Virginia Woolf,
hablando de la mujer del siglo dieciséis
dice: “Aquella mujer del siglo dieciséis, entonces, que nació con talento para
la poesía, fue una mujer infeliz, una mujer en lucha consigo misma”. Y recuerdo
entonces mi primer encuentro con Irene Gruss. Fue una tarde de verano a principios
de los 90. Ambas esperábamos, sentadas en un banco de la parroquia de San
Carlos, que llegase gente, mujeres, más precisamente, a una reunión que tendría
lugar instantes después sobre las mujeres que aman demasiado, como el libro
homónimo que era un boom para las mujeres que estábamos cansadas de amar y no
ser correspondidas, de luchar solas con la crianza de hijos y un matrimonio
deshecho en tiempos donde aquello no era para nada común. Nos dijimos nuestros
nombres. Me quedé sorprendida cuando le pregunté a qué se dedicaba y me informó
que era escritora. “Yo también lo soy”, le dije. Luego comenzó el taller o lo
que fuese y nos concentramos en hablar de nuestras peripecias sentimentales que
nos habían llevado a buscar ese desesperado recurso. Muchas tardes se
sucedieron en las que poco a poco íbamos tratando de ayudarnos una a otra a desenredar
el ovillo de nuestros dolores. Yo no sabía su apellido y de todos modos jamás
había leído algo suyo. Me di cuenta de que ella era poeta porque una vez contó
que había recibido a un colega en su casa que venía de San Luis, mi tierra, y
lo nombró. Se trataba de Patricio Torne. “Yo lo conozco”, le dije y ella hizo
una mueca de fastidio. “Esto es anónimo”, me reconvino. Muchas veces no pudimos
ponernos de acuerdo en algo referente a nuestras respectivas vidas y no
recuerdo bien qué era. Pero allí llevábamos nuestro muñón sangrante,
descansábamos de las piedras de nuestra pesada mochila y podíamos, por un rato
bromear, llorar, sentirnos libres y hermanas entre nosotras. Recuerdo que
alguna vez contó que se iba a Necochea sola. Creo que de aquel encuentro con el
mar y su soledad, que no le resultó fácil, surge su poema “Una mujer sola
frente al mar”. Luego me fui de allí y no volví a verla. Tampoco en ese entonces
leía sus poemas. Ni ella los míos. Pero
de todos modos no unió un afecto que no llegó creo a romperse, porque como diez
años más tarde, yo esperaba a que me dieran un turno en el Ameghino con un
psiquiatra pues mis molestias emocionales no había cesado y, como la espera
para obtenerlo era prolongada (más de cinco horas) me decidí en serio a
acometer “Adán Buenos Aires” de Marechal. Pasó ella y luego de saludarme se
sentó a mi lado. Miró lo que leía y esbozó una mueca como para decir “qué
paciencia”. Cuando le conté que mi problema con aquel amor no había cesado me
contestó riendo: “No cambiás más vos”. Tenía razón. Luego la escuché en alguna
lectura de poemas, aquel “yo lavaba ropa” que tanta proyección le dio como
poeta. Yo también lo había contado pero en una novela sobre el exilio.Y
entonces pienso que si a la mujer del siglo dieciséis no se le ocurría
escribir, las mujeres del 20 podíamos ya hacerlo, pero sin haber curado
nuestras heridas, sin haber sido atendidas debidamente en nuestras llagas psíquicas.
¿Qué pasó con Irene después? Nunca lo supe. Pero me digo que tal vez no obtuvo
la suficiente ayuda, que algo la enfermó gravemente. Por eso mi respeto hacia
ella es mayor por todo lo que tuvo que sortear y, a pesar de ello, escribió. Su
gran talento la llevó a abrirse paso entre sus pares, mujeres y hombres y
convertirse en la gran poeta que fue.
jueves, 27 de diciembre de 2018
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