En este libro la autora celebra a la vida y sus atributos. Ya desde el título el poemario habla de un estado contemplativo. Cifra, en esa abstracción de los dibujos, el ulterior significado: una construcción que, en orden sucesivo, va avanzando con un dibujo de la pasión y del cuerpo en todos sus aspectos, aún registra con tierna claridad los gestos de Julita Zavala, detenida desaparecida desde 1979, su prima. (...) a tu hija le dejaste/un ramito de lavanda / y esa costumbre de llevarte la mano a la frente/ para arreglarte el pelo (...)
Más allá de lo autorreferencial que, sostengo, es el sustrato de toda obra literaria, en este libro pueden encontrarse los ecos de su admirada Rosario Castellanos.
Libro de innegable sensualidad donde el instrumento de la pasión es el cuerpo:
el cuerpo como eje, la piel su textura, el límite pero a la vez la posibilidad de vincularse, el contacto con el otro. Aun el otro aparecerá en la inmaterialidad de la tan actual realidad virtual.
Precisamente el poema TU PIEL, dice: "Y te voy creando tal como Eva creó a Adán/ después de que comieran la manzana / y ya no pudieron recuperar el paraíso / o como la alfarera que fabrica los cántaros / en los que verterá sus cereales secretos".
De esa forma y como una alfarera, va torneando su cántaro - libro. Imágenes de la infancia, de su propia infancia. Con influencia proustiana registra la materialidad del recuerdo hasta lograra su más alto registro. Metafóricamente habla de la infancia de Antonio Esteban Agüero, y encontramos un bello poema que titula Bienes, dedicado a su hija Sol, a quien también dedica el libro, un manifiesto, un legado (,,.) Te dejo esa pequeña lumbre / que me guía la mano en el poema / la espuma del deseo/ para que lo guardes en tu pecho/como una memoria que ofreces al futuro(...)
¿Qué es lo que contempla la autora , desde ese lugar de la escritura, su "Cuarto Propio", tan a lo Virgina Woolf, donde se ha instalado para escribir? Un tapiz mexicano. Habla de horas de contemplación y escritura.
Tapiz que, tal como un mandala, insiste en que debe existir una gran concentración en el acto de contemplar, y que es allí donde se instala para penetrar la esencia de las cosas hasta su última consecuencia, tal como la Pizarnik ante la rosa.
El dibujo lleva un orden como un orden lleva el poemario. El tapiz va repitiendo como acto propiciatorio dibujos y colores con una alternancia prefijada. Paulina alterna sus temas esenciales logrando un todo armónico.
Hay fondo y figura y eso avanza en su factura: de arriba abajo, de izquierda a derecha, tal como sucede en nuestra escritura occidental.
La estructura de este poemario es su urdimbre. Esos poemas avanzan en una construcción con hilos de colores que en su alternancia forman dibujos de eso que su memoria registra en un mundo poblado por imágenes, sensaciones y recuerdos y sueños, todo eso tan felisbertiano, si se me permite arriesgarlo (Tierras de la memoria).
Por otra parte Paulina Movsichoff crea su propio linaje, escribe sobre escritores que por una u otra razón admira: Rosario Castellanos, Juan Gelman, Emily Dickinson, Olga Orozco, Silvia Plath, Isak Dinesen, y otros que no salen retratados en este poemario. No es en vano que haya tomado a estos escritores como referentes homenajeados. Ellos integran su Olimpo particular, frecuenta sus lecturas, que a su vez son fuente de su inspiración. A ellos se adscribe, y el orden que establece no es casual. Libro de imágenes y de sensaciones, tiene la particularidad de estar dividido por secciones que llevan a su vez títulos poético que aluden a ese Spleen a que tan bien se refiere Charles Trenet en su "Que reste t 'il de nos amours", canción francesa casi un himno al amor, que seguramente está homenajeada en el poema De nos amours en este libro.
EL TAPIZ DE LAS HORAS de la poeta Paulina Movsichoff, la revela una vez más como sutil indagadora de la atemporalidad del alma que, en esencia, es la materia de este libro, tal como el de esencial también el paso de las horas.
Para terminar cito un poema que lo resume:
FRAGILIDAD DEL SUEÑO
Tablas frágiles del sueño
Isla que Dios tal vez rodee
Los portales profundos
Hora lenta en que la tarde lacia duerme
Gota a gota la vida se desliza
Gusto a polvo en la garganta
miércoles, 12 de agosto de 2015
domingo, 2 de agosto de 2015
Premio Carmen en los XXIV Juegos Florales de Ciudad del Carmen, Campeche, México
Treinta y tres años luego de que obtuviera este premio del cual me acabo de enterar. El premio no se dio porque estaba sólo el seudónimo y no encontraronn el nombre de la autora. El seudónimo era mío asi cmo los poeas que en algún moment subi a internet y llearon a rastrearme. El libro publicado en 1991 Torres Agüero Editor se tituló "Onírisis".
jueves, 25 de junio de 2015
ABSORTA PERMANENCIA - Paulina Movsichoff
Para que el porvenir
no nos tomara por asalto
nuestras manos
arrojaban los días
en el légamo fiel de
la memoria
tal como los
guijarros que relucen
señalando el camino
del regreso
a los que se
extraviaron en las espesuras de la orfandad
Quizá ya
comprendíamos
la quebradiza
consistencia del sueño
y que tan sólo
podríamos salvarlo
en aquella absorta
permanencia
bajo la quieta
ramazón del transcurrir
Desde allí
vislumbrábamos el palpitar ardiente de la vida
y no había un antes
ni un después
Únicamente el ahora
con su carga
obsequiosa de racimos
sin duda temeroso de
que el alma no pudiera ser bautizada
con todo lo que en
ella pugnaba por ser nombre
La eternidad
respiraba en nosotros
mientras nos iba
vistiendo de hermosura
Nos arrullaba con una
leve cantinela
con esa cadencia
delicada
que adopta la
ternura cuando trata de que las sombras
no la distraigan del
amor
Hablo de aquellas
horas
Después
traspasaríamos el umbral del exilio
Confesiones del relámpago
EL TAPIZ DE LAS HORAS de Paulina Movsichoff- Rubén Derlis
Paulina Movsichoff no habla sólo de la pareja como la unión más perfecta en la alquimia del amor entre hombre y mujer (Te envuelvo en mi cintura/ como una ola que se niega a decretar naufragios/ […] Amasas la harina de mis besos/ y con sus panes te pones a nutrir el infinito),sino que también rinde emocionado homenaje a poetas que la conmovieron como Emily Dickinson (La soledad y la poesía/ eran dos llamas/ alumbrando esos extensos territorios/ que lamentabas no haber visto), u Olga Orozco (Antes de partir plegaste la paciencia/ y te adentraste en esas zonas/ en donde Dios te había dejado impresa sus señales) o Sylvia Plath (Te veo pasar con tu cabellera de delirios/ con tu equipaje de furias y naufragios/ en donde chilla el ave de la muerte) tres voces femeninas, entre otras que guarda este poemario, junto a otros temas no menos válidos, construidos con la intensidad de la palabra de nuestra poeta, que tanto sabe filigranar un verso como dotarlo de agudas aristas, y en ambos casos, siempre con el aletear rítmico de su estro personal. En la página 64 nos sale al cruce un poema cuyo título es el que también da nombre al libro, y que se me ocurre su ars poetica, aunque ella no lo haya pensado como tal: Entre la nada y el comienzo/ soy una piedra pulida por las horas./ soy llama pero también ceniza./ Soy el silencio pero también el grito.// La poesía atraviesa mis días/ como una flecha lanzada/ desde las espesura de la sed. (R.D.)
Comentario de Rubén Derlis de mi libro "El Tapiz de las horas" (ayeshaliteratura Ediciones, Bs. As., 2015) aparecido en el Periódico "Desde Boedo" Nro.155- Junio 2015. Bs,AS.
miércoles, 17 de junio de 2015
OTRO DESTINO- Paulina Movsichoff
Al llegar a Córdoba la pobreza los golpeó. Fue Isaac, su padre, quien decidió
darle otro destino a su hijo. Un destino diferente al suyo, que siempre
terminaba con las manos vacías. Había ensayado mil oficios: sastre, retocador
de fotografías, vendedor de chucherías. Pero David tendría una vida distinta,
afirmaba. Ese año terminó la secundaria en la Escuela Normal de Paraná. Ahora
podrían marcharse a Córdoba para que él estudiara. Y sería un doctor. Isaac
abrió un almacén de Ramos Generales. Sara, la madre, murió dos años después.
Nunca se había adaptado a esta nueva tierra. La melancolía era su sombra. Hasta
que se la llevó un cáncer de páncreas en poquísimas semanas. David decidió
seguir el consejo de su padre que le repetía al verlo llegar de esas interminables
colas para ver si lo tomaban en alguna parte. Pero todo era en vano. Isaac,
viendo su desesperanza, lo aconsejaba:
—
No
te conchabés.
Decidió que vendería periódicos. Esto le permitiría estar en la calle,
codearse con gente, mirar a los transeúntes. El invierno era duro y las manos
se le congelaban, Pero aquellos diarios le llenaron el alma con el ardor de
saber, de conocer. Se anotó en la Facultad de Medicina. Le parecía que desde
esa trinchera podría ofrecer un alivio a los demás. Se dio cuenta de que la salud
estaba íntimamente relacionada con la economía de la población, en una relación
estrecha con la vivienda, la educación, el empleo. Cada mañana leía el diario y
devoraba página tras página, acrecentando así su sed de aprender, de empaparse de
las nuevas doctrinas que la mayoría de las veces eran estigmatizadas. Un amigo
lo llevó una tarde a una Biblioteca. Allí leyó a Marx, a Lenin. Gozaba en esos
ratos en que podía hundirse en los pensamientos inmensos de los genios soñadores.
Contagiado de esos sueños, se anotó en el Partido Socialista. Ya en Paraná
había observado la injusticia que sufrían los colonos, favorecidos por
espléndidas cosechas, pero que no conseguían tener un centavo porque los
grandes acaparadores los habían explotado en forma nunca vista por medios que
la ley no impedía ni castigaba. Miraba las quintas en los alrededores de la
ciudad: la verdura se perdía porque no valía la pena conducirla a los mercados
donde media docena de individuos le ponían un precio ridículo que no pagaba ni
siquiera los gastos de explotación. Si embargo el pueblo estaba sometido a precios
exorbitantes.
Por las noches no podía dormir entusiasmado con otro mundo. Y se veía a
sí mismo hablándoles a los obreros, explicándoles que merecían un destino
mejor, denunciando, oponiéndose a todo
lo que los indujera a la miseria. Visitó fábricas y vio a niños cumpliendo
jornadas agotadoras, inhumanas.
Aquella tarde, en la esquina de Achával Rodríguez, la gente hormigueaba.
Algunos chicos curioseaban, parados en la vereda. El acto había sido organizado
por el Partido Socialista y el orador era David. Los días anteriores los pasó
encerrado en su pieza de la pensión. Decidió a irse de la casa porque su padre
no estaba de acuerdo con que se metiera en política. Tuvieron muchas
discusiones.
—Te atrasarás en los estudios —
protestaba Isaac. Él le respondía que no bastaban los estudios de medicina sino
que era necesaria una sensibilidad ante el dolor colectivo. No podrían ser
médicos quienes no tuvieran preocupación constante y viva por el trabajo, la
educación, la economía. Quienes sólo se preocuparan por los padecimientos
físicos de los enfermos sin que les quitara el sueño el que no tuvieran
vivienda aceptable, el que la leche fuera cara y mala, el que no tuvieran agua
potable.
David repetía su discurso una y otra vez. Temía olvidarse de algo. Era la
primera vez que hablaba al público. Y, aunque ya tuviera veintitrés años, la
timidez lo invadía, así como un nerviosismo incontenible. El mismo que lo embargaba
cuando en los exámenes el profesor lo llamaba por su nombre y entonces él
corría al baño a vomitar. Pero esta vez no le pasaría esto. Al repetir las
palabras que preparara sentía que por sus venas corría un nuevo fuego. Rosita
le trajo un yerbeado. Era la hija de Esther, oriunda de Varsovia, que cosía
para afuera. Siempre la veía con una mano en la cintura. Es que de tanto estar
sentada ante la máquina los dolores de
su cintura eran atroces. Rosita la ayudaba con los dobladillos y algunas tareas
menores. Tenía toda la frescura de los quince años. Eran amigos, ella y David. A
veces conversaban en el patio y él miraba su pelo rubio ondulado, los ojos
celestes, casi transparentes. Le hubiera gustado acariciar esa piel tersa, probar
la dulzura de esos labios que parecían dos damascos. Pero luego se reprimía. No
debí sucumbir a esas mieles. Se sentía llamado a un camino arduo y fascinante y
debería recorrerlo solo, sin distracciones. Agradeció el yerbeado y la miró
salir. Luego se enfrascó en sus papeles.
Un pequeño cajón se alzaba en la vereda. Allí se subió David. ¿Cómo
comenzaría su discurso? Iba a comenzar pero vio llegar al Diputado Guevara.
Manejaba él mismo su Ford T que estacionó en la vereda de enfrente. Los chicos
lo miraban, se subían al capot. Saludó al compañero quien se ubicó a su lado.
Guevara había sido ya amenazado varias veces y hasta trataron de incendiar su
casa. Sus verdades molestaban a muchos, especialmente al jefe de policía, que
era militar. De pie sobre el cajón que hacía las veces de tarima, vio llegar a la Legión Cívica. En su frente se
dibujó una arruga de preocupación ¿Por qué estaban allí? Los había visto
desfilando por las calles vestidos de cachiporras, insultando y provocando a la
gente. En su sede siempre había un vigilante en la puerta. Trató de hablar que su voz delatara ansiedad. Comenzó diciendo: “mis queridos
compatriotas”, pero se oyó una voz que gritaba: “Yo no, porque no soy ruso”.
Sin importarle, continuó. No había pronunciado diez frases cuando vio unos fogonazos
y escuchó un estampido. En un primer momento creyó que se trataba de petardos. La
gente le gritaba:
—
¡Bájese,
bájese!
Lo que David creyó eran petardos en realidad eran disparos de armas de
fuego cuyo destinatario era él. bajó de la tribuna y se escondió detrás de un
auto. Se dio cuenta de que había una persona caída en el suelo. Era Guevara.
Estaba muerto. Había recibido un balazo en la nuca que le salió por la frente.
Los “cosacos” como llamaban los estudiantes a la policía, tomaron a
David por los brazos y lo llevaron a la Cárcel de Encausados, que quedaba cerca.
Lo golpearon con las culatas de su máuseres en
la cabeza y lo tiraron en una celda, sangrando. Lo dejaron allí toda la
noche. Al día siguiente lo llevaron ante
el juez y éste lo dejó en libertad.
—
Tal
vez esto te sirva de escarmiento — le dijo con una cara donde se
notaba una desaprobación exasperada.
El sepelio de Guevara conmocionó al país. Una multitud enorme, algo
pocas veces visto, acompañó sus restos y concurrieron los cuarenta y cuatro
Legisladores Nacionales del Partido Socialista.
Debió cambiarse de pensión, pues al enterarse de que era socialista, la
dueña se negó a recibirlo.
Ahora en el tren, rumbo a Buenos Aires, rememoraba todo aquello. En los
disparos que no tocaron su cuerpo, en su compañero asesinado por ideales que
quienes los defendían eran vistos como “agentes” soviéticos. Iba allí, Diputado
a los veinticinco, y su corazón daba brincos de entusiasmo, como un caballo que
galopara por la llanura que el tren atravesaba.
viernes, 12 de junio de 2015
UN VIAJE EN TREN- Paulina Movsichoff
Fui a estudiar a Buenos Aires. Tenía siete años. Mi madre me
dijo una noche:
—Vas a estudiar declamación. La tía Domi me asegura en la
última carta que no hay problema en que parés en su casa. Yo no te puedo
acompañar, así que irás solita en el tren y allá te recibe. La tía Domi era
hermana de mamá. A veces venía a San Luis a visitarnos. Aquéllos eran momentos
de alegría. Mi hermana Florencia y yo nos sentábamos en el umbral de la puerta
de calle, recién bañadas y almidonadas, para ver pasar los coches de
plaza. Bajaban lentos con sus caballos cansinos del fondo de la calle y traían
a los viajeros del Cuyano. Y entonces, la sorpresa de que uno de ellos se detuviera
ante la casa. Era la tía Domi que llegaba a instalarse por un tiempo con mi
prima Elvira. Y luego los abrazos. La fiesta de mirarla abrir las valijas y
aspirar el aroma inconfundible, ese perfume que emanaba de su ropa doblada y
que era como la prolongación de su persona. Las noticias, la charla
despeñándose como una catarata y nosotros sorbiendo sus palabras como un agua
fresca que mitigara nuestra sed. Al día siguiente, en la escuela, miraba con
lástima a mis compañeras que no tenían tías Domis ni primas que llegaran de
Buenos Aires. Esas dos palabras mágicas para nosotras, como quien dice
Europa.
—¿Te animás? — Preguntó mamá para concluir. Dije que sí,
que me animaba. La aventura era por partida doble. Convertirme en eso que era
mi madre cuando la veía declamar en el patio de casa las noches de los
invitados. Entonces me parecía que la vida me abría una puerta desconocida y
descubría un camino empedrado con diamantes. Y viajaría en tren.
Torres nos vino a buscar a eso de las once en el coche de
plaza. Se me antojó que los cascos del caballo avanzaban al ritmo de mi propio
corazón. La estación estaba llena de gente ya que no faltaba mucho para la
hora en que llegaría el Cuyano. Las familias formaban pequeños grupos. Era
fácil darse cuenta de quién era el que viajaba, porque un aura de
excitación lo envolvía. El que se iba escuchaba las conversaciones de los suyos
con una expresión de condescendencia, como si ya estuviera en otra parte
y no quisiera que nadie se diera cuenta. Mamá me condujo al grupo que formaban
el tío Juan, la tía Leonor y Nicolás, el hijo mayor. A la pregunta de
quién viajaba, el tío Juan respondió: “Yo”. Mamá le explicó que yo iba sola y
le preguntó si podría sentarme con él. “Por supuesto”, dijo, pasando la mano
por mi cabeza. El tren entró, bufoso y humeante. Ni bien me acomodé en la
ventanilla que el tío me ofreció gentilmente, lo vi despatarrarse en el asiento
y comenzar a roncar. Dormía con la boca abierta, olvidado completamente de mi
frágil existencia. De pronto me di cuenta de que quería ir al baño y miré con
desaliento las piernas del tío, cerrándome toda posibilidad de paso. Suspiré
para darme coraje y le toqué un brazo. Él abrió los ojos y se levantó para
dejarme pasar. Se despertó sólo para ir al coche comedor y allí, luego de atravesar ese rubicón que era el cruce de los vagones sin que él tendiera la mano para
ayudarme, como hacía mamá, comimos un guiso de lentejas y flan de postre.
Cuando volvimos al vagón, el tío se echó a dormir de nuevo. El viaje se me hizo
eterno. Todo el tiempo torturada por el miedo de que las ganas de ir al baño se
repitieran. El tren entró en Retiro a la medianoche. Me olvidé de todo cuando
vi a mi primo Pepe buscándome entre las cabezas que asomaban por la ventanilla.
Ni bien me descubrió, me sacó por ella y me abrazó. Cómo me querían esos
primos. Y yo a mi vez los quería a ellos de una manera un tanto desaforada.
Pepe era mayor. Por esa época andaría por los dieciocho. Cuando llegamos a la
casa me recibieron los otros primos con expresiones de alegría. Miguel,
Rodolfo, Elvira y también Pepe me acosaban a preguntas por la familia. Me
dijeron que la tía Domi llegaría tarde, porque esa noche tenía canasta con las
amigas. Me estrujaban a besos y me decían “peine fino”. Esa noche no dormí
tratando de descubrir qué querrían decir con eso.
—No la exciten — decía Miguel. Miguel tenía un halo
especial, con su figura grácil, sus labios sonrientes. La otra vez que fui con
mamá él no estaba porque era marino y siempre viajaba. Tenía unas manos finas,
como las del pianista que tocó una vez en el teatro del pueblo. Ésa sería la
última vez que lo vi. Moriría un año después cuando venía en avión desde
Usuhaia, el mismo día en que se casaba. El piloto aterrizó mal y no
se salvó nadie. Pero aquello no podía saberlo esa noche. Ni yo ni ninguno de
ellos.
La casa era enorme y elegante. Más que la nuestra de San
Luis. Me encantaba llegar de la calle y subir la empinada escalera de mármol
que conducía a ese hall con sillones. Al comedor se accedía por una puerta de
espejos. Lo más lindo de todo era no tener que ir a la escuela. Cuando me
levantaba, apenas tomado el desayuno, subíamos a la terraza con Elvira, a jugar
a la piola. Allí se alzaba la torre donde el tío Alfonso escribía. Me fascinaba a la vez que sentía curiosidad por cómo sería aquel lugar que parecía sacado de uno de los cuentos del Tesoro de la juventud. Un día
la puerta se abrió y Alfonso nos dejó entrar. Entonces miré las estanterías
repletas de libros, la mesa atiborrada de papeles. El que yo pudiera ejercer
algún día ese mágico oficio no se me pasó por la cabeza. Además la tía Domi
vivía protestando por que su marido se la pasaba allí sin hacer nada, “Es un
vago”, decía. Y por otra parte lo lógico era que me casara y tuviera muchos
hijos, como mis tías, como mi madre. Aunque aún no lo pensaba, en esa
abstracción que es la infancia.
La profesora de declamación llegó al segundo día. Era baja
y un poco gordita, pero la miraba como a una especie de hada, como la poseedora
de un oficio sagrado. Su nombre hacía juego con su condición: Enriqueta Adesso
de Cortínez La Palma. Tenía en su brazo muchas pulseras de oro que
tintineaban cuando al declamar hacía algún ademán.
Aprendí muchísimos versos. Pero a mí gustaban más los que
le enseñaban a Elvira, ya que ella era tres años mayor. Los míos me parecían
pavos. Y escuchaba con envidia cuando Elvira declamaba:
Llamas de la Puna cargadas
de sal
Ya vienen bajando, ya van a
llegar.
Valientes llamitas se
portan muy bien.
Sufren mil fatigas: mal
tiempo, hambre y sed.
La profesora le dijo que tenía que decirla con tonada como los
indios del Norte. Y se la repetía para que aprendiera:
Llaaamas de la puuuna
caargadas de sal.
A mi regreso me convertí en el número obligado de todas
las fiestas escolares. Hasta recité en el teatro y, aunque las luces del
escenario no me dejaban ver demasiado, alcancé a distinguir un montón de
cabezas que me dejaron absorta. ¿Estaban allí por mí? El miedo me abandonó
apenas comencé a recitar. Los aplausos resonaron en la sala pidiendo bis. Entonces
me animé a declamar un poema de Elvira que me gustaba especialmente:
De neglos padles nació este niño,
Como ellos neglo, neglo macizo.
Dice la gente: Lelampaguea.
¡Y es mi neglito que palpadea!
Las eles en lugar de las erres como decía la señorita Enriqueta
que hablaban los negros. Me regalaron un dije de plata, pero no quedé muy
contenta porque me parecía que no lo había dicho con la perfección de Elvira.
Esa mañana la señorita Haydée avisó en la escuela que al
día siguiente iríamos al asilo de ancianos. Pidió que lleváramos lo que
pudiéramos: yerba, cigarrillos, galletas. Mamá compró unos papelitos blancos y
el tabaco aparte. Yo protesté y me puse a llorar.
— Estos
no son cigarrillos — le reclamé.
— Son
para armar – me explicó—. Los viejitos tienen muchas horas libres y así
se entretendrán más.
Cuando iba en el ómnibus sentada al lado de mi amiga Teté,
la señorita se acercó y me dijo:
— ¿Te
acordás de algún verso?
Respondí que no estaba segura. Porque mamá me hacía
practicar todos los días pero ahora, con el nacimiento de Alejandra, mi hermana
menor, parecía haberse olvidado.
Al llegar al asilo vimos a los viejitos que nos
miraban desde el rabillo del ojo con una mirada pícara. Luego nos llevaron al
salón de actos en donde se había instalado un numeroso público. Había chicos de
otras escuelas. Entre ellos descubrí a mi primo Jorgito. El coro de la escuela
terminaba de cantar el Buenas noches, mi bien y me puse nerviosa pensando que
la próxima era yo. Subí ni bien el coro dejó el escenario. La gente me miraba
expectante y me pareció percibir un dejo de orgullo en los ojos de Jorgito,
varios años mayor que yo y cuya cabeza sobresalía de las demás. Yo a mi vez miraba
a la gente y traté de empezar alguno de los versos que aprendiera con la
señorita Enriqueta. Pero mis esfuerzos resultaron vanos. De mi boca no salía ni
una palabra. Pensé en los versos de Elvira, en los míos, ése de las estrellas a
las que su mamá luna abandona. Mi mudez se prolongaba y escuché que la señorita
Haydée me decía bajito desde un costado: “Bajate, yo no te dije que
subieras”. Entonces Jorgito se abrió paso entre la gente y subió al
escenario:
— Vamos, no es nada — , me tranquilizó, mientras me tomaba de la mano y me empujaba
fuera de la tarima. Pasó el brazo por mi espalda y me llevó hasta el patio,
donde el sol brillaba, insolente.
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