al verano
Tendrás un espiga para tu alimento


Ya funcionaba, también, el almacén del Barón y todas las mañanas íbamos allí a aprovisionarnos. Todas, menos los sábados, porque ya usted sabe que ese día bendecimos al Señor. Tiene usted razón. Fue la segunda vez que corrió el pampero. Y todavía estábamos en las carpas, me equivocaba. Ahora recuerdo que ese día no hubo viento pero igual los yuyitos comenzaron a temblar. Era ya el atardecer y el cielo se puso negro, como si lo hubiera atravesado Luzbel. ¿Que aquí le dicen Mandinga? Lo mismo da. Yo que soy gringo tengo derecho a llamar las cosas como mejor me salgan, aunque tantos años de estar aquí, trajinando esta tierra me hayan hecho más gaucho que usted. No se me enoje. Ya ve que somos amigos. Fue antes de la helazón. Como digo, los yuyos temblaban y los caballos pateaban el suelo, como queriendo avisar.

Vienes de otra orilla
el mar fue tu almohada


Casi todas las demás eran familias repletas de chiquillos que correteaban en el suelo de tierra sin que sus madres los llamaran al orden, absortas como estaban en esa espera que poco a poco se iba vaciando de esperanza. El viejo comenzó a lagrimear. Grushenka se acercó a él y le pasó un brazo por los hombros. Él se arrimó a ella, como un niño que buscara el consuelo de su madre, pero luego la rechazó, enojado. "Habrase visto", murmuró. No contento con esto, levantó su mano en señal de amenaza. Grushenka se alejó, no sin antes guiñar un ojos a su vecina, una mujer rubicunda sentada sobre sus pertenencias envueltas en una sábana blanca.
Llegaron a eso de las siete. Surgieron de los pastizales como una aparición fantasmagórica. Eran ocho carromatos carcomidos por las lluvias y de unas ruedas altísimas, que venían precedidos por un hombre de tez cobriza en un bayo claro. Los hombre y mujeres se arremolinaron a su alrededor, sin animarse a tocarlas. Del interior de una de ellas salió otro hombre, vestido de sarga azul.
- Vayan entrando - dijo, en mal alemán -. Sólo mujeres y niños - agregó al ver que los hombres también formaban parte del gentío que se atropellaba para subir.
- Los hombres irán a pie - dijo el de tez cobriza.
Miguel abrazó a Tania, que trató de abrirse paso en esa masas compacta. El interior de la carreta era estrecho y tuvieron que apretujarse como sardinas. Se tocaba el vientre mientras partían.

de una raza antigua
buscando a tu hermano


El bullicio era infernal. Un negro tocaba impávido su organito, del cual salía esa música triste que les llenó el alma de una nostalgia sin nombre. Caminaron por la calle lodosa hasta el vetusto edificio a cuyas puertas un hombre corpulento de raído uniforme los detuvo para sellarles el pasaporte. Racimos de hombres y mujeres caminaban por los pasillos, entraban y salían hablando lenguas desconocidas. En las miradas de todos se notaba una misma chispa de ansiedad.

Dormite, niñito, alma de turrón

Los pájaros volvían a los árboles en un volido apresurado. Nosotros nos arrebujamos, nos acollaramos unos a otros, presintiendo. No es que yo sea miedolento, pero la tierra lanzaba un zumbido, como el de millones de abejas. Y luego el silencio, que era más aturdidor que los truenos. Sí, fue por esa época del segundo pampero que Miguel compró. Le entregaron un arado de asiento, un carro de cuatro ruedas, diez lecheras, doce caballos y un toro. Fue el primero de nosotros que tuvo tierra.

Te he mostrado un mundo

Desde la cubierta de la proa vieron las ballenas, tiburones que nadaban cerca del barco y lo acompañaban durante días, vieron peces voladores y albatros y gaviotas cerca de las costas. La brisa olía ya a tierra: humus, espigas, resinas. Habían abandonado la vieja Europa. Detrás quedaba el pasado con sus remotos paisajes. Vislumbraban en lontananza un mundo nuevo.

Conquistalo vos



Ediciones Letra Buena. Buenos Aires

domingo, 20 de junio de 2010

Todas íbamos a ser reinas (fragmento)- Novela


Te escribo esta carta debajo de mis párpados, donde anda tu nombre como tantos otros, esos nombres que tiene pasos de aire y se desvanecen en él apenas los evoco. Aquí estamos ya, Pola, en esta tierra de pastizales densos, manchada de cañadones. Todo es nuevo y a la vez antiguo, caminar por un suelo libre, descubrir la alegría de sembrar con la luz primera de la mañana. El viaje fue agotador, no sé si alguna vez nos veremos para que te lo cuente, se necesitarían semana, quizá meses. Aquella Babel flotante en donde cada uno era un pedazo de tierra, un sueño móvil que entre todos formaba un solo y nuevo sueño, el mismo para los italianos, turcos, rusos, que veníamos como la resaca del mundo a ver si nos hacía un huequito la esperanza. Si vieras el enorme pasaporte con mi nombre, Tania Petroff, y el de Mijhail, Miguel en esta lengua tan difícil como remar contra el viento. No olvidaré nunca aquel domingo en que salimos del pueblo, el perfume de las acacias acariciando la mañana, tu cara pecosa surcada por las lágrimas y la de madre, impotente para disimular la pena detrás de la sonrisa. Los mujiks nos saludaban al pasar con las manos en alto, nos deseaban suerte. Yo veía esos rostros de mirada ingenua y soñaba con esta tierra en donde, se nos había dicho, todos eran iguales. ¿Tengo derecho a desear la igualdad para mí y para mis hijos cuando en la tierra de uno el Señor ha secado su fuentes y agostado todos sus manatiales? Sin embargo sé que sus dolores son como los de la parturienta, terminarán en alegría aunque ya no estemos aquí para contemplarlo. Si vieras, Pola, en qué han quedado mis manos, aquellas manos que mamá cuidaba tanto para que no se parecieran a las de ella. Aquí cavamos pozos, construimos hornos, empezamos el trabajo de la huerta. Yo colaboro en todo aunque, ¿adivinas?, espero un hijo. Miguel me toca el vientre y sonríe con esa sonrisa plena que tanto le conoces para después pedirme con lágrimas en los ojos que no vaya a la siembra. Pero no puedo. Me siento bien entre ellos, mis hermanos. Verlos con sus anchas barbas blancas inclinándose sobre la tierra, tiene algo de ritual, de mítico, que me reconforta. Porque no te creas. A veces evoco aquello otro, aquel tiempo inconcluso y siento que quiero asir aquellas formas, incorporarlas a mi frente antes de que se evaporen para siempre. Últimamente la imagen de papá me visita con frecuencia; su barba rabínica, sus largos ojos surcados de picardía. Me parece escucharlo conversar con los amigos en la tertulia mientras el samovar hierve, la eterna pipa de marfil incrustada en su boca. ¿Qué mas quieres que te diga, Pola querida? Estos campos de una absoluta desolación han ido cediendo y ahora los surcos se extienden hasta el infinito. Alrededor de nuestra casa hay vacas lecheras que guardamos en un corral. Del campo traemos bolsas repletas de choclos, melones y sandías tan jugosos como no sé si se habrán encontrado en el paraíso, a pesar de la cantinela de mamá ante nuestros rezongos, de que sólo allí encontraríamos la fruta perfecta. Como ves, ya soy toda una campesina. Yo, la que pasaba los días echada en el diván de raso de nuestra sala, leyendo a Tolstoi. A él seguramente esto le habría gustado. Amaso el pan como si estuviera viviendo uno de aquellos pasajes de la Biblia, en el comienzo de los días. Miguel aprende a montar. Su maestro es un "boyero" com llaman a quí al conductor de bueyes. Ha sido un antiguo soldado de Urquiza. Pero devaneo. ¿Qué puedes saber tú, querida mía, qué puede despertarte este nombre? Muchas esperanzas fueron depositadas en él, dicen que no hace mucho, pero las defraudó, como siempre sucede. A pocos kilómetros de aquí se alza la fantástica residencia en donde su espectro se pasea entre lagos artificiales, palomares cn espejos y rosales de enormes rosas que embalsaman el aire de los atardeceres.
No sé si somos bien mirados por la gente del lugar. Ayer no más vimos a los "gauchos" merodeando cerca de nuestra casa. Me impresionó el fulgor salvaje que despedían esos ojos. Unos enormes cuchillos, los "facones", les colgaban de la cintura. Pero no me asustaron. Vi en ellos el mismo terror acorralado de nuestros ccampesinos. ¿Habrán sido víctimas también ellos de injusticias y persecuciones? Tengo, como verás, mucho que aprender. Poco a poco iré abriendo los ojos a esta nueva realidad. Pero ahora, la primera luz entrando por mi ventana, termino de pensarte esta carta que probablemente nunca escriba para decirte que te quiero y que estás adentro mío como todo lo que he dejado.








Ediciones Letra Buena. Buenos Aires

domingo, 6 de junio de 2010

12. Blues del Albergue. Paulina Movsichoff




Se me dice : ese tipo de amor no es viable. Pero ¿cómo evaluar la viabilidad ? ¿Por qué lo que es viable es un bien? ¿Por qué durar es mejor que arder?

Roland Barthes

Anudada a tu carne por eso inconfundible.

Tomás Segovia

Debía reconocer que poco a poco, casi sin darme cuenta, había ido enamorándome. Al principio me resistía a aceptarlo. Sin embargo, ese sentimiento tantas veces experimentado, esa mezcla de angustia y alegría eran, sin lugar a dudas, el amor. Tenía un amante. Y me sentía culpable por ello. Soy una adúltera, me decía a veces con despecho. Adúltera, qué palabra tan rara. Más bien parecía algo referido a los adultos. ¿Una manera de llegar a la adultez? El diccionario no me ayudaba demasiado: “Ayuntamiento carnal ilegítimo de hombre con mujer, siendo uno de los dos o ambos casados.” Y la palabra venía del término latino: adulter, adulterado, averiado, falsificado. Pero me resultaba muy difícil convencerme de que aquel acontecimiento pudiera etiquetarse con una frase tan lapidaria. Ayuntamiento carnal, sí, pero también la magia, la alegría. El amor de Ángel me reconciliaba con la vida. Me daba permiso para amarme, por fin, a mí misma. Por primera vez, la pasión superaba a la culpa. Parecía que el destino me hubiera compensado de las amarguras pasadas, de ese desamparo del corazón que arrastrara durante tanto tiempo. ¿No era lo otro, más bien, lo adulterado, lo falsificado? Dos personas que viven bajo el mismo techo y duermen juntos en la misma cama sin tener ya ese diálogo profundo que era para mí la piedra de toque de la pareja. ¿Y de dónde provenía la ilegitimidad? ¿Quién la estableció y cuándo? Al leer aquello, se me antojaba haber regresado a la noche de los tiempos, a aquella aldea clánica que fijó la identidad del hombre en una casa, una mujer, un buey. La mujer sujeta al hombre de por vida, el hombre sujeto a la mujer. Como si fueran cosas. No importaba el hastío, la idílica unión convertida en una parodia de lo que fue. No importaban la fe burlada, las esperanzas deshechas. Si haces el amor con otro hombre que no sea tu marido o con una mujer que no sea la tuya caes en esa palabreja: adulterio. Lástima que no significara lo mismo para el hombre que para la mujer.

Ángel era el más maravilloso, galante y gentil de los hombres. Desde que me levantaba por la mañana temprano lo encontraba sosteniéndome, mirando pasar mis horas aún cuando no estuviera presente. Y esto me daba la sensación de estar viva, de ser única, exclusiva. A veces, cuando salía de casa por la mañana temprano para tomar el colectivo que me llevaría al trabajo, el auto de él venía a mi encuentro. “No podía esperar tanto para verte”, me decía. A la salida me iba a buscar y almorzábamos juntos mirándonos a los ojos, tomándonos de las manos como dos adolescentes. Algunas tardes acordábamos no vernos. Quería acompañar a Camila, que ya resentía el abandono. Al salir de la oficina lo divisaba parado en la esquina. No podía dejar de conmoverme ante la expresión de desamparo de sus ojos. “¿Tomamos aunque sea un cafecito?” suplicaba. Negarme resultaba superior a mis fuerzas. Una tarde en que caminábamos abrazados por San Telmo, un hombre se paró a contemplarnos. “¡Qué amor!”, exclamó en una especie de admirado homenaje.
Al lado de esto todo lo demás empalidecía. En el hotel, antes de desvestirse, él abría los brazos como para recibir a un tesoro. Percibía el éxtasis de Ángel al penetrarme. Me encontraba a mi vez cómoda en el cuerpo de él, mullido, afelpado. En ese coloquio oscuro de las pieles íbamos inscribiendo nuestros nombres en la lista de los grandes enamorados de la tierra: Isis y Osiris, Abelardo y Eloísa, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta.

Aún no podía decírselo a Marcos. Comprendí que, a pesar de mis cuidados, no estaba exenta de toda sospecha. Uno de esos días él entró como una tromba agitando algo en la mano.
—He comprado los pasajes. Nos vamos a Paraguay los tres. Visitaremos también las Cataratas.
Ay, Marcos. Las horas llegan siempre tarde. La noticia no me causó mucha gracia. ¿Tendría que ausentarme justo ahora, cuando el amor con Ángel brillaba como el sol en su punto más alto? Ausentarse. Penélope transformada en Ulises, abandonando a su amor en Itaca. La separación fue triste, casi desgarradora. En el ómnibus que me conducía a Misiones, cerré los ojos. Las lágrimas que Ángel derramó en la despedida no cesaban de caer adentro mío como una lluvia vivificadora.
Sentados adelante, Guiomar y Marcos conversaban y reían, olvidados de mí. Si esto es reconciliación empieza mal, pensé. Recuperaba, no obstante, mi gusto por el movimiento. Miraba compulsivamente por la ventanilla la sucesión de paisajes. Un viaje es siempre un desplazamiento interior. Pareciera que, sin quererlo, algo de uno se mueve hacia zonas desconocidas o postergadas. Un leve dolor de muelas comenzó a molestarme.
Llegamos a la frontera al amanecer. Una vez controlados los documentos, tomamos el taxi que nos conduciría a Asunción. El sueño y el cansancio no impidieron que descubriera con asombro aquella tierra empecinadamente roja, la exuberancia de la vegetación. En Asunción el calor era húmedo, agobiante. No obstante, mis poros se abrían a la sensualidad del aire, aspiraban el desfachatado aroma de los azahares. El dolor de muelas comenzó a arreciar.
El hotel elegido por Marcos no parecía tan malo. A la entrada, un patio con parras y palmeras me trasladó a territorios lejanos. Reviví aquella alegría infantil que siempre me asaltaba en los lugares que me recordaban la infancia. Algunas parejas desayunaban ya. Famélicos, nos sentamos nosotros también a una mesa mientras nos acondicionaban la habitación.
— Café con leche y medias lunas —pidió Marcos a una mujer gorda que arrastraba unos pies calzados en chinelas.
El café con leche no era tal. La taza enorme contenía pura leche con una gota apenas de café. Aquello no constituía para mí ninguna novedad. En todos los lugares de Latinoamérica sucedía lo mismo. Dejé la taza y devoré las medias lunas.
—Descansemos un rato — dijo Marcos —. Luego iremos a lo de los Mayoral. Conocimos a Ernesto y Teresita Mayoral en un viaje anterior, por la época dorada de nuestro matrimonio. Entre nosotros hubo un entendimiento inmediato, pero con Teresita nos unió una especial afinidad. Ahora, si no me derrumbaran el cansancio y ese maldito dolor, estaría impaciente por verlos. Vivían en una enorme casa con patios sombreados de árboles y muros cubiertos de enredaderas en el centro de Asunción. En el altillo, donde dormimos la vez anterior, había contemplado largamente aquella profusión de imágenes coloniales de vírgenes y santos además de una colección de artesanías de barro, pertenecientes a la cultura Tobatí, que me dejaron sin aliento.
Me tiré en la cama como quien se zambulle en el mar luego de un peregrinaje por el desierto. Al segundo me incorporé, asqueada. El olor a orina de las sábanas era insoportable. En la pared unas manchas oscuras anunciaban vaya a saber qué innobles actividades. Las cucarachas subían por el empapelado con toda desenvoltura.
—Marcos, esto es horrible — me animé a protestar. Sabía que mis palabras ponían en peligro la frágil paz en que hasta entonces nos moviéramos.
—Está bien — respondió él para mi asombro —.Buscaremos otro hotel.
El nuevo era mejor. Una vez instalados salimos en busca de los Mayoral. Abrazos, besos, risas. Amigos. No podía negar que aquello era una de las cosas mejores de nuestro matrimonio. Me preguntaba qué pasaría si Marcos y yo no separáramos. Mi vida social era casi exclusivamente a través de mi marido. Marcos era el puente por el que yo iba al mundo y regresaba de él. Pensaba que mi timidez me impediría ir en su busca una vez que me quedara sola. Tal vez si hubiera tenido un trabajo que me expresara, con interlocutores válidos, todo habría sido distinto. Pero, salvo alguna honrosa excepción, debí realizar siempre cualquier cosa ante la necesidad de subsistir. Cosas que él, Marcos, jamás habría aceptado. Mi actividad más urgente y perentoria era la escritura. Y eso no me articulaba con el mundo. Más bien me aislaba de él. Como antropólogo, Marcos tenía mucho más contacto con sus pares. Era solicitado, llamado, buscado, invitado a dar charlas en diferentes países.
—Mañana nos vamos a San Bernardino — anuncio Ernesto —. La casa está preparada para recibirlos.
Se trataba de una moderna y espaciosa casa de veraneo junto al lago Ipacaraí que pusieron a nuestra disposición para pasar todo el día siguiente. Ernesto y Teresita irían a la de sus padres, alejada sólo uno metros. Nuevamente charlas con los amigos, presentaciones a los invitados que acudieron a conocernos. Qué diferencia con la soledad de Buenos Aires. Desde que llegara de México, no había podido hallar en esa hostil ciudad un lugar en donde pudiera insertarme. Y no era que no lo buscara. Me había acercado a las feministas, a los ecologistas, ya no sabía a cuántos más istas, encontrando en todos ellos la misma frialdad.
El dolor de muelas se volvía cada vez más insoportable. Pedí disculpas y subí a mi habitación. Cuando bajé, Marcos y Ernesto, sentados frente a la mesa, comentaban la manera de ir de allí a las Cataratas. Teresita los acompañaba. Me senté a su lado.
— Podemos tomar el ómnibus que pasa por aquí a las cinco de la madrugada — decía Marcos.
La mano en la cara, escuché la noticia con una profunda desesperanza. Cómo afrontar lo que aún me esperaba en ese viaje con ese obstinado dolor.
—¿Sigues mal? — se interesó Teresita.
Asentí con la cabeza. Ya ni hablar podía y las lágrimas amenazaban con desencadenar un conflicto doméstico.
— Marcos —. La voz de nuestra anfitriona se oyó suave pero convincente —. Así no pueden seguir. Deberías llevarla esta noche a Asunción para que mañana a primera hora la vea el dentista.
— No —. Se empecinó Marcos —. Nos retrasaremos demasiado.
— A mí no me importa — dijo Teresita. Ella también podía ser empecinada —. A Sofía la llevas al dentista. Nos vamos todos esta noche. Pueden tomar el ómnibus siguiente, a mediodía.
Gracias, Teresita, ésas son mujeres. No me hubiera animado a plantearlo.
La dentista me dio una inyección calmante. Me aconsejó sacarme la muela en cuanto llegara a Buenos Aires.


En las Cataratas me olvidé de todo. Abrazada a Camila, contemplaba aquella masa de agua cayendo imperturbable, como si acabara de ser creada por la mano de Dios. Yo era Eva abriendo los ojos al Paraíso, Eva recién salida de la costilla de Adán, aunque Adán se encontrara en este caso, ay, dolorosamente ausente. Pero la ausencia era sólo física. Lo sentía en todo momento a mi lado, le comunicaba mentalmente mis impresiones.
— Vamos a comer — pidió Camila —. Tengo hambre.
Yo también había sentido el aguijón en el estómago pero esperaba la ocasión propicia para plantearlo.
— Después — dijo Marcos —. Ahora terminaremos de ver esto.
Habíamos caminado ya toda la mañana, yo casi dopada por los calmantes. Y de verdad hacía hambre. Y sed.
— Pero aquí hay un restaurante — aventuré —. Después seguimos. Aún no se me borraba de la memoria aquella vez en Paquetá, cuando en una circunstancia similar entré nomás en el lugar en contra de la opinión de Marcos. Esto me valió que él no me hablara por el resto del paseo.
— Es muy caro — concluyó él —. Y soy yo el que decido.
Me acordé de los pocos pesos que llevaba en la billetera.
— Vení — dije a Camila —. Vamos a comer las dos.
Cuando regresamos, Marcos se había esfumado. Debimos seguir solas. Lo cruzamos en uno de los tantos senderos de escalinatas pero pasó a nuestro lado como si no nos conociera. Ángel, me rezaba a mí misma con una nostalgia rayana en la desesperación, Ángel. Lenta, sigilosamente, el dolor de muelas me apresaba nuevamente, como los anillos de una inmensa boa.
— ¿Qué vamos a hacer mañana, papá? — quiso saber Camila. Estábamos ya en el hotel de Foz, preparándonos para dormir.
— Visitaremos el lado brasileño de las Cataratas. Dejaremos el hotel temprano. Por la tarde volveremos a buscar los bolsos para irnos a Asunción.
Todo dispuesto sin consultarme. El dolor me quitaba fuerzas para protestar.
A la mañana siguiente el asombro una vez más, la sensualidad del trópico, regresar nuevamente a aquella perdida unión con la naturaleza.
Atardecía ya cuando tomamos el micro que nos llevaba a Puerto Stroeesner. Era uno de esos lugares típicos de frontera, puerto libre por añadidura, en donde al pulular de los turistas se unía el bullicio de un enjambre de vendedores. Perfumes, electrodomésticos, artículos de toda laya eran ofrecidos a viva voz por hombres y mujeres que se acercaban todos tratando de vender al mismo tiempo, como si cada uno de nosotros fuese el único comprador de la tierra. Estos mismos artículos eran exhibidos a los costados de la calle en puestos que se alternaban con otros en donde se vendían fritangas, gaseosas y platos típicos, encima de los cuales las moscas revoloteaban incansables. Yo caminaba detrás de Camila, que a su vez seguía a Marcos. Los tres no abríamos paso a duras penas a través de esta abigarrada muchedumbre. No pude dejar de pensar que así sería el infierno pintado por un Dante de nuestra época.
—Espérenme aquí — dijo Marcos cuando encontramos un bar más o menos decente. — Veré si consigo comprar los boletos para Asunción. Elegí una mesa junto a la ventana para esperarlo junto a Camila.
—Mamá, tenés la cartera abierta —me avisó ella.
Miré y comprobé que mi hija no se equivocaba. Saqué una por una las cosas y las puse sobre la mesa. La billetera con los documentos había desaparecido.
Marcos no disimuló su fastidio.
—Ahora tendremos que gestionar un pasaporte para volver. Cuánto nos saldrá eso.
En la terminal, la voz de Mercedes Sosa saliendo por los altavoces me reconfortó. El recuerdo de Ángel volvió a caer sobre mí como un manto propicio y consolador.
— Me separaré — me juré a mí misma mientras atraía a Camila junto a mi pecho y la besaba —. Está decidido.
El reencuentro fue tan emocionante como lo previera en esos interminables días de ausencia.
— Te extrañé tanto — decía él abrazándome. Estábamos desnudos, el uno junto al otro en la cama del hotel. Ah, los hoteles. Qué hubiera sido sin ellos de nuestro amor. No podía dejar de verlos sino como santuarios en donde transcurrían las horas más felices de mi vida. O por lo menos de los últimos tiempos. Me parecía raro que nadie, ningún poeta, ningún autor de canciones hubiera compuesto la Oda al Albergue Transitorio o el Blues del Albergue. Llegar allí era despojarse de todas las máscaras, de todas las representaciones exigidas por la sociedad. ¿Era así? Soñaba con un encuentro en el que cada uno fuera exclusivamente él mismo. Pero a la vez me daba cuenta de lo ilusorio de mi sueño. El malestar de la cultura. De todos modos allí estábamos, desprovistos de toda otra cosa que no fuera nuestra pasión. Armados con ella derrotaríamos a la muerte, cambiábamos, en cierta manera, la historia. Él continuaba relatándome cómo pasó mi ausencia. Yo cerraba los ojos y me dejaba llevar por esa música inefable.
— Llamaba a tu casa como siempre todas las mañanas. Sabía que nadie atendería pero no importaba. En cuanto me quedaba solo en la editorial ponía tu cassette y lo escuchaba una y otra vez.
Antes de marcharme le había grabado un cassette en donde cantaba algunas canciones, acompañándome con la guitarra.
—Yo también te extrañé — dije, arropándome en su pecho.
—La idea de que te reconciliaras con Marcos me enloquecía. Tuve que llamar a una amiga y contarle lo niestro.
El propósito de separarme me volvió con fuerza. Él continuaba hablándome de su amor.
—Quiero terminar mi vida a tu lado. Confiá en mí, Sofía. Ya vas a ver que todo se arreglará.
— Sí, Ángel. Confío en vos.
La lengua de él abrasada, blanda y jugosa adentro de la mía. Abandonarse mutuamente a esa canción de los sentidos. A esa música de las esferas. Tocar la brecha que separa la locura del goce, esa brecha cada vez más delgada hasta que te rompe, Sofía, te disloca, dis-loca, te arroja a una tierra de promisión en donde vos y él. Nada más que vos y él.



Costa Salvaje. Novela (fragmento). Derechos reservados