miércoles, 18 de febrero de 2015

LA TORRE- Paulina Movsichoff




  Apenas nos despertábamos subíamos a la terraza para ver la torre. Yo pasaba la noche en vela, en parte por la excitación del encuentro, en parte por el deseo febril de contemplarla una vez más. Eso sucedía en los años en que mi madre se largaba a Buenos Aires con nosotros tres: Carolina, Manuel y yo. La semana anterior a la partida vivía horas de encantamiento mientras la contemplaba afanada en preparar las valijas, cantando con su voz ronca de sirena la cantinela: "las valijas están listas,/ nuestros rostros optimistas van diciendo: Uuuh. / Pronto ya nos vamos/, para Buenos Aires / uuuh, uuuh, uuuh." Mientras ella se afanaba en mil quehaceres yo iba eligiendo cuidadosamente los libros que llevaría para entretenerme en el trayecto. Aunque por lo general nunca los abría pues me era casi imposible despegar los ojos de la ventanilla, embebida en las variaciones del paisaje. Al principio eran algarrobos, chañares y espinillos que de tan familiares no me decían ya nada. Luego la inmensa llanura, el puzzle con los diferentes retazos de verde, las vacas pastando. Todo ello era una permanente fuente de deleite. De modo que los Patoruzú, El pato Donald o Los tres mosqueteros esperaban en vano que mis otrora ansiosas manos infantiles los abrieran, quietas ahora en mi regazo en ese abandono provocado por la contemplación. Al llegar, la tía Agustina, los primos. Elvira era mi compañera de juegos, ya que entre nosotras había tres años de diferencia. Mientras jugábamos a la cuerda, yo miraba de reojo ese misterioso lugar, esa torre con su cúpula de pizarra y paredes pintadas de blanco que, me dijeron era el lugar de trabajo del tío Gustavo. Tenía una sola ventana que daba a la terraza, cuidadosamente velada por una cortina de lienzo. Un día pregunté a mi madre en qué consistía aquel solitario trabajo en el que una persona debía permanecer como un monje con la puerta cerrada a cal y canto. "Es escritor", me dijo sin extenderse en mayores comentarios. Alguna vez el tío Gustavo abrió la puerta y nos dejó pasar. Era robusto y de sonrisa bonachona, lo cual no parecía condecir con la imagen que mi mente infantil se forjara sobre un escritor. Ese día pude observar la enorme mesa de quebracho atiborrada de papeles, la estantería con libros, las libretas de hule negro amontonadas a un costado de la máquina de escribir.
  La estadía en Buenos Aires duraba exactamente un mes. Los días se me pasaban volando entre las visitas a los tíos, el encuentro con los numerosos primos cuya presencia dejara en mí ese halo de nostalgia con que regresaba a mi pueblo. Nostalgia que se prolongaría hasta el verano, fecha en que nos  reuníamos todos en Los Nogales.
  Aquel invierno mi madre no pudo viajar y me mandó sola. A fin de año yo cumpliría los quince y la Bertoid, una modista francesa afincada en Buenos Aires desde pocos años atrás pero que ya tenía una numerosa clientela, sería la encargada de confeccionarme el vestido. La tía Agustina me acompañaba a aquellas pruebas. Yo contemplaba asombrada en el espejo esa transformación de oruga a mariposa cuando, enfundada en el vestido de organza blanco con un lazo de seda rosa que terminaba en un enorme moño debajo del corpiño, entreví a la mujer que nada tenía que ver con la chiquilla que hasta entonces fuera.
  A la última prueba fui sola. La tía Agustina tenía turno en el dentista y le fue imposible posponerlo pues por esos días un dolor de muelas la tuvo en un grito y sin moverse de la cama. "El trole te deja en la esquina de casa. Ya conocés el camino". Pocas veces andaba sin compañía en Buenos Aires, así que el moverme por mis propios medios era toda una aventura. El trole se acercó traqueteante y pesado y subí con decisión. Reconocí mi parada sin dificultad y caminé hasta la casa de madame Bertoid por una calle arbolada donde los primeros brotes anunciaban una incipiente primavera. El vestido estaba casi listo y no pude dejar de recrearme una vez más con mi nueva imagen. "Parecés un junco", me dijo Madame Bertoid, girando alrededor mío y observándome complacida. "Au revoir beauté", me dijo al despedirse, lo que me dejó una desconocida complacencia. A la vuelta otra vez el trole y caminar ansiosa a lo de tía Agustina. Estaba impaciente por contarle lo contenta que me sentía. Elvira seguramente no estaría pues esa tarde tenía clase en la Alianza Francesa.
  Bajé en la esquina de la Confitería San Martín, allí donde mi primo Tito estudiaba a menudo con sus amigos, los mellizos Salgado. Con frecuencia me llevaban con ellos y me convidaban una Crush que yo tomaba mientras ojeaba esos libracos donde se veían esqueletos y órganos del cuerpo humano. Ya por esa época caí en la cuenta de que la medicina no era lo mío, a pesar de tener un padre también médico.
  Esta vez no estaban Tito ni sus amigos y me alivió no tener que demorarme. A la mitad de la cuadra me crucé con una mujer enfundada en un abrigo de cuero. Era ya grande, unos cincuenta, le calculé. Tenía el pelo de un rubio platinado como el del Marilyn Monroe, sólo que largo y lacio, a la altura de los hombros. Iba sola pero discutía acaloradamente con alguien, como si estuviera loca. Observé su brazo doblado, y ese pequeño aparato que sostenía junto al oído. Seguí mi camino y grande fue mi sorpresa al ver que, en el lugar del kiosko donde compraba mis infaltables caramelos Cremalín, se veía una oficina con grandes ventanales. En el interior unos hombres en mangas de camisa parecían escribir a máquina pero, en lugar del papel, las palabras se veían en  unas pantallas iluminadas. Sin embargo, no me había equivocado de calle. El letrero decía bien claro: Julián Álvarez. Al llegar a lo de tía Agustina no vi la puerta de entrada, ni la escalera de mármol, ni los balcones que daban al pasaje San Mateo. Otra oficina y otros hombres en mangas de camisa ante los mismos aparatos. A la entrada, sólo el cartel con letras luminosas donde se leía: "Inmobiliaria"                 




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